Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

VI.



Advertencia: Contenido adulto



Milo entró a la habitación abrazando un mutismo total.

Quería decirse que se sentía tranquilo.

Que todo estaba bien.

Que Keltos le haría el amor de ese modo suyo: intenso, arrebatado, dulce.

Furioso. Porque así se encontraba su ánimo. Por más que pareciera equilibrado. Aunque al presentarse en medio de la fiesta luciera tranquilo y mesurado, como cuando era Camus nada más.

Su presencia, enorme y desnuda, se ofreció a los ojos de los asistentes cubierta estratégicamente por su cabellera blanca; levantó sonrisas y miradas suspicaces. Hasta que el Viento del Norte dirigió una ojeada ríspida sobre sus hermanos y entonces...

Cada quien continuó con lo suyo.

En la salida del Templo de Escorpio, Milo padeció la valoración iracunda y silenciosa de Khíone, quien trataba de ignorar a un Kraken que pugnaba por obtener su atención.

Un vistazo momentáneo, pétreo y rabioso de Camus a su hermana, tajó de raíz cualquier imprecación de la Dama de la Nieve.

El camino a Acuario había resultado mudo, tenso. No sabía si se debía a que Camus seguía cabreado o a que él mismo ya había entendido que se había excedido en sus atribuciones.

Había ofendido a Camus al pasar por encima de su voluntad.

Y a Hypnos, al hacer uso de su potestad.

Ahora, de pie en medio de la habitación, con el lecho revuelto ofreciéndose a su vista y las acciones de Camus a su espalda, se preguntaba cómo sería este encuentro, que no le ofrecía ninguna incógnita.

Sería escarmentado.

A mano limpia.

Escuchó a Camus cerrar la puerta y luego, un hálito frío le levantó los vellos de los brazos.

Se volvió un poco sobre sí mismo y vio el tablón con su picaporte congelado.

Estaban encerrados a... ¿cal, canto y hielo?

Entonces se topó con los zafiros de su sýzygos. Turbios de emociones contradictorias.

Y por un momento, uno brevísimo, lo vio enorme, como su furia.

―Vuélvete, Milo. No quiero que me mires. No en este momento. Dame... dame un minuto.

Milo suspiró y se cruzó de brazos, más inquieto que enfadado. Sintió a Camus moverse detrás de él.

Se lo imaginó caminando en círculos. Nervioso. Enojado.

Hundió un poco los hombros, porque sabía que ese estado de ánimo tormentoso era producto de sus palabras.

Vio a Camus pasar por un lado suyo: enorme y arisco. Quiso aproximarse a él.

»Mais non, Milo. Laisse-moi. Donne-moi un instant, s'il te plaît. (1)

Se atragantó con su respuesta y optó por hacer un gesto afirmativo. Los cabellos dorados se agitaron acompañando el movimiento de su cabeza.

Keltos, con su apariencia enorme por momentos, tomó el vaso de la rosa y desapareció con ella en el baño. Milo lo vio volver, con un aspecto más cercano a lo habitual, y colocar el vaso rebosante de agua fresca sobre la mesa de noche.

Ya era el joven esbelto y un poquito más bajo que él.

Aún llevaba el cabello de plata.

Nevado. Ligeramente volátil.

Pero ya no parecía el gigantón energúmeno de un minuto antes.

El colchón se hundió un poco cuando Camus tomó asiento en la orilla. Las sábanas desordenadas se engalanaron con la cabellera, ya enrojecida, desperdigada con generosidad.

Un suspiro inquieto brotó de los labios de Escorpio al fijarse con adoración sobre aquel hombre, que motivaba por igual sus pensamientos más nobles y más turbulentos.

Camus mantuvo los ojos cerrados unos momentos. Estaba concentrado en tranquilizar su respiración. Conforme lo hacía, su cabellera se poblaba más de rubí que de plata.

Los abrió. Y entonces, sus zafiros devoraron los aguamarinas de Milo.

»Descálzate ―pidió con sencillez.

El escorpión procedió a inclinarse, desatar los cordones de las botas y sacárselas, junto con los calcetines.

Los pies quedaron asentados sobre el suelo frío. Desnudos y pálidos, como animalillos inermes.

Monsieur Nord los sometió un momento a una muda contemplación. Suspiró. Al hablar de nuevo, su voz sonaba ronca y contenida.

»Desvístete. Desnúdate para mí.

La respiración del Hellenoi se aceleró de inmediato ante aquella orden que lo alborozó tanto como lo angustió. El aliento, espeso, se atascó en su garganta y tuvo la sensación de que sus intestinos luchaban entre sí en un vano esfuerzo por dominar su agitación.

La voz de su amor tenía una entonación suave y amable. Pero en el fondo temblaba. De ira y de expectación.

Milo empezó a desabrocharse la camisa. Botón por botón. Lento. Temiendo una torpeza de su parte, motivada por los nervios. Keltos lo miraba desde la cama, sin lascivia. Con una tormenta asomándose desde su espíritu por los ojos.

Los primeros tres breves círculos de plástico pasaron, suaves, por el ojal que les correspondía. En medio de su silencio y su concentración, Milo se recordó a sí mismo de pequeño, cuando aprendió el método para abotonarse la ropa: fijar entre los dedos pulgar e índice de una mano el ojal y con los de la otra dirigir el movimiento que dejaría cerrada la prenda.

Cuando llegó al cuarto botón, perdió el temple y se trabó.

Camus, con su mirada indescifrable fija en aquel hombre fiero en la batalla y en el lecho, extendió la diestra para indicarle que se acercara.

El Hellenoi caminó los exiguos pasos que los separaban y se detuvo ante Camus, quien se levantó y le sostuvo la mirada. Las respiraciones se mezclaron, febriles.

Camus se pasó la lengua por los labios, para humedecerlos, y la sencilla acción hizo peligrar la cordura del escorpión. Los dedos hábiles de Camus, morosos, deshicieron el aseguramiento de los botones y deslizaron la camisa de franela por los hombros y los brazos, sin permitirse tocar a su amado.

La prenda cayó, pesada, en el piso. Y de inmediato las manos de Keltos se cebaron en el cinturón y los pantalones.

Milo sintió que la sangre se le enfriaba, por las emociones furibundas que Camus contenía, y se le calentaba, por la sensualidad innata que los movimientos de su sýzygos emanaban.

La respiración le zozobró. Un leve quejido, roto y ansioso, se gestó en su garganta.

Camus lo miró con dureza.

Dureza que se suavizó casi de inmediato.

»¿Qué pasa, mon soleil, mon amour? Aún no he empezado a escarmentarte.

El aliento convulso de Milo golpeó la nariz de Camus, quien cerró los ojos con delectación. Dejó un momento las ropas del escorpión y, anhelante, rozó con las yemas de los dedos el rostro del amante rubio, quien se estremeció, al borde de la hiperventilación.

»Quítate la ropa. Ahora. Desnúdate para mí. Ardo en deseos de ver... de tocar tu piel deliciosa. De probarla. De devorarla. De bebérmela. Anda... no me hagas esperar más...

Mon coeur...

―No me hagas esperar más...

Milo alcanzó, trémulo, la hebilla del cinturón y, con ademanes torpes, lo soltó, para concentrarse en los broches del pantalón.

Permitió que la mezclilla descansara en el suelo junto a la otra prenda y se quedó allí, azorado, a la espera.

Un dedo de Camus vagó entonces en la cadera de su amante y se introdujo, inocente, en la cinturilla elástica de la ropa interior. La levantó un poco y luego la soltó, permitiendo que chocara en la tierna carne.

El rubio respingó: la dermis ajena estaba helada.

―¿Y esto, mon amour, mon soleil? ¿Deseas que te castigue con tus slips encima? ¿No deseas mi piel sobre tu piel?

Los dígitos de Milo se engarfiaron sobre la cinturilla y se encontraron sin querer con los de Camus. El tacto frío de los nudillos del Viento del Norte se comunicó a la piel ajena, dejándola receptiva e hipersensible.

