IV.
Hay un bisbiseo en el fondo de mi consciencia. Salvo una, no conozco las voces, pero me resultan familiares.
Y la que conozco... me eriza los pelos de la nuca.
Caray. Qué sueño tan incómodo.
Abro los ojos, mon coeur, chouchou, esperando encontrarme con tu faz amadísima al alcance de mis besos.
Esperando acariciar con mi tacto tu piel pecosa, tibia, impregnada de perfumes de invierno.
Pero en lugar de sentir el roce amable de tus sábanas contra mi cuerpo, es el frío del suelo duro y compacto lo que experimento.
Estoy en una cueva. Alumbrada por teas que penden de cadenas en las paredes rocosas. Me incorporo, queriendo entender dónde carajo estoy.
Por un momento me parece que estoy en el reino de Hypnos. Pero no es así. Él tiene un jardín, que a pesar de las penumbras en las que se envuelve, es bonito y fragante.
Esto es... un antro.
―Ay de los insensatos que han sido advertidos por las voces del Destino, y aún así, forjan sus derroteros funestos...
La sangre se me hiela. Esa voz, que hace días resonó en mi cabeza, se hace escuchar ahora en mis oídos.
―Ay de ellos, en efecto, hermana querida. Son los que ponen en mi rueca los hilos negros con que tejes la desdicha.
Me vuelvo hacia la dirección de donde he notado la procedencia de esas palabras.
―Ay, por la Diosa. No...
Son las TRES. No sólo la dama Lákhesis... también las señoras Klothó y Átropos.
Y a pesar de sus sonrisas... no lucen contentas...
―¿A qué Diosa pretenderá ofrendarle sus estupideces el niño caprichoso, hermanas? ―dice la dama venerable de las tijeras― ¿A la dulce Athena? Más vale que no. Si yo fuera i nkómena tou Ádi, i agapiméni tou Poseidóna, lo echaría sin miramientos de mi recinto. Por acatar con tan poco tino la sabiduría que es mi Potestad. (1)
Las tres damas, con sus vestidos blancos de tela burda, permanecen con la vista fija en su labor perpetua: las manos activas, incansables; y los ojos, hechos de Eternidad, fijos en El Telar.
Puedo verlo, el lienzo. Pero no deseo hacerlo.
Estoy seguro que no me gustará lo que contemplaré.
―Éstos, cuyas vidas duran un día ―dice la dama de la rueca―, no entienden que el Destino se teje igual por mandato que por albedrío. Y qué mal lo emplean, en verdad...
―Y la negligencia que les nubla la razón se hace peor si su existencia se vuelve perdurable. Se empecinan en abrazar sus yerros. ¿No es así, señor sobrino? ―pronuncia con una calma no exenta de burla la dama Átropos.
Quisiera creer que hablan de la Humanidad entera. Quizás lo hacen así.
Pero ¿a quién engaño? Sé que las damas se refieren a mí.
―Perdón, Venerables Señoras... Amadísimas... ¿tías? No quisiera molestarlas...
―Y además de insensato ―Lákhesis extiende una sonrisa sutil por su rostro―, resulta embustero, el muy truhán.
―Que no quiere molestarnos, dice. Si no fuera tan problemático... ¿Recuerdan que alguno de sus hermanos fuera tan irritante? ¡Por mi huso, que no recuerdo en ninguno de los otros tamaña estolidez!
―Que no, Klothó querida, que no... Todos han sido exasperantes de algún modo. Todos. ¿Los has olvidado? Siempre sostendré la sabiduría de nuestra elección: sin niños. Así es mejor.
Me siento... agraviado a varios niveles. ¿Con qué empiezo a reclamar?
―¡Oye! ¿Qué insinúas, tía?
―Y aún se cree, el muy necio, que puede objetar ―dama Átropos toma un hilo y lo corta. Trago saliva con dificultad: ni siquiera pestañeó al segar una vida―. Hay que ver el valor que le proporciona su imprudencia proverbial.
―A riesgo de cuestionar el actuar de nuestro hermano amadísimo, ¿no se está tardando demasiado en aleccionar a su retoño?
La voz de la dama Lákhesis suena dulce y melodiosa. Y amenazante.
¿Es posible que en estas condiciones sienta las manos frías?
―Señora... Señoras tías...
Ha apartado la mirada del lienzo para fijarla en mí. Ojalá no lo hiciera. Su mirada es más fría que la más gélida de tus tempestades, mi amor. Y su voz... Su voz es hermosa. Pero terrible.
Una sonrisa que parece el filo de una cuchilla se dibuja en sus labios finísimos.
―¿No te advertí, señor sobrino? ¿No te advertí que no lo forzaras? ¿No te advertí que usaras con prudencia tu legado?
»¿Qué ligereza de pensamiento te ha inducido a anularlo? ¿Sabes que confía en ti ciegamente? ¿Que antepondrá tu seguridad a la suya sin dudar? ¿Por un capricho pones esta mácula sobre el amor y la devoción que te tiene, que le tienes?
»Empeñó su palabra para ir y buscarte. ¿Cómo te atreves a despojarlo de la voluntad?
Pero... pero...
Estas mujeres no entienden nada.
No entienden cómo me siento...
