Capítulo 13. Las niñas
Georgina
Ella me susurró, —es hora.
Cuando ella tenía cinco años, conoció a su mounstro. Era un niño que pretendía jugar. Las pequeñas esquinas que definían el alma, aquel niño no las tenía, aun siendo tan solo un niño. Fue él, el arrebato. Envuelta en un recuerdo que no duraba ni un segundo, veo como juega con su dije, de su rostro antes difuso se dibujaron todas las similitudes: la base transparente, el cabello oscuro, los labios carnosos, todo excepto sus ojos, que eran mucho más profundos. Y de la nada ella apareció, más vivida que los recuerdos, parecía hablarme y escucharme, pero al mismo tiempo, parecía tan distante. Creí que era un sueño, después me vi en la necesidad de aceptar que su historia, tanto como la mía, habían sido parte de la realidad. Cuando abrí los ojos, volví a ser niña. Me gustaba tocar el terciopelo color rojo del telón mientras estábamos tras bambalinas. Desde ahí, podíamos ver al público; platos brillantes que reflejaban las luces del auditorio, esferas diminutas y claras con cámaras de video flotantes. Algunos rostros conocidos, y después, de vuelta y dentro de la oscuridad; ella y yo platicábamos como si fuésemos las mejores amigas, porque fuera de ese momento, no lo éramos. Tomábamos clases juntas y aunque ella era más pequeña, en ballet, estaba mucho más avanzada que yo. Los últimos cuatro sábados por la mañana, antes del gran festival, me gustaba entrar por la parte de adelante y encontrarme con el gran lobby, donde se supone que no debíamos estar. Grandes y curvas escaleras le daban la vuelta al recibidor. Aunque yo saltara con todas mis fuerzas, no hacía ningún ruido. La alfombra roja así lo evitaba. Y cuando por fin llegaba al escenario, me imaginaba como un espectador más, esperando ver una gran obra dentro de una película de una increíble niña y sus clases de ballet que siempre se le hacía tarde para llegar a casa. Ella, como el resto, cuando había ensayo en el auditorio, entraba por la parte de atrás, llegando a los vestidores. Ahí la recibían grandes espejos, focos cegadores y mesas blancas listas para sostener los pesados maletines de maquillaje. Tubos negros con ganchos sueltos acomodados en las esquinas, preparados para recibir los trajes, disfraces, tutús, listones o lo que tocara. Y al final, nos encontramos atrás del telón, ella con su vestido blanco, falda de tul y diadema de flores, yo, con mi corpiño rojo, sombrero esponjoso azul con una pluma en medio, mallas blancas y zapatos de punta dorados.
—Ya es hora— me dijo, y como toda una profesional me coloqué en posición bajando la mirada. Ella salió al escenario, Las luces recibieron sus pies, manos y rostro, en cuarta posición, ella levitó. Y fue ahí cuando la vi, acostada boca arriba, durmiendo o simulando dormir, esperando el beso del príncipe. Pero ese recuerdo no fue parte del ballet. Ella estaba acostada en unos asientos de piel negra, con los ojos abiertos, su cabello caía, él encima. No era un príncipe. De nuevo, las hojas del árbol rascaban el cristal de la ventana. Yo, como ella, estaba en la parte de atrás, sentía la piel pegándose a mi piel, sentía el calor. Él, encima de mí. Muchas personas se refieren al corazón como la parte de tu cuerpo que te traiciona. Pero, detrás de ese engaño, hay un terror infinito en que sea el cerebro aquel que en realidad lo haga. No puedo recordar el día entero, no puedo recordar nada de eso. No pude recordar ¿Acaso era Merkel, aunque era tan pequeña?, ¿acaso era yo?, ¿era posible que aquel niño, que iba a todos los ensayos acompañando a su hermana menor, nos hubiese hecho algo? Sería mentira el decir que recuerdo haber ido hasta esa bodega. Mis recuerdos no son distintos, son nulos. No recuerdo haber tomado clases de ballet un verano antes de mudarnos, no recuerdo haberme acostado en esos asientos arrumbados en una esquina, mentiría si dijera que sé lo que él hizo, pero de la misma forma, mentiría si dijera que recuerdo lo que él no hizo. Lo único en mi memoria es ella, él encima. Es a mí, él encima. Y las hojas de los árboles rayando, la piel negra pudriéndose, el calor, el vacío.