Cuando quedó desnudo, Milo permaneció de pie, con los ojos apenas abiertos y la respiración superficial y anhelante corriendo trabajosa por sus pulmones.

Camus, con una falsa expresión neutra en el rostro, lo observaba de hito en hito. Por mucho que pretendiera no sentirse afectado, su excitación se evidenciaba en la rigidez de su hombría.

Levantó la diestra y acarició apenas los labios del escorpión.

Hellenoi... mon Hellenoi... Amado, añorado. Tan hermoso. Tan dulce. Tan indomable. Tan incomprensiblemente necio... ¿Cómo me despiertas emociones tan paradójicas en el espíritu, mon soleil? ¿Cómo lo consigues?

Chou... Chouchou...

Silence ! ―gruñó.

Milo selló sus labios. Camus inspiró profundo, para tranquilizarse.

Pero el aroma de Milo, de su piel, se le filtró a la nariz. Lo aturdió primero y lo enardeció después.

Deslizó la mano hacia la sien y acarició los cabellos, para luego estrujarlos un poco. Milo se quejó.

Mas no de dolor.

»Tócate. Tócate para mí ―le siseó en el oído.

La diestra del rubio subió hasta sus labios y casi los rozó con el meñique. Empezó a bajar con movimientos sinuosos por el cuello, lento, perezoso, y se detuvo en el esternón. Cerca de la herida que hacía tan pocos días les había puesto de cabeza la vida. Pero en lugar de detenerse allí, como previendo un escollo más para el ánimo de su sýzygos, la desvió a la tetilla izquierda.

Allí se detuvo: acarició y pellizcó la protuberancia oscura. Se descubrió a sí mismo con la respiración convulsa.

Camus, silencioso, le tomó la mano izquierda y la guió al valle que era su vientre duro. Sin tocar la anatomía de su amante, acarició con indolencia aquella piel, aquellos músculos trémulos.

Milo soltó un gemido bajo, tímido.

Camus pasó la nariz por el pómulo de su amante, en una caricia pausada que buscaba alterar, con éxito, la dermis ajena.

Su aliento frío fue el heraldo de la lengua que se deslizó, lánguida, por la piel amada.

El hombre rubio gorjeó para los oídos del amante.

―Oh, Camus...

―¿Cuántos, mon amour?

Milo abrió los ojos. Sabía a qué se refería su sýzygos. Y aun así, la pregunta sonaba inusitadamente dulce, cadenciosa, para la furia que contenía el espíritu del Viento del Norte.

Lo dejó atónito.

―¿Q... qué?

―¿Cuántos azotes? ¿Cuántos eres capaz de soportar? ¿En cuánto tasas tu castigo? ―habló en susurros contra los labios ajenos―. ¿Con cuántos azotes debo cobrarme la ofensa? ¿Cuánta crueldad estás dispuesto a aguantar?

El escorpión se enderezó todo lo que su altura le permitió. Se negaba a presentarse débil ante su amado. Pero su fortaleza apenas se apoyaba en su voluntad, acometida por las ansias y por la sensualidad enervante de Camus.

―Yo... no lo sé ―musitó Milo al borde del desfallecimiento. Las manos le picaban por el deseo de tocar la piel inmaculada, los músculos apenas marcados―. Yo... he sido cruel contigo en el pasado... ¿Quieres... hacerte justicia a ese nivel...?

Camus negó con la cabeza. Los cabellos se le mecieron como hierba acariciada por la brisa.

Non. Je ne veux pas. Nunca estuve dispuesto a soportar cuando fuiste cruel... Simplemente lo hice. Yo te pregunto, cara a cara... ¿cuánto quieres aguantar...? (2)

Milo sentía que las rodillas se le doblaban de expectación. Y de pena. No quería recordar las bajezas que había cometido contra su sýzygos, pero no había podido evitar traerlas a su memoria.

―Merezco aguantar todos los azotes que quieras darme.

―¿Todos? Mon soleil... Todos los azotes que Camus de Acuario quisiera darte no serían poca cosa. ¿Qué será de los azotes que el Viento del Norte decida reventar contra tu trasero sublime...?

El hálito de Camus chocó contra la nariz de Milo. El olor a narcisos, ciclámenes y canela lo mareó. Lo narcotizó. Cerró los ojos y sintió cómo su cabeza daba vueltas con violencia.

También sintió la mano firme de Keltos sosteniéndolo de la cintura.

Sosteniéndolo. Reclamándolo. Protegiéndolo, a pesar de todo.

Miró al pelirrojo con aquella adoración que no podía ocultar, ni aunque quisiera.

―Soy tuyo, mi amor... chouchou... mon coeur... tuyo. Agápi mou. Lo aceptaré. Aceptaré tu voluntad. Me pliego a tu deseo. Yo no te dejé opción. No me la des tú a mí...

Los cabellos rojos se deslizaron hacia el frente cuando su dueño inclinó su rostro hacia el del amante rubio, con la intención de besar los labios. Sin embargo, no llegó ni a rozarlos.

―Súbete a la cama. Y apóyate en tus manos y rodillas.

Milo obedeció al instante, con la respiración entrecortada. Y cuando iba a subir la pierna derecha, Camus lo impidió.

»Quédate así. No te muevas. Si pudieras verte, lo apetecible que luces... Lo increíblemente hermoso que resultas... Quisiera devorarte, palmo a palmo... Mon soleil... Mon beau soleil... (3)

Acarició con parsimonia la espalda ancha, deliciosamente tensa.

El pulso le temblaba.

»Ahora te voy a escarmentar. Quiero que cuentes.

La imaginación de Milo huyó hacia los juegos practicados la noche anterior. Hacia los suspiros lúbricos arrancados por sus caricias y los artilugios empleados en la piel, en la carne inefable de ese hombre irreal de tan hermoso.

Tembló cuando sintió la mano de su amado pasearse, indolente, por sus muslos fibrosos y fuertes.

Sintió de inmediato la reacción, contundente e irremediable, de su sexo: enhiesto, pétreo.

Y perdió la respiración por un momento, cuando la mano menuda y fina se estampó con una fuerza inusitada en su trasero firme y carnoso.

»Dije. Que. Cuentes ―siseó con saña el pelirrojo en el oído del rubio.

―U... uno...

El aire silbó y sintió otro doloroso golpe, con más fuerza que el anterior.

―D... dos ―jadeó con una revolución apoderándose de sus entrañas.

Un frío intenso, que en lugar de entumecer sus músculos, los sensibilizó, se hizo patente en la habitación.

El golpe se estampó, inexorable y cruel, en las posaderas.

Milo sintió que la sangre se le agolpaba en la zona castigada. Pero también en las mejillas.

En la entrepierna.

Un acaloramiento agobiante se posesionó de sus entrañas, que se contrajeron ansiosas.

Gimió sin proponérselo.

―¡Tres!

Escorpio se perdió en las sensaciones. En el dolor, que al principio fue agudo y luego se trocó en otra cosa.

En ardor. En hormigueo. En calor.

En la erección viva, pertinaz, que padecía.

Que gozaba.

Escuchaba una y otra vez el silbido del aire. Una y otra vez el impacto de la palma en su carne. Sabía que Camus estaba detrás de él. Sabía que era el de siempre. El mismo joven grácil que amaba hacía años.

Pero el golpe no se sentía acorde a su mano suave. Delicada.

Su mano de bailarín clásico. De escritor. De músico.

Tal vez, como Señor del Viento Invernal, era la fuerza de su elemento la que se estampaba contra su carne inerme.

Contaba. Cada vez que sentía el azote.

Y gemía al unísono.

De placer. De gozo.

Las manos y las rodillas, la que estaba sobre la cama y la que permanecía extendida, le temblaban.

Escuchó el golpe de nuevo.

―¡Veinte! ―gimoteó apenas, sin aliento.

