V.
El dulce aroma de la portokalopita se había adueñado de las estancias del templo de Athena.
Ésta, muy contenta, veía la bonita tarta, recién horneada, reposar en su plato.
―Ya sé que tendría mejor sabor si hubiera reposado un par de días, pero... seguro le gustará.
―Las baklavas sí han reposado. Se compensará con eso ―respondió Poseidón, leyendo noticias bursátiles en su celular―. Además, si come, debe ser puro pescado congelado y rancio. ¿Crees que le pondrá peros a una galleta dura si se la presentas?
Athena le dirigió una mirada aguda, como filo de cuchillo. Poseidón la sostuvo, con terquedad.
―De veras, qué agresivo y patán andas el día de hoy, amorcito. No te atrevas... fíjate bien... No te atrevas a hacerle un desplante a Khíone... que me darás un disgusto grande.
Julián Solo puso los ojos en blanco y bufó.
―No, no. Ya deja de preocuparte. No le dirigiré la palabra más que para saludarla. Y ya está. Seré el sonriente prometido de adorno que a tus dos padres postizos les agradará que sea ―dijo señalando a Shion y Dohko.
Dohko sonrió, ufano.
―Y bien sonriente, por favor ―añadió, con voz meliflua.
―Sí, sí, Señor Cinco Picos. A propósito, ¿trajiste los antiácidos?
Las sombras se condensaron en una esquina de la habitación y Hades se materializó en ellas. Su terno negro de rigor había sido mudado por jeans negros y camisa negra.
Unas botas negras con puntera de plata hacían resonar sus pasos.
―Buen día, caballeros, hermano, Ikómena ―dijo con voz suavísima al tiempo que besaba la mano de su sobrina y dejaba, en la otra, una cajita de madera labrada.
―Buen día, tío. ¿Qué es esto?
―Ambrosía. Tu hermana te la envía. La preparó ella misma.
Athena estrechó la cajita contra su pecho.
―Awww, qué linda. ¿Crees que si le envío portokalopita le guste?
Hades asintió, entre solemne y amable. La sombra de una sonrisa discreta floreció en la línea de sus labios.
―Sí, seguramente. Puedes enviarle una ración cuando regrese a casa.
Shion puso cara de incomprensión.
―¿Ikómena? ¿No debería ser I nkómena? (1)
Poseidón apartó la mirada del celular y respondió.
―Sí, así debería ser. Pero Macaria era muy pequeña cuando mi hermano le puso ese mote a mi querida. Y la chiquitina no pronunciaba muy bien que digamos.
―Y se quedó Ikómena ―reafirmó la Damita del Santuario.
Shion y Dohko se quedaron viendo azorados al trío de dioses.
―Caray... se los conoce un poco en lo cotidiano y como que pierden el glamour ustedes tres ―dijo Dohko, con retintín.
―No, no, señor Libra. El glamour no lo perdemos, que si es así, ustedes enloquecen ―replicó Hades con seriedad absoluta.
―¿Te sirvo café, tío?
―Yo me lo sirvo, gracias.
―No te esperaba hoy, tío. Como nos acompañaste anoche a contemplar el saludo de Escorpio...
El Señor del Inframundo se sirvió, con la mayor dignidad del mundo, una tacita de café y se sentó en una silla, cerca de su sobrina.
―No pensaba venir. Pero vengo como... mensajero, supongo.
Poseidón abandonó la lectura de su eNewspaper, con expresión incrédula en la mirada, como si hubiera escuchado una blasfemia.
―¿Tú? ¿Mensajero? ¿De quién?
―De Hypnos ―dijo Hades al tiempo que bebía un sorbo de su taza―. Necesito ver a Milo.
―Ah, bueno ―intervino Athena mientras bebía también de una tacita―. No sé si ya se levantó. Con la noche que debe haber pasado con Camus...
Poseidón se puso rojo de consternación.
―¡Cariño! ¡Deja de elucubrar sobre la vida sexual de tus soldados!
―¿Quién elucubra? ―respondió la Damita, toda circunspecta―. Si está clarísimo lo que estuvieron haciendo las últimas horas. ¿O esperarías otra cosa?
―Durmieron parte de la noche, sin duda ―respondió, sereno, el hombre de los cabellos de obsidiana―. Y no creo que eso persista mucho más tiempo.
Athena bebió un sorbito de café. Mordisqueó una galleta. Se limpió la boquita de princesa con una servilleta.
―¿Qué sabes tú que yo no, tío?
―Ya lo dije. Vengo como mensajero de Hypnos. A resolver un incordio. Insistió en que viniera a la brevedad.
―¿Un incordio de quién? ¿Con quién se ha enojado Hypnos? ¿Con Milo? Porque Camus no duerme. O al menos, no lo necesita.
―No. No lo necesita. Y por ello, a Hypnos no se le ocurriría hacerlo dormir. ¿A quién esperas, Ikómena?
Saori Kido, Athena, bebió otro sorbito. Miró muy seria a su tío.
―A Khíone. Hace unas horas anunció su visita. Del modo usual.
―Y la autorizaste, también del modo usual, ¿verdad?
Athena soltó un casi inaudible gruñido.
―Ya decía yo que no podía venir tan fresca a visitarme a mí, después de tantos siglos de negarse a acompañar a su padre. En fin. Al menos conserva los modales y no ha venido en plan energúmena.
―No contigo, querida sobrina. Luego de que hable con Milo, me gustaría cambiar unas palabritas con la dama Khíone y Monsieur Nord. Es ridículo que lo tenga controlado de esa manera. Luego, tu escorpión se pone idiota.
―De acuerdo, de acuerdo. Habla con los tres, tío. Mientras tanto, ¿quieres una baklava?
―Depende. ¿Qué hora es?
Una ráfaga de aire gélido levantó las cortinas de las ventanas. Los manteles y las servilletas del servicio se agitaron con violencia.
Athena y Hades se miraron uno al otro, con el fastidio asomando a sus ojos.
―Señor Cinco Picos ―dijo Poseidón acomodándose el cabello y poniéndose la corbata, que había volado con el ventarrón y ahora tenía en la espalda, en su lugar―, empieza a repartir los antiácidos, por favor.
El frío que se había sentido temprano y que perduró hasta muy entrada la mañana, convocó a algunos de los guerreros al Coliseo, para ejercitarse y entrar así en calor.
Marín y Aiolia habían estado entrenando un buen rato, antes de aburrirse y decidir buscar en Rodorio un lugar acogedor para desayunar.
Krishna y Sorrento habían pasado un par de horas entretenidas, que habían discurrido entre la conversación y el intercambio de golpes. En las gradas, Aldebarán y Shaina habían seguido el entrenamiento de ambos generales y comentado entre ellos lo que les parecían los puntos débiles de sus técnicas. Un rato después se les unió Albiore. Y como Cefeo y Tauro eran nativos de países sudamericanos vecinos, una alegre cháchara en portuñol empezó entre ellos.
Misty, que había entrenado un rato, primero con Marín y luego con Algol, estaba en las gradas mirando a ratos las evoluciones marciales de los concurrentes y a ratos el celular. Estaba interesadísimo haciendo un tour virtual por el Museo Británico.
Un rato después, llegaron Hyoga e Isaac. Y como sus técnicas propiciaban el frío en lugar de acotarlo, los demás combatientes se retiraron a las gradas para ver la batalla que daban los chicos de Camus.
Shun, con su dulce rostro todo sonrisas discretas, se quedó cerca para observar el desempeño de Cisne y hacerle las observaciones correspondientes. Aunque en realidad, era obvio que mientras bebía su café, apreciaba con ojo crítico las posturas y la anatomía de su pareja.
Sorrento y Krishna se sentaron junto a Misty, quien continuó metido en sus asuntos.
―No dejaré de preguntármelo nunca. ¿En qué momento empezarán a cantar esos dos? ―deslizó Krishna con una entonación tan solemne y una expresión tan seria, que pocos habrían sido capaces de entender que se mofaba.
Sorrento puso los ojos en blanco y sonrió con ironía.
Misty levantó la vista un momento de su celular y observó a Cisne y a Kraken. Regresó su atención al tour y dijo:
―Son monofuncionales. O luchan, o bailan, o patinan, o cantan. No pueden hacer más de una tarea a la vez.