Hasta que la volví a ver con la zapatilla deformada. Un dije en forma de zapatilla de ballet fue el símbolo de nuestra graduación días antes de que me fuera. Yo le daba vueltas hasta que quedaba en la parte más corta de mi cuello y justo después, de un golpe, la soltaba para que la zapatilla, por sí sola, diera giros triples. Recuerdo que poco después, ella mordisqueaba su dije todo el tiempo, dejándola con el arco más pronunciado y la punta muy desgastada. No era raro que recordará su nombre y no el de su hermana, Merkel. La historia de mi vida se había entrelazado en la suya desde muy temprano y de una manera tan simple que me llamé idiota en silencio y a gritos por no pensarlo antes. Y volví a ser injusta conmigo misma, y volví a machacarme con aquello que había olvidado y que, de repente, flotaba ante mí, como dos cuerpos de seres que habían sido humanos: era ella, era yo.
El alto de sus ojos quedo justo al filo del muro, no necesitó un esfuerzo para ver, no quiso hacerlo. Eran dos pequeños soles en el horizonte al amanecer. Cuando el dedo de su padre tocó el cristal para señalarle el lugar donde dormía el pequeño e indefenso bebe, su hermana, Merkel, sintió la fuerza y el cristal tembló. Fue ahí cuando supo que podía hacer todo lo que quisiera, pero, que podía hacer más por alguien que no fuese ella. Ese extraño sentimiento llegó a confundirla. Gina, como en realidad le decíamos, era gentil, noble, borboteaba empatía, incluso hacia mí. Fui cobijada por ella por una razón que nunca sabré. No teníamos nada en común, y el solo hecho que me hablará hizo que las demás dejaran de alejarse de mí. Ese pensamiento, cuando por fin lo entendí, se presentó como un shock eléctrico, de esos que queman, me estremeció hasta las entrañas. Conocía a esa niña, a mí de pequeña, lo que había pasado. Los recuerdos tenían menos brumas, las imágenes eran más nítidas, ahora tenía cierta seguridad de que algo malo le había pasado en aquella bodega con dos sillones largos negros arrumbados en una esquina. Era seguro que a ella le había pasado algo malo, no estaba segura de que a mí me hubiese pasado lo mismo. ¿Algo?, ¿malo? Es cruel incluso pensar que mi mente no quiere desbloquearlo, aun teniendo todas las migajas que llevaban a ese punto no quiere dejarlo salir. Eso me enferma hasta el día de hoy. ¿Podré morir sin saber si fue real o no? Creo que sí, el abismo esta hecho para personas como yo y para que ahí, nos quebremos. Nuevamente, la oscuridad me recibirá, aprenderé a vivir desde aquí, no estoy sola.
Ahora, recuerdo el vacío.
Ese mismo verano nos mudamos al centro del país, dejando atrás la playa de conchitas y arena blanca. Mi corta experiencia en el ballet. Mi collar con el dije de zapatilla. Debió perderse en uno de esos viajes, mi felicidad. Algunas noches pienso en el y en ella, aún encerrada en esa bodega y yo, de alguna manera, sigo ahí también.
Me imaginé, no recordando lo que recordé y entre esa oscuridad, me imaginé, no siendo yo.