La respiración agitada de Camus se hizo sentir en la piel de Milo. Había pegado su frente a la espalda del amante castigado y ahí permanecía, estremecido y resollante.

C'est suffisant. (4)

La cabeza rubia se alzó un poco. Se volvió. Buscó al pelirrojo. Y cuando lo encontró, ligó sus pupilas turquesas con las azul profundo.

Camus se estremeció por el fuego que ardía en ellas.

―Sigue ―exigió el escorpión con la voz ronca de deseo.

―Voy a lastimarte ―jadeó el Viento del Norte, contagiado del incendio que arrasaba al Hellenoi.

―¡Que sigas, te digo! ―demandó el otro, vehemente―. ¡Dámelo todo! ¡Suéltalo todo! ¡Ahora, ahora mismo! ¡No soportaré que vuelvas a mirarme con ira, con reproche! ¡Así que dámelo, y no te guardes nada!

Camus levantó la mano y la azotó de nuevo contra el trasero de Milo, que gimió sin control.

―¡Veintiuno!

Liviana, como libélula, y fuerte, como el vendaval, volvió a cernirse contra los músculos rotundos.

―¡Veintidós! ―graznó Milo, con la voz arrastrándose en una vorágine de sensaciones intensas, que tenían como epicentro su sexo punzante y la zona castigada.

Y lo siguiente que se abalanzó sobre él fue la lluvia de besos que cayó sobre su piel enrojecida.

Besos y caricias leves, tiernas, cuyo objetivo era aliviar el escozor resultante de la azotaína.

―Puedo... puedo soportar más que eso... ―musitó el escorpión, entregado por completo a la nueva tortura.

Unas manos frías acariciaron con devoción los glúteos, mitigando el hormigueo. Potenciando los toques dulces.

Sintió una lengua recorrerle la espina dorsal. Unos dientes ensañarse en la nuca.

El gemido potente que liberó significaba la llegada del orgasmo.

Pero éste fue impedido por la presión que Milo recibió en la corona de su sexo.

Camus había deslizado su mano tersa hacia la entrepierna ajena, y ahora jugaba a explorar entre los vellos rubios.

»Ah, mon coeur... mon coeur... chouchou...

Comme ça, mon soleil ? ¿Así...? ¿Así te gusta...? Mi dulce Hellenoi... (5)

Suspiró, lúbrico, cuando sintió los dedos fríos de la mano izquierda recorrer el camino desde su pubis hasta la hendidura entre sus nalgas y luego alojarse, ansiosos, en su interior.

Su sexo, aprisionado entre los dedos de la otra mano, se estremeció.

―¡Más, mi amor! ¡Más, más! ¡Mira, mira cómo me has puesto! ¡Dámelo todo! ¡Todo! ¡No te perdonaré que no te entregues! ¡Que no me hagas el amor como sabes!

―Milo...

―¡Ya, ya! ¡Ahora, todo! ¡No te atrevas a guardártelo!

Al principio, fue sólo una leve brisa agitándole el cabello. Alborotándoselo.

Todavía se dirigió entre jadeos a su sýzygos.

»¡No te atrevas a guardarte algo! ¡Puedo con todo! ¡Soy fuerte para ti, soy fuerte para...!

Sucedió. De pronto. De golpe.

El viento lo arrebató. Ahí, sobre la cama.

Lo encapsuló en una pequeña vorágine, que en el exterior mecía apenas los objetos de la habitación.

Pero en el epicentro, en el que se encontraba Milo, se agitaba con una intensidad abrumadora.

Milo, que tenía tatuadas en la piel las sensaciones de su primera vez con el vendaval furioso, entendió que la consciencia era más fuerte que el extravío.

Sentía a Camus en cada poro de su piel. Certero y concentrado.

El Hellenoi no podía verlo con claridad, pero sabía que flotaba sobre la cama, atrapado en ese pequeño y poderoso Maelstrom de viento. Sintiendo con una intensidad abrumadora cada caricia, succión, beso, arañazo sobre la piel.

El corazón le zozobró, gozoso y extenuado, con la sensación de la boca y la lengua en su sexo, de los dedos que se deslizaban espasmódicos en su interior.

Gritó.

»¡Todo! ¡Te he dicho que todo! ¡No te perdonaré que te guardes algo, Keltos cabrón!

Y cuando menos se lo esperó, lo tuvo sobre sí, pegado a sus labios, devorándolos con frenesí, la piel resbalándose sobre la suya, como una corriente de agua, como un lienzo de tela fina.

Se sintió abierto, invadido; la carne ajena en la suya, palpitando una y otra, fusionadas en el momento del éxtasis.

Los pulmones y el corazón se detuvieron un instante.

Y luego se arrebataron en un ritmo furioso cuando el placer se liberó.

Milo quería gritarle.

Quería reclamarle.

Pedirle que no se detuviera.

Que continuara.

Que continuara para siempre.

Pero perdió la voz. Atrapada en una espiral de deleites.

Su razón se aferró al borde de su consciencia.

"Así, mon coeur, chouchou. Así. No te guardes nada. No te guardes nada. Aquí estoy, para resistirte. Para añorarte. Para adorarte."

"Todo, mon soleil... Todo es tuyo... Yo soy tuyo... Sin que tengas que obligarme... Todo yo... Completo, íntegro. Soy para ti."

Los labios recibieron la caricia levísima de los dedos de Camus, recorriéndolos. Una sonrisa cansada, pero bellísima, fue la respuesta con que fueron recompensados.

Se aferró con las fuerzas menguantes al cuerpo menudo y fibroso, de bailarín, que lo había adorado. A través de sus pestañas, de los párpados semi abiertos, vio la cara de Camus restregándose dulcemente contra la piel de su cuello.

Los labios recorrían los sinuosos senderos que llevaban del hombro a la nuca.

Ahí lo sintió, aspirando su aroma.

―Te amo, Camus. Te amo... ―musitó con voz fluctuante.

―Y yo a ti, mon soleil. Con locura. Con todo lo que soy.

―No me sueltes...

―No, mon soleil. No. No te suelto. Ven y descansa. Que yo te guardo.

Sintió los brazos de Camus que lo cercaban y luego lo comprimían contra su pecho.

Estaba dormido cuando los labios de Keltos se posaron en sus párpados.

Sonrió en sueños.





La música en el Templo de Escorpio mantenía su volumen alto y los asistentes a la fiesta de aniversario de su guardián no perdían los ánimos. Los que no bailaban, conversaban. Los que conversaban, bebían. Los que bebían, también comían. Y de ahí en adelante, las combinaciones sociales eran diversas y no perdían el efecto festivo.

Hyoga y Shun permanecían apartados, sentados en los escalones que ascendían al Templo de Athena.

Andrómeda se recargaba dulcemente en el hombro de Cisne, quien lo cercaba de la cintura en un gesto que resultaba al mismo tiempo cariñoso y posesivo.

El joven guerrero de las cadenas mantenía cautiva la mano ociosa de su pareja: la acariciaba, enredaba los dedos con los suyos, la cataba en un beso tierno y reposado, como su ánimo.

Hyoga se liberó un momento de su agarre para acariciarle el cabello, para apartarlo de la frente y depositarle el tributo de sus labios leves.

Sonrió contra la piel inmaculada del jovencito que parecía tan frágil, pero que era aguerrido como pocos.

―¿Y en qué momento dices que ocurrió eso? ―inquirió Cisne con la voz distorsionada por la risa que pugnaba por brotar.

―Cuando Camus y su... Su hermana, ¿verdad? Cuando Camus y su hermana dejaron el conciliábulo con Saori, Julián, Hades y las marinas por el tema de los dos guerreros perdidos. Mi maestro tuvo la idea de interpelarlo en su idioma. Supongo que creyó que sería gracioso. O que Camus no lo entendería, pero...

―Pero Camus ahora comprende todos los idiomas del mundo. Incluso aquellos que casi están en desuso. El viento le comparte ese conocimiento ―musitó Hyoga, como revelándole un secreto de alta seguridad a su novio, quien sonrió con desfachatez.

