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Tenía las pastillas en mi mano, y las palabras de Charlie clavadas en las puertas de mi cabeza, como si se trataran de las malditas tesis de Martín Lutero (vaya que es efectiva la educación católica).

La verdad era muy simple como para creer que con jugar al idiota podría ignorarla: Benjamin era un potente narcótico; y yo solo era su maldito adicto esperando la siguiente dosis.

Haría lo que fuera por él, por sentirme importante unos segundos ante sus perfectos ojos y creer, por una vez, que alguien así podía estar de mi lado. Aguantaría lo que fuera, incluso su rechazo público de ser necesario, con tal de poseerlo unos escasos minutos entre mis manos.

El rastro de orgullo que quedaba en mi interior comenzó a rugir, rogando que construyera un poco de espacio para permitirle crecer. Porque Benjamin se estaba alimentando de mi vergüenza y baja autoestima con tal de salirse siempre con la suya. Quizá no lo hacía de forma consciente, claro. Pero lo estaba haciendo después de todo.

Y mi amor propio era escaso, casi inexistente, pero estaba ahí. Chillando que le pusiera un poco de atención.

Encerré las pastillas en mi mano, y me pregunté por un segundo qué haría Ben tras recibirlas. ¿Me agradecería? Claro, si algo, el chico tenía modales. Pero luego... ¿Qué?

Era un idiota si creía que tras hacerle este favor, Benjamin mágicamente decidiría rechazar a Maddie por siempre. Charles tenía razón, él jamás intentaría nada que pudiera exponer nuestra oculta relación al mundo.

En el fondo de mi corazón lo deseaba. Había plantado un escenario idílico en el que el chico se aparecía en mi casa, con un maldito ramo de rosas y su perfecta sonrisa, y me pedía estar a su lado en plan real. Dándonos la mano en la calle y todo el rollo.

Cuando la imagen tomó forma en mi cabeza, no pude hacer otra cosa más que reírme de mí mismo. Benjamin jamás me daría ese lugar. Ni por ese favor, ni por un millón de favores.

Tenía mucho qué perder. Y ¿yo? Yo era un premio muy pequeño a ganar.

—Bryan— interrumpí, desde el asiento trasero. Extendí las pastillas a él y las dejé en el asiento del copiloto. —¿Puedes llevarme a casa y luego entregar esto tú a Ben?

No esperaba que mi voz se quebrara a media petición. Tuve que tragar una bocanada de aire porque de pronto parecía que mis palabras pesaban mucho en mi pecho, y liberarlas era quitarme una tonelada de encima. El aire entró en mis pulmones en una oleada, como cuando respiras tras estar a punto de ahogarte nadando.

Tampoco pude contener la lágrima que cruzó mi mejilla. La esquivé rápidamente con el dorso de mi mano, esperando que la mirada de Bryan desde el retrovisor no captara el mar de emociones que me estaba envolviendo.

Oh, pero claro que se dio cuenta.

—Por favor—insistí.

Él asintió en silencio y encendió el intermitente para dar la vuelta y cumplir con mi orden.

A medida que nos alejamos del edificio de Ben, a tan solo unas cuadras de distancia, tuve que hacer un esfuerzo consciente por respirar con tal de mantener la calma.

No quería llorar más por Ben. Porque estaba seguro de que una vez que comenzara, no podría parar. Lloraría por días, por semanas, hasta deshidratarme y necesitar suero, al igual que aquella vez en la que pasé la noche en el hospital.

Joder. No iba a montar otro espectáculo por el mismo chico.

Hay algo horrible en la verdad, y es que una vez que la conoces, se vuelve imposible de ignorar. Podría haber jugado ese maldito juego toda mi vida en completa ignorancia. Pero una vez que fui consciente, simplemente no pude.

No podía amarlo así. Una vez que mi destrozado orgullo se enteró de cómo sería mi futuro al lado de Ben, tomó un renovado carácter que me pidió correr. Correr malditamente lejos y no mirar atrás.