―No ha sido un capricho. Lo amo. Más que a mí mismo. Y lo he extrañado a morir. Sólo... Sólo quería dormir con él...
Siento que hay lágrimas de frustración en mis ojos. No se han desbordado: me niego a llorar delante de ella otra vez. Pero allí está el llanto traicionero: lo siento, quemándome.
»Me lo quitaste. Me lo quitaste, señora. Después de las cosas horripilantes que ha tenido que sufrir. De las barbaridades que le hice padecer. Después de todo lo que pasamos para estar juntos.
»Me lo arrancaste así, de tajo, cuando por fin puedo dedicarme a amarlo con todo lo que soy. ¿Y esperas que me resigne? ¿Que lo deje ir así, sin más? ¡Él es mi vida!
―Y tú, la suya. Y aún así, más allá de ello, él es guardián de Gaia. Igual que tú. Que nosotras.
―¿Te atreverás, hijo de mi hermano, a poner en peligro a Ésa a la que debes la vida?
―¿Serás tan necio que malograrás el corazón de tu sýzygos? ¿Crees que se olvidará de esta trastada?
Quisiera decir que lo siento, por reventar, por finalmente vomitar lo que me he guardado.
Pero no es así.
Estoy cansado. Harto de que decidan por nosotros.
―¡No, no malograré el corazón de mi Keltos! ¿Cómo se te ocurre, señora tía, hermana de mi padre? ¡No hables de lo que no sabes! ¡No sabes lo que Camus y yo sentimos el uno por el otro!
―¿No lo sé, muchacho?
La voz de la señora Lákhesis es dulce, armoniosa. Pero su tono es chirriante.
Me eriza los vellos de los brazos.
Y hace que mi corazón estalle en esquirlas de furia.
―¡No, no lo sabes! ¡Ves el telar y tejes, hilas, bordas! ¡Pero el corazón de Keltos y el mío nos pertenecen! ¡No nos conoces! ¡Lo que ves es apenas la superficie de lo que hay!
Las tres callan. El sonido tenue de la labor de sus manos en El Telar es lo único que se escucha.
Aunque casi nulo, es un rumor constante. Dominante.
Como el del oleaje al mecerse. Como el de la brisa nocturna entre la hierba.
Como el girar constante de Gaia.
Parece insignificante. Pero está ahí.
Es el susurro que hacen la vida y la muerte mientras ocurren.
Proviene de las manos diligentes de mis tías. Y resuena en sus voces.
―Tienes razón. Es apenas la superficie. Y con ello me basta para entender que tú no entiendes. Te arriesgas y lo arriesgas. No te haces responsable de tus actos. Llevas actuando sin pensar cinco años. Ya es hora de que te detengas a reflexionar, ¿no te parece?
―¿Qué?
¿Cómo que cinco años?
Las sonrisas de las tres damas brotan. Son como flores en un yermo.
Inusuales.
Y por ello mismo, el aliento me zozobra con desasosiego.
―¿En verdad, crees que Camus de Acuario iba a sobrevivir? ―cuestionó la dama Klothó.
Oh, Diosa...
Qué frío se vuelve el aire de pronto. Qué difícil de respirar.
Keltos... ¿no ibas a sobrevivir?
―Su camino ya había sido alterado antes, por su perseguidora. Pero tú determinaste arrebatárselo ―deslizó la señora Lákhesis.
―Tú determinaste que debía vivir ―aseveró la dama Átropos.
El corazón se me estruja. Las vísceras se me revuelven con violencia.
Tú... mon coeur... agápi mou... ¿Ése era tu destino? ¿Morir miserablemente? ¿Ser el pasto de esa degenerada?
¿Yo hice que vivieras?
―No aceptaste su partida. Te aferraste a su existencia.
―Ahí, dejaste de ser observador. Despertaste. Te inmiscuiste.
―Desde el momento en que fuiste informado del alud. Aún antes de salir a buscarlo. Sabías que moriría. Que ya estaba perdido. Y te negaste a que su muerte fuera, a que ocurriera.
Las miro. A las tres. Y ellas me devuelven la mirada.
Hablan con absoluta seriedad.
Con la verdad en la mano. Literalmente.
―Impediste que el hilo fuera cortado ―deja caer, lapidaria, Átropos.
―Redirigiste su camino. Vislumbraste lo que su padre sería capaz de hacer por él.
―Y en un acto de amor desesperado, atormentado por el odio espurio que le demostraste, por el repudio injusto que le inferiste, lo ataste a ti. Te ataste a él. Para siempre ―asevera Klothó.
―¿No es hora, hijo de mi hermano, de que actúes con responsabilidad? ―desliza Lákhesis, con su mirada de infinito fijada en la mía―. Ya están atados. Y él ama esa atadura. ¿Por qué, además, has de forzarlo?
Guardo silencio. Uno tan profundo, que me permite escuchar los latidos de mi corazón. Ése que late desbocado mientras me encuentro dormido a tu lado en la cama, Keltos.
Yo, mon coeur. Yo te até a la vida. Yo até nuestras almas.
Yo abrí la brecha para que nuestra existencia se convirtiera en... esto...
Puse las condiciones para que sucediera. La muerte de tu padre. Tu reinado como Bóreas.