―Ya. Recuerdo que algo así me comentaste cuando fuiste a entrenar con Camus e Isaac bajo el mando del viejo Bóreas ―dijo el muchacho con una mirada remembrante―. Pues mi maestro seguro que no contó con ello y se le ocurrió hacer una observación que no era amable para Camus y sus recién adquiridas atribuciones.

Hyoga (Cisnito, como decía Milo) se llevó los dedos finísimos (de cirujano) de su novio a los labios y los besó con sentimiento. Shun le sonrió y bebió un sorbo de cerveza de su botella, gesto que el Cisne imitó.

―A ver. ¿Qué dijo que molestó tanto a Camus? ¿Quieres que hable con mi maestro para bajarle los humos?

La risa fresca y divertida de Shun se hizo escuchar en las escalinatas. Negó con la cabeza.

―Claro que no. Albiore siempre dijo que debíamos cargar con la responsabilidad de nuestros dichos y hechos. Y... pues ahora tiene que ser ejemplo y dar la cara por sus palabras.

Andrómeda dio otro trago a su cerveza, sin dejar de sonreír.

»Albiore le dijo a Aldebarán, que le entiende bastante bien su español argentino, que Camus... no da el kilo como Viento del Norte. Que su impericia está afectando al mundo entero, y aunque en su tierra es primavera, acá el otoño está resultando tan inusitadamente caluroso que el clima le pasa factura a la población.

»La verdad es que dijo eso con ánimo de burlarse. Pero no contaba con que Camus lo escucharía, lo entendería y le respondería en perfecto lunfardo.

»En fin, que se hicieron de palabras. Mi maestro, argentino al fin, se exaltó en demasía y terminó diciéndole que lo vería en El Fuerte Apache y Camus lo mandó a... ¡la concha de su hermana!

Hyoga se partió de risa. Sin saber propiamente español, conocía algunas expresiones muy localizadas, como parte de esa formación tan curiosa que Camus les había procurado a él y al Kraken mientras eran sus alumnos.

―Ya, ya entiendo. Te diré que no hace mucho Camus lo habría mandado por un tubo sin más consecuencias que dejarlo pegado al piso con hielo. Pero, por razones obvias, se ha vuelto muy temperamental. Imagino que no se lo tomó con una sonrisa.

―Y no. Luego de ese lío ridículo, Camus tomó a su hermana de la mano, vociferando quién sabe qué cosas en tu idioma. Y se fueron, convertidos en vendaval.

»Un rato después, Mu y Shaka le mostraron a Albiore la transmisión en vivo por redes sociales que mostraba cómo una tremenda tormenta de nieve se había desatado en Buenos Aires, y particularmente en El Fuerte Apache, a mitad del día primaveral más soleado y caluroso de la temporada...

Hyoga se botó de risa, y habría rodado por el suelo si Shun no lo hubiera estrechado por los hombros.

Ambos, presas de la hilaridad, miraron brevemente a sus espaldas. Albiore, acompañado de Aldebarán y Shaina, conservaba el gesto mustio mientras se bebía una ración de Fernet con refresco negro.

Aldebarán, con su algarabía natural, trataba de animarlo, pero el Santo de Cefeo no parecía muy dispuesto a dejar que su humor se aligerara.

―Bueno ―dijo el Cisne―, supongo que con eso Camus se considera satisfecho, porque cuando ha regresado para llevarse a Milo, incluso le ha sonreído a Albiore.

―Si yo fuera mi maestro ―añadió Shun con una sonrisita torcida― me preocuparía de que Camus me sonría del modo en que lo ha hecho. Aunque me daría más pendiente aún si fuera Milo y me mirara de ese modo tan... ¿cómo lo digo sin sonar ofensivo?

―No puedes decirlo sin parecer ofensivo. Lo miró como si se lo fuera a cenar ahí, delante de todo el mundo. Si Camus no me pareciera ahora tan imponente, me habría reído del modo en que Milo tragó saliva cuando lo vio.

Ambos guardaron silencio. Sin ponerse de acuerdo, bebieron en simultáneo de sus botellas.

―¿Crees que lo... habrá hecho sufrir? ―preguntó Shun con una mezcla de curiosidad y aprensión en la voz.

Hyoga fijó los ojos en el cielo. Antares brillaba intensa, como soberana absoluta de la noche.

Pintó una sonrisa oblicua en el rostro.

―Depende de qué quieras entender por sufrir. Esos dos... te aseguro que no están sufriendo. A menos que Milo considere que la cogida apoteósica que Camus debe haberle dejado caer, sea cosa de llorar.

―Seguro que sí lloró ―deslizó Shun con voz meliflua―. Pero de felicidad. Aunque con la talla que ahora se carga Camus...

Hyoga se desternilló de risa.

―Cállate, que ahora que es uno de los vientos tiene el oído finísimo.

Shun le acarició el rostro al Cisne. Le aplicó los labios en un beso levísimo y cariñoso.

Hyoga, por su parte, restregó su nariz contra la de su pareja.

Un beso esquimal, que hizo sonreír al joven Andrómeda.

―Igual, ¿qué me va a hacer? Soy su querido yerno.

―Sí. Su yerno apreciable. Y te apreciará más si no te burlas de lo que no debes.

―Tú... no vas a alcanzar esa talla nunca, ¿verdad? Lo considero nocivo para mi salud...

Hyoga se revolcó de risa.

―No, no hay posibilidad de que algo así suceda, no te preocupes.

Shun acarició los labios ajenos con los propios, en una caricia leve y sensual, como aleteo de mariposa.

Sonrió y aplicó apenas un beso efímero.

―Va. Dejo las burlas para nuestros hermanos y mi maestro. No es como que no pongan de su parte para resultar graciosos.

Hyoga besó la coronilla de su novio y reposó su barbilla en la suave mata de cabello castaño.

―También nosotros somos motivo de gracia para alguien. Y mira, mientras podamos vivir en paz, no me importa que otros se rían de mí.





En otra área del Templo, en el jardín, Khíone se encontraba sentada en gloriosa desnudez sobre una roca. Contemplaba el cielo nocturno, por primera vez en dos mil años, desde un sitio que no era Siberia.

Y dicho sea de paso, se esforzaba por ignorar al joven de la rebelde cabellera castaña clara, que no obstante la terrible cicatriz que evidenciaba la falta de un ojo, se ofrecía tan apuesto y apetecible a su vista.

La Señora de la Nieve suspiró, fastidiada, y se apartó el cabello del rostro.

Isaac, que había deambulado un poco alrededor suyo, finalmente se sentó a su lado.

―Puedes ignorarme todo lo que quieras, pequeña. No me voy a rendir contigo. No ahora que vuelvo a verte.

La mujer dejó caer la cabeza entre las rodillas y luego la levantó, para mirar amenazante al Kraken.

―No soy pequeña, niño. ¿Has visto el tamaño de tu señor padre? Pues esa es mi estatura real. A ver si te haces a la idea de que para mí eres un mondadientes.

―Me da igual. No me pienso despegar de ti. Ni aunque me tires de tarascadas.

―Mira que no es mala idea ―masculló Khíone, con humor sombrío.

Isaac fijó la vista limitada de su único ojo en el cielo estrellado.

―Dame una oportunidad. ¿Qué puedes perder? Vengo de un lugar frío, estoy entrenado por tu hermano para enfrentar las adversidades del clima y soy un guerrero curtido. No tendrás qué preocuparte por mí. Sé protegerme a mí mismo.

Khíone entrelazó sus dedos y dejó escapar un suspiro. Isaac se dio cuenta de que una lágrima furtiva se le escapaba por el rabillo del ojo y se apresuraba a restañarla.

―Hael también era un guerrero curtido. Y también era hijo del frío. Y por el modo en que encontré su cuerpo, sé que dio una batalla feroz, sin cuartel. Mis niños también la dieron.