—Marcus...

La voz de Bryan sonaba solemne. Y claro, él siempre pudo leerme como un libro abierto. De seguro podía intuir la tormenta que cruzaba en mi interior, y cómo estaba haciendo mi mejor esfuerzo por no desmoronarme en el asiento trasero. Estaba seguro de que le seguiría un discurso motivacional sobre cómo lo mejor que podía hacer en ese momento era olvidarme de Ben. Pero no podía escucharlo. Ni tampoco quería hacerlo.

Le devolví la mirada a través del espejo retrovisor, dispuesto a pedirle un poco de espacio antes de que intentara convencerme de que esa decisión era la mejor. Sin embargo, la mirada de Bryan no estaba en mí. Sus ojos se encontraban clavados en la puerta de la Hacienda.

Bajo el umbral estaba Rick, con dos maletas a su lado. Su traje estaba desarreglado y su cabello despeinado. Pero no me sorprendió su apariencia. Me sorprendió él. En todo mi tiempo en Texas, Rick jamás había estado ahí para recibirme.

Nunca. Ni siquiera cuando llegué.

Me bajé del automóvil en silencio, y Rick se apresuró en zancadas con una maleta en cada mano. Pensé que llegaría a regañarme, pero pasó completamente de mí.

Se acercó al auto en pasos furiosos, tocó el maletero, y Bryan corrió para recibirlo y cargar el equipaje. Nos dedicamos una mirada en silencio, igualmente confundidos y luego miramos al mismo tiempo a Rick, muy temerosos de pedirle una explicación, a pesar de que no podíamos entender un carajo de lo que estaba pasando.

—¿Qué miras, niño? ¡Sube al auto!

Levanté los brazos con confusión, mareado.

—¿Qué está pasando?

—No me mires así, como si yo te debiera explicaciones, Marcus.

Fruncí el ceño y esta vez fui incluso más severo. No estaba pidiendo un Bentley, joder. Solo necesitaba entender un carajo de lo que estaba pasando.

—¿Para dónde vas, Rick?

—¡No vas a tratarme así, malcriado! —Rick dio unos fuertes pasos hasta alcanzarme, el peso de su furia en contra del suelo hizo temblar la gravilla a su alrededor, al igual que a mis piernas al ver su figura a centímetros de mi nariz. —¡Eres tú el que viene tres malditas horas tarde! ¡AHORA SUBE AL MALDITO AUTO!

Rick escupió cada palabra en mi cara, empujando mi cabeza con la suya, en un intento de exhibir esa frágil hombría que envolvía su aura. Aparté la vista ante su hálito a cerveza, y para esquivar la saliva que bañó mi piel. Fue inútil. Limpié mi piel con el dorso de mi mano y le devolví la vista a papá.

Quizá sí, su hombría era como un cristal, pero uno puntiagudo y muy filoso. Dispuesto a partir la carne en dos ante quien se atreviera a amenazarlo. Porque verlo tan cerca de mí, con la vena de su cuello a punto de reventar, me dio un espasmo de temor por el espinazo. Contuve la respiración y me mantuve allí, tratando de parecer lo más estoico posible.

—No me vas a hacer entrar a ese auto a menos que me digas que está pasando.

Papá plantó su pie al piso con fuerza, como le hacen los toros antes de atacar a su víctima.

—¡TE VOY A OBLIGAR A ENTRAR A DONDE SE ME DE LA MALDITA GANA, MARC!

Joder. Sus ojos estaban al borde de salir de sus cuencas. Estaba seguro de que tendría un aneurisma de la rabia, o que me volaría los sesos con sus propias manos. Pero estaba dispuesto a aceptar una paliza con tal de quitarme la presión de su existencia de encima.

—¿Así como me obligaste a "entrar" aquí? —dije en voz baja, apenas perceptible. El miedo me estaba consumiendo, aunque no lo suficiente como para reconocer que lo mejor era callar.