Sorrento caviló la respuesta de Lagarto y sonrió furtivamente. Krishna pareció pensar con seriedad en la respuesta de aquel joven rubio.
―Pueden hacer cualquiera de esas cosas y ser bonitos ―respondió.
―Ser bonito no es hacer algo. Se limitan a respirar y vivir una condición específica de sus personas. No implica ningún esfuerzo.
―Lo dirás por experiencia ―soltó Krishna, categórico.
Misty frunció las cejas y observó al General del Océano Índico con una calma que prometía tempestad.
―Hasta donde sé, señor General, el Santuario y la Atlántida están en tregua. ¿Por qué entonces merezco este ataque verbal?
Krishna mantuvo un gesto imperturbable, meditabundo.
―No he querido atacarte, señor Santo de Athena. Pretendía enunciar una característica evidente de tu persona. Una que considero venturosa, digna de alabanza.
Sorrento arrugó la frente ante la conversación que se desarrollaba entre esos dos. Decidió que no había ninguna participación posible para él en ese intercambio y se levantó, sin que aquéllos lo notaran.
―¿Por qué querrías, cito tus palabras, "enunciar una característica evidente" de mi persona? ¿Piensas invitarme a salir?
Chrysaor lo atravesó con su mirada firme y reposada.
―¿Aceptarías?
Misty se permitió mostrar su sorpresa por menos de un segundo. Luego, su rostro se tornó analítico.
―Depende. ¿A dónde me llevarías?
Krishna se quedó pensando un momento. Luego habló con la solemnidad que parecía no abandonarlo.
―A Londres. Al Museo Británico. ¿Qué tesoro quieres recuperar? Con gusto te ayudaré a rescatarlo.
El joven rubio soltó una risa franca y abierta.
―¡Ah, vamos! He aquí a un detractor del expolio cultural. Pues mira, no me parece mala idea ir y recoger los mármoles del templo de mi Señora. Pero es posible que a ella sí.
Krishna sonrió, sobrio, y meditó las palabras de aquel joven guapo y con sentido del humor. Se preguntó qué tan cerca estaría y qué tan delicada sería la línea que marcaba sus límites.
―Me supongo, aunque no me atrevo a asegurarlo, que a mi Señor tampoco le interesa verse inmiscuido en un conflicto con los mortales. Y bien. Si no te gusta la idea de ser el Robin Hood de los tesoros culturales, igual te invito a Londres.
El General del Océano Índico apreció un momento el rostro de Misty, buscando atisbos de confirmación o rechazo. Como no encontró vestigios de actitudes negativas, continuó.
»Hay restaurantes magníficos, buenas tabernas... y hoteles cómodos y discretos.
La expresión de Misty se ensombreció un momento, aunque de inmediato se revistió de neutralidad. A pesar de su intento, no fue lo bastante rápido para que Krishna no lo notara.
―No voy a hoteles acompañado. No soy la puta de nadie.
Krishna guardó silencio un segundo. No era su intención dar el mensaje que Misty había recibido. Y se dispuso a corregirlo.
―No pretendo, ni por un momento, que seas mi puta. Soy yo quien pretende ser la tuya.
Misty se le quedó viendo fijo. Ahora sí, no ocultó su sorpresa en absoluto.
»Soy Krishna ―dijo el ceilanés, extendiendo la mano.
―Lo sé ―contestó Misty, sin tomarla―. Yo soy Misty.
―Lo sé ―añadió Krishna, retirando sencillamente la mano y con voz tranquila.
Sonrió, sereno.
»Eres hermoso e inteligente. ¿Por qué querría meterme en tu cama una vez, cuando puedo intentar construir algo más sólido que un acostón contigo? Estoy dispuesto a seguir tus términos. Pero... me gustaría que me permitieras acercarme.
El viento frío sopló con un poco más de intensidad, levantando los mechones rubios del santo de Lagarto de manera que le descubrió el cuello fibroso y blanco. Krishna suspiró con suavidad, mientras su propio cabello decolorado y cortado en mohawk se movía al unísono con la voluntad del aire.
―¿Mis términos? ―preguntó en un susurro Misty.
Vio a Krishna afirmar con la cabeza, una sola ocasión.
El corazón se le aceleró con violencia. Hacía mucho que no se permitía ni el intento de relacionarse con alguien. Y aunque aquel guerrero distaba mucho de su primer ideal de belleza masculina... Apreciarlo con detenimiento lo aturdía.
Era todo un espectáculo. Uno muy hermoso, por cierto.
»Mis términos no incluyen un hotel, ni por accidente. Es mejor que lo sepas ya.
Krishna soportó el golpe sin pestañear. Aquel muchacho estaba herido. Ya averiguaría por qué y de qué modo. Pero ahora, lo que le tocaba era escuchar y acatar.
»Sin embargo, iré contigo al Británico, si en verdad quieres admirar conmigo los tesoros que Inglaterra ha arrebatado al mundo. Podemos hacer el recorrido. Nos tomará un par de días. Si al término de ellos resulta que eres algo más que un cuerpo de guerrero de epopeya y propones algo más inteligente que una invitación a fornicar... tal vez te permita invitarme una copa.
Chrysaor sonrió con genuina espontaneidad, mostrando una dentadura perfecta y blanquísima. Quiso tomar la mano del joven, pero resistió la tentación.
―Es un excelente plan. Me encantará hablar de multiculturalidad con alguien que la entiende.
La sonrisa prístina de Misty le arrebató el aliento a Krishna. ¿Cómo andaba esa criatura bellísima suelta sin causar infartos ahí por donde pasaba?
―¿Multiculturalidad? ¿Eres sociólogo?
―No. Antropólogo cultural.
―¡No me jodas! ¿En serio? ¿Y has hecho trabajo de campo? Por un momento pensé incluso que eras museólogo.
―¿Tú eres museólogo?
―Todavía no. Pero a eso me dirijo. Mi Señora tiene una colección muy bonita, y me está permitiendo documentarla.
―Ya. Mi Señor también tiene una colección interesante. Yo ayudo a cuidarla. Pero más bien puedo documentarla, como haces tú con la de tu Señora. Después de que vayamos al recorrido, ¿me permitirías hablarle de ti a mi Señor? Tal vez puedas hacernos algunas recomendaciones.
Misty intentó acomodarse el cabello que se le alborotaba cada vez más. Estaba tentado a llevarse en ese momento a aquel hombre imponente a beber café, luego unas copas y finalmente, encerrarse con él en su habitación. Pero se negó a sí mismo el impulso.
―Por supuesto. Después de nuestra visita al museo, puedes hablarle de mí a tu Señor. Y si la experiencia resulta agradable... tal vez me permitas invitarte al Louvre...
Estuvo a punto de permitirse la debilidad de tomarlo de esa mano fuerte que se había negado a estrechar unos minutos antes. Pero justo en ese momento ocurrieron dos cosas.
Una ráfaga de viento helado, violento y cargado de miríadas de copos de nieve que más parecían diminutas dagas afiladas de hielo, se abatió sobre el área del Coliseo de manera errática.
Las copas de los árboles en los alrededores sufrieron el embate cruel de aquellos vientos potentísimos y los asistentes del campo de entrenamiento se estremecieron de frío.
Incluso Cisne y Kraken observaron sorprendidos aquel fenómeno y abandonaron el entrenamiento para tratar de comprender lo que sucedía.
Fue entonces cuando Misty vio aparecer a Milo de Escorpio, jadeante, con las ropas mal puestas y con el cabello semejante a una madeja de hilos enmarañada. El escorpión miraba aquellas ventiscas hechas nudo con expresión temerosa y frustrada.
El viento se precipitó al Coliseo, recién despejado por sus anteriores ocupantes.
Dos cuerpos gigantes y desnudos, bellísimos, pero erizados en el combate encarnizado, se materializaron entonces: Camus, agarrado de los cabellos largos y platinados de una mujer incomprensible de tan hermosa, apareció rodando en el polvo del rodel de entrenamiento.
―¿Cómo te atreves? Putain misérable ! ¡A Milo nadie lo toca, salvo yo!