La mujer permaneció en silencio. Isaac no tuvo más remedio que morderse la lengua antes que ofrecer más virtudes que no eran tales, según el criterio de su amada renuente.

»Dime, hijo de mi hermano, ¿qué haré cuando te encuentre muerto y destazado en la campiña? ¿Cuando te encuentre guardando con tus despojos, los despojos de mis hijos vejados?

Isaac se atragantó con su propia saliva al escuchar con todas sus letras la verbalización del dolor oculto de aquella niña, que le resultaba más hermosa que la mañana brillante.

La temperatura bajó un poco producto de la alteración en el ánimo de la Señora de la Nieve. E Isaac, no obstante su temple y entrenamiento, se estremeció.

»¿Sabes que cuando padre me enteró de lo que había sucedido con Rebenok estuve a un tris de ir a buscar yo misma a la desgraciada, a la degenerada? Quería matarla. Aún quiero triturarla.

»Pero mi padre... con cualquiera otro se habría procurado todas las libertades del Universo para tomar su venganza. Él, siendo un ciclo, era consciente de su importancia para mantener la salud de Gaia. No se decidió a ajusticiar a la Dama Blanca, porque ella también es un ciclo. Prefirió dotar a mi hermano del poder suficiente para ponerla en su lugar.

Isaac se retrajo en su pensamiento. ¿Qué podía argumentar a su favor ante las razones contundentes de su amada huidiza?

Suspiró, desalentado.

―No puedo prometerte que no moriré con violencia. Es un hecho que un día, pronto o tarde, mi tiempo se terminará. Soy un mortal. Mi destino es pasar, dejar de ser.

Aquella chica que le parecía menuda y breve como pajarillo lo escuchaba, atenta. Su largo cabello de obsidiana, veteado de plata, cubría las sinuosas líneas de su cuerpo perfecto.

Isaac suspiró, invadido de un sentimiento que iba más allá del deseo.

Que era enteramente ajeno a la lascivia.

»Pero debes entender esto. Yo... estoy solo. Aunque amo con todo mi corazón a mi hermano y a mi padre... no soy de ellos, ¿entiendes? Ni ellos son míos. Sirvo al Emperador Poseidón porque el Destino me puso en su senda, pero mi afinidad con él es circunstancial. Y él lo sabe.

»Tú, en cambio... La primera vez que te vi, cada ocasión que te he escuchado... mi corazón vuela en pos del tuyo, ¿entiendes? Mi corazón es un ruiseñor que busca a su compañero cuando estás cerca.

»Puedes negarte a aceptarme. Y respetaré tu voluntad. Pero nos causarás dolor a ambos.

»Dime, dama Khíone, ¿por qué no permites que tu corazón y el mío trinen juntos, aún cuando el plazo de su unión sea breve? Es mejor la hermosura fugaz que la aridez perpetua.

Khíone mantuvo la cabeza gacha.

―En Siberia no hay pájaros, niño.

―No. Pero hay viento. Y también canta.

Y le tomó la mano.

Cuando Khíone quiso retirarla, Isaac la apresó contra su pecho, y le besó los nudillos con fervor.

La Señora de la Nieve se estremeció.

Guardó silencio.

―Puedes acompañarme. Pero sólo eso. Si te encuentro tan fuerte como atractivo... tal vez te permita retozar conmigo. Dentro de mucho tiempo, cuando ya no me parezcas un mocoso enclenque. Y una vez que me asegure de que tu señor padre no colapsará de ira porque me atrevo a ponerte un dedo encima.

Isaac sintió su espíritu radiante de felicidad.

»Y sin niños. Por ningún motivo. No estoy lista para eso. Nunca más lo estaré.

Kraken se llevó la manecita blanca y menuda a los labios. Le tributó una miríada de besos leves que motivó un suspiro casi imperceptible de la Dama de la Nieve.

Cuando ésta por fin volvió el rostro hacia él, tuvo que echar atrás la cabeza: le pareció el joven más apuesto y vigoroso que había visto en un largo tiempo. Espigado como un árbol en su juventud y recio como roca. La cicatriz y la horrible mutilación de su rostro le parecieron un adorno, un trofeo de guerra.

Sonrió un poco, pensando en esos hombros anchos de guerrero indomable. Éste... éste podía ser su fortaleza. Quizás.

―Sin niños, luz de mi vida ―afirmó Isaac―. Se hará según tus deseos.





Poseidón bebía una taza de tilo.

Sentado en una mesita de servicio, contemplaba la nada, sin que su rostro denotara expresión alguna.

Saori, Athena, lo observaba preocupada.

―No está acostumbrado a desconocer lo que sucede en sus dominios, Ikómena. Por favor, no pienses de él peor de lo que en realidad es.

―No, no, tío. No pienso mal de él. Entiendo que no conocía la situación y que en la guerra anterior despertó unos minutos en el cuerpo de una difunta. Fue obligado a ello. Por supuesto que no recordará nada de lo que sucedió.

El tío y la sobrina guardaron silencio sin apartar los ojos de aquel que para uno era hermano y para la otra prometido.

La incomprensión, el desvalimiento en el rostro de aquél, los angustiaba.

»¿Cómo lo ayudo a sentirse mejor? ―musitó la muchacha.

―No puedes ayudarlo. Tiene que digerir que sucedieron cosas fuera de su control. Por muy terrible que eso lo haga sentir.

»Hemos llegado a un acuerdo entre todos los interesados con respecto a los dos guerreros perdidos. Abierto y transparente. Eso debería ayudarle a purgar la desazón que le embarga el espíritu.

― ¿Minos revisará que Kardia y Dégel no se encuentren en otro sitio del Inframundo?

―Sí, Ikómena. Y hasta que tú y yo no hayamos formalizado un tratado de paz definitivo, el suplicio en Cocytos queda sin efectos. No me malentiendas: tus guerreros permanecerán allí. Pero no sufrirán castigo alguno. Lo suspendí en cuanto ganaste la guerra.

Athena dedicó a su tío una mirada analítica.

―¿Por qué no me lo comunicaste en su momento?

―Porque ni tú querías hablar conmigo, ni yo verte. Pero la paz ya era un hecho.

El Señor del Inframundo suspiró profundamente.

»Tu hermana exigió que cesara el castigo. Esa es la verdad. Estaba... está cabreadísima por nuestra larga contienda. Ella me culpa, por supuesto, y asumo mi responsabilidad. Y entenderás que no desee compartirte mis desencuentros conyugales...

―Yo asumo mi responsabilidad también. Hablaré en cuanto sea posible con mi hermana.

―Por favor, no me ofendas de ese modo. Deja que mi Dama y yo resolvamos nuestros asuntos. Nuestro amor es fuerte. Y nuestra voluntad también.

―Sea. Te avisaré cuando Camus y Khíone desciendan a la Atlántida a recoger los cuerpos. Isaac, Sorrento y Kanon dicen que nunca se explicaron la masa de hielo que se localiza cerca del Pilar del Ártico. E Isaac, en su estancia como guardián del Pilar, asegura que jamás sintió un cosmos que le hiciera pensar que hay alguien vivo encerrado ahí.

»Así que... conforme a las palabras de Khíone, debemos pensar que el cuerpo de Dégel está en ese sitio. Y que quizá el de Kardia lo acompañe o esté cerca de él: su afección no lo habrá dejado sobrevivir mucho a su compañero.

―Por supuesto. Pero me preocupa. ¿Dónde están sus almas? No pueden permanecer extraviadas quién sabe dónde. Es probable que mi hermano, adormecido como estaba, las haya atado inconscientemente al mar.

―Ya averiguaremos qué es de ellas, quizá están atrapadas en el hielo. Mientras tanto, recobrar los cuerpos y sepultarlos debidamente en el Santuario, como hemos acordado con Khíone y Camus, es nuestra prioridad.

Mientras el Señor del Inframundo y la Dama de la Sabiduría conversaban, Dohko se acercó a Poseidón y se sentó junto a él.