Y luego... me doy el lujo de disponer de ti y de tu voluntad. Como si fueras... una pertenencia más...
Qué duro es saber que he actuado, para variar, como siempre.
Con alevosía.
Pareciera que nunca aprenderé.
―Lo buscaré... Buscaré a mi chouchou para ofrecerle mis más sentidas disculpas.
―¿Cómo, señor sobrino? ―cuestiona la dama Lákhesis―. ¿Cómo ofrecerás a tu sýzygos disculpas verdaderas y creíbles?
Escucho el rechinido de mis propios dientes.
Oh, Diosa.
Verdaderas y creíbles... ¿Cómo...?
―Del único modo decente: reconociendo mi yerro y ofreciendo mejorar. No soy perfecto y nunca lo seré. Pero lo que siento por Camus, eso sí lo es. Y él lo sabe.
Las damas del Destino se quedan calladas. Me miran un instante que es a la par fugaz y eterno.
Me atraviesan. La carne y el espíritu.
Ven lo que no conozco de mí mismo.
Luego, vuelven los ojos a su misión. Esa que cumplen a cabalidad
La voz de Lákhesis suena entre las paredes de roca.
―Apresúrate a hacerlo, entonces.
Asiento con la cabeza.
―Lo haré enseguida.
Las tres sonríen con malicia.
―Primero has de ir con el amigo agraviado que te quiere bien. Para tranquilizarlo. Y tal vez puedas empezar a pedir disculpas en el proceso.
―Y a dejar de ser un zoquete.
―Estoy segura que como ésta, no la vuelves a hacer ―dice Lákhesis con sorna ―. Ya deja de comportarte como el mortal que fuiste. Eres hijo de dioses en ejercicio de tu legado. Compórtate a la altura.
Me atraganto con las palabras.
―¡Yo no soy un dios!
―¿Todavía te crees eso, señor sobrino? ―revira con una sonrisa irónica la dama de la vara.
Voy a responder una impertinencia.
Pero antes de que pueda hacerlo, siento como soy sacudido con furia y arrancado de la presencia de las damas.
Y ahora, ¿a quién he molestado?
Esa mañana, Shion tomaba anotaciones en su diario mientras bebía una taza de vigorizante té especiado.
Dohko, que se encontraba a su lado, le había puesto un manto de lana cruda sobre los hombros. La mañana había resultado más fría de lo habitual en esos días. Por la estancia de Camus, tal vez.
O tal vez no. Porque antes, cuando habían tenido a Camus por ahí, no se había alterado la temperatura.
―¿Qué te tiene tan pensativo, Dohko?
―Hace frío.
―Sí. Algo. Nada extraordinario para la mitad del otoño, ¿no crees?
Dohko frunció un poco el ceño, sin mucho convencimiento.
―Camus se lo ha tomado a pecho. Ha disfrutado tanto follarse al cabrón de Milo que se le descontroló la temperatura de puro gozo.
La risa sonora de Shion fue la respuesta a las palabras suspicaces de su pareja.
―Qué cruel eres con Camus. Por supuesto que no ha perdido la cordura por Milo. Hace frío y ya. No es descabellado que tengamos este clima encima en esta época del año.
―Ayer, a esta hora, ya estaba templado ―refutó Libra, de mal humor.
El viejo Aries sonrió con dulzura al compañero de su vida. Estiró la mano para acariciarle el cabello, y antes de retirarla, le alborotó un poco los mechones castaños. Dohko, divertido, le guiñó un ojo con coquetería.
―Deja en paz a los chicos. El clima no tiene nada qué ver con Camus. No hay nada de raro que en el cumpleaños de esos dos zoquetes tengamos frío encima.
Dohko lo miró serio. Una sonrisa displicente adornó su rostro investido de juvenil galanura.
―¿En serio? ¿Me explicas entonces por qué la estatua de Athena está nevada?
Las tikas del Patriarca se juntaron tanto, que bien parecían una sola.
―¿Ah?
Ambos hombres se levantaron de la mesa y salieron a la explanada del templo.
En efecto, la estatua de Athena estaba nevada.
Sólo la estatua.
―A ver, gran Patriarca. Explícame esto...
Shion permitió que sus dedos se perdieran entre su cabellera rubia. Se rascó la cabeza, sin darse cuenta de ello.
―Mmhmm. No, me declaro incapaz de ello.
El sonido de pasos alertó a Shion y Dohko de que no estaban solos. Unos momentos después, Athena y Poseidón los acompañaban.
Poseidón miró aquello y dejó que el fastidio dominara su rostro. Una mueca de desagrado le torció la boca y resopló un poco.
Athena, por otro lado...
Sonrió.
―¿Quién lo dijera? ¡Después de tanto tiempo!
―¿Después de tanto tiempo qué, cariño? ―preguntó Dohko a la Damita del Santuario.
―Mi vieja amiga. Vendrá de visita. Será bueno verla. No la he visto desde... ¿la guerra de las Galias?
―Anda, no te perderás de nada con ella. Es un grano en el culo...
Poseidón había dicho aquello con una voz tan malhumorada, que los veteranos del Santuario se volvieron a mirarlo, recelosos.
Athena, por su parte, lo miró con suspicacia, mientras una sonrisa torcida y maliciosa se le pintaba en el rostro.
―No será que aún tienes algún asunto pendiente con ella, ¿verdad, amorcito? *
Poseidón la miró con una expresión que mezclaba la furia y el ruego.
―¿Cómo puedes preguntar eso, mi amor? Eso... quedó muy atrás. Eones atrás. Y para ambos quedó claro que fue un error...
Athena se cruzó de brazos, sin perder la sonrisa oblicua.
―Claro, supongo que para algunos, los pañales son un error. Pero va, si tú lo dices, yo no tengo por qué dudarlo. ¿Cómo dice la canción? ¿Ya lo pasado, pasado?
La joven se detuvo ante la estatua, levantó los brazos, y al hacerlo, la nieve salió disparada al aire, pulverizada y dispersa. Un bonito arcoíris se perfiló encima de su templo.
Dió la espalda, satisfecha, y se encaminó al interior del recinto, con Shion y Dohko siguiéndola. Poseidón aún miró, cejijunto, aquel arco de colores que la luz y el agua habían formado, antes de decidirse a seguir a su prometida.
―Seguro que llegará en algunas horas. Nunca viene de inmediato. ¡Tengo tantos deseos de verla! Necesito que me cuente...
―¿Que te cuente qué, Dama? ―cuestionó Shion, genuinamente interesado.
―¡De Camus, por supuesto! ¿Con quién más lo enviarían las Moiras, si no con ella? ¡Shion! ¡Haz que preparen infusiones de cítricos y café especiado! ¡Y le gustan los pistachos! ¡Que preparen baklavas! ¡Y portokalopita! ¡Y loukoumades!
―Ahhh, claro, Dama. Se hará como pides.
La Damita, como a veces la llamaba Dohko, dio unos cuantos saltitos de alegría, que fueron contemplados por los ojos amorosos de los guerreros más curtidos del Santuario.
―¡Qué emoción! ¡Hace tanto que no comparto el té con mi amiga! A decir verdad, ¿he compartido el té con ella alguna vez? Me parece que sólo vino dulce...
―Sí, sí ―masculló Poseidón―. Compartir el té. Qué emoción. ¡Hurra!
La nena se le quedó viendo a su prometido con expresión cándida.
―¿Cómo dices, amor?
El joven revistió su rostro de la más firme ecuanimidad que encontró en su espíritu y del tono más amable que pudo otorgar a su voz.
―Nada, querida. Nada. ¿Puedo ayudarte en algo con tus preparativos?
La muchacha, toda alegría y revuelo festivo, se le acercó y lo tomó dulcemente de las manos.
―¡Sí! Sí puedes, ahora que lo dices. Procura no decir alguna... incoherencia.
Las palabras de la Damita se acompañaron de una sonrisita candorosa, un brillo ardiente en sus pupilas y una ligeramente exagerada fuerza al asir los dedos del prometido amado, quien pensó seriamente que estaba por sufrir una contractura muscular en el cuello por la tensión.
»Recuerda, amor mío: estás en mi casa. Y Khíone no es lo que se dice amable. Ni yo soy tolerante cuando se rompen las reglas de la cortesía en mi mesa.
Athena sonrió pletórica a su amado y le soltó las manos para acariciarle sutilmente la mejilla.
La caricia, por cierto, no le resultó para nada reconfortante al depositario de ella, quien tragó saliva.
La jovencita depositó un ósculo dulce, travieso, en los labios tersos de su gallardo acompañante.
Éste suspiró.
»Así me gusta. Que te portes bien.
Y con una sonrisa radiante, se retiró a sus estancias privadas.
Shion y Dohko miraron a Poseidón con una expresión que fluctuaba entre la burla y la compasión. Éste se acomodó la corbata, mientras carraspeaba ruidosamente.
―Caballeros...
―Señor Poseidón ―contestó Shion, con exquisita cortesía.
―Quiero que sepa, Señor Prometido, que tengo antiácidos en mi templo ―dijo Dohko, con maldad en la voz―. Por si los necesita.
Poseidón lo miró amenazante. Shion tomó a Dohko de la mano y dedicó al Señor de los Mares una mirada letal.
―Gracias por la gentileza ―una sonrisa irónica afloró en la boca del dios de los mares―. Será mejor que los tengas a mano, Señor Cinco Picos. Porque, a no dudarlo, los necesitaremos los tres. Nunca han convivido con la Dama Khíone, ¿verdad? Pues los prevengo. Su señor padre... era un pan en comparación con ella.
Y, tras reunir la dignidad que le quedaba, se fue en pos de su amada.
Libra suspiró y se soltó, suavemente, del agarre firme de la mano de Shion.
―Bueno. Voy por los antiácidos. El tipo es desagradable como aceite de bacalao, pero hasta ahora, nunca nos ha amenazado en vano. **
Desde que llegaste a mi existencia, chouchou, he experimentado el frío en distintos grados e intensidades.
Estoy convencido de que tu dominio del agua y del hielo no sólo se debe a tu pericia natural, sino a que, aunque siempre lo hayas negado, tus afectos potencian tu habilidad.
Tengo la seguridad absoluta de que ahora mismo, tus emociones están gobernando tu poder.
Pues, de otro modo, ¡no hay explicación para el frío del carajo que hace aquí!
Y además, estamos de un humor horroroso.
―¡A ver, insecto cabrón! ¡Bicho rastrero! ¡Que te tenga algún aprecio y que seas hijo de tu padre no me obliga a soportar esto!
El suelo sobre el que permanecemos de pie está congelado.
No escarchado. No adornado con una bonita pátina de nieve.
Congelado.
Con estalagmitas de hielo surgiendo peligrosamente de él.
Trago saliva y me preparo para encarar a mi airado anfitrión.
―¿De qué demonios hablas, Hypnos?
―¿Cómo que de qué? ―me ladra más que me grita―. ¿Además de cabrón, eres ciego?
¡Ah, esto me trae recuerdos tan desagradables de la Guerra Santa!
Hypnos, que tan simpático ha sido en los últimos tiempos... Tan entrañable, mi verdadera figura de contención, está hecho un energúmeno.
Ha estado zarandeándome de los hombros desde que, de pronto, me encontré en sus dominios.
¡Qué cosas! Un momento estás en el antro de tus tías metomentodo y al siguiente, en el jardín nocturno de tu presunto nuevo tío favorito...
¡Pero qué cabreado está!
»¡Explícame, desgraciado! ¡Explícame y que sea ya! ¿Por qué tengo al salvaje de tu marido en mi reino, desnudo y convertido en Tifón?
»¿Por qué no deja de vociferar que me congelará las bolas si no te traigo con él para que te las congele en mi lugar? ¿Qué carajo le hiciste?
Lo confieso: la expectativa de mis atributos criogenizados, chouchou... me acojona. Mucho.
Respira profundo, Milo, y encara la situación.
―Yo... yo... ¡No le he hecho nada! ¡Es un malentendido!
Hypnos me mira como si quisiera incinerarme la piel. Tal vez pueda hacerlo, ahora que lo pienso.
―¡Eso quisieras, cabrón! ―vocifera mientras me clava los dedos en los brazos―. ¡Los vientos son todos muy temperamentales, y Bóreas todavía más! ¡Pero no se enfurecen así por malentendidos! ¿Qué carajo le hiciste?
Entonces, te haces escuchar.
―Milo ! Scorpion crétin ! Fils de chienne ! Où es-tu, connard ? (2)
Tanto Hypnos como yo nos quedamos de piedra, escuchando la sarta de groserías que brota, como cadenciosa melodía, de tus labios apetitosos, mon coeur.
Con tu pinta de caballero, de príncipe encantador, agápi mou... nadie te cree capaz de decir tantas barbaridades.
Yo, que te conozco mejor que nadie, no dejo de sorprenderme cuando revientas de esta manera.
Hypnos me clava una mirada tan profunda, que podría hundirme en ella. Y me parece que no saldría a flote jamás...
―Milo... Ese psicópata está bien encabronado... ¡Y no será por nada! ¡Algo le hiciste! ¡Deja de fingir demencia y arregla lo que rompiste! ¡Lo quiero fuera de mi reino! ¡Quiero mi jardín intacto! ¡Ya!
O sea... ¿ya?
―Ay... ¿Justo ahora? ¿En este momento? Déjame pensar en un modo seguro de acercarme, ¿quieres?
―Milooooooooo ! Crétiiiiin !
Sé que, aunque es un dios poderoso y tiene sus técnicas de batalla, Hypnos no da la imagen de ser violento. Sin embargo, la manera en que me estruja los hombros me da a entender que no lo conozco ni un poquito.
―Vas ahora mismo por tu pie o te entrego encadenado a ese maniático. Decídete, cabrón ―gruñe Hypnos entre dientes.
Y me suelta.
Su mirada es tan abrasiva... que me conmina a buscarte.
La verdad, es que tampoco tengo qué buscar demasiado. Si bien la cueva y el jardín de Hypnos ya no están a la vista, no me parece que haya andado demasiado hasta dar contigo.
Pero tengo la impresión de que, en el reino de mi estimable tío, todo es relativo.
Al final, llego a ti.
Aquí estás, mi amor.
Aquí estás, todo tú, en toda tu gloria.
En la plenitud de tu verdadero esplendor.
Más alto que Aldebarán.
Todo músculo y poder.
Tu cabellera, larguísima y blanca como la nieve, ondea como si el viento se generara entre sus filamentos. Los mechones se retuercen, como serpientes furiosas.
Tus cejas, tan expresivas como siempre, están fruncidas en un gesto que no puedo sino identificar como iracundo.
Y tu desnudez, gloriosa y altiva, de escultura antigua... está poblada por doquier de cristales de hielo.
Eres tan hermoso.
Tan desmesurado que...
No quisiera tener que acercarme.
¿Es así como te ve el resto del mundo?
―Ho... hola, mon coeur... Me ha dicho Hypnos que me buscas.
La mirada que fijas sobre mí no te la merecí ni cuando... Ni en el punto más bajo y triste de nuestra relación.
Chouchou...
Tuerces la boca con una sonrisa áspera. Atroz.
Hablas, y tu voz lleva un dejo del furor del viento.
―Coucou, mon soleil. ¿Has dormido bien? ¿Has descansado a la medida de tu derecho? ¿Tu orgullo de esposo abandonado ha sido resarcido?
Oh, carajo. En serio estás cabreado.
»¿Ha sido divertido, entretenido, estimulante tenerme en nuestro lecho reducido a un guiñapo? ¿Sin fuerza y sin voluntad? ¡Apuesto a que ha sido más jocoso que un espectáculo de payasos! ¿Verdad?
Basta, amor. Estás siendo cruel...
Y ahora sé que estás al tanto de mis pensamientos, porque tus cejas se elevan con una expresión mordaz.
»Oh ! Alors, est-ce que je te parais cruelle ? Cruel, ¿cómo qué? ¿Como enemigo en el campo de batalla? ¿Como dios despiadado? ¿Como asesino impenitente? ¿Como esposo que toma ventaja de la confianza de su cónyuge? (3)
Conforme has ido vomitando las palabras, el enojo, el frío se vuelve más intenso... y tu estatura crece, así como el revolotear de tus cabellos y la cólera en tus ojos.
No.
Nadie más que yo te ha visto así.
Hundo los hombros sin remedio. Y sin remedio, los ojos me escuecen.
―Lo siento. Lo siento de verdad. Yo sólo quería...
Argghhh. ¡No quiero llorar!
¡Pero se me derrama una lágrima! ¡Qué patético!
Frenético, me ocupo en restregar la humedad de mis ojos antes de que se congele.
Me niego a que creas que trato de conmoverte. A insultarte con la simple sospecha de un chantaje que no es tal.
No quiero que te avergüences de mí. Soportaré que te enojes, pero no que te avergüences.
―Milo...
―¿Qué quieres que te diga? ¡No puedo dormir en las noches porque te extraño un montón! ¡Te extraño un montón! ¿Qué hago? ¿Te miento al respecto? Si legítimamente pudiera encadenarte a mí para que no te vayas, lo haría...
―Milo, mon soleil...
Como ya empecé a sacar lo que me pesa, ahora las palabras corren como aluvión.
No. No quiero poner este peso sobre ti. Pero es la verdad. No puedo ni deseo soportar tu ausencia.
―¡No quiero que te vayas! ¡He tratado cada noche de hablar contigo con mi mente y no puedo!
―Lo sé. Yo también lo he intentado... J'ai aussi essayé de le faire... sans succès... (4)
Siento tus dedos fríos trazando la línea de mi mentón. Presionas un poco, para obligarme a levantar la mirada.
Pero no puedo verte. ¡No quiero!
Me da vergüenza...
»Milo... Regarde-moi s'il-te-plaît... (5)
¡Que no!
―¿Para qué? ¡Ya sé que me quieres sacar la piel a tiras!
Te escucho una exhalación que es más resoplido que suspiro.
De acuerdo. Te miro.
Ya no eres el gigantón de miedo. Eres tú, otra vez. Aunque tus ojos aún lucen peligrosos.
Y tristes.
"Mais non... No... No es así... No quiero algo tan catastrófico como desollarte... Quiero darte de azotes... Pero alguien me ha insinuado que quizás no percibas eso como castigo..."
¿Castigarme? ¿Tú? ¿A mí?
¡No te pases, cabrón!
―¡Ni creas que me quedaré apacible, esperando a que me des una paliza! ―te grito, fúrico―. ¡Ya sé que la cagué, pero no voy a quedarme tranquilo esperando a que... a que...
Aunque no recobras las alturas, el cabello te revolotea como si fueras en un carro de montaña rusa.
―¿A que tome ventaja de ti? ¡Me mandaste a dormir! ¡A mí! ¿Cuándo he usado mis habilidades contra ti, más que en entrenamiento? ¡Y no llevaba encima las decisiones de mon père! ¡Eres un cabrón, un zoquete!
¡Claro! ¡Lo dices como si no lo supiera!
―¡Sí! ¡Pero soy tu cabrón y tu zoquete!
Te veo agriar el gesto. Todavía más.
―¿Eso es...? ¿Eso es lo mejor que puedes argumentar? ¿En serio?
Me quedo callado. Y siento correr las lágrimas, de ira y de vergüenza, por mis mejillas.
―Sí. Eso es lo mejor. Soy un zoquete. Y un cabrón. Mis tías me lo han dicho hasta que se cansaron. Hypnos también: él sí que quiere arrancarme la piel porque le has congelado el jardín.
Te veo fruncir el ceño. El enojo de Hypnos no parece importarte demasiado. Yo me limpio la cara, furioso, con ganas de darme de bofetones.
»Y yo... Ya me había resignado a verte hasta diciembre... Y a no dormir más que a ratos. Lo he intentado, de veras. Pero no puedo recobrar la tranquilidad. ¡Me haces falta!
Te cruzas de brazos. Resoplas y apartas un poco la mirada. Te veo mascullar, molesto.
»¿Crees que me gusta que todos sepan que soy un ridículo que necesita dormir entre tus sábanas para sentirte cerca? ¿Que todos sepan que la poca tranquilidad que tengo la consigo con tu aroma en la cama? Es... ¡Es tonto! ¡Aiolia dice que parezco cachorro! ¡Y es cierto! ¡Y no me gusta sentirme así!
»Así que, esta noche... ha sido de ensueño, ¿entiendes? Ha sido... una de las mejores noches de mi vida. Y si va a terminarse, al menos que sea de la manera más natural posible para ambos. Quiero que duermas conmigo. ¡Quiero que duermas conmigo...! ¡Quiero que compartamos el descanso!
»Como antes de que esta locura se cerniera sobre nosotros... Sólo quiero dormir contigo, chouchou. Sólo eso... ¡Y que me folles! ¡Que me folles tan duro que se me pare solo de recordarlo cuando ya no estés!
Trabo los ojos contigo. Estás muy... ¿intranquilo?
»Lo siento, ¿de acuerdo? Lo siento, de verdad. No puedo... No puedo borrar lo que hice. Pero puedo prometerte no hacerlo de nuevo. Puedo prometerte que no volveré a abusar de mi posición y mi legado.
Distiendes un poco el gesto. Sueltas el aire, con fastidio.
Y de inmediato, el ambiente se torna menos frío. El hielo en el suelo empieza a desaparecer.
No quiero darlo por hecho, pero... ¿ya me perdonaste?
Tu respuesta me llega rápido, como una ráfaga.
Me tomas de la nuca y me estampas un beso muy, muy agresivo. Doloroso.
Mis labios quedan un poco entumecidos por el frío que desprenden los tuyos.
Diría que me cabrea que actúes así. Pero la verdad es que me calientas de inmediato.
―Acepto tus disculpas. Pero tienes que sacarme de aquí, ¡de inmediato! ¡Y es en serio, voy a darte de azotes! ¡Hasta que las nalgas se te pongan color camarón!
¡No, mon coeur! ¿Cómo se te ocurre levantar expectativas tan altas?
Tan pronto como lo dices yo ya estoy... listo...
Me conozco. Sé que te estoy mirando con anticipación.
Y tú enrojeces. Como siempre.
¿Te he dicho que me encanta que te sonrojes?
»¡Ya sé! ¡Ya sé que te gusta verme sonrojado! Connard ! Pero aunque la sola idea haga que se te ponga tiesa, ¡sábetelo! ¡Pienso darte una colosal follada de escarmiento por esta afrenta!
Se me seca la garganta.
Colosal es una palabra que te describe a la perfección, chouchou.
―¿De verdad? ¿Una follada colosal? ¿Y vas a...? ¿Vas a... atarme... azotarme... forzarme...?
Ahora eres tú el que traga saliva. Abres los ojos como platos.
¿Estás asustado?
―¿Eso...? ¿Eso quieres...? ¿Que te obligue?
Respiro profundo antes de hablar.
―No me harás daño, ¿verdad?
Me miras de arriba a abajo, nervioso.
―Por supuesto que no... ¿Cómo crees que me atrevería a hacerte daño? Quiero decir... daño de verdad... Pero... Pero... ¡Ay, está bien! ¡No te azotaré!
¿Qué, qué?
―¡Óyeme, no! ¡No levantes expectativas para luego retirarlas! ¡Quiero mis azotes! ¡Bien puestos! ¡En cuanto despertemos...! ¿Por favor?
Te rascas la cabeza, indeciso.
»Chouchou, mira que estás desnudo y bien que se te nota que te calienta la idea de darme... y no besos. Tenemos una fusta, ¿te acuerdas? ***
Me miras, airado.
―No necesito fusta. Para eso tengo manos...
Basta.
A casa.
A-ho-ra.
―Vamos a casa. Y... me castigas.
Te abrazo. Fuerte y desesperado. Tú correspondes el gesto.
Tus manos acariciando mi cabello y mi espalda son una bendición.
―Pues va. A casa. Pero ya. Antes de que Sestra vaya a buscarme...
¡Ah, no! ¡Hasta aquí llegamos!
―¿Así se llama tu puta maestra? ¿Sestra? ¡A Sestra me la voy a cargar ahora mismo! ¡Hija de perra! ¡No te la has sacado de la cabeza en toda la puta visita! ¡La voy a arrastrar de los cabellos por todo el puto Santuario!
Lo siguiente que veo son mis manos engarfiadas en la sábana, retorciéndola como si fuera el cuello imaginario de tu maestra imaginaria, esa a quien no tengo el disgusto de conocer todavía.
El día ya está bastante avanzado. Busco con la vista el viejo reloj despertador. La alarma no le funciona, supongo que de tantas ocasiones en que la anulé a manotazos.
Pero da la hora a la perfección.
Son las 11:57 am.
Me rasco la cabeza. Te busco con una mano.
Estás tan plácidamente dormido. Tu expresión es serena. No como la que me mostraste en el reino de Hypnos.
Te acaricio el cabello, los labios, te perfilo la nariz...
»Bueno, chouchou. Ahora, a esperar a la grandísima puta de tu maestra. Para ponerla en su lugar. Iré a vestirme.
Pero muy apenas consigo ponerme el bóxer antes de que empiece a arrojar vaho por la boca.
―Gran puta es algo que me describe a la perfección. Y en serio, ¿tú pretendes ponerme en mi lugar? ¿Tú y cuántos? Rebenok muy apenas puede contenerme...
Primero miro el reloj. No he olvidado que dijiste que teníamos hasta mediodía para estar juntos. Son las 12:01 pm.
Luego giro muy, muy despacio, para encontrarme con la fuente de esa voz.
Que es muy bonita.
Pero promete mucho, mucho dolor.
La mujer más hermosa que he visto en mi vida está al pie de nuestra cama.
Alta, perfecta, bellísima.
Su cabello es un poema: parece una lluvia de nieve que cae.
Desnuda y despampanante, como estatua de Afrodita.
¿Has pasado los últimos nueve días desnudo, con esta... diosa de la perfección femenina?
―En serio, Keltos... Te voy a dar, y no besos ―gruño, iracundo, al contemplar la magnificencia de mi rival. ***
―Está claro ―replica con humor tormentoso la maldita tipa― que le has dado de todo, menos besos. Dime que al menos fue él quien te cepilló. Que tú le diste el culo. ¡No me lo imagino haciéndote de pasiva! ¡Aunque ya veo que seguro fue así, con lo tranquilo que está el idiota!
Un temblor que nace de mis entrañas reverbera en mis huesos. En mi respiración, que se entrecorta.
Quiero matarla.
―¿No te lo imaginas? ¿Cómo te lo imaginas, grandísima cabrona? ¿Cómo lo has tenido para ti todos estos días, putísima? ¡¿De qué maneras lo has disfrutado?!
―¿Qué? ―y pone cara de asco―. ¿Yo, con él? ¡Estás enfermo, pervertido!
Da un paso amenazante hacia mí. Yo me pongo en posición de combate. Mi Aguja Escarlata sale de su escondite, lista para atacar.
Y entonces, veo.
Veo con claridad.
Ella... Tiene cejas idénticas a las tuyas.
―Oh, carajo. Carajo, carajo, carajo...
Un paso más. El piso se congela.
Trago saliva.
Entiendo, ahora sí, tus recelos.
Y finalmente, hago lo que debí hacer desde el principio.
―Camus. Despierta. Ya.
Aclaraciones
¡Hola a tod@s! Bienvenidos a la cuarta actualización de Todo de mí. Gracias por continuar atent@s a la publicación.
En esta ocasión tenemos el punto de vista de... pues de mucha gente, y espero que no haya resutado ni caótico ni aburrido.
Tengo la inquietud atorada de que este fic es algo distinto de los que lo anteceden: todavía no se ha muerto nadie ni han sucedido tragedias griegas. Les aseguro que todo lo que está sucediendo ahora tiene su razón de ser, por muy soso que de pronto pueda parecer. Pero bueno: yo advertí desde el principio que el tono de este cuento sería diferente y que estamos en una parte del arco argumental que sirve como puente.
Y bueno, con todo, supongo que a ratos conserva la solemnidad. Si no, pregúntenle a las tías de Milito.
Una vez que he descargado mi conciencia, paso a las aclaraciones.
Primero, como de costumbre, las que vienen de manera continua y son más fáciles de interpretar:
Sestra, Rebenok: hermana, niño, en ruso.
Sýzygos, agápi mou: esposo, amado mío, en griego.
Chouchou, mon coeur, mon soleil: amorcito, corazón mío, sol mío, en francés.
Crétin, connard: cretino, cabrón.
Coucou: hola (muy informal), en francés.
Y algunas otras cosas que de seguro se me están pasando. En fin.
Ahora, las más complejas:
1. Η γκόμενα του Άδη (I nkómena tou Ádi, griego). El polluelo de Hades. Con el objetivo de tejer un lazo fuerte y coherente entre Hades y Athena, me tomé la libertad (en el fic anterior, No habrá paz) de crear un nombre cariñoso con el que Hades se refiere a su sobrina. Pero no está correctamente pronunciado. La explicación de ello la encontrarán dentro de un par de capítulos.
1. Η αγαπημένη του Ποσειδώνα (I agapiméni tou Poseidóna, griego): La amada de Poseidón.
2. Milo ! Scorpion crétin ! Fils de chienne ! Où es-tu, connard ? (francés): ¡Milo! ¡Escorpión cretino! ¡Hijo de perra! ¿Dónde estás, cabrón?
3. Oh ! Alors, est-ce que je te parais cruelle ? (francés): ¡Ah! ¿Es que te parezco cruel entonces?
4. J'ai aussi essayé de le faire... sans succès (francés): También yo lo he intentado... sin éxito.
5. Milo... Regarde-moi s'il-te-plaît (francés): Milo... Mírame, por favor.
*En la mitología griega, se reconoce un "amorío" entre Poseidón y Khíone, del cual hubo una consecuencia... ¡digo!, un hijo: Eumolpo. Es a este episodio al que hace alusión Athena y del que a Poseidón le gustaría poder recusarse.
**Si alguien no conoce el sabor del aceite de bacalao, lo invito a probar la emulsión de Scott...
***Dar y no besos ™ Chantry-Sama
Y pues ya.
El crédito de la imagen de portada es para su fantástic@ artista, quien quiera que sea.
Y a ustedes, les agradezco la bondad de su tiempo de lectura, comentarios, observaciones, votos y complicidad.
Ya saben: el amor tiene vuelta. Abrazos y muchos besos.
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