La niña está aquí. La niña siempre está rodeando el patio; los holanes de sus blancas calcetas se manchan de verde. El césped aún está mojado, los aspersores a las seis de la tarde la acompañan, el cielo esta entre azul y gris. La niña anda por la casa, no en donde ella vivía sino en la que vives ahora, ve su reflejo en los espejos del recibidor y en tu habitación. Toca las esquinas de los muebles por querer sentir algo que alguna vez tuvo vida, mueve las cosas de lugar esperando a que te des cuenta. Esconde las cosas que te importan solo para hacerte recordar, porque todo lo que encuentra a la vista, no lo reconoce. En la noche, la niña se acuesta en tu cama, a tu lado, duerme contigo. A veces, cuando estás en calma, te comparte de sus sueños que alguna vez tuviste solo para que no los olvides del todo. Cuando lloras guarda silencio, cuando sonríes a solas, que no es a menudo, te abraza. Ella siempre está aquí, incluso cuando haces algo que no debiste de haber hecho; desde el otro lado de la habitación te mira, te juzga, te odia. Te llora. Porque no has hecho nada por ella, porque no has hecho nada por ti.
Se lo debes.
Paloma
Cuando por fin logré levantarme de la cama, fui a la Escuela de negocios. Cerré mi cuarto, bajé las escaleras, atravesé el patio central y pasé la recepción; no levanté la vista del suelo, no merecía hacerlo. Me detuve. Vi el cruce peatonal que dividía el Colegio Rojo del campus; la distancia me pareció inmensa. Sentí el calor en mi piel y al mismo tiempo, coexistía el frío en mis huesos; y la vida continuando. La gente empujando para cruzar y vi tan definido como nunca antes había visto las imperfecciones de la pintura de la calle y la sombra de los árboles, pensé en los bordes desgastados en las esquinas y en las marcas de las llantas que derraparon alguna vez, algún día, por ahí. Y me vino con claridad: ojalá me atropelle un coche, dije. Cada vez que iba al campus y veía el cruce de la calle, pedía que un coche deliberadamente violentara mi cuerpo. Alcé la cabeza para ver la esquina donde terminaría desintegrado mi cerebro, volteé a ver hacia el otro lado y pensé, ahí acabaría uno de mis zapatos. No recuerdo cuándo fue el momento exacto en que deje de pensar en eso, pero si alguien alguna vez preguntara por qué, la respuesta sería tan perfecta como esta: llegó y destruyó lo que más yo amaba. Era inevitable no tener esos malos pensamientos, era imposible que la gente creyera que no los tenía, que la clara y distorsionada sonrisa forzada que ofrecía, cuando sentía que debía hacerlo, era solo una mentira. Mientras la felicidad se vertía a manos llenas de quien no tenía ni la más mínima decencia, ni era una buena persona, ni siquiera lo intentaba, por decisión de Él, a ellos les tocaba vivir y a mi papá, no ¡¿Qué carajos de vida es esta? Yo no quiero vivir, ¿quién querría vivir?!
Después del entierro, los días se volvieron sacos de arena y las noches, no tengo nombre para ellas. Y entre esa soledad Alejandro se alejó de mí. Ojalá pudiera tomarme cuando el dolor era insoportable y las ganas de seguir ausentes, pensé. Pero "ella" era más fuerte que yo y sabía qué podía soportarlo, de otra forma me hubiese tomado desde un principio. Esa era la primera mentira que me decía al despertar, justo después de pensar en él y después lamentarme por seguir viva y desear ya no seguir respirando. En medio de la noche, salía con ganas de que me consumiera el frío, quizás me dé algo, supuse y me dejaba tocar por la ceniza, la lluvia, el granizo, lo que estuviese. Y fue ahí donde pasó, con la suficiente anestesia mental de sentirme nada. Cuando quise levantarme, me volvió a tumbar y después, no lo intenté más. Unas lágrimas tibias se escaparon y murieron sobre la tierra, la misma a la que pedí que me sumiera, me enterrara, me desapareciera, que se tomara como la vida que alguna vez fue y en un segundo, me consumiera: tierra, polvo, microorganismo de nada. Y pensé, ya has tomado lo que querías. Y me odié, por haber deseado antes que algo terrible me pasara. El terror y después, nada. ¿Cuánto puede llegarse a querer uno mismo? No. Quiero decir, ¿cuál es el mínimo de amor que uno puede darse? ¿Cuáles son los límites que se nos permiten? ¿Quién regula el amor que yo siento y de repente, de la nada, lo deja escapar de mis manos, volviendo insensata la acción que yo misma hice? ¿Quién?
Deje de sentir para ver si así moría antes de que él me matara. Nunca sabré qué ocurrió primero; si morí y lo que después pasó fue mi entrada al infierno o sí, él me mató y en una terrible pesadilla, desperté siendo inmóvil, hasta con mi alma.
—Hola, mi nombre es Sol, me gusta escuchar música, ir al cine y acabo de ingresar a la escuela de Ciencias, estudió Matemáticas.
—¿Matemáticas?, eso es interesante.
—Sí, siempre me gustaron los números.
—¿Y por qué Matemáticas?, digo aparte que te gustan los números.
—No sé, supongo que las matemáticas están alrededor de nuestra vida, aunque no es tan evidente, pero, podríamos hacerlo evidente y fácil... Para todos.
—Tienes toda la razón, yo aún siento pavor al acordarme de mi profesora de secundaria, ¡le tenía un miedo!, nunca fui buena para el álgebra, pero creo, que muchas veces es como te enseñan lo que en realidad te crea confusión y ¡si es cierto! ¡Las matemáticas están en todo!
—Si.
—Okay, bueno. Bienvenida al Colegio Rojo... ¿Quién sigue? ¿Quién falta?, creo que nada más faltas... tú.
—¿Yo?
—Aja, tú.
—Okay. Eh, mi nombre es Paloma y estudió Artes plásticas.
—Y... Creo que es todo.
—Entonces, ¿contigo tendremos mucho olor a pintura, tíner?
—Sí, supongo que sí.
—Tomemos en cuenta, niñas, siempre es bueno ventilar las áreas cuando se trabaje así, tenemos dos de la escuela de artes y humanidades, y ¿qué más nos puedes decir de ti?
No había mucho que decir de mí. El día terminó con cada una de nosotras en su habitación, algunas como Camila, mantenían la puerta abierta, otras como yo, la cerraban. Algunas, como ella, se juntaban a ver películas en el cuarto de otra o comían palomitas mientras conversaban durante toda la tarde, a veces toda la noche si tomaban Tylenol. Otras hablaban de ensaladas en la cocina o de ir a conocer los alrededores el fin de semana. Algunas como yo, cuando queríamos socializar un poco, abríamos la puerta y dejábamos salir la música. Alguien siempre se acercaba, se sentaba en tu cama y empezaba a contar de su vida, mientras que tú, mantenías el soundtrack perfecto de fondo. Ella siempre llegaba, Camila, aunque sonara mi nostálgica playlist con Dido abanderando. Mi ventana, de acuerdo con ella, era la pantalla a ese mundo emocionante, donde podías ver la vida de los demás. Quién decidía ir a clases o a quién le daba igual. Quién se besaba en la esquina y quién anotaba gol en el partido de intramuros. Ellas que se asoleaba en los jardines y ellos que fumaba en los balcones. Qué hombre estaba en los edificios compartidos de niñas y quién había llegado a dormir en su cuarto y quién, no había llegado. Quien de ellas se peleaba en los pasillos de su suite y quien de ellos se colaba en la madrugada por las ventanas del primer piso y, con cierta maña, las escaleras al edificio de mujeres. A mí me gustaba más dejar correr el agua del lavado con los pinceles mugrientos de pintura, mientras me veía al espejo, o abría messenger en mi iMac para conversar con alguien que estaba en otro edificio, o con la misma Camila que estaba en la habitación de enfrente. La canción no terminaba, iniciaba otra en aleatorio, era casi como ser una estación de radio en parte del piso. Un día llegó y me dijo, — tu musica se escucha desde el primer piso— por eso escogía las canciones con especial cuidado, no hay nada más molesto que escuchar música ajena que no tiene nada que decir, es por eso que los pasillos debieron de haber escuchando la música; pero las paredes, los techos, los pisos y barandales y los escalones, los arboles y las ventanas, los aires, son objetos que aunque perduran son ajenos a nuestros problemas ¡¿que hubieran hecho ellos?!