Depositó un plato con pasteles de luna delante del Señor de los Terremotos y lo miró con simpatía.

―Ya está, Señor Prometido. Hemos alcanzado un acuerdo pacífico. Tranquilízate y déjate querer por la niña de nuestros ojos, ¿va? La estás angustiando. Y a tu hermano también.

Dohko dio un sorbo a su té verde y mordió un pastelillo. Poseidón observó a Libra sin expresión.

Éste suavizó un poco el gesto y suspiró. Sería muy Señor de los Mares, pero en ese momento, aquel muchacho con la frente atormentada le pareció eso: un muchacho.

El guardián de la Balanza sacó un frasco del bolsillo de su pantalón. Lo abrió y sacó una pastilla. A su vez, dejó otra delante de Julián.

―¿Qué es esto? ―preguntó el joven, sorprendido.

―Antiácidos. Tenías razón. La dama Khíone me provocó agruras. Y es evidente que a ti también. Así que... pásatelo con el tilo y acompáñalo con un pastelito.

Julián tomó el comprimido entre los dedos pulgar e índice de su diestra. Suspiró y se lo tragó sin más.

Dohko desplegó la más encantadora de sus sonrisas, que motivó que Poseidón alzara una ceja, con extrañeza.

―¿Por qué estás tan amigable, Señor Cinco Picos? Me das grima.

Un par de pastelitos desaparecieron del platito antes de que Dohko se animara a contestar.

―Si no estás combativo, no es divertido hacerte rabiar. Y mi niña está triste porque tú lo estás. No puedo tolerar eso, ¿entiendes?

»Voy a retirarme pronto. Muy pronto. Pero antes de eso, quiero estar seguro de que mi Damita es feliz. Y por razones que para mí son "AA", es decir, ajenas y absurdas, tú la haces sentir así.

Julián se llevó la mano izquierda a la cabellera y apartó uno de sus mechones rubios del rostro. Dejó que la mirada se le perdiera en el vacío y luego la fijó en su amada.

Comprobó lo que decía Libra. Estaba angustiada.

Nunca vio a Anfitrite angustiada por él. Furiosa sí. Celosa. Exigente.

Pero preocupada...

Liberó el aire de sus pulmones pesadamente. Se miró las manos.

―Me siento muy... impotente, Señor Cinco Picos. Si bien he estado en guerra con mi amada por eones, en el fondo de mi espíritu sólo he querido poder decir que le pertenezco y que me pertenece. Siempre traté de ser honorable con ella y sus guerreros. Esta situación... me parece tan indigna.

Permaneció callado unos momentos, ordenándose las ideas. Y Dohko lo esperó, paciente.

»Hace cuatro años que la pretendo, ¿entiendes? Qué horrible debe haber sido para ella pensar que, durante cuatro años, le he negado los honores a por lo menos un guerrero suyo que sucumbió en buena lid.

»Las cosas que debe pensar de mí. Debo parecerle repulsivo.

Dohko meneó la cabeza, dubitativo.

―No, Señor Prometido. Ahí te equivocas. Mi Damita no se guarda nada. Tal vez hace años, cuando era más pequeña y tierna, lo habría hecho. Pero ahora... Tú lo sabes: acojona cuando está enojada.

Julián sonrió, melancólico, y cerrando los ojos, asintió. Dohko continuó.

»Has aclarado las cosas del mejor modo que has podido. Has ofrecido resarcimiento. Has ofrecido paz. La Dama te la ha aceptado. Y todos nosotros con ella.

»Y cuando hayamos recuperado a nuestros hermanos y les demos el cobijo de la tierra santa que protegieron con sus vidas, entonces tendrás nuestra gratitud. No la de la Damita, sino la mía y la de Shion. ¿Entiendes?

Poseidón miró largamente a Dohko. Una sonrisa tenue se le perfiló en los labios. Una que destelló tímida en los ojos azules del muchacho que le servía de recipiente al dios.

»Sé que no es gran cosa el aprecio de dos simples humanos, pero...

―Ustedes no son simples humanos ―dijo el joven con mesura―. Son un dolor en el trasero. Pero aman tanto a mi Señora, le han dado tanto, que merecen todo mi reconocimiento.

»Será agradable conversar con mis suegros postizos de cuando en cuando ―detuvo su discurso un momento y frunció el ceño―. Mucho más que intentar hacerlo con mi hermano. Aún no le comunico oficialmente que su nena consentida y yo...

El santo de Libra soltó una carcajada potente que retumbó en la estancia. Le palmeó el hombro a su joven acompañante, quien le dedicó una expresión entre ofendida y resignada.

―Cuando tengas que pasar por ese trago amargo, Señor Prometido, Shion y yo te acompañaremos en la borrachera más potente de tu existencia. Nos vas a ganar, por supuesto, pero compartiremos contigo el mal rato... Y vigilaremos que no hundas un continente del berrinche, ¿va?

Poseidón meneó la cabeza, divertido. Levantó la taza y se bebió el contenido de un trago.

―Va, Señor Cinco Picos. Los aceptaré de niñeros cuando llegue ese momento.





Milo tenía calor. Un cansancio brutal. Y un aburrimiento de muerte.

Estaba allí, parado en la fila, tratando de abanicarse con la precaria orden de medicamentos impresa en aquella irrelevante hoja de papel.

Llevaba cinco horas de pie, apoyando su peso primero en una pierna y luego en la otra.

¿En qué momento se había convertido en derechohabiente del sistema de salud pública?

¿Y por qué estaba haciendo fila?

¿De qué se había enfermado?

No lo recordaba en ese momento.

El calor y el hastío, seguramente.

Sólo había una persona delante de él. Una. Y ya estaría en la ventanilla solicitando su orden.

Respiró aliviado cuando por fin llegó, entregó su receta médica y levantó el rostro, dibujando su mejor sonrisa, dadas las circunstancias.

Sonrisa que de inmediato se le diluyó cuando se encontró con los ojos dorados del farmacéutico, cuya gorra de servicio estaba adornada con una bonita estrella dorada.

―Hola, hola, insecto cabrón. Bicho rastrero. Qué lindo verte de nuevo... ¿por vigésima ocasión?

―¿Qué? ¿Hypnos? ¿Vigésima ocasión? ¡¿Hace cuánto que me tienes aquí?!

―No tanto como te mereces, sobrinito. Mejor ármate de paciencia.

―Pero, pero...

...

Milo tenía calor. Un cansancio brutal. Y un aburrimiento de muerte.

Estaba allí, parado en la fila, tratando de abanicarse con la precaria orden de medicamentos impresa en aquella irrelevante hoja de papel.

Llevaba cinco horas de pie, apoyando su peso primero en una pierna y luego en la otra.

¿En qué momento se había convertido en derechohabiente del sistema de salud pública...?





Camus acariciaba con mano suave la cabellera alborotada de su sýzygos.

Éste dormía profundamente, acurrucado sobre su pecho.

Le acarició los párpados cerrados y le besó con levedad los labios suaves, apetitosos.

Recorrió sin prisa y sin lascivia los parajes amados que, no hacía ni una hora, había poseído con todo su ser, con cada brizna de su amor, para procurar placer a ese que era el depositario de todos sus afectos.

Y bien, también infligir dolor. Para purgarse la ira. Para dar escarmiento.

Las palmas de las manos aún le hormigueaban, ansiosas de volver a azotar aquel trasero delicioso, suculento, perfecto en el que se había cebado hasta sacarle el vivo color carmesí que le había enfebrecido la sangre y la entrepierna.

A él y a Milo.

El escorpión, cansado de la intensidad en el dolor y el gozo, había caído preso del sueño en cuanto Camus le besó la frente y lo abrazó, posesivo.

―Te amo tanto, Milo. Je t'aime tellement, mon soleil... Avec chaque particule de mon être... (6)

Monsieur Nord se incorporó un poco y lo acunó contra su tronco. Lo cubrió con la sábana, procurando proteger su desnudez.