—¡Oh! ¡Yo hice mi esfuerzo porque te adaptaras aquí! Tú fuiste el maldito mocoso que no quiso entrar.

Esta vez yo apreté las manos y me vi tentado de volarle la mandíbula de la rabia. Si algo, Rick hizo de todo por hacerme saber que en realidad no me quería aquí. No a mí, al menos. Quería al niño perfecto, el que saca buenas notas, hace sus deberes antes de ir a la cama, y se la clava a cada chica que pasa.

No al maldito tragapollas.

—¿Entrar dónde, joder? —espeté, sorprendiendo a Rick. Incluso a mí me sorprendió cuando de pronto mi voz se quebró, y las lágrimas se derramaron veloces por mi mejilla. — ¡¿A tu maldito armario de católica heterosexualidad?! ¡Porque nunca me vas a aceptar por quien malditamente soy!

Soltar esas palabras en su cara fue como un exorcismo. Como si realmente pudiera soltar uno de los demonios que se había alojado en mi interior. Sé que no son palabras bonitas para hablarle a tu propio padre... pero hasta el día de hoy no me arrepiento.

Se sintió liberador. Y la emoción me consumió. Las lágrimas sencillamente no pararon.

—¿Sabes qué? Tienes razón, Marc— Rick levantó sus brazos frente a mí. No estaba conmovido, claro. —Si no quieres entrar a este maldito paraíso que construí para ti, quédate.

Mientras hablaba, se acercó de vuelta al maletero y lanzó uno de los equipajes al suelo, asumo que el que había preparado para mí.

—¿Un paraíso? ¿Cuál es tu maldito problema?

—¿Sabes cuál es mi maldito problema? ¡TÚ, JODER! Estás tan concentrado en esa cabecita puberta de que todo el mundo está en tu contra, que no puedes ver cuando alguien hace algo lindo por ti. Me he roto la espalda por ti, carajo. Pero no te importa, nada es suficiente. Así que quédate en tu mierda, joder. ¡Te puedes ir al carajo!

Rick soltó con fuerza la puerta del maletero y esta se cerró con un estruendo, que nos remeció del miedo. Él se subió al automóvil y dio unas palmadas al carro, incitando a Bryan a subirse a conducir.

Me encantaría decir que en ese momento la rabia me consumió, pero la verdad es que fue la tristeza. Podría haber perdonado a papá si es que tan solo hubiese mostrado un poco de empatía conmigo, pero no lo hizo. Nunca lo hizo. Porque quien nunca fue suficiente en esa relación, siempre fui yo.

Con Bryan mantuvimos una sólida mirada. Estaba seguro de que quería correr a reconfortarme, como si supiera que lo único que necesitaba en ese momento era un abrazo, pero Rick golpeó con más fuerza el metal de la carrocería, llamando la atención.

—¡Yo te pago, joder, Bryan! ¡CONDUCE EL JODIDO AUTO!

Bryan tembló ante la voz de papá, y esbozó una mueca de disculpas.

—Volveré por ti— susurraron sus labios, antes de conducir el auto hasta desaparecer por el camino de entrada de la Hacienda.

No volví a escuchar de Rick. Estoy bastante seguro que decidió ocultarse, probablemente dentro del país. La quiebra de la empresa le dejó con una deuda tan grande, que devoró en un santiamén su fortuna, como si nunca hubiese existido en un primer lugar. Nunca quise averiguar si su bancarrota fue solo por una mala jugada económica, o si más bien se trataba de algo más turbio que ello. Quizá un delito tributario, como rumoreaban las páginas de economía, en cuyo caso le convenía correr más lejos. El problema era que Rick no amaba a nada tanto como su patria. Jamás se alejaría de su jodida tierra.

¿Pero de mí? De mí se mantuvo lejos el resto de mi vida.

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