PRIMER SEMESTRE Capítulo 1. Sol
Desperté y morí.
No hubo advertencia.
Llamaron con un sutil golpe. Abrí la puerta y detrás estaba ella, quien me miró y dijo:
—Tienes una llamada, es importante.
Nunca comprendí por qué mi sueño no me advirtió.
Fue en un día jueves. Debieron ser cerca de las seis de la mañana, el pasillo permanecía en silencio con excepción de su habitación, justo al lado de la mía. En realidad no la conocía mucho, sabía su nombre, sabía que tenia novio y sabía que era su último semestre. En los recientes días, a primera hora, había estado escuchando ópera mientras trabajaba en su tesis, algo de Derecho o Ciencias políticas. Cerré la puerta y me encontré de frente con mi cama, deshecha y mi closet, abierto. Otras cosas también estaban deshechas. Permanecí de pie durante un tiempo y eso es lo único que recuerdo. Después, a como me indicaron, busqué el primer taxi que me llevara a la Ciudad de México. La hora; seis veinticinco, me hizo mirar hacia la ventana, ver el pasado irse y durante todo el viaje, lloré por ya saber lo que ocurría.
Pronto, me faltaría el aire.
Cuatro días después, un domingo, regresé al campus. Lluvia ligera y niebla me recibieron como si el clima lo supiese todo. No había sido mi decisión, pero tampoco me opuse. Pensé que en el sueño en el que me encontraba no me era posible decidir, como cientos de irrealidades que se convierten en pesadillas, como sucedió en la mañana del día después, cuando recé para despertar y no lo hice. No había nadie en la suite, el silencio fue lo primero que agradecí entre ese tiempo que no tenía nada que agradecer. Sin quitarme los zapatos ni el abrigo, me acosté en la cama y cerré los ojos. No sé cuántos días pasaron, espero que hayan sido muchos. Sellé mis párpados deseando no volverlos abrir nunca más y si por algún segundo lo hacía, ansiaba que el motivo fuera el despertar de aquella pesadilla. Pero, en cada intento y deseo, volvía el dolor. A veces, sobre todo cuando estaba entre la oscuridad, miraba hacia la ventana, imaginando que el tiempo se había detenido. La pantalla de mi celular; demasiadas llamadas perdidas, mensajes sin leer. Había tanto perdido. Y regresé a cerrar los ojos, volví a querer soñar que no estaba ahí. Yo no estaba ahí. Me desperté con el sonido alegre de una reunión en el comedor, parecían ser pasadas del medio día. Miré de nuevo la pantalla de mi celular y el primer mensaje que hacía la aclaración: no. Yo, aún no había abandonado este mundo: ¿Dónde estás?, tenemos que terminar el trabajo. Voy a estar en Negocios a las diez. Dejé el celular chocar contra el buró y volví a cerrar los ojos, deseando, esperando, dejándome ir. Cuando por fin decidí hacerlo, fui a la escuela de Negocios.
—Hola— traté de ser amable y sin sentido.
Habló tanto que no recuerdo lo que dijo, solo sabía que estaba molesta. Ella sabía que el discutir conmigo no iba a llevar a nada, no debíamos perder tiempo. Me puso a teclear, transcribiendo las conclusiones que ella ya había sacado. Yo, ni me disculpé ni me excusé, sabía lo que había hecho, ¿sabía ella lo que había hecho? Después de algunas horas, su celular sonó y hasta "ella" en la que me aferraba, se vino abajo con una sola palabra;
—Hola, papi.
—Sí, papi.
—Sí, yo creo que llego para cenar, ya le avisé a mamá.
—Sí, papi. Ya casi terminamos, todo bien.
—Yo también te amo, papi.
—Besos, bye.
Después, "ella" lo manejo todo. No recuerdo seguir tecleando, no recuerdo haberme despedido, no recuerdo haber llegado a mi cuarto. Ni el cruzar la calle, el ruido de los aspersores, los azotes de puertas. Solo recuerdo el techo y la pared helada pegada a mi cama y mi frente contra ella.
Un día, que parecía inofensivo, decidí asistir a todas mis clases como si fuese posible resetear mi cerebro. Aún había tiempo para regularizarme y tomar los exámenes de los profesores que, a mi parecer, no sabían nada. Empatía, dije. Eso no existe. Solo uno lo supo, lo entendió y me colocó la calificación sin prueba, sin proyecto, sin preguntar nada. Asumí que conocía del dolor. El resto no tenían ni idea, aunque se les informó, aunque ya fuesen adultos, se suponía que eran maduros, profesionales, idiotas. No sabían o no querían saber, nadie quiere saber. Una tarde, decidí pasar por el comedor aunque no comería nada, solo una manzana roja aguardaba por mí en uno de los estantes; la tomé, la pagué y la guardé en mi mochila, la manzana sabía que debía comer y quizás, en un tiempo no muy lejano lo haría, pero no por el momento. Esa fue una etapa que yo pude controlar, el resto "ella" lo seguía haciendo; a veces despertaba en el Jardín de las Rosas o en una banca, entre conversaciones animadas, personas caminando o saliendo del campus, con frio en la espalda. A veces, "ella" me dejaba y despertaba tropezando hombros, tirando mis libros y cayendo de manera torpe por las escaleras. Una de esas veces, desperté frente a un fichero informativo de la universidad, que entre anuncios para rentar, compartir cuartos y departamentos, asesorías de materias, invitación a festivales culturales y convocatorias de deportes, en su esquina superior izquierda, estaba una imagen de lo que parecía ser una pintura:
Una niña sentada en la calle, un globo rojo que apenas sostenía y una pared de ladrido blanca de fondo con la leyenda Non future.
Parecía ser una fotografía a una pared, un arte de un grafiti. Me resultaba familiar pero no logré identificarla. El cerebro no entiende que es probable que se detenga, si el corazón así lo desea. Volví a la suite con el mal en el pensamiento, la misma clara intención de perderme y no volver a despertar. Ahora sí pondría de mi parte. Si uno lo deseaba profundamente, podría terminar lográndolo, ¿cierto? Mi roomie Camila, me dijo con sorpresa de verme aún viva:
—Después hablamos- ese después nunca llegó, mentirosa, pensé.
Iba hacer un fin de semana largo, el golpeteo de las ruedas de las maletas contra las losetas anunciaba su llegada; el entusiasmo de volver a casa antes de navidad. Decidí quedarme para ponerme al corriente, casi acababa el semestre y aun necesitaba estudiar, o eso le dije a mamá, ella lo entendió o quizás, también quería estar sola. La última vez que hablamos me sorprendió que no hiciera un comentario sobre la extraña desaparición de un estudiante de primer semestre. Inmediatamente asumí dos cosas; una, que no se había enterado y dos, que en realidad no estaba preocupada por mi, en su mente ya no entraba ni la más mínima realidad. Sospeché que fue la primera opción. Hice mis cálculos de cuántas maletas y despidos rodaron por el pasillo, esperé a que se sumaran doce, el número de habitaciones de la suite, y solo así, decidí abandonar mi habitación. Estar alrededor de mucha gente me recordaba lo débil que parecía, lo frágil que me sentía, lo transparente que permanecía. El golpeteo inexistente de la lavadora y la secadora me lo confirmaron, estaba sola. Sutilmente agradecí el silencio, solo de esa forma sabía que nadie me escucharía llorar, de esa forma podía perderme en la oscuridad, dejarme ir y de una vez por todas, por fin, lograrlo. Esa vez me quité los tenis y cerré los ojos con gran voluntad. Esperaba poder soñar que no estaba ahí, otra vez.
Un golpe en seco.
Según mi reloj despertador, eran las cuatro cuarenta y cuatro de la mañana.
En un raro segundo creí, que el sonido de aquel golpe había sido parte de mi sueño y que esa era la razón por lo que había despertado de lo más profundo; extrañamente un sueño que nunca recordé. Algo más me hizo abrir la ventana, el patio central estaba desierto, solo los postes de luz titilaban dejando ver su antigüedad e insectos. Escarcha se aferró a mi cabello. No había conversaciones dispersas, había algunas habitaciones iluminadas en los edificios de en frente; una chica en su computadora, otra en la cama platicando por teléfono, una habitación sin nadie adentro. Giré mi cabeza hacia la izquierda, de todas las ventanas de la suite, la última estaba abierta. Se trataba de la habitación contraria a la mía, la del final del pasillo derecho. Desolado, con tonos semi oscuros y el piso hecho hielo, atravesé la entrada notando que la puerta principal estaba abierta, el sonido del viento corriendo por las escaleras la mecía. Existí por el umbral como si no existiera entre el aire pesado, sabiendo que no había nadie en todo el piso, en el edificio, por lo menos, no muy cerca. La ausencia de vida me tranquilizaba.
El cuarto 12, el último con vista al patio central. Su puerta estaba abierta.
Mis ojos no tuvieron obstáculos; la ventana abierta, la cama hecha, la computadora en el escritorio, encendida. El espacio vacío, las cortinas bailaban.
Un grito ahogado.
Asomé mi cabeza por la ventana y hubo otro grito.
Una muñeca tirada en una cama blanca, nunca volvió a despertar.
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