Se planteó seriamente qué analgésico proporcionar a Milo luego de los azotes. Era un hecho que aquello dolería por la mañana.

Por vigésima ocasión en aquellos treinta minutos, sintió a Milo estremecerse entre sus brazos. Lo vio fruncir el ceño y lo escuchó farfullar algo incomprensible.

Suspiró, fastidiado. Aferró a Milo contra sí mismo y dirigió su mirada cargada de furia ominosa hacia los rincones oscuros de su habitación.

»Muéstrate ahora, Hypnos, antes de que vaya yo mismo a buscarte a tu jardín otra vez...

Pasaron apenas unos segundos antes de que las sombras dejaran escapar la gentil figura del Señor del Sueño.

Éste se detuvo a unos pasos del lecho.

Contempló a Bóreas el Joven. Enorme, desnudo, glorioso y acunando con una delicadeza inconcebible, dada su feroz apariencia, a un Milo que lucía diminuto entre sus brazos.

El dios de los ojos dorados torció el gesto.

―¿Qué quieres, vendaval desquiciado? ¿Presumirme la tremenda cepillada que acabas de darle a mi sobrino? Bien podías tomarte una selfie con el muy idiota en brazos y enviármela.

El Viento del Norte hizo un mohín despectivo.

―Ya, ya. ¿Y cómo te la envío? ¿Por whatsapp?

―¿Qué quieres, Bóreas, Norðri?

―Que lo sueltes en este momento. Ya lo ajusticié yo. No tienes por qué hacerlo tú también.

―Ah. Pues ya está, esa es tu opinión. Al muy cabrón tiene que quedarle bien claro, como agua prístina, que con mis privilegios no se puede meter.

―Ya le quedó claro. Ahora suéltalo.

Hypnos se cruzó de brazos y entrecerró los párpados.

―Todavía no.

―Que lo sueltes, te digo. O me tendrás de vuelta en tu lindo jardincito. Y esta vez sí que le caerá el invierno encima...

Hypnos tendió los párpados sobre el oro líquido que conformaba sus retinas. Suspiró profundamente, en un intento de armarse de paciencia.

O contener la ira.

―Quiero pensar que te das cuenta cabalmente de que lo que hizo este zoquete es grave. Para ti y para mí.

Las cejas bifurcadas de Monsieur Nord se juntaron en el centro de su frente. El gesto le confirió una expresión todavía más adusta a su hermoso rostro de mármol.

Hypnos no pareció impresionado con ello.

―Me doy cuenta: no lo dudes un instante. Por ello me he encargado de darle escarmiento.

El Señor del Sueño perfiló una sonrisa cínica en sus delgados labios.

―Claro. Los alaridos de gozo que le arrancaste con tu escarmiento llegaron hasta el antro de las Moiras. Seguro que con ello le ha quedado bien claro que no debe meterse en territorios ajenos. Te hago notar que un escarmiento no es tal si no se sufre con él.

―Ah, eso... ¿quién te ha dicho que no sufrió? ―deslizó Camus con voz tétrica y una mueca torva en la boca, de costumbre marcial.

Hypnos tragó saliva y apartó los ojos, momentáneamente incómodo.

―Como sea... Tiene que quedarle claro que no puede hacer uso de mi potestad. Es inaceptable. Yo soy el único Señor del Sueño: yo lo otorgo y lo niego.

―Entonces, ¿tú le impediste dormir en mi ausencia? ―cuestionó Camus, amenazante.

Los ojos de Hypnos se abrieron tanto, que pareció que no tenían párpados.

―¡Claro que no! ¿Por qué habría de negarle el descanso?

―Exacto. ¿Por qué deberías negárselo? O en su defecto, entregárselo si es incapaz de conciliarlo. Especialmente porque... ¿Ha sido un extravío de mi razón concluir que lo aprecias? ¿Por qué le negarías el sueño a alguien por quien sientes simpatía y que tiene necesidad de ti?

Un incómodo silencio se extendió entre ambos, interrumpido por los murmullos de Milo, entre los brazos de Camus.

Hypnos bufó, irritado.

―En ningún momento tuve la intención de negarle el sueño. Me pareció que lo saludable era que procesara la separación de ustedes dos por su cuenta. Que razonara que no duraría para siempre. Además, ¿qué no se hablan directo a sus mentes?

―Hemos estado tan alterados que no podemos hacerlo. Pero ya estamos en camino de remediar eso. Por otro lado, te hago notar que Milo no ha sido la persona más sensata del mundo en los últimos tiempos. Bien pudiste dispensarle tus cuidados. Y tal vez, no se habría puesto tan estúpido las últimas horas.

Hypnos contempló el cuerpo desmadejado de Milo entre los brazos de su sýzygos con algo de culpa. Se paseó brevemente de un lado a otro de la habitación, más preocupado que enfadado.

―Haz de saber que los últimos días parecía estar mucho mejor que al principio ―musitó, a modo de explicación―. Y en verdad, me parecía importante que llegara a sus conclusiones por sí mismo.

El Viento del Norte apretó todavía más a su amante contra su pecho. El cabreo se le había diluído para dar lugar a una desesperada necesidad de protegerlo.

―¿Tan mal estuvo?

―Tú debes haberlo sentido. Aún si no podías hablar con él... Fue capaz de dar contigo mientras estuviste sepultado en el alud. Estoy seguro que su desazón tiene eco en tu espíritu.

―Así es ―musitó Camus, apesadumbrado―. Ha sido cosa de pesadilla. De verdad que lo intenté, pero...

Bóreas el Joven, tendió los párpados sobre los ojos, agobiado. Exhaló un suspiro que denotaba hastío, frustración, cansancio.

Hypnos no perdió detalle de aquella maraña de sensaciones adversas en el ánimo de su interlocutor.

―Estás aprendiendo. No iniciaste tu existencia siendo lo que ahora eres. Tu padre tuvo suficiente tiempo para aprender de sí mismo y comprender su misión. Tú... has tenido un par de semanas. Tiene sentido que no puedas enlazarte con Milo así como así.

»Tiene sentido... que aún no comprendas cómo funciona la existencia de un dios...

Guardó silencio unos instantes. Observó aquella mano enorme acariciar con un cuidado infinito la faz del joven rubio y se supo invasor de aquel ámbito privado.

Aún tratándose de dioses recién nacidos, pues eso eran desde su punto de vista, se sentía transgresor de un misterio íntimo que sólo competía a esos dos.

Él, al igual que el resto de la creación, contemplaba la faceta visible de Bóreas: la enormidad de su estatura, que tenía que ver con su cualidad indómita y salvaje, cruel. Las expresiones rudas, como el invierno mismo. La fuerza implacable.

Pero a los ojos de Milo tenía otra cara: la del ciclo que, además de portar el sopor de la muerte, era también el heraldo del renacimiento.

Milo veía eso: el aspecto gentil, suave, entrañable de aquel dios incontenible. Despojado de la fuerza, de la furia. Ése, Camus y no Bóreas, era el joven que lo sostenía en brazos. El que lo había custodiado en su camino al sueño. El que, aun pretendiendo castigarle, no podía evitar entregársele. Amarlo.

Milo podía percibirlo como era realmente. Completo. Íntegro. Todo de él.

»Lamento que hayan tenido que pasar por esto. Estoy seguro que ambos desearían seguir la senda de su vida mortal. Pero eso no es posible. Esto es lo que hay para ustedes. Y con todo lo cruel que parece, es un camino que pueden transitar. Hades y Perséfone lo hacen: tuvieron que aprender. Ustedes también lo conseguirán.

Camus suspiró, depositando los labios en la corona de aquella cabellera hecha de sol.

»Te prometo que estaré al tanto de él. Que si vuelve a ser incapaz de descansar, lo ayudaré. Si vuelve a ponerse idiota no será porque no recibió ayuda de sus amigos, de su familia... Pero lo conservaré un poco más. Hasta que la lección le resulte clara, como una mañana despejada.