―¿Cómo te atreves tú, glupyy? ¡Te dejaste dominar por ese oskorbitel'nyy ublyudok! ¡Es un abusivo y tú un imbécil! ¿Cómo podrás dominarme nunca y hacerte digno de nuestro legado? ¡Te has permitido ser el parque de diversiones de ese Destino sin escrúpulos! (2)
»¿Qué haremos si el muy maldito decide conservarte para sí mismo? ¿Si un día ya no le da la gana separarse de ti y te anula la voluntad? ¡Ya no habrá invierno! ¡Y este mundo se irá al carajo! ¡Lo mataré, lo mataré, ya que tú no te atreves a meterlo en cintura!
El rostro de Camus se deformó, contraído por la ira. Gritó y su voz distó mucho de parecer humana.
―¡Sobre mi cadáver le tocarás un cabello a mon époux!
La mujer hizo un esfuerzo y consiguió azotar a Camus de espaldas contra el suelo. Su bella faz era una máscara que invitaba al espanto. Crispó las manos alrededor del cuello de su oponente.
―¡Sobre tu cadáver entonces, kusok imbetsila, Rebenok estúpido! ¡Sobre tu cadáver, y luego sobre el suyo! (3)
La mujer viró el rostro hacia donde Milo observaba, espantado de verla agredir de aquella manera a su amado.
En cuanto Camus notó aquella mirada y hacia quién se dirigía, estalló.
Ante la mirada horrorizada de quienes aún se encontraban en el Coliseo, Camus pasó de ser aquel gigante a una masa de vientos embravecidos que hizo estallar en millones de esquirlas a aquella mujer.
El remolino enloquecido atrapó en un bucle infinito a la nieve y la revolvió sobre sí mismo. Por momentos, era posible ver las siluetas de los dos combatientes entre el viento y el hielo, golpeándose, estrujándose, arañándose, arrancándose los cabellos.
Por un momento, la mujer pareció imponerse a Camus, pero éste se enfureció todavía más y la aplastó contra el piso, convertido en un torbellino rabioso que iba dejando rastros de estalagmitas heladas en el suelo polvoriento.
Al final, un Camus desmesuradamente enorme y colérico tomó sustancia, con los puños cerrados, dispuesto a estamparlos en el rostro de la mujer, que lucía impresionada.
Y la habría molido a golpes, si una voz indignadísima no se hubiera hecho escuchar entre el fragor del viento.
―¡Por todos los monstruos de las profundidades marinas! ¡Qué carajo haces, maestro! ¿Cómo puedes ser tan rufián de tratar así a una pobre muchacha desvalida?
El viento cesó al instante, al tiempo que dos pares de ojos, unos azul profundo como zafiros y otros azul translúcido, como el fondo de un lago, lo miraron, descolocados.
―¿Cómo que muchacha desvalida? ―dejó caer Camus, con cara de incomprensión.
―¡Que te le quites de encima, te digo! ―aulló Kraken, ofendido―. ¿Qué no te basta cogerte a Milo para que ahora violentes a una niña indefensa? ¡Nunca te creí capaz de esta bajeza!
―¿Indefensa? ―preguntó Cisne, incrédulo―. ¡Pero si es un mastodonte! ¿De qué chica hablas, Isaac?
―¡De la que Camus ha estado golpeando desde hace un rato! ―gritó Isaac, enfurismado.
―¡Estás jodido porque te has quedado ciego de tu único ojo funcional! ―gritó Cisne, exasperado. Luego señaló a aquella gigante―. ¡Ella le estaba poniendo una golpiza a Camus!
Khíone, aturdida, se quedó sentada en el piso, apoyada en sus brazos. Su hermoso cabello de plata le cubría indistintamente el cuerpo escultural.
Le dirigía a Isaac una mirada mezcla de estupor y desdicha.
―¿Por qué? ¿Por qué estás aquí...?
Camus se quedó viendo, sin entender una palabra, a Isaac. Luego a su hermana, cuyo rostro mostraba una profunda consternación. Camus, confundido por el exabrupto de su hijo mayor, dejó que en sus rasgos se reflejara la indignación ácida y punzante que de pronto le agobió el espíritu. Y su voz, chirriante de ira, se dejó oír como un bramido.
―¿Por qué...? ¿Por qué conoces a mi hijo? ¿Lo acechaste en Siberia? ¿A mi niño? ―ladraba mientras le crujían los dientes―. ¿Cómo te atreves? ¡Maldita! Succube, putain !
Y, contra todo lo que Camus habría creído posible, Khíone, aquella mujer de la que no sabía si esperar un golpe o un escupitajo, rompió a llorar, rota por un dolor que no creyó posible verle externar.
Pasaré por alto que Hyoga acaba de llamarme ciego. Seguro ya olvidó que justo por él me quedé tuerto.
Pero que me llame mentiroso... ¡Eso no se lo perdono!
―¡Ciego te voy a dejar a ti por imbécil, Hyoga! ¡Ella no lo ha golpeado! ¿Cómo se te ocurre? ¡Trataba de defenderse de este... este... hijo de perra que tenemos por maestro!
―¡No insultes a Camus! ¡Te digo que ella lo estaba masacrando!
Hyoga, enfadado como está ahora, me daría cuidado si no luciera tan gracioso así, rojo de ira mientras gritonea.
―¡Que no, tarado! ¿Cómo lo masacrará, si es más baja que tú y que yo?
―¡De veras que estás ciego rematado! ¡Si es más alta que Aldebarán!
Estoy por saltarle al cuello al idiota de mi hermano para abrirle yo mismo los párpados y que vea claramente a la pequeñita. Hay días en que quisiera hacer que se trague todo el hielo de Siberia.
¡Y éste es uno de ellos!
Cuando me decido a romperle la cara por impertinente, Milo lo impide aferrándome el puño.
Luce como vagabundo: descalzo, con el pantalón colgándole de la cadera y la camisa mal abotonada.
Jadea al respirar, así que la voz se le escucha insegura. Quebrada.
―¿Cómo dices que es, Isaac? ¿Cómo es la... la muchacha?
Milo me mira asustado, ansioso. Sé que quiere correr con Camus, quien luce furioso, pero en lugar de eso viene a contenernos a Hyoga y a mí.
Quisiera molerlo a golpes a él también, pero su rostro expresa una preocupación que me desarma.
Vuelvo la vista hacia ella.
Ella. Justo ella. Después de tanto tiempo.
Y hacia mi maestro, que en este momento no es mi persona favorita en el mundo.
―Es pequeñita, como Saori. Más baja que yo. Y menuda. Muy menuda.
Milo se pasa una mano por la frente. Se estruja el cabello lleno de nudos, como si quisiera arrancárselo.
―¿Es pelirroja?
―No. Pelirroja no... Es... tiene el pelo negro. Muy negro. De obsidiana. Obsidiana y... plata. Perlas. Rayos de luna...
―Dioses...
Se aparta de mí. Tiene los hombros hundidos y la faz palidecida. Me parece... que está fulminado. Se dirige entonces a Camus.
Camus, que está dividido entre ladrarle reproches a la chica y consolarla.
No lo entiendo. No entiendo nada.
Lo escucho. Lo escucho dirigirle palabras ásperas.
Ella está desconsolada. Hago el amago de aproximarme, pero ambos, Camus y ella me miran con distintos matices de furia.
―¡No te acerques! ―gritan ambos, con idéntica ira y distinta angustia.
―Pero... sólo quiero ayudarte.
―¡Que no te me acerques, te digo! ―grita la chica, entre lágrimas― ¡Aléjate, aléjate! ¡No quiero nada de ti, nada, nada!
Quiero gritar. Quiero gritar yo también. De pura frustración.
De pura tristeza.
No quiero hacerle daño. ¡Jamás he querido eso! ¿Por qué me trata así?
―Ya sé. Ya sé que no quieres nada de mí. ¡Hace años que no quieres nada de mí! ¿Qué te he hecho? ¡Nada! ¡Y aún así, huyes! ¡Te he escuchado! ¡Pero no me dejas verte!
Camus guarda silencio. Nos mira a ambos, sin entender.
Y por mi vida, somos dos los que no entendemos.
―Sestra... por favor... explícate.
―¡No! ¡Vete al carajo, Rebenok imbécil! ¿Cómo te atreves a acusarme de meterme con tu hijo? ¡A mí! ¡A mí, que soy tu hermana! ¡No me agradas ni un poquito, pero no quiero tu mal ni el de los tuyos!
Se limpia las lágrimas como si quisiera arrancarse la piel de la cara. Luego me mira. Y la ira se le desvanece un poco.
»No quiero tu mal ni el de los tuyos... Aunque sí quiero congelarle los cojones a tu manzana abusiva y estúpida...
Su voz es un susurro.
Uno que conozco bien.
Una canción liviana y bellísima, no obstante las palabras que articula.
Diablos.
Diablos, diablos, diablos.
¿Es su hermana?
―Tú... ¿eres hermana de Camus? ―digo con voz temblorosa, mientras me acerco. Dioses, quisiera sonar enérgico, pero no puedo―. Tú me ayudaste. ¿Fue por él?
Muy lentamente, los escasos espectadores que quedaban en el Coliseo, se dejan ver. No parece que deseen acercarse. Se mantienen todo lo lejos que pueden.
Camus, de pie pero inseguro, según toda evidencia, traga saliva. Se vuelve hacia la muchacha diminuta.
―¿Ayudaste a mi hijo, Sestra? ¿Cómo y cuándo?
Quiero escuchar su voz. Su voz, que a veces se desliza en mis sueños.
Pero es la mía la que resuena.
―Cuando me perdí en la ventisca, ¿te acuerdas, maestro? Tenía menos de un mes contigo y me escapé para ver las luces del Norte. Me salí de la cabaña y...
―Y casi te mueres. Por impaciente ―musita Camus, estremecido. Se vuelve hacia ella―. ¿Tú salvaste a mi hijo, Sestra?
Ella se muerde los labios. Camus suspira, afligido. Acaricia con mano leve el cabello de la muchacha, quien se aparta con rudeza y le suelta un manotazo violento, que debe haberla lastimado.
―El pequeño estaba contigo. A tu cuidado. En mi tierra. Nuestras tierras.
La chica cierra los ojos, como evocando algo doloroso. Suelta un bufido que denota su molestia.
»Padre se mantenía apartado de ti, como se lo exigiste. Pero los niños... ellos eran otra cosa. Yo también tuve niños, Rebenok, hace tiempo. Sé lo que duele perderlos...
Mi maestro... Mi padre crispa los puños con fuerza. Se muerde los labios. Las emociones que ahora lo consumen arrastran otra clase de violencia.
Una que le revuelve las entrañas.
―Sestra... gracias...
Y se agazapa junto a ella, para acariciar con una ternura inusitada la carita pálida, de ninfa.
De... de diosa...
―No, no... ¡No me toques! ―chirría, irritada―. ¡No finjas un cariño que no sientes! ¡Déjame tranquila!
Y también a él lo aparta, como a mí.
Se empecina en alejar a quienes la amamos.
―También fuiste tú quien me dirigió al Kraken cuando caí en la corriente del mar, ¿verdad?
Ella se me queda viendo, trémula. Así Camus. Y Milo. Y Hyoga...
¡Por el Señor Poseidón! ¡Qué incómodo!
»Eras tú. ¡No lo niegues! Escuché tu voz. En mi agonía. Era tu voz, tranquilizándome. No lo imaginé. ¿Cómo podría imaginar una voz que reconocería entre mil? Eras tú, ¿verdad?
Ella mantiene la vista baja.
Y llora.
Y Camus, se lleva la mano a la frente. Como si quisiera espantar una mala idea que lo atosiga.
Sus ojos... se le van a desorbitar.
Dioses... ¿qué hago para calmarlos, a los dos?
Para calmarlos y luego darles de patadas. ¡Par de tontos!
―Non... il n'est pas possible... (4)
Milo, que se ha ido aproximando a mi maestro lentamente, le acaricia un brazo. Aún no me explico cómo es posible que Milo se vea tan pequeño a su lado.
―Mon coeur... Me parece... que tu maestra es para Isaac lo que tú eres para mí...
Camus lo mira asustado. Niega con la cabeza. Luego se dirige a mí.
―¿Tiene el cabello negro, Isaac? ¿Es más pequeña que tú? ¿Desde cuándo puedes verla...?
Resoplo, fastidiado. ¿Ahora le interesa saberlo? ¿Después de tanto escándalo?
―Sólo la vi una ocasión, Camus. Cuando me sacó de la ventisca... cuando era... pequeño...
Un gruñido que no sé si es de ira o de frustración se deja oír de parte de la chica.
―Me aparté de él, Rebenok. ¡Te lo juro! En cuanto entendí lo que pasaba... que él podía verme. No estoy interesada en unirme a nadie. Hace más de dos mil años que terminé con eso, con el amor.
La escucho suspirar, cansada.
»Y mucho menos me permitiría dejarme ver así por un pequeñito...
―¿Así? ―dice mi padre en un quejido.
―Así. Sólo quienes están destinados a nosotros pueden vernos de esa manera. Creí que lo entendías... Tu manzana idiota lo entiende a la perfección...
―Lo entiendo, lo entiendo... ―desliza Camus en un gemido―. Pero es mi hijo... Y es difícil aceptarlo. ¡Entiéndeme tú también!
Ella asiente con levedad. Sigue sin relajarse ni un poco.
―Me le oculté. No podía permitir que un pequeñito se prendara de mí. Ni yo prendarme de él. Habría sido... una aberración. Una blasfemia. Una bajeza imperdonable. Yo no me lo habría perdonado...
En todo el tiempo que permanecí en Siberia junto a mi hermano y mi maestro, nunca lo vi... Nunca vi a Camus, a mi padre, derramar una lágrima.
Ahora lo hace.
Y sé perfectamente por qué. Así como lo sabe Milo.
―Mon coeur... por favor... cálmate, ¿quieres?
―Milo...
―Vamos. Deja en paz a tu hermana...
―¡"Déjala en paz" y un cuerno! ―gritó ella enardeciéndose otra vez―. ¡No he terminado contigo, manzana podrida! ¡Te voy a quitar la cáscara! ¡Te voy a ajusticiar por cabrón y abusivo!
―¡Que no! ¡Que sólo yo puedo ponerle la mano encima! ―gruñó Camus en respuesta― ¡Que soy yo quien lo va a ajusticiar! ¿No lo entiendes, cabeza dura?
Milo se exaspera. Se mesa los cabellos. Resopla.
―Señora... No volverá a pasar. Lo juro... Esto... esto que hice con tanta ligereza no sucederá nunca más. Mis tías me han arrastrado de los cabellos. ¡Y no se diga tu hermano! No volveré a tomar ventaja de Camus. Ni de nadie más...
Escorpio se detiene para aspirar aire, como si le faltara el aliento. En verdad, luce afligido.
»No por mi conciencia ni por mi voluntad, en todo caso... Soy un tonto. Pero a pesar de todo, puedo aprender.
Camus se incorpora, limpiándose los ojos. Ofrece la mano a la pequeñita.
Cosa que, por supuesto, me encabrita.
―¡Ni se te ocurra tocarla, Camus! ―me escucho sisear―. Ni creas que he olvidado que la golpeaste.
Me acerco a ella y encaro, desafiante, a mi padre. Él me regresa la vista, descolocado.
―Mais quelle chose, mon cher ? ¿Qué no has visto que ella también me dio con ganas? (5)
―¡Le sacas más de un metro de estatura!
―¡Que no! ―berrea Hyoga―. ¿También estás sordo? ¡Sólo a ti te parece eso!
Extiendo la mano hacia la muchacha.
Creo que percibiría menos agresivo a un enjambre de avispas zumbonas, pero ella igual me toma la mano.
Y se levanta con la ligereza del viento.
Que supongo... si es una diosa y además hermana de mi padre... también es su elemento de poder.
―Quiero que sepas, Ikómena, que así como se trenzaron estos dos... así se las gastaban tu padre y tu amorcito, cuando recién tuvimos la oportunidad de librarnos del yugo de tu abuelo.
La voz grave del señor Hades se desliza hacia nuestros oídos.
Y las miradas de la dama Athena, mi señor Poseidón y los viejos guerreros de la Dama del Santuario, nos atraviesan a todos como cuchillo caliente a la mantequilla.
Su tío me hizo una señal para que lo siguiera y ella me dejó con él, con el Señor Inframundo.
Nos alejamos de las gradas del Coliseo, donde Kyría conversa con Aldebarán y Albiore, rodeada de Shun, Misty y Krishna. Le están contando de la riña campal.
Shion y Dohko están pegados a sus faldas. Y de cuando en cuando, tanto Dohko como Poseidón dirigen la vista hacia la gata furiosa con la que hace un rato se revolcó, literalmente, mi Keltos.
Ya sé que con tal de defenderme.
La verdad, preferiría estar con ellos, con el Señor Maremoto y Dohko.
En lugar de eso...
―Hypnos está furioso contigo, Escorpio ―dice Hades, Monsieur Obscurité, como lo llama agapité mou sýzygo―. Ha ido a parar a mis jardines en los Elíseos, mientras mi amadísima esposa y yo compartíamos el néctar y la ambrosía. ¿Sabes lo que pesa una interrupción en un momento de intimidad en una pareja? No respondas: es sólo una pregunta retórica... (6)
Quiero soltar un suspiro sentido, porque es eso lo que anida en mi pecho. Pero lo que sale es un bufido de animal herido.
Hades ni se inmuta. Debe estar más que acostumbrado a regañar a... cualquiera.
»Para que me entiendas... Hypnos, tu tío, ni más ni menos, está sumamente ofendido porque te atreviste a hacer uso de sus privilegios. Sábete, Escorpio, que el sueño es su Potestad exclusiva. ¿Sabes que la intromisión ponzoñosa que la dama Skade ha hecho en los sueños de tu sýzygos es uno de los cargos que vamos a imputarle? Te lo digo sólo para que te formes una idea de lo que hiciste...
Desearía no lucir tan preocupado ante Hades. Ante nadie, ya puestos. Pero sí, empiezo a darme cuenta de la seriedad de mi desliz.
»Eso sin contar con que Monsieur Nord se tomó la libertad de actuar sobre el jardín nocturno de tu tío. No está contento. Ni contigo ni con tu sýzygos. Aunque, a decir verdad, creo que es a ti a quien le tiene verdadera ojeriza.
»Espero que entiendas que he venido en papel de mediador. No tengo deseos de echarme encima a tu señor padre. Pero tampoco permitiré que mi muy querido amigo y colaborador se trague en seco la inquina que le has servido de plato principal.
Me cruzo de brazos, con la mirada baja. ¿Qué puedo decirle? La situación es tan estúpida. Y es toda producto de... de un capricho estúpido.
Ahora lo sé: dormir con mi Keltos es un capricho estúpido.
Lo escucho. A Hades. Suspirar con cansancio.
»No. No es un capricho.
Levanto la vista con rapidez, como si tuviera un resorte en el cuello. Creo que Hades sonríe, casi imperceptiblemente.
―¿No es un capricho? ¿Estás metiéndote en mi cabeza?
―No es mi intención meterme. Pero ahora tu mente me resulta un poco más accesible. Más afín. Tienes que aprender a levantar barreras. ¿Y si un dios más poderoso que tú intenta someterte? ¿Qué harás? Eres parte del linaje de los Destinos. La sola posibilidad de que alguien te esclavice es preocupante.
―¿Yo, un dios? ¿Someterme? ¿Eso es posible?
Ahora sí, sonríe sin disimulo. Y aunque su sonrisa es amable, igual da miedo.
―Tú, un dios. Tal vez no a la altura de tu padre, y aún menos de tu madre, si he de creer las palabras del viejo Bóreas antes de marchar al Olvido. Pero sí, eres un dios. Tu palabra y tus acciones tienen peso. Las de tu esposo también. Y él es un ciclo: no puedes detenerlo. Por ningún motivo.
»Ya te habrás dado cuenta de la tremenda trastada que le hiciste: tomaste ventaja de él. Y bien, para él debe ser un aprendizaje. Así como yo te recomiendo que aprendas a levantar barreras, él también tendrá que hacerlo. Es una lástima que deba levantarlas contra ti, que eres su compañero sentimental.
No puedo evitar hacer un gesto de abatimiento. Sí, ahora me doy cuenta cabal de la clase de disgusto que he creado entre mi Keltos y yo.
Y me pesa mucho. Me pesa en el corazón.
―Fue un impulso tonto. No volverá a pasar. No importa si se trata de Keltos o de alguien más.
Hades guarda un silencio breve y meditabundo. Creo que no tiene ninguna intención aviesa, pero me resulta difícil no verlo como el enemigo que fue.
―No sé si debas negarte a usar tus habilidades en todos los casos, Escorpio. Me parece que tu presencia y tu potencial tienen una razón de ser. Debes tener una función prevista por tu familia. No sé cuál y no pienso meterme en el lío de averiguarlo. Eso te corresponde a ti.
»Deberías aclarar ese punto con tus tías, y de ser posible, con tu padre. Aunque entiendo que ninguno de ellos tenga la disponibilidad de venir a buscarte e instruirte.
Me escucho proferir un bufido de frustración.
―Tampoco es como que yo tenga deseos de verlos, ¿sabes? Me dan miedo. Hoy mismo he recibido un correctivo de mis tías. No ha sido agradable.
Monsieur Obscurité me mira, impresionado.
―¿Las tres? ¿Recibiste una reprimenda de las tres?
―Sí... Son duras.
―Por supuesto. Tienen que serlo. Y he de decirte que han sido condescendientes contigo, puesto que sigues vivo.
Trago saliva y sé que ha sido audible, porque Hades levanta una ceja y tuerce la boca en una dudosa mueca que evoca una sonrisa irónica.
»Lo que sea que te hayan dicho, espero que te haya resultado provechoso. Toma en cuenta que ver a una de ellas es por sí mismo un acontecimiento notable. Ver a las tres, pues... Procura que no ocurra de nuevo. Y menos por el mismo asunto.
»Espero que puedas ver a tu padre pronto, y que él te aclare con toda propiedad la índole de tu misión.
»Por otro lado, te lo repito. Hypnos está cabreado contigo. Mucho. Te buscará y te ajustará cuentas. Nada que resulte letal, pero... no se quedará con el disgusto sin procesar. Haz tu mejor esfuerzo para quedar en paz con él: en serio te aprecia.
Me dedica un breve gesto de despedida y veo que se dirige a la dichosa Sestra, que tiene una cara de pocos amigos. Isaac no se le separa y Keltos no deja de observarlos con sentimientos encontrados.
En los últimos minutos, Kyría ha estado acercándose poco a poco al núcleo donde nos encontramos. Poseidón parece incómodo, pero está empecinado en no soltarle la mano. Lo veo mascullando entre dientes cosas que provocan sonrisas divertidas en la cara bonita de mi Damita. Y parece estar enfrascado en una discusión intermitente con Dohko.
Dirijo mis pasos hacia Keltos.
Me dirijo hacia ti, mon coeur, agapité mou. Lleno de dudas, dicho sea de paso. Que me hayas defendido de tu hermana no significa que se te haya pasado la bronca. No te culpo: la ofensa fue grande, aunque no fuera consciente de la seriedad de mis acciones.
Cuando llego a tu lado me dedicas una mirada ambigua: entre molesta y anhelante. Entrelazo mis dedos con los tuyos.
Al menos no me rechazas.
―¡Esto no es problema tuyo, Señor Inframundo! ¡Lo que mi hermano y yo hagamos es cosa nuestra! ¡No tienes derecho a intervenir!
Tu hermana, enorme y desnuda como está, se ve todavía más temible levantándole la voz a Hades. Éste no se inmuta: le sostiene la mirada y el tono a la maldita loca y en ningún momento pierde la calma.
―Tú sabes, señora Khíone, que no tienes derecho a coartar la libertad de tu hermano. Estoy de acuerdo: nosotros incurrimos en una falta al no largarlo a la brevedad de aquí, y las Moiras vieron la necesidad de intervenir al respecto.
»Pero tú misma debes tener consciencia de que no puedes retenerlo en Siberia. Él está obligado a rodar por el mundo entero, y específicamente en el hemisferio donde el Invierno debe ser.
Khíone frunce ostensiblemente el ceño, con la aparente intención de intimidar al Señor del Inframundo. Pero a Don Sombra no parece hacerle cosquillas.
»Además, tu hermano está vinculado emocionalmente al escorpión. Y Milo... se pone estúpido si no lo ve. Tienes que darle espacio. A ambos.
―¡Oye! ―me atrevo a protestar.
Y la mirada que me echas encima me hace sentir en el Polo Norte de inmediato.
No me parecería raro empezar a echar vaho por la boca.
―Te aguantas, que es cierto que te has puesto como imbécil ―mascullas de mal humor.
―Mon coeur... ¡Por favor! No era mi intención incurrir en un...
―¡En un abuso! ―se desgañita la loca de tu hermana―. ¡Eres un abusivo y no te quiero cerca de moy Brat! ¡Déjalo en paz, aléjate de él! (7)
―¡Eso no lo decides tú, Sestra! ¡Así como no es asunto mío si tú e Isaac están... juntos! ―contestas con la voz tormentosa.
―¡Juntos y un cuerno! ¡Yo no estoy dispuesta a estar con nadie!
Veo a Isaac y se me estremece el alma.
Las palabras de tu hermana lo rompen. Es evidente.
―¿Por qué? ¿Qué te he hecho para que no me quieras cerca? ―inquiere Isaac con impotencia y tristeza en la voz―. No quiero hacerte daño, quiero estar contigo, conocerte, cuidarte...
La expresión de mi... presunta cuñada también me aprieta el corazón. Está muy enojada. Y muy triste.
Me hace recordar aquella tristeza que se te arraigó en el espíritu durante años, como mala hierba, chouchou.
Empiezo a creer que en tu familia la depresión no es cosa rara.
―¡No necesito que nadie me cuide! ¡Te saco más de un metro de estatura!
―¡No es cierto! ¡Yo te saco como veinte centímetros!
―¡Me niego a discutir contigo, enano! ¡No tomaré otro esposo, nunca!
―Dama... no me voy a entrometer en tus motivos para ello, que bien los conozco ―empezó Hades―, pero tú y los tuyos tienen la oportunidad de establecer una familia con los mortales. No es poca cosa poder paliar la soledad inherente a su función de esta manera. Es una bondad del Destino.
Un gruñido de la dama Khíone se pasea entre los oídos presentes. Al menos a mí, no me inspira miedo, sino piedad.
―No. Ya no. Me niego a perder otro esposo. A ver morir a mis hijos. Puedo pasar los eones en soledad sin problema ―se lleva un mechón de cabello detrás de la oreja. Mira a Isaac con dolor―. Me niego a verlo morir a él también...
―¿Perder otro esposo? ¿Ver morir a tus hijos? ―preguntas, consternado.
Khíone se encabrita. Aprieta los puños y su mirada iracunda también está inundada de pena. Isaac la contempla con angustia.
―Tu hermana perdió a su último esposo en la Guerra de las Galias. Recibió la muerte de manos romanas mientras defendía a sus hijos: los hijos de tu hermana. Desde entonces, la dama Khíone se rehúsa a formar otra familia. Y a abandonar Siberia.
»Tu padre, Monsieur Nord, se encargó de llevar la Potestad de tu hermana a donde fuera necesario. Pero la reluctancia de la dama Khíone para continuar con el hilo de su existencia fue algo que amargó los días del viejo Bóreas. No se puede soslayar eso.
Keltos, mon coeur. Te veo contraer el gesto con dolor. Tengo la sospecha de que por primera vez sientes afinidad con tu hermana. Te llevas la mano a la faz y ocultas tu desasosiego en la palma.
―Tu esposo era un keltoi, Sestra. Un keltoi. ¿Es por eso que no me permites hablarte en francés? Esa lengua no existía en aquel entonces.
La dama Khíone baja la vista, pero no pierde ni la furia ni la dignidad de su rostro. Lleva una ira acumulada durante milenios encima. ¿Era así tu padre, Keltos? ¿Serás así tú también?
―Era un keltoi glorioso. Debiste verlo en combate: furioso, letal, desnudo. Lo vi en más de una ocasión, masacrando a los malditos invasores. Pero en aquella que necesitó de mí, no pude estar a su lado. Lo sepulté, con nuestros hijos. Y no pienso sepultar otro pedazo de mi espíritu nunca más...
Tomo tu mano; esa mano que debe parecer enorme a todos y que para mí está hecha a mi medida. Y si bien es fibrosa y letal, también es suave y amorosa. La beso y te miro a los ojos. Luego me dirijo a ella: a la loca desquiciada que todavía quiere congelarme el trasero.
―Tu hermano es también un keltoi glorioso, dama Khíone. Así, desnudo y convertido en vendaval le hizo frente a la desgraciada que lo atacó en su infancia. De ahí fue que tu padre decidió entrenarlo de nuevo.
―De ahí decidió morir, querrás decir ―musitas con una tristeza que me rompe el alma.
La dama Khíone te mira con una expresión que reconozco al vuelo: amor. Pero es efímera y volátil, y se transmuta en pesar.
―No necesitaba mucho para decidirlo, Rebenok. Te adoraba. Adoraba a tu madre. Amó mucho a sus hijos, a todos ellos, a mí. Pero tú eras otra cuestión. Sufrió sabiendo que debías ser soldado. Que como soldado, debías morir. Y que él debía prepararte para ello.
Un silencio pesado se cierne sobre nosotros. Aprieto tu mano en un intento por aligerar tu pena. Veo que Hades se recoge en una introspección que expresa su respeto por los duelos, frescos y añejos, que cargan los corazones de ustedes: los boreales, los boréadas.
Isaac, que en ningún momento se ha resignado a separarse de tu hermana, toma su mano. Khíone contrae el ceño y hace el amago de soltarse, pero tu pequeño cefalópodo es terco: al menos tanto como tú. No la suelta ni aunque ella amenace con congelarle el brazo.
¿Qué más le dá a él? Es otro hijo de los hielos.
―Esa situación no se repetirá más, Khíone queridísima. Al menos no de parte mía ni de mi tío. La paz que hemos establecido, pretendemos hacerla duradera. Aunque aún nos falta fijar los términos definitivos.
Quienes nos encontramos en conciliábulo levantamos la vista hacia la vocecita de Kyría, quien finalmente se nos ha reunido. Poseidón la tiene tomada de la mano y no parece tener la intención de liberarla.
Veo a la dama Khíone, a la Señora de la Nieve, mirar con dulzura a Kyría y con inquina a Poseidón.
Éste baja la vista al instante. Y mi Damita, que es testigo de todo ello sonríe con... ¿socarronería?
―Los eones son bondadosos contigo, Korísti queridísima. Perdóname por presentarme en tren de guerra en tus dominios, pero... al fin que la guerra es tu territorio.
―Son todavía más suaves contigo, Khíone entrañable. Te he extrañado. Te perdono la violencia sólo porque ha sido... un exabrupto entre hermanos. ¿Quieres beber el té conmigo? Hice que te prepararan baklavas. Y entenderás que no me privaré de una tarde de chicas...
Khíone sonríe, toda bondad y luz a Saori.
¿Quién lo dijera? La maldita loca sabe lucir inofensiva.
―Beberé lo que quieras contigo, querida. Pero tienes que sacar de mi vista al recordatorio de mis malos ratos, ¿entiendes? Todavía no puedo entender tus malos gustos. El tipo no merece más que un acostón y a lo que sigue.
Poseidón se hincha como si le hubieran inyectado aire: parece sapo enfurecido.
―¡Óyeme, señora Khíone! ¡Que tú no eres un recuerdo, lo que se dice, venturoso!
Juro que de aquí en adelante seré fan de tu hermana, mon coeur. Ni siquiera se despeina para seguir vapuléandolo.
―¿Cuándo quise yo ser un recuerdo venturoso para ti, crustáceo? Quería bajarme la calentura y eso hice. Listo. Que ni tú ni yo hayamos tenido dos dedos de frente para prever a Eumolpo es otra cosa. Y qué horriblemente mal lo cuidaste ―se vuelve hacia Kyría y le dedica una mirada solemne―. Te lo advierto, Korítsi, si piensas hacerlo padre de tus hijos, primero asegúrate de que puede mantener viva a una mascota.
Yo esperaría (y creo que todos en este Santuario) que después de las palabras de tu hermana, Keltos, Kyría monte en cólera.
En lugar de eso, está doblada de risa. Igual que Khíone.
Y eso no le hace gracia al Señor Maremoto.
―¡Pero qué te pasa, mi amor? ¿Cómo te unes a esta desquiciada para denostarme? ¡Creí que me querías!
―Por supuesto que te quiero, cielo. ¿Pero qué quieres que haga? Tienes historia por todos lados, y no puedo borrarla, ni aunque quisiera. Que te sirva de consuelo que, a pesar de ella, te amo.
―Además, la verdad es que estás bueno ―remata Khíone, ante la hilaridad de Kyría y la consternación de Poseidón―. Cuando tu pobre prometida y yo evaluábamos a los especímenes disponibles, siempre obtenías sobresaliente.
―¡Qué! ―brama, más que grita, el Señor Maremoto― ¿Cómo que me evaluaban? ¡Ni que fuera ganado!
―Calma ya, hermano ―dice Hades con hastío―. Que cuando Zeus, Ares, Dionisos y tú se juntaban, hacían justo eso con las damas...
Kyría y Khíone se miran, con una sonrisa desfachatada en los labios.
―¿Ves? ―dice tu Sestra―. Te lo dije.
―¿Tú le decías qué, díscola? ¡No me la perviertas más de lo que ya has hecho! ¿Qué horribles cosas ofensivas le has enseñado?
Tanto la dama Khíone como tú fruncen el entrecejo.
No me gusta su apariencia.
Y a Hades y a Kyría tampoco, porque se tensan.
―Mira, marisco cabrón, no me vengas con ofensas, que si a esas vamos, mi padre, mi hermano y yo tenemos agravios para restregarte en la cara hasta que Cocytos se temple...
Poseidón se queda con la cara en blanco.
―¿Qué? ¿De qué rayos hablas?
―No te hagas el estúpido. Si Korítsi no te ha reclamado nada, supongo que se debe a las mismas razones que le frenaron la lengua a mi padre. Y a mi hermano, aquí presente.
Kyría esboza una sonrisa más bien triste en su boquita de fresa y suspira, entornando los párpados, pensativa. Hades se mantiene callado y a la espera. Tanto tú como Khíone conservan la indignación a la vista de todos.
Es Poseidón quien me sorprende. En serio, no parece saber de qué demonios le hablan.
―Khíone, juro que no sé a qué te refieres. Entiendo que no estés contenta con el destino de Eumolpo y me hago cargo de mis deficiencias como padre, pero en verdad, no se me ocurre en qué más podría haberte ofendido...
―Tienes algo que nos pertenece, Monsieur Tsunami ―dices con voz mesurada, pero turbia―. Nos debes algo, y si en verdad quieres establecer un lazo serio y transparente con Korítsi, debes entender que los boréadas somos sus aliados perpetuos y que tú... deberías mantenernos en paz contigo. Así que... entrega lo que es nuestro.
»Mi padre jamás reclamó porque lo consideraba un riesgo de guerra. Igual que yo, que he sido soldado y conozco los peligros de primera mano. Pero si quieres mostrar buena voluntad, éste es el momento para ello.
―Pero...
Kyría lo observa con atención. Cambia una mirada efímera con Hades, quien se encoge de hombros. Así que retorna la atención hacia ese novio que al menos yo no termino de tragar y estrecha su diestra.
Lo toma del mentón casi en una caricia y traba sus ojos con los de él.
El gesto se le distiende y la sonrisa vuelve a su rostro.
―En verdad no sabe de qué le hablas, Khíone. Y sabes que no miento ―añade Kyría previendo que su amiga la cuestione―. A mí bien me gustaría que mis soldados reposen todos en el lugar que les corresponde aquí, en su casa.
―¿Tú también? ¿De qué hablas?
―De que tienes a mi hermano de rehén en la Atlántida. Desde la Guerra Santa anterior. De eso habla ―suelta la dama Khíone con voz ominosa―. Y no puedo hablar del parecer de Korítsi, pero sí del mío, y creo que también del de Rebenok.
»Entrégalo para que reciba sepultura y honores de guerrero caído aquí, en su hogar. O para que moy Brat y yo lo llevemos a Siberia a reposar en la tierra que lo vio nacer. Para ti no representa nada.
―Nada, salvo un muy dudoso trofeo ―rematas con amenaza en la expresión.
Poseidón contrae el gesto, con algo similar a la desazón.
―Lo que sea que tenga suyo, vayan a la Atlántida y tómenlo. No me opongo en absoluto. Pero quiero que quede claro que no sé de lo que hablan. Ciertamente, lo último que querría es una desavenencia con mi Dama. Ya sé que ustedes son caros a su corazón y evitaré ofenderlos siempre que me sea posible.
Hades coloca su diestra en el hombro de su hermano, en un gesto inusitadamente protector, tierno. Permite que su voz pausada rompa el silencio.
―En la guerra anterior fuiste despertado antes de tiempo, por un periodo brevísimo y en un recipiente que no te correspondía. Un recipiente inadecuado y, además, sin vida. Supongo que ese es el motivo de que no entiendas el tenor de los reclamos de la dama Khíone. Pero dice la verdad.
»En la última auditoría que mi amada Perséfone realizó en el Inframundo, me señaló que persisten dos no conformidades referentes a Cocytos. Ahora sé que tú puedes darme razón de ellas y ayudarme a subsanarlas.
Athena arruga su frente lozana. Es como si de pronto hubiera nubes en un día rutilante de soleado.
―¿Cómo vas a subsanar algo así, tío? ¿Y cómo va a ser que no lo tengas contigo, si el alma y el cuerpo son cosas distintas? ¿Y cómo es que...? ―se detiene un momento, con cara de susto―. ¡¿Dices que son dos?!
Hades se encoge de hombros.
―En aquel entonces, no era inusitado entre tus santos partir a las misiones en pareja. ¿No persiste esa costumbre aún en estos días?
Kyría asiente dubitativa. Se dirige a Shion y Dohko.
―¿Quién de sus hermanos falta en el cementerio, queridos? ¿Quién no posee memorial?
Ambos guardan un silencio penoso. Es Dohko quien al final habla.
―Todos tienen memorial. Siempre que uno de nuestros hermanos murió sin dejar restos qué honrar, sepultamos su pertenencia más querida o representativa en su lugar. En los casos de Dégel y Kardia no recuperamos sus cuerpos, y se marcharon a su última misión portando sus objetos más preciados.
»Con la salvedad de sus bitácoras, que fueron recuperadas por un amigo de Dégel y entregadas por su mano a la Dama, no quedó de ellos nada verdaderamente personal para colocar en sus tumbas. Lo último que supimos de boca de Unity, el amigo de Dégel, fue que tuvo un enfrentamiento directo e inesperado con tu actual prometido y que al contenerlo perdió la vida.
―Kardia casi no se le separaba porque su salud dependía de los cuidados de Acuario. Por eso suponemos que pereció junto a él.
La mirada de Athena se pierde en lontananza, tratando de asir recuerdos de una vida que fue la suya y al mismo tiempo, le resulta ajena. Veo que Hades se cruza de brazos, meditabundo.
―Es evidente que si esos dos no están en Cocytos es porque no entraron al Inframundo jamás. Pero no tenía idea de dónde podrían estar. Ahora que lo sé... que lo sabemos, tal vez habría que dar celeridad a retornarlos.
Khíone y tú expresan una sorpresa y desazón difíciles de explicar. Tu hermana se suelta de Isaac para acercarse a ti y empezar a hablarte en un idioma que no conozco, pero que sé que es ruso.
A su vez, Athena toma a Poseidón de los hombros y lo enfrenta.
―Bueno, amorcito. Tú y yo tenemos que hablar ya, en este instante, con seriedad. Si tienes rehenes en la Atlántida y no los devuelves, te declararé la guerra instantánea y frontal. ¿Entiendes?
―¡Pero bueno! ¡No me vengas a amenazar con guerra, querida! ¡No creas que me quedaré de brazos cruzados!
―Nadie entrará en guerra ―dice Hades con voz imponente―. Ya pasamos por eso y a nadie le gustó. Lo que harás, hermano, es devolver ya, a la brevedad, lo que tienes en tus dominios. Y tú, Ikómena, te vas a tranquilizar. Ambos sabemos que mi hermano está a oscuras en este asunto.
El Señor del Inframundo los observa a Khíone y a ti, mon coeur. No deja de sorprenderme que, en serio, los considera sus iguales.
»Monsieur Nord, Ledi Khíone. Me pongo a su disposición como intermediario. Entenderán que no permitiré otra guerra entre nosotros. Ya estoy hastiado de enfrentamientos y, quiero que quede bien claro, ya no estoy dispuesto a tomar partido por mi hermano o mi sobrina. Quiero que esto se solucione de manera pacífica.
Khíone y tú se separan para hablar con Hades.
Antes de irte, me tomas de la mano. Me acaricias el cabello.
Hay en tu rostro una mezcla de expresiones que me llenan de anhelos y temores contradictorios.
Sé que esperar de ti. Y al mismo tiempo, no.
―Mon soleil. Ya ves. Acaba de surgir un asunto con el que no contaba, pero que ha de resolverse ya mismo.
»No me he olvidado de que es tu cumpleaños. Y de que me debes satisfacción por una ofensa. Iré a resolver los asuntos de mi familia, de los boréadas. Y luego volveré contigo. Para celebrarte. Y para cobrarte.
Trago saliva. Estoy seguro que quienes están más cerca me han escuchado tratando de pasármela por la tráquea. Sonríes, siniestro.
»Después de lo que acaba de pasar, Sestra no puede detenerme. No se lo permitiré. La he derrotado en buena lid, así que le he demostrado que soy digno de mi legado y debe someterse a mi mando.
»Para ti, eso significa... que voy a volver. Que te voy a follar como nunca antes lo he hecho. Que hurgaré tanto en tu piel y tus entrañas que olvidarás tu nombre.
»Te haré delirar de placer, ¿entiendes? Tanto, que no sabrás si gozas o sufres. Y te dejaré las nalgas de un carmesí tan bello, tan intenso que ni tu Aguja Escarlata, ni ningún rubor en tus mejillas mientras te hago el amor en los tiempos venideros tendrán comparación...
No necesito que me lo digas. Me he calentado por completo.
Lo siento en la entrepierna. En cada recoveco de mi cuerpo.
¿En serio tengo que esperar?
Parece que me lees el pensamiento, porque tu sonrisa es torva, lasciva y llena de expectativas turbulentas.
»Sí, mon coeur, mon soleil... Tendrás que esperar... Tendrás que avenirte a mis caprichos. Y luego, tal vez supliques que me detenga. O tal vez no. Conociéndote, conociéndonos a ambos, sé que eso no sucederá, sin importar la intensidad del... escarmiento.
Tengo la boca seca.
Y estoy tan duro, que el contacto de mi piel con la tela de la ropa interior es un martirio.
Aún así, antes de que definitivamente te retires en pos de tu hermana y los interesados en este lío, me las arreglo para contestarte.
―No tardes, mon amour, chouchou... Te lo ruego.
Aclaraciones
Bienvenid@s a la nueva actualización de Todo de mí.
Y pues bueno, ya estamos cerca del cierre. Un par de actualizaciones más y listo. Se acabó.
En esta ocasión, aunque he procurado conservar la vena... ¿chusca? de la historia, no lo resistí más y volví a lo dramático. Es que... me gusta demasiado la tragedia griega.
Espero que la historia de la dama Khíone haya resultado interesante, así como las intervenciones de Poseidón y Hades. Y también el par de personajes que fueron mencionados al pasar casi para cerrar el capítulo.
El hecho de que Khíone sea en esta historia tan bruta y tan arisca tiene su razón de ser, ya lo han notado. Y aunque se eriza como gato enfurruñado, la verdad es que sí siente cariño verdadero por quienes llevan su sangre. O la de su papá, que es lo mismo.
Nunca he llegado a pelearme con mis hermanos como Khíone y Camus lo hacen, pero sí he visto reyertas similares en casas de algunos amigos míos. Aunque ahora que lo pienso... una vez noqueé a mi hermano menor sin querer. ¿Eso cuenta?
Por otro lado, las dotes fatídicas de Milo han empezado a trabajar... en Misty. Ya veremos luego para dónde lleva ese camino.
Y así. Ahora vamos a las aclaraciones.
Como siempre, tenemos un montón de vocabulario menudo que ya conocemos de las historias anteriores, o de esta misma. Si se me pasa alguna, ofrezco disculpas.
Del ruso: Sestra, Rebenok: hermana, niño.
Del griego: sýzygos, agapité: esposo (a), amado(a).
Del griego también: Kyría, Korítsi: Señora o Dama, muchacha.
Del francés: putain, miseráble, succube... ya saben, las palabras cariñosas de Camus para su hermana: puta, miserable, súcubo.
Del francés también: mon coeur, mon amour, mon soleil, chouchou (las palabras cariñosas con que Camus y Milo se arrumaquean): corazón mío, amor mío, sol mío, cariño. Bueno, repollito.
Más del francés: Monsieur Nord, Monsieur Obscurité, Monsieur Tsunami: Señor Norte, Señor Oscuridad, Señor Tsunami.
Ahora, las aclaraciones de mayor complejidad.
1. Y... sí. Aquí está la historia de por qué Athena es Ikómena y no I nkómena. Es un dato muy bobo, pero me pareció que le daba mayor profundidad al lazo familiar entre Athena, Hades y Poseidón, que por mucho que hayan estado agarrados de las greñas, son familia.
2. глупый / Glupyy // оскорбительный ублюдок / Oskorbitel'nyy ublyudok (ruso): Estúpido // Bastardo abusivo, bastardo ofensivo.
3. кусок имбецила / kusok imbetsila (ruso): Pedazo de imbécil.
4. Non... il n'est pas possible (francés): No... no es posible.
5. Mais quelle chose, mon cher ? (francés): ¿Qué cosa (pero qué cosa), querido mío?
6. Αγαπητέ μου σύζυγο / Agapité mou sýzygo (griego): Mi amado esposo.
7. мой брат / moy Brat (ruso): Mi hermano.
Boréadas es el nombre que en la mitología reciben los hijos de Bóreas y Oritía: Calais, Zetes, Quione y Cleopatra. En este universo narrativo, es extensivo a todos los hijos que Bóreas haya tenido, Camus entre ellos.
Hace años, muchos, muchos, recibí formación básica como museóloga, y la puse en práctica muy efímeramente. Pero es una disciplina muy bonita e interesante. De esa formación y un posgrado trunco saqué el rollo de la multiculturalidad. Ése con el que están ligando Misty y Krishna. Y el asunto del expolio cultural es una cuestión viva y que sigue levantando ámpulas en el mundo del derecho cultural.
En este capítulo se menciona de nuevo el affaire entre Khíone y Poseidón, que dio lugar al nacimiento de Eumolpo. El chico tiene un papel interesante en la mitología griega, y también tuvo, hasta donde recuerdo, un final triste. Eso es lo que Khíone echa en cara a su... ¿ex?
Además, está la deuda moral que Poseidón, en el mundo de Saint Seiya, tendría con los boréadas: Dégel (y presuntamente Kardia también) se quedó en la Atlántida. Y Khíone, que ya vamos viendo, es posesiva con su familia, no se lo va a dejar pasar ahora que tiene la oportunidad de reclamar.
El maravilloso arte de la portada es para su autor o autora, que ha entregado esta hermosa alegoría de lo etéreo. Al buscar imágenes que evocaran a Khíone, ésta me pareció la más precisa para lo que imagino con ella. Espero sea de su agrado.
Y pues ya.
Les deseo a tod@s un bonito inicio de semana. Les mando besos, abrazos y buenas vibras.
Asimismo, agradezco de antemano su tiempo de lectura, sus comentarios, observaciones, votos y amor. Éste último, como siempre, tiene vuelta.
Hasta prontito.
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