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Capítulo doce

Era consciente de los efectos secundarios de tomar demasiado café, pero me compré el cuarto del día en la cafetería de al lado de casa sin demasiada preocupación por mi ya notable adicción.

Había gente que ahogaba sus penas en el alcohol, yo lo hacía en el café. De todos modos, es más sano, ¿no? La parte racional de mi cerebro me gritaba que no, pero no podría importarme menos.

Tomando el quinto sorbo, caminé a paso lento por el paso de cebra después de mirar a ambos lados. Aunque, en estos momentos, no me importaría que me atropellara un coche. Tenía un examen a primera hora y, por primera vez en mucho tiempo, no llegaba tarde. Lo que quería decir que había tenido que madrugar, mucho.

Observé a una niña jugando con un cachorro de golden retriever por la calle y no pude evitar pensar en Hugo. ¿Cómo se había podido ir nuestra relación a la deriva tan rápido? En menos de un segundo pasamos de ser amigos a ser desconocidos y yo no podía hacer más que llorar sobre mi almohada y desear al cielo que viniera a disculparse por cómo se comportó conmigo la última vez que hablamos.

Pero sabía, muy a mi pesar, que las estrellas no concedían deseos, porque si lo hicieran sus labios ya hubieran tocado los míos.

Sí, estaba perdida e irremediablemente enamorada de Hugo. Y él ni siquiera era capaz de mirarme a los ojos cuando nos encontrábamos en el hall.

Todavía seguía enfadado conmigo. Y yo continuaba sin entender por qué. Suponía que estaba celoso, y por eso había querido ponerme celosa a mí con Sandra. Pero, ¿por qué no era capaz de escuchar lo que tenía que decir? ¿Acaso era más fácil para él enfadarse que enfrentarse a sus sentimientos? Si es que tenía algún sentimiento más que la ira hacia mí ahora mismo.

Estaba hecha un mar de dudas, pero no podía darme el gusto de pensar en ello más de lo necesario, ya que tenía un examen. Uno que Alberto y yo habíamos estado preparando juntos en mi apartamento, ya que ni loca volvía yo a su casa estando como estaba con su hermano.

-¿Cómo lo lleváis, chicos?

-Estoy a punto de vomitar -respondió Anna en un murmuro casi inteligible por tener su rostro anclado en sus brazos cruzados sobre la mesa-, ¿contesta eso a tu pregunta?

-Sí -reí.

Alberto no contestó. Estaba demasiado inmerso en sus apuntes, leyendo cada palabra en su mente y recolocando sus gafas sobre el tabique de la nariz cada pocos segundos mientras movía la pierna derecha de arriba a abajo, nervioso.

En ese momento entró el profesor. Me senté en el pupitre al lado del de Anna y el silencio me oprimió como un peso de hormigón, amplificando el sonido de mis propios pensamientos catastróficos. Cada bocanada de aire que respiraba parecía reflejar el ritmo de mi acelerado corazón.

Con mano firme, abrí el cuadernillo del examen y descubrí una serie de preguntas que abarcaban todos los conocimientos farmacológicos. Cada pregunta presentaba su propio desafío, poniendo a prueba mi comprensión de los mecanismos de los fármacos, las indicaciones terapéuticas y los posibles efectos adversos. Sin embargo, a medida que las leía, sentía una gran determinación en mi interior.

Aprovechando las incontables horas pasadas estudiando libros de texto, diseccionando clasificaciones de fármacos y discutiendo escenarios clínicos con Alberto, abordé cada pregunta metódicamente. Apliqué los principios y conceptos que habíamos estudiado juntos, analizando las interacciones entre fármacos, teniendo en cuenta los factores del paciente y evaluando las opciones de tratamiento con ojo crítico.

Mientras el tiempo parecía escaparse en la intensidad del momento, yo seguía adelante, con la mente concentrada. Cada vez que respondía a una pregunta, sentía cómo aumentaba mi confianza, animada por la certeza de que me había preparado lo mejor posible. Y cuando la última pregunta cayó bajo mi lápiz, no pude evitar sentir una oleada de orgullo creciendo en mi interior.

Cuando entregué el examen terminado, salí de la sala con una sensación de logro que brotaba de mi interior. Había clavado el examen, lo sabía en el fondo de mis entrañas. La semana de duro trabajo, de trasnochar y de sacrificios habían dado sus frutos en ese momento.

-¿Cómo os ha ido, chicos? -pregunté una vez salí del salón y me los encontré esperándome en el banco de fuera. Ambos tenían expresiones muy diferentes el uno del otro.

-¡Estoy bastante seguro de que lo he bordado! -exclamó confiado-. Vamos, prácticamente tuve una aventura amorosa con las clasificaciones de drogas. Ya puedo ver ese brillante sobresaliente en mi expediente.

Solté una risa por su seguridad, pero sintiendo una punzada de envidia en mi interior. Me gustaría tener tanta confianza en mí misma como la que tenía Alberto. A menudo me he sentido como un impostora, indigna de los elogios que recibían mis compañeros.

No es que careciera de inteligencia o capacidad, en el fondo lo sabía. Pero la incesante búsqueda de la perfección, alimentada por la incansable presión de mis objetivos académicos, me había hecho sentir perpetuamente incapaz. Por mucho que trabajara, estudiara o aprobara exámenes, nunca parecía ser suficiente.

Tal vez se debía a los susurros de duda que rondaban en los recovecos de mi mente, ecos de las voces de mis padres que me decían que nunca estaría a la altura, que lo mejor de mí nunca sería suficiente. Desde muy joven me enseñaron a creer que el éxito era sinónimo de perfección y que todo lo que no fuera eso era un fracaso del que avergonzarse.

Y así, a pesar de mis logros, nunca había podido librarme de la sensación de que no era lo bastante inteligente, lo bastante talentosa, lo bastante digna. Cada revés, cada decepción, sólo servía para reforzar la creencia de que era intrínsecamente defectuosa, destinada a quedarme siempre atrás.

-¿Y tú, Anna? -me aclaré la garganta, intentando desechar aquellos pensamientos que pretendían boicotear mi alegría-. ¿Cómo te ha ido a ti?

Suspiró dramáticamente-. Sinceramente, chicos, creo que lo he hecho fatal. No recordaba ni la mitad de los mecanismos de acción, y no me hagáis hablar de los efectos secundarios. He escrito "somnolencia" como efecto colateral de cada uno de los fármacos.

Mientras tomábamos asiento alrededor de la mesa, no pude evitar sentir una sensación de calidez ante la comodidad que me envolvía al estar con personas que realmente me apreciaban.

Observé cómo Alberto navegaba con pericia por la carta, cómo sus ojos se iluminaban de expectación mientras pedía un espresso doble. Anna, siempre tan aficionada al té, deliberó sobre la selección de mezclas de hojas sueltas antes de decidirse por una relajante manzanilla. Por mi parte, opté por un reconfortante chai latte, la mezcla perfecta de especias para calentar mi cuerpo en esta fría mañana.

-Oh, vamos, estoy segura de que no fue tan malo, Anna -dije, apoyando mi mano en su hombro, mientras seguía su paso-. Farmacología puede ser dura, pero estoy segura de que lo hiciste mejor de lo que crees.

-Sí, no seas tan dura contigo misma -le aconsejó Alberto, manteniendo la mirada al frente-. Recuerda que hasta el mejor de nosotros puede confundir algunos nombres de medicamentos de vez en cuando.

Anna puso los ojos en blanco-. Para ti es fácil decirlo, Sr. "Voy-a-conseguir-un-diez". Apuesto a que ni siquiera has sudado durante el examen.

-Bueno, tal vez un poco de sudor, pero sólo porque estaba muy ocupado acertando todas las preguntas.

-De acuerdo, de acuerdo, no te pongas tan gallito -reí-. De todas formas, no sabremos nuestras notas hasta que las publiquen. Pero bueno, al menos hemos sobrevivido a otro examen de farmacología, ¿no?

-Sí, supongo que tienes razón -sonrió débilmente.

Alberto levantó su taza de café-. ¡Por sobrevivir a farmacología!

Anna y yo reímos a la vez que alzamos nuestras tazas y las chocábamos con la de Alberto.

-Mmm -la castaña tomó un sorbo de su té y volvió a dejar la taza sobre la mesa-. Al final no nos has contado qué sucedió con Hugo.

Resoplé y procedí a explicarles cómo Andrea había conseguido que las inseguridades de Hugo salieran a la luz y cómo él había intentado ponerme celosa con Sandra. Ellos me miraban perplejos, como si no se creyeran lo que estaban escuchando.

-Con todo el respeto del mundo, Alberto, tu hermano es imbécil -dijo Anna.

-Estoy de acuerdo -respondió, encogiéndose de hombros-. ¿No vas a intentar hablar con él?

-¿Otra vez? ¿Después de lo que le hizo? -me interrumpió.

-Es que no sé qué hacer -admití, removiendo mi café con la cucharilla-. Podría intentarlo, pero, ¿de qué serviría? No quiere escuchar lo que tengo que decir y ahora soy yo la que está enfadada por cómo se comportó.

-Y tienes todo el derecho a estarlo -me apoyó Anna-. Vamos, yo hubiera quemado la biblioteca entera si me hubieran hecho eso.

-Pero... ¿no es mejor solucionarlo de una vez? -preguntó Alberto, alzando una ceja.

Asentí.

-¿Y si él se disculpara?

-¿Qué estás tramando, gafitas? -Anna le dio un pequeño codazo.

-No, Alberto -me anticipé-. Ni se te ocurra hablar con él, por favor.

-¿Por qué no?

-Porque no quiero humillarme más y si hablas con él pensará que no soy capaz de defenderme -expliqué, tomando el último sorbo de mi café.

-Es que no eres capaz de defenderte -respondió.

-¡Oye! -exclamé, lanzándole una de las bolsitas de azúcar que venía con las bebidas-. Es cierto que me cuesta hablar por mí misma, pero estoy intentando cambiar eso, así que no me metas presión. Y no hables con él -le advertí, señalándole con el dedo.

-Tranquila, puedes hablar tú -dijo, mirando a un punto detrás de mí.

Fruncí el ceño-. ¿Qué...?

Me di la vuelta y lo vi. Hugo caminaba hacia nosotros. Su pelo marrón danzando en el aire mientras sus piernas hacían que se acercara cada vez más. No podía evitar sentir un destello de esperanza en mi interior, un atisbo de posibilidad de que tal vez pudiéramos encontrar una forma de reducir la distancia que había crecido entre nosotros.

Cuando llegó a la mesa, lo miré con una mezcla de aprensión y curiosidad, sin saber qué esperar. Su expresión era seria, sus ojos buscaban en los míos algún signo de comprensión, algún indicio de lo que yo sentía por él.

Por un momento, nos quedamos mirándonos, con el peso de las palabras no dichas flotando en el aire entre nosotros. Y entonces, con una sonrisa vacilante, Hugo habló, su voz suave pero decidida:

-¿Podemos hablar?

Asentí, con el corazón latiéndome erráticamente en el pecho, sabiendo que esta conversación sería el primer paso hacia la reconciliación o el final.

Mientras le seguía hacia la salida de la cafetería, no pude evitar preguntarme qué nos depararía esta conversación. Tenía miedo, lo admitía. A pesar de estar decepcionada con él, no quería que lo nuestro, si es que había un "nosotros" acabara. Y sabía que si lo hacía, mi corazón no iba a poder aguantarlo. Así de débil era.

Me encontraba de pie, nerviosa, frente a Hugo. Su expresión era ilegible mientras me observaba, con ojos cautelosos y distantes. Podía sentir la tensión que crepitaba en el aire entre nosotros, un recordatorio palpable de la brecha que se había formado desde aquella fatídica noche.

-Tenemos que hablar -dijo Hugo bruscamente, su voz cortando el silencio como un cuchillo.

Asentí, con la garganta contraída por el miedo mientras esperaba a que él hablara. Sabía que aquella conversación no iba a ser nada fácil, pero estaba decidida a afrontarla de frente.

-Lo que pasó la otra noche... -comenzó, sus palabras vacilantes mientras luchaba por encontrar la forma correcta de expresarse-. Saqué... saqué conclusiones precipitadas. No debí suponer lo peor.

Sentí una oleada de alivio ante la confesión de Hugo, pero fue rápidamente sustituida por una de frustración y rabia. ¿Cómo había podido juzgarme tan rápidamente sin darme siquiera la oportunidad de explicarme?

-No tenías derecho a suponer nada -repliqué, con la voz temblorosa por la emoción-. No sabes nada de lo que pasó entre Miguel y yo, y no tienes derecho a acusarme de algo que no he hecho.

La mandíbula de Hugo se tensó al oír mis palabras, y sus ojos brillaron con una mezcla de culpa y desconfianza-. Sé lo que oí, Aurora -respondió, con la voz teñida de frustración-. Andrea dijo que Miguel y tú estabais a punto de besaros, que había algo entre vosotros.

Sentí mis mejillas enrojecer de rabia al oírle mencionar el nombre de Andrea, el recuerdo del enfrentamiento aún fresco en mi mente. ¿Cómo podía Hugo creer las mentiras de Andrea por encima de mi propia palabra?

-Andrea mintió, Hugo -espeté con amargura-. No sé si de verdad creyó eso o si simplemente quiso causar problemas, pero la cuestión es que mintió.

-¿Pero por qué mentiría sobre algo así? -preguntó-. Está prometida con Miguel, ¡por el amor de Dios!

-¡Exacto! -exclamé, alzando la voz más de lo planeado-. Andrea tiene motivos de sobra para tergiversar la verdad y adaptarla a sus intereses. ¿Y sabes qué? A lo mejor estoy harta de que todo el mundo piense que lo sabe todo sobre mí, ¡cuando no es así! Quizá esté harta de que la gente suponga lo peor de mí sin ni siquiera molestarse en preguntar -me detuve para coger aire-. Tienes que creerme, Hugo. Entre nosotros no pasó nada.

Él suspiró-. ¿Entonces qué fue, Aurora? ¿Qué pasó entre vosotros dos?

-No puedo... No puedo decírtelo.

-¿No puedes o no quieres?

-Las dos cosas -sorbí la nariz, limpiándome una de las lágrimas que habían caído de mis ojos-. No es mi secreto, Hugo. Tienes que confiar en mí.

-¿Confiar en ti? ¿Cómo puedo confiar en ti si ni siquiera me dices la verdad? -me dirigió una mirada frustrada.

-¡Porque me gustas! -grité, desesperada-. Desde el primer momento que te vi sentí esas mariposas en el estómago de las que hablan en las películas románticas. Esas mariposas que nunca había sentido por nadie. Pero llegaste tú y pusiste mi vida patas arriba. Y ahora estoy enfadada contigo por haberme hecho sentir tan mal por algo que ni siquiera ocurrió, pero no puedo evitar continuar queriendo estar cerca de ti. Y eso me enfada todavía más, porque no te mereces eso. No te mereces que quiera verte, olerte y tocarte.

Me detuve, con la respiración agitada y las lágrimas que había intentado contener cayendo por mis mejillas como una fuente. Observé cómo Hugo se quedaba allí parado, sin decir nada. Y reí, negando con la cabeza. No podía creer lo estúpida que había sido al pensar que correspondería mis sentimientos. En cambio, dio un paso hacia atrás. Y yo di dos más, antes de voltearme y alejarme de él.

¿Era este el final?

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