La mirada congelante que Hypnos recibió lo hizo tiritar.

»Diez minutos más, Bóreas, Norðri. Diez minutos, y me consideraré resarcido. Y volveré a ser su amigo. Su guía. Su tío.

―Cinco. Sólo porque aún no me puedo creer que haya sido tan zoquete... Cinco minutos, para que recuerde que no puede usar su voz contra mí.

―Anda, eso te resarce a ti. No a mí.

Camus hundió la nariz entre los cabellos dorados. Aspiró el aroma que emanaban.

―No lo volverá a hacer. Está avergonzado. Mucho. Contigo.

Hypnos suspiró.

―Va. Cinco minutos. Pero serán cinco minutos a mi medida...

Bóreas el Joven asintió con los ojos cerrados, sin cortar el contacto de su faz con la cabellera de Milo. A Hypnos le pareció que el Viento del Norte se refugiaba entre aquellas hebras.

―Gracias Hypnos ―musitó Camus, tan bajo, que casi no se escuchó.

El Señor del Sueño hizo un asentimiento. Les dio la espalda y se acercó a las sombras de la habitación, para perderse entre ellas.

―Y que quede claro, Norðri... No te quiero en mi jardín nunca más...

―Eso depende de ti. No vuelvas a permitir que me duerman.

Hypnos aprovechó el lazo que Camus le tendió inadvertidamente y dejó caer una aseveración como si de una piedra se tratase. Se volvió a medias hacia el Viento del Norte.

―Justo me parece que necesitas dormir. ¿Por qué estás tan cansado? ¿Tan difícil resulta domar a Milo?

Una andanada de brisas heladas fue lo que recibió por respuesta. El Señor del Sueño carraspeó.

»¿Eso es un sí? Dime, ¿cuándo comiste por última vez? ¡Y mi sobrino no cuenta!

Camus se quedó de piedra, con la expresión en blanco.

―¿Cuándo? Pues cuando la señora Lákhesis me envió a patadas con Sestra.

El dios de los ojos dorados caviló un momento. Dio un paso dubitativo hacia el dueño de la habitación.

―Ya. ¿Y qué comiste entonces?

―Sopa de avena y frutas. ¿Importa? ―preguntó Camus, impaciente.

Hypnos se llevó la mano hacia la luminosa estrella de su frente y la ocultó. Los párpados, cerrados en rendija, confirieron a su rostro una marcada expresión de desdén.

―Sí, muchacho. Importa. Esos son alimentos humanos. ¿Tu hermana te ha alimentado con ambrosía?

Camus arrugó la frente y su rostro adquirió una expresión de desagrado total.

―¿Qué? ¿Alimentarme, mi hermana? ¡Claro que no! Si tuviera hambre, yo mismo podría procurarme alimentos. ¿No te has dado cuenta que no le caigo bien a Khíone? Y, ¿por qué ambrosía?

El Señor de los Reinos Oníricos bufó, exasperado.

―A ver... Me estás diciendo que en el tiempo que llevas ostentando la potestad del Viento del Norte... ¿Nunca te has alimentado con ambrosía? ¿Nunca has bebido néctar?

Los cabellos platinados del Viento del Norte empezaron a revolotear. Milo, entre los brazos de su amante, tiritó de frío.

―¿Debería hacerlo? ―gruñó Camus con voz enronquecida de ira.

Hypnos se ocultó los ojos con la diestra. Negaba una y otra vez con la cabeza.

―Eres un idiota. Al menos uno tan grande como Milo. Y tu hermana es una... cabrona de cuidado.

Suspiró.

»Le haré saber a Athena y a Hades que no te has alimentado. Y supongo que el imbécil de tu marido tampoco. Veré que les consigan ambrosía. Y néctar. Eso les ayudará... de muchas formas que no se imaginan.

Camus abrió la boca y levantó la diestra en pos del Señor del Sueño, como queriendo preguntarle algo más. Pero para entonces, el dios de la estrella dorada ya se había diluído entre las sombras.

Suspiró y apegó a Milo contra su pecho.

Le regó el rostro de dulces besos, como gotas de lluvia sobre tierra sedienta.

―Sin rencores, mon soleil ―musitó restregando su nariz contra la del escorpión―, sin rencores ―añadió besándole una oreja―. Me las arreglaré para no dejarte solo otra vez. Para estar contigo siempre de alguna manera.

Se acurrucó contra su cuerpo, que hasta no hacía mucho fue más fuerte y abrigador que el suyo. Milo había sido su baluarte. Aún lo era.

Pero ahora, después de ajustarle cuentas, de dejarlo vulnerable, de acompañar por fin su soledad y de velar su sueño, era a él a quien le correspondía protegerlo. Guardarlo.

»Veré el modo de arrullarte los sueños siempre. Si no puedo dormir contigo... al menos estaré en tus sueños. Y los custodiaré.







Aclaraciones


¡Hola!

Bienvenid@s a la penúltima actualización de esta historia. 

En esta ocasión, hemos sido testigos de... ejem... Camus dice que esto ha sido un correctivo. Pero, ¿no será el verdadero regalo de cumpleaños de Milo?  

Deseo de corazón que el camino que ha recorrido este fic haya sido de su agrado. La próxima actualización será para el Epílogo. Después de ello, me queda preparar la brecha final, que espero, no resulte tan espinosa como la tengo prevista.

Y ahora, el vocabulario.

En general, hay pocas aclaraciones pesadas qué hacer, pues la mayoría del vocabulario extranjero empleado en este capítulo ya se ha citado antes. Sin embargo, lo menciono rápidamente.

Como sabemos desde Al romper la aurora, hay una serie de palabras cariñosas con que Milo y Camus se nombran uno al otro: Hellenoi y mon soleil de parte de Camus. Keltos, agápi mou, chouchou y mon coeur de parte de Milo. Ambos emplean casi indistintamente mon amour, sýzygos y agapité mou.

En este capítulo, además, tenemos:

Silence (francés): Silencio.

Rebenok (ruso): Niño.

Las expresiones más complejas, todas en boca de Camus:

1. Mais non, Milo. Laisse-moi. Donne-moi un instant, s'il te plaît (francés): Pero no (pues no, ahora no, no), Milo. Déjame. Dame un momento,por favor.

2. Non. Je ne veux pas (francés): No. No quiero.

3. Mon beau soleil (francés): Mi hermoso sol.

4. C'est suffisant (francés): Suficiente.

5. Comme ça, mon soleil ? (francés): ¿Así, mi sol? (¿Así, sol mío?)

6. Je t'aime tellement, mon soleil... Avec chaque particule de mon être (francés): Te amo tanto, sol mío... Con cada partícula de mi ser.

Y ya.

El crédito de la maravillosa ilustración de la portada es para su talentosísim@ artista, cuyo Camus resulta tan amenazante y seductor. Yo también quiero que me aplique un correctivo. Que sí.

Gracias a mi comadre, @Chantry-Sama, por el apoyo incondicional en tantas pequeñeces que al final no son lo insignificantes que me gustaría creer. Se los digo, es una Beta espectacular.

¿Saben? No deja de parecerme una locura estar aún metida en esta misión, que en principio fue tan sólo sanarme una herida de juventud temprana. No me puedo creer que tenga tanto, tanto que decir y escribir. Y que ustedes sean tan amables de leerlo. De más de un modo, esta experiencia me ha ayudado y me está ayudando a crecer. Y es muy hermoso poder hacerlo acompañada.

A mis lector@s fieles, que me han acompañado desde el inicio de esta aventura, hace más de un año, y a l@s que poco a poco se han ido sumando: gracias, gracias infinitas por su tiempo y generosidad. Por la lectura, los comentarios, las opiniones, los mensajes, los votos. 

El amor tiene vuelta. Les mando un abrazo enorme y besos de a montones. 

Hasta la próxima actualización.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro