Capítulo 9. Todas, las que fueron
Las raíces de nuestra oscuridad están hechas de hueso. Su ventaja es que suele resplandecer durante los primeros años, cuando nadie lo cree posible y si hay algo malo, se culpa a los padres, a las películas o al internet. Sí, los niños se adaptan; aprenden a mentir, a torturar, a odiar. Él, el peor de todos, mordía las paredes y se golpeaba la cabeza contra el suelo cada vez que no obtenía lo que quería. No fue considerado un niño inteligente, los niños inteligentes ríen, juegan, hablan hasta por los codos haciendo preguntas inocentes pero válidas cómo ¿por qué el cielo es azul? O ¿por qué el sol es amarillo? Él sabía que había algo diferente en él, pero siempre pensó que los demás estaban equivocados con sus ideas, con sus principios. Cuando le preguntaron si estaba triste por su perro muerto, él respondió —No. No siento nada— Él dijo la verdad. Su hermano mayor, era una estrella con un prometedor futuro, su hermana menor, hacía todo lo posible para ganar el cariño y admiración que sus padres no evidenciaban, pero él no. No era para él ese cariño, esa admiración, ese amor. No lo necesitaba. Una vez supo como se podía romper un hueso, se lo rompió a una compañera de clase después de arrojarle una maceta desde el segundo piso de la escuela. En una primera prueba, su madre, se salvó por moverse de lugar de manera repentina, una falla en el cálculo, a veces pasaba. Él, podría haber fingido todo el tiempo, pero el odio que sentía hacia su madre no le dejaba pensar en otra cosa más que en seguirla detestando. Cualquier niña que se pareciera a ella, cualquier niña que dijera una palabra como ella, cualquier niña que lo rechazara como su madre lo rechazó, tendría su castigo. Hasta que un día, los nuevos vecinos presentaron a su hermosa niña pequeña, era casi un bebé. Sería la compañera de juegos de su hermana y cuando ellas estuvieran dormidas, él podrá examinar, los huesos y jugar. Un día, la encontraron adentro de la lavadora. Sin encender, claro está.
Entre el 14 de febrero y antes del inicio de primavera, Merkel y yo viajamos hacia el sur. Es desconcertante que no sepa la fecha exacta, pero muchas cosas de ese viaje no las sé. El sol se mantuvo en lo alto durante casi todo el trayecto, podía ver el resplandeciente tono gris del Mustang como una fina capa de porcelana. Hubiese jurado, solo por las apariencias, que un auto así sería una elección predilecta de alguien como Noether. Pero no, era de Merkel y a ella, le gustaba la velocidad, oír los cambios en la caja de motor, sin bajar los cristales, sin despeinarse. Saber que ella conducía y que, tenía el control. Hasta el día de hoy me cuesta trabajo creer que acepté con toda claridad viajar más de cinco horas por carretera en manos de una persona inestable, o un poco loca, como la definirían algunos, pero ese era el menor de mis problemas. A Alex se me ocurrió decirle que había ido a casa. A mi mamá le dije que me había quedado a estudiar. Traté de no evidenciar miedo cuando las curvas eran cada vez más estrechas y la luz del día se escondía a ratos detrás de las montañas. Así, de una manera extraña, como si fuéramos dos grandes amigas que visitarían la casa familiar de una, en ese viaje, Merkel y yo compartimos más que secretos. Era evidente que estaba aterrada, aun así quería estar a su lado.
—Es divertido— me advirtió y siguió haciéndolo por un buen rato —hasta podría decir que, soy tu pequeña hermanita.
El volcán y las montañas dejaron sus faldas de nieve por vistosas cumbres verdes y la humedad latente se empezó a sentir. Al fondo, el mar infinito, en ese azul que solo logra regalarte el Golfo. Justo antes de llegar a nuestro destino, nos detuvimos en una gasolinera..
—¿Coca-Cola antes de desayunar?
—¿Tabaco como desayuno?— Merkel soltó su típica sonrisa. Con esas pequeñas cosas, yo creía que, estaba empezando a agradarle. No hablaba mucho, pero a esas alturas ya sabía qué personas como ella, agradecían los silencios cómodos, aun si yo me estuviera muriendo por dentro por saber si quería que le hablara de algo o no, me mantuve como tumba. Hasta que asalté con tontas preguntas:
—¿Una fiesta de cumpleaños?
—No. Es una invitación de boda, aunque sin novia— mi silencio pareció hacer obvio el desencanto a su típico sarcasmo.
—Claro que es un cumpleaños, ¿no es genial?
—¿Y cómo pretendes hacerlo?
—No prestaste atención en la reunión pasada, ¿cierto?
—Se del método, pero un cumpleaños significa mucha gente y mucha gente significa...
—Camuflaje.
—Es muy...
—¿Arriesgado? Así lo quisiste, ¿no es cierto?. Te dejé el más fácil y terminaste sintiéndote mal por un niño de cinco años...
—¡Yo no me...!
—¡Lindo auto!
Ella no respondió, yo sonreí, por educación. Si bien tampoco me gustaba que la gente se metiera en conversaciones que no eran suyas, interrumpiera temas importantes y hablará con desconocidos; podrían acabar muertos, pensé, ¿qué acaso no piensan en esa posibilidad? Era claro que, siendo mujeres, no era una alternativa viable. Tontos, empezaba a desarrollarse en mí, una nueva ironía.
—¿Van hacia la costa?
——¡Sí!, supongo que tú también.
—Soy Erick.
—Yo soy Nadia y ella es mi hermana mayor, Elena.
—Elena, que bonito nombre— de pronto, Merkel era más amable, más hermosa, más normal. Entabló una conversación amena con tres desconocidos, hacia la cabeza adelante, a modo de mostrar interés, escuchó cada uno de los relatos, todos tenían algo que decir. Calmada y simpática, hizo comentarios amables sobre sus outfits y elogió la música que se oía venir de su viejo jeep. Por un momento, comenzó a fastidiarme.
—¿Y qué van a hacer allá, tienen algún plan?
—Bueno, tenemos un par de ideas, pero aún no nos decidimos por cuál, ¿verdad, Mariana?¿Mariana?
—Nosotros venimos a surfear, no sé si lo saben, en esta temporada, las olas son perfectas.
—Nosotros tenemos pensando algo un poco más extremo, quizás alguna fiesta, ya sabes, terminar en la playa al amanecer...
—¡Eso no es muy extremo! Pero si quieren, mis amigos y yo vamos a pasar el fin de semana en mi casa de playa...— Si algo no le gustaba a Merkel, es que la sobrestimaran, que la adularan y sobre todo, que la interrumpieran, no importaba el tema.
—Ah, sí, eso está bien, pero yo no hablaba de eso.
Los ojos empezaron a rebotar.
—Eso pasa en cualquier fiesta. No es una verdadera fiesta...
—¿Qué quieres decir?— se miraron entre ellos, confundidos e incrédulos, con la risa casi silenciosa que acompañaba el último sentimiento.
—Sí, yo hablo de ir a una fiesta donde haya muchas municiones y puedas de una vez por todas, ya sabes, matar a quien te dé la gana.
¡Merkel!
—Mer...Merkel— ese fue el tono que en realidad use.
—¿Merkel?
—Es mi apodo de hermana, ella cree que llevo muchos años en el poder, aunque lo hago muy bien, ¿no creen?
Él sonrió, ella sonrió con él. Yo no lo hacía, el solo hecho de pensar que ya sabía su nombre y lo que haríamos nos ubicaba en un mustang gris de ida y venida, dos mujeres solas de veintitantos con intensiones de ir a una fiesta y matar a quien se pusiera en frente solo por diversión. Mi cerebro explotó.
—Piénselo. Matar a alguien, a veces, es lo más parecido a cerrar un ciclo, no puede borrarte lo que tienes dentro de la cabeza, pero puede hacer que respires sin seguir creyendo que el aire está contaminado.
Las chicas no supieron qué decir.
—Porque esa persona ya no respira.
—¡Eres muy graciosa!— soltó una de ellas, aún no sé decir si fue Elena o Nadia, quien fuera la más estúpida o, a juzgar por la respuesta de Merkel, la más racional.
—Me lo dicen todo el tiempo— y de nueva cuenta pintó su coqueta sonrisa, algo que debió despistarlos porque rápido se despidieron. El hombre, mientras subía a su jeep, se volvió a hacia nosotros, en específico a Merkel, con extrañeza, ¿estará pensando?, me pregunté.
—¿Qué haces?
—Shelley, relájate. En todo caso, en esta fatídica ocasión, yo no seré la que apriete el gatillo. Si alguien después buscara al responsable. Mi hipótesis; será a ti.
Eso me hace sentir mucho mejor.
——Lo sé, ¿no es perfecto?— ya me estaba acostumbrando que respondiera todos los pensamientos que tenía, incluso si las preguntas eran tontas o retóricas. Ella siempre las contestaba. Era su manera de molestarme.
—¿Aquí vive El máster?
—No. Es solo una casa, con las paredes gruesas, pero sus muros son delgados y bajos, sus cimientos están hechos de ceniza. Es solo una casa, y su esqueleto nos pertenece.
A veces tenía la impresión de que Merkel citaba a poetas que yo no conocía, o que la improvisación era parte de su teatralidad, pues lo que veríamos a continuación, era todo lo contrario. Era de esos lugares que crees que no existen. Los caballos bajaban a la playa para juntarse con el mar, el jardín se perdía entre dunas de arena y enormes arcos te hacían sentir pequeño. Olía entre limón y vainilla. Una mezcla de aire fresco que solo una tarde azul te ofrece, Entre nada y tanto, árboles frutales parecían disfrutarse bañándose del último rayo de Sol, dibujando pequeños agujeros brillantes en el suelo, delimitando el vuelo de las luciérnagas y la paz, que, de alguna forma, el sitio tenía. Fue cuando concluí que ni el aire ni la tierra mojada sospechaban lo que estaba a punto de ocurrir, ¿por qué siempre debo de imaginar, que hasta los muros o las cornisas son capaces de sentir, pero sobre todo de juzgarme y herirme? Yo misma me respondí, haciendo hincapié de mi ingenuidad; porque al final ellos sabrían. No sospechaban, pero al final lo sabrían.
—¿Y qué hacemos Shelley?, ¿nos quedamos admirando la bella arquitectura como si fuese la casa de Barbie en vacaciones?— fruncí el ceño. Ella levantó su labio de un lado y volvió a mirar hacia el frente y mencionó, con una actitud diferente a la anterior.
—Noether y Atniks estaban ansiosas por venir.
—¿Ambas?
—Ambas.
—Y, ¿por qué no las elegiste? ¿A cualquiera de ellas?
—Porque no me gusta la ansiedad. Aparte, no sería tan divertido.
Dejé que un silencio nos envolviera.
—¿Crees que matar es divertido?
—¿No crees que debiste preguntarme eso hace mucho tiempo? Me caes bien Shelley, mira que hasta ya respondo preguntas con preguntas como tú sueles hacerlo, preguntas que son tuyas y que, al hacerlo, no tienen ningún mérito, ninguna gracia y, lo odio. Vamos— Después, Merkel dijo al aire solo para divertirse, mientras abría sin problema unos de los ventanales del patio lateral que daban directo a la sala de estar;
—Los ricos nunca cierran nada, porque no hay nada que no puedan remplazar.
Fue fácil infiltrarse. La fiesta, de aparente gente de alta sociedad, parecía un poco descontrolada por el alcohol que viajaba en el ambiente, sonaba de cerca y de lejos Luis Miguel con Sabor a mí. La servidumbre tenía esa cara de cansancio, apatía al ver que los adultos se comportaban como niños y los niños como adultos.
Sobre la pared del descanso de la escalera, apoyada una pintura.
—Espera, ¿es eso un Kahlo?
Y por primera vez Merkel no me respondió, se encontraba lejos de mí. Por la escalera bajó El nadador, y de su brazo, Kahlo. Vestidos de gala, pasaron justo a lado mío, dirigiéndose a la fiesta, viéndose como si fueran pareja. Asustada, subí el resto de las escaleras, la mirada desafiante de El nadador después de darle el brazo a Kahlo me taladró la cabeza. Vi los zapatos de Merkel justo al pie de una puerta abierta.
—¿Puedo ayudarlas en algo?
Era un despacho, con los muros tapizados de libros. Olía a madera, forros de piel, a puro y a una colonia de hombre cara. Él, era guapo y alto, mucho más joven de lo que lo imaginé, tenía ese rostro que se embellecía con las pocas canas que se asomaban en las entradas de su frente, tenía los dedos de las manos tan delgados que a simple vista parecían de mujer. Tenia ese tono, embriagador y a la vez insolente, ese tono que pertenecía al más cruel de los de su especie; era encantador y él, lo sabía.
—Sí, creo que puedes. Estoy buscando a alguien...
—Bueno, el resto de la fiesta esta abajo, por qué no va...
—Es una joven, rubia, con los ojos almendrados. Callada y amigable, muchas veces demasiado inocente, aunque es inteligente...— podía jurar que Merkel jugaba a coquetear y él, cayó en el juego.
—Ingenua— soltó, sonriente, —la palabra que buscas es ingenua.
—¿Es eso cierto?
—Dijiste inocente, amable y...
—¿Actúa sin tomar en cuenta la maldad de las personas?
—Es ingenua. Peca de serlo.
—Pero eso es lo que es, ¿cierto? Una persona ingenua, para ti, una perfecta presa.
—¿Disculpa?
—Pero debo decir que estoy en total desacuerdo...
—Ella es la persona más inteligente que conozco, incluso, con cierto recelo, acepto que es más inteligente que yo, porque lo que está a punto de ocurrir no es una decisión inteligente y es mi decisión.
Desde la punta de su hombro hasta el cañón vi una escopeta. Ella, se preparó a disparar como si ya lo hubiese hecho antes. Después, a lo lejos, un mueble de cristal y roble, con finos arabescos franceses y con la puerta abierta. Me di la vuelta tratando de escapar de ese momento, aunque no iba salir de la habitación, mi mente quería mantenerse separada de lo que pudiera ocurrir. Es sorprendente lo que hace nuestro cerebro para no afrontar lo que no queremos. Se podría decir que, nuestro cerebro es cobarde o inteligente, o un inteligente cobarde. Debes ser cobarde para ser inteligente. O debes ser ignorante para lograr ser feliz, quien ignora y quién huye, se salva por ambos lados. Pero entonces, ¿no hubo inteligencia en mi acción? Sabía lo que ocurriría, pronto, y aun así, no despegué mis pies del piso. Quizás logré engañar mis ojos y hacerles creer que nada malo estaba sucediendo, que nada malo sucedería, al final. Fue ahí cuando la vi, entre ese lapso oscuro; una fotografía familiar, con un rostro familiar en una niña, con la mirada perdida y los hombros encogidos y seis años miserables de vida.
Las fotografías son objetos peligrosos.
—Si. Ella. Sabes de quién hablo.
—No sé de qué hablas... Baja el arma.
El hombre se sentó en su escritorio disimulando calma y al mismo tiempo, tratando de abrir uno de sus cajones. Merkel lo detuvo con solo el cambio de dirección del arma. Ella sabía lo que hacía y él, apenas se había percatado.
—Eso es para después.
—¿Qué es lo que quieres?
—No debiste preguntar eso.
—No. Lo pregunto en serio. ¿Qué es lo que quieren, ustedes?, ¿qué quieren?— y El máster volteó a verme, yo trasladé mis ojos que reflejaban miedo a Merkel.
—Vienen a mi casa, con mi familia, ¡me amenazan con mi...
—¿No te da miedo una mujer?, bueno, que tal una mujer con un arma, apuntando a la más inteligente de tus cabezas.
—Por favor...
—Tú, ¿eres escritor, cierto?—y completó, —bueno, es lo que dicen. Esto será fácil.
—Shelley, saca las llaves que tengo en el bolsillo izquierdo de mi pantalón.
Al escuchar eso, el hombre quiso levantarse para ir sobre ella, pero lo volvió a pensar cuando ella le pegó el cañón sobre la frente. Merkel tuvo que llamarme de nuevo. Metí la mano en su bolsillo e inmediato sentí un juego de tres llaves. Una de la puerta principal, otra de la caja fuerte de la escopeta y la tercera, del cajón derecho del escritorio.
—Ahora, te lo voy a decir paso a paso, para que no te equivoques. Si te equivocas, tendré que disparar.
—Si Hemingway lo hizo, tú también puedes hacerlo.
—¡Merkel!
—Por favor, tengo una hija.
—¿Es cierto eso?
—¡Si! Si lo es, ¡lo juro!
Merkel sonrió, como solo ella podía sonreír, te hacía sentir un miedo inexplicable.
—Con mayor razón— y quitó el seguro del arma.
—¡No, no!....no voy a apuntarme con un arma, no voy a volarme los sesos si es lo que quieres. Nadie creerá que me suicidé.
—No tiene lógica.
—¿Qué?
—Que te preocupes por un tiempo en el cual ya no existirás. Relájate, el suicidio está sobrevalorado.
—Se preguntarán por qué lo hice, no hay motivo.
—¿No hay motivo?
—No, no voy a hacerlo.
—Bueno, quizás quieras salir a tu gran fiesta y declarar un gran discurso, alabando lo mucho que has madurado, el gran ser humano que eres, podrías decirles a todos, la verdad.
—¿La verdad?
—Lo que eres.
—¿Lo que soy?
—¡¿por qué los hombres siempre hacen preguntas en las que, en realidad, ya saben la respuesta?! Y no la quieren escuchar.
—Mira, niña, no se que...
—¡PEDERASTA!— gritó. Ella se desbarató la piel. Así era como se veía un alma desgarrada.
—¡No soy una niña! ¡No me llames niña! ¡No te atrevas a decir niña!
Era posible que fuese como cáncer, iniciando en una zona de tu cuerpo que no siempre alcanzas a ver, expandiendo su erizo negro por tus venas y pulmones, terminando en tu garganta. Merkel, hacía qué escupieras odio, Merkel sacaba lo peor de ti, aunque aceptémoslo, al final, lo peor era lo mejor que pudo haber sido.
—No sé qué escuchaste o qué te dijeron...
—Shelley, el video.
—¿Shelley?— me dijo el hombre, tratando de buscar mis ojos, pero no los encontró. Saqué el celular del bolsillo de Merkel y estiré el brazo, lo más que pude y dirigí mi rostro hacia otro lado. Mientras el video corría me empezó a temblar la mano, por lo que al final lo agarré con las dos manos. La mirada del hombre se volvió vacía.
—Sí, sí... si es lo que quieres, lo haré, me declararé culpable, haré lo que sea necesario, tomaré terapia, veré por ella...
—¡Ja, ja, ja!— Merkel soltó. Él y yo nos miramos con duda y terror.
—Te dije que iba a ser divertido, ¿en serio crees que saldrás de esta habitación con vida?
—¡Ayuda! ¡Ayúdenme! ¡Ayúdame!
—Todos están disfrutando de tu fiesta, ¡gran cumpleaños! Todos, incluso tus guardias de seguridad, están lo bastante alcoholizados como para poder preguntarse dónde está el jefe. La verdad es que a nadie le importa. Si hubieses tenido una pareja formal ya hubiese preguntado por ti, pero no, no la tienes, huyes de eso, a ti te gustan las niñas pequeñas.
—Por favor, te daré dinero, puedo darles dinero...
—Por favor...necesito agua...
Ella tiró el vaso de whisky que estaba en la orilla del escritorio, la alfombra se deshizo como si hubiese caído acido.
—Sí, parece que no somos las únicas que te quieren muerto. Pero no dejaré pasar mi oportunidad, ni dejaré que la hundas con tu muerte.
—Mer... Merke... Merkel escucha... Escúchame.
—Merkel escúchame, no puedes hacer esto.
—No es como dijimos que sería, no podemos arriesgarnos así.
—Merkel, no lo hagas.
—¡No lo hagas!— Ella no me respondía, yo no existía, yo no existí.
—Por favor, ¡Dios ayúdame!
—Toma la pistola y póntela en la sien.
—No puedo, no puedo... no... no puedo moverme...
Y ya más calmada, ella volvió a explicarle los pasos.
—Toma el arma, recárgala en tu sien, respira, pon el dedo en el gatillo y jala de él.
El hombre lloraba como un niño que le prohibieron subir al tobogán por lo alto y peligroso, aquel que se tiraba al piso si había otro Batman en su fiesta de cumpleaños, si debía hacer la tarea o tenía que darle besos a la abuela. Un niño, que le habían empujado y tirado su helado, que por mal portado Santa Claus no llegó en Navidad. Lo encantador, lo imponente y lo intelectual, se desvaneció como agua en el desierto, mostrando al más débil de todos, una cucaracha fumigada queriendo aún escalar las paredes.
El cobarde dejó de moverse. Tomó el arma y apuntó hacia mí.
Fue de esos momentos compuestos de microsegundos, donde piensas que es el final, que hasta ahí llegaste, que ya no hay nada que hacer. Te sorprendes que te haya sorprendido, que no hayas tenido nada que ver y agradeces en silencio, que pase.
Por favor Dios, si esto es el ahora y he de morir aquí, por lo menos, hazlo rápido.
—Mátala. Y antes, te mato. Adivina que bala llegará primero.
—Quién llegará primero al infierno, ¿tú o ella?— y se acercó a él, diciendo en casi un susurro —tienes miedo, ¿cierto?... ¿Cómo se siente?
—Hay una sola bala y esa bala es para ti— y el hombre soltó a llorar aún más.
—Si hubiese podido cambiar, lo hubiese hecho...— balbuceó en el último minuto, entre lágrimas y saliva, gritos e ironía.
La mirada de quienes han perdido todo es similar a la de quienes han perdido a alguien. Similar más no igual, porque no solo han perdido a alguien o todo, se han perdido en la búsqueda de la respuesta a la pregunta ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? Al mismo tiempo. Pero la mirada de quien ha perdido a alguien, es mucho más valiente de quien lo ha perdido todo. Quien ha perdido a alguien, no piensa en el mismo. Todo el tiempo, piensa en quién perdió.
Mientras los fuegos artificiales de medianoche iluminaban el fondo oscuro del cielo, nuestros ojos se llenaron de rojo. Morí, por unos minutos y "ella" volvió a tomarme, seguro "ella" me sostuvo porque lo único que recuerdo fueron mis pies arrastrándose, la maleza fresca del jardín como alfileres, mis dedos aferrados a la tierra. Quería sembrarme desde la raíz y llevarme bajo tierra y no levantarme nunca más. Pero "ella" no me dejaba, de nuevo "ella", haciéndose presente, jactándose en mi cara, igual que Merkel. Poco después, vomité. Pude ver su cara de molestia, aunque en su rostro había algo más de orgullo.
—Calma Shelley— susurró, —que tus días no han terminado.
Traté de recuperarme, inútil. Mientras destellos intermitentes aparecían y se derretían en el lienzo, un fuerte dolor de estómago, mis ojos se encontraron con oscuridad. Y entre mis quejidos y visión borrosa, me sostuve, como pude de lo primero que encontré, un pequeño muro de piedra caliza, donde se leía una insignia en un marco negro y blanco: Maison Couturier, creí que lo había manchado de sangre, no fue así. Después, un sendero de hojas secas y brillantes platanales nos marcaron el camino, recuerdo el sonido de las hojas doradas crujir por sus pisadas y las mías. Por muy insignificantes que fueran, ellas me delatarían, pensé. Mis pies se encontraron con arena al mismo tiempo que yo me perdí a mí misma, dejándome caer en un sueño que me haría cuestionarme si en ese momento estaba dentro de otro sueño. Cuando recobré el sentido, yacía acostada en la playa y Merkel venía saliendo del mar.
—La clase resultó un poco más gráfica de lo que yo había planeado, pero opino que el futuro es prometedor.
Sus afirmaciones, ahora, no puedo decir si fueron parte de la realidad, o parte de mi fantasía.
—¿No vas a deci...?
—Eres... una psicópata.
—Sí. Lo sé desde niña.
¿Está muerto?, no dije nada. Ella leyó mi pensamiento.
—Sí, El máster está muerto.
La arena se había tragado mis puños.
—¿Por qué lo hiciste?, ¿por qué así?
Ella dejó un momento en silencio y sin ninguna expresión, cambiaba a ser la Merkel que tenía algo adentro, la que parecía dejar un sentimiento a flote mientras duraban las palabras que decía, más no menos, pero que después, de un momento a otro, se esfumaban, dejando volver a la Merkel sin compasión. Ella dijo;
—Antes de que lo cambiará en mi cabeza, una niña de la fiesta volteo a verme. Llevaba en sus manos una jarra de cristal con whisky. La jarra estaba en el escritorio de su oficina.
Hubo un silencio.
—Así es como lo sé y así es como se siente.
No pude reaccionar.
—Dejé suficiente desastre como para que lo guarden en silencio, encontrarán entre su sesos y su computadora cosas que nunca querrán volver a ver, quien lo vea lo mantendrá en su cabeza de forma involuntaria hasta el día de su muerte. Después, lo enterrarán como el buen hombre que creyeron que era y dirán que murió de algo tan natural y tan de moda entre los intelectuales, como un derrame cerebral.
—La niña de la fotografía ¿Es...?
—La niña de la fotografía, la niña de la fiesta, la niña que una vez fui y la niña que una vez tú fuiste. Es ella.
Aquella niña, había hecho posible el repentino cambio de plan en la cabeza de Merkel, antes de disparar. Solo bastaron unos segundos. Eso me implantó la sospechosa idea que la racionalidad y el control de Merkel habían sido cambiados por los actos de una niña, pero yo aún no sabía por qué había tenido tanta repercusión. Merkel intoxicada con rabia, nunca la había visto así. Ella no solía actuar por impulso.
—¿Era el whisky, cierto?
Ella asentó con la cabeza.
—Ya está hecho y no tuvo que beber. No entres a la habitación, por lo menos en una hora.
—Quiero verlo.
—Después. Él esta muerto.
—Quiero verlo.
—Bien.
Merkel llevó a la niña hasta el despacho. Los fuegos artificiales se habían extinguido, pero el humo seguía en el aire igual que la música revuelta con conversaciones intangibles de desconocidos. Se escuchaba a los lejos a la banda instrumental tocando Dios nunca muere y yo juraba que había dicho ¿bien? A modo de pregunta que hiciera dudar su decisión, pero de mi boca no salió nada. Me limité a sostenerme de las paredes. La niña vio el desastre; la sangre por todos lados, la cara desfigurada, las partes del cerebro, la viscosidad, los grises. La niña podría haber dado un mejor detalle de la escena que yo, yo no vi nada. Mis ojos se convirtieron en pétalos estáticos en un espacio entre el muro y el techo.
—Suficiente— indicó Merkel y llevó a la niña afuera. Yo la seguí sin querer escuchar lo que decía, pero al mismo tiempo, soportándolo para no seguir, ahí dentro.
—Como dije, ya no tendrás que hacer nada— y le devolvió el juego de llaves.
—De todas formas, seguiré haciendo lo mío— aclaró la niña mientras Merkel me levantaba del suelo. Las dos escuchamos una declaración inquietante, ella demasiado consciente, yo sin consciencia por "ella";
—Seguiré probando en los perros, por si alguna vez vuelve el monstruo.
Y es cuando te llegas a preguntar si en las cabezas de ellas flotan con descaro las mismas preguntas, ¿qué es lo que ella quiere?, ¿qué es lo que ella necesita?, ¿estaba ella cuando sucedió?, ¿o ella me abandonó?, ¿cuánto tiempo estará ella en mí?, ¿cuánto tiempo dejaré que ella lo maneje todo? ¿Será ella mejor que yo? ¡¿Seré yo quien abusa de ella?! Me miré al espejo y por unos segundos no me reconocí. ¡Por favor, déjame en paz!. Ella o ellas, o "ella", mi "ella". Una sombra, se tambaleaba y arrastraba palabras. En un intento por mantenerlo lejos de mí, lo empujé hacia la puerta, con ese solo acto, el deseo pronto se convirtió en coraje. Me tomó por el cuello, rápido mis pies dejaron de tocar el piso de la misma forma en que él dejó de apretarme: blofeó, insultó y con la misma, me soltó y salió del baño, azotando la puerta. Después, un silencio extraño pasó y dejó escuchar, como si fuese parte del plan, el sonido de algo derramándose. Con el cielo, ya en un tenue azul a la penumbra, Merkel vio con desprecio, encendió su cigarro.
—Estoy tan harta de ustedes.
Y lo dejó caer sobre él.
El fuego consumió todos los lugares donde se había impregnado la gasolina; entre el zacate y la tierra, debajo de su camisa, el lugar en mi cabeza donde recordaría eso como si no hubiese sido real. El fuego lograba lo que nadie: su calma y poco después, engendraba esa malévola alegría que ella nunca pretendió esconder.
El amanecer apareció ante nuestros ojos como el cronómetro que no habíamos programado, por lo menos yo no; Merkel yacía sentada, cómoda mientras veía hacia el mar, se limpiaba las manos, sin hacer caso a que eso no serviría. Ella vestía de rojo sangre. Poco tiempo después me di cuenta de que en realidad no se limpiaba las manos, sino que las miraba de forma peculiar, buscando admirar cualquier partícula de sangre que pudiese tener entre los dedos, pero que no tenía. Merkel no vestía rojo sangre, su ropa no estaba mojada, olía a sal. Después, me vinieron a la mente flashes de ella bailando alrededor de una fogata, en medio del amanecer, con las manos hacia el cielo y dos hombres a su lado. Mirándome de forma siniestra entre las partículas incandescentes alrededor de su cabello. Yo, yacía tumbada en la hierba, una botella de vino vacía estaba enterrada en la arena.
—¿No es raro que todas las cosas que son tristes, a veces son hermosas? Como cuando cae nieve, es hermoso y al mismo tiempo, pienso en la nieve como la lluvia y la lluvia como lágrimas. La nieve cae con esa escarcha que asemeja pequeños trozos de papel, a veces los relaciono con pedazos de personas ¿Es esto lo que pienso, un indicativo de que hay algo malo en mí?
—Definitivo, hay algo en ti— dijo Merkel, quien estaba observándome desde arriba.
—El fuego es hermoso y cuando consume algo es sublime, cuando lo tocas y sientes que te quema lo es todo, porque es tan poderoso que te hace sentir. Quizás, haya algo en mí.
—¿Algo malo?
—Algo. Solo algo— aclaró, —no todo se tiene que definir, Shelley.
Era cierto. No puedo culparla por solo querer sentir. La vi a los ojos, notas de color amarillo brillaron, me pareció verle los sentimientos flotando, me pareció genuina, vulnerable, no porque lo fuera, sino porque lleva mucho tiempo sufriendo, me pareció ver a los ojos a una niña, me pareció ver un alma. Por un breve segundo, sentí que podía confiar en ella, no como lo había sentido en un inicio, en donde sabía que no a iba parar hasta matar a mi "Nombre", esa vez, la conocí como una simple chica, tratando de sobrevivir, como yo. Si antes sentía que me tenía algún tipo de aprecio, errado o no, en ese momento sentí que en realidad nos entendíamos, ya nos habíamos dicho de todo, y después de pasar lo que pasamos en esas últimas horas, bastaba con que nos miráramos a los ojos y no decir nada. Ella, para hacerlo aún más sublime, me guiñó uno de ellos.
O quizás, ese indicio de conversación, sucedió solo en mi cabeza.
Vinieron hacia mí imágenes de mis dedos ensangrentados. Había tomado un cuchillo de la elegante cocina y lo había puesto detrás de mi pantalón, justo de bajo del cinturón. Había metido la llave a una cerradura y dado vuelta, cuando le escuché a él insultarme y después, mis manos se pintaron de rojo. Habíamos arrojado un cuerpo por uno de los acantilados. Cuando por fin me tocó el sol, me encontré con rabia. La misma que había estado escondida toda la noche. Debería de haber sentido pavor, traición, sí, la sobriedad o era "ella" la que ya me había abandonado, no estaba segura de qué me asustaba más; el hecho de que sintiera enojo o el hecho de que no me hubiese asustado casi perder y quitar una vida. "Ella" no contestó.
Poco tiempo después, su ausencia se volvió algo molesto, incluso para mí.
Miré a Merkel con esa sensación cuando se ve a alguien que se teme y se quiere al mismo tiempo, antes de hacerlo, respiras profundo. Las personas como ella, no les importa que sepas de su oscuridad. Ellos saben de la tuya.
Las cosas transcurrieron como de costumbre, entre pinceladas y predicciones de Merkel, regresamos al campus. Mientras cada una tomaba su camino, ya se leían en los titulares la muerte de un prestigiado catedrático que pertenecía a una de las familias más poderosas del país.
Una muerte silenciosa.
Sin que lo supiera con certeza, al día siguiente, Curie fue al entierro.
Ella permaneció de pie en silencio, mientras los rezos retumbaron. Ella vistió de negro y comió dos sándwiches de pavo que alguien había llevado y puesto en la mesa del recibidor. Tomó café, estaba negro y quemado. Saludó de formar cordial a todos los involucrados. Ella se sentó por horas y en una que otra ocasión salió a tomar aire. Ella caminó detrás del ataúd y vio hacia la sepultura con este ya dentro y en los primeros segundos tiró un puño de tierra. Compró flores blancas y las puso a un costado de él, como le indicó su madre. Se despidió de todos y volvió a la ciudad. Entre todas esas personas, ella vio a una niña que imitaba todo lo que hacía. Ella sabía que la niña sabía. Pudo ser ella, fue ella. La niña pudo no ser ella si tan solo ella lo hubiese terminado antes; pero la vida va muy rápido y cuando se trata de sobrevivir nada más existe, en el camino se quedan esos "hubiera" que siempre te perseguirán. Cuando ella estaba ahí, fue hacia el mar. Solo el mar podía hacerle sentir dos cosas opuestas; miedo y seguridad. El aire inundó su pecho de sal, como un reloj de arena, se vació en su estómago hasta lo más profundo, era aire renovado, pero al mismo tiempo pesado. Pensó en sumergirse y nadar. Nadar, nadar, nadar. Hasta que ya no le respondieran los brazos, las piernas... Ya estaba cansada y creyó que ya había terminado y que así, ella, ya podría terminar. De un momento a otro, su cuerpo no reaccionaria y del cansancio físico saldría a tomar su lugar el cansancio mental. Y todo acabaría, ¡por fin acabaría! Pero no lo hizo. Vio hacia el mar, se imaginó como su saco pesaría con el agua y sus botas la hundirían tan fácil. Pero al final, ella se dio la vuelta y tomó el último vuelo de regreso.
Ella era diferente y sabía que lo sabíamos. Después de la muerte de su "Nombre", Curie cargaría con la molesta ceguedad de su familia, los recordatorios en las esquinas y las deudas que se cobraba ella misma, transformada en niña. Curie, cuando El máster murió, dio un suspiro y volvió al mismo vacío que le atravesaba el cuerpo; el cual nunca se fue, incluso, después de su muerte, se sembró en los cimientos del trauma ¿Era lógico eso?, ¿era lo que ella buscaba? La respuesta a esas preguntas me devolvía al mismo sitio, ¿acaso importaba? "no importa, Shelley" me diría Curie y por uno o dos segundos yo creería haberlo escuchado de la voz de Merkel, o de Noether.
Ella lo amaba. Aún lo hacía. Se notaba cuando decían su nombre, cuando escuchaba sobre él, cuando aparecía y no podía verlo a los ojos, aun siendo ya una fotografía. Cuando la memoria la traicionaba, el odio era su sentimiento, su existencia, el peor de todos, pero al final es un sentir y una vez que lo tienes, no hay nada que hacer. Él ya no existía, solo yacía el terrible pasado y el amor que una vez sintió se había convertido en ceniza y luego polvo y el tiempo, se lo llevó. El odio se quedó. Curie no hizo nada malo, su único crimen fue confiar y amar, incondicional, a una persona que no le haría daño, pues el mal estaba en los extraños, en los de fuera y no, en los de adentro. Solo mi imaginación podía asegurarme que Curie era la niña de la mirada triste en la fotografía familiar, si le hubiera preguntado lo sabría con certeza, pero nunca lo hice, no podía, no hubo
suficiente valor en mí. Nunca me atreví. Fue mi imaginación, las palabras de Merkel y la extraña, pero fuerte relación que mantenía con Curie, me hacía pensar que sí, si era ella, si fue. Y qué solo Merkel podía haber hecho eso por ella. Y lo hizo.
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