Una noche de un jueves, en uno de los primeros fin de semana largos, sin darme cuenta, utilicé el dinero que tenía reservado para el taxi de ida a la estación en algo que no recuerdo. Sol debió darse cuenta, por mi cara de desesperación, iba a perder mi camión. Ella, también se había levantando en la madrugada. No tuve que preguntarle, me habló y sin discutirlo mucho, compartimos el taxi. No nos conocíamos, ambas éramos reservadas y la madrugada, hacía que nuestras interacciones sociales fueran aún más escasas. Pero ella, comenzó una conversación tímida, quizás para amenizar el tiempo del viaje, aunque yo no tenía problema con compartir el silencio y siempre me pareció que ella tampoco, por lo que fue extraño, de cierto modo.
—Hace días, escuchabas a Albinoni, ¿cierto?
—Si, creo que así se llama, algo como italiano, Adagi...
—Adagio número ocho, clase menor, sinfonía de Albinoni.
—Sí, creo.
—Perdón, aún me emociono, no puedo evitarlo.
—Sí, esa música, cuando estoy trabajando en algún boceto o algo, logra calmarme.
—Lo mismo me pasa— me confesó, sonriendo, —claro que, yo no pinto.
—Claro.
Un breve silencio.
—¿Paloma?
—¿Si?
—No pienso estar mucho tiempo aquí, pero, es bueno saber que alguien aún escucha.
Había timidez y quizás, algo de indecisión, pero ella no tenía esa flaqueza que tenemos las personas muy sensibles. Había fuerza, se notaba cada vez que decía algo mirándote a los ojos. Por eso nunca pude asimilar el hecho de que haya decidido quitarse la vida. Eso parecía una respuesta que tal vez tomaría yo, pues era más fácil imaginarme a mí, al borde de la ventana, tantas veces, sobre todo esos días. Pronto, me di cuenta de que por más que lo deseara, o incluso lo buscara, muy al fondo no lo quería, porque yo seguía flotando, incluso cuando podía dejarme ir, aunque no nadara, yo seguía flotando. Y eso me salvó. El problema con flotar, es que, después de un tiempo, te cansas.
Bajamos evitando mojarnos por la lluvia que ya nos esperaba junto a nuestras maletas frente a la cajuela del taxi, algo que fue casi en vano. Ya dentro de la estación, yo doblé a la izquierda y ella a la derecha. Nos despedimos con la mirada tímida y con las maletas ya rodando. Nos despedimos con la lejanía de la idea y lo turbia que podía ser mi atención.
No lo relacione en ese momento, pensé que sé cambiaria de suite, de colegio o hasta quizás, de universidad. Incluso supuse que se refería a la música de la que estuvo hablando, a su estado de composición nostálgico, la poesía o lo increíble que eso sonaba y que parecía, aun tonto creer siquiera, que ya no sonaba tanto.
Pero la música, aunque suene, no siempre se escucha.
Pero la música no siempre se escucha, y el ruido está en todas partes.
El final del pasillo está frente a mí y me veo yendo hacia ella. Digo su nombre moviendo los labios. No me escucho decirlo. Ella me mira con los ojos acristalados, sentada a la orilla de la ventana, la espalda fría al vacío, una leve sonrisa me dice algo que no logro recordar hasta mucho después. Y son mis ojos los que le responden y le dicen, está bien.
—Está bien.
—Está bien.
Y es después cuando ella lo hace.
Y es justo después, cuando él muere.
Espero que alguien más se de cuenta de lo que ha ocurrido, pero los segundos pasan y no surge nada: ni un grito, ni un sollozar, ni una pedida de auxilio. Después del cuerpo golpeando la tierra, todo se volvió más silencioso, irónico, caótico, insano. Y la ventana de su cuarto apareció en un gran túnel, con vacíos a los lados y vacíos al final. De vacíos estoy hecha. Di un paso hacia atrás, no me había movido antes, me pareció escuchar el agua de las tuberías correr, el sonido de las lámparas a punto de quemarse. Y digo una vez más, yo no estoy aquí. Atravieso el pasillo sin tocar las paredes, flotando a metros de distancia. Llego a mi habitación. Me acuesto en la cama. Cierro los ojos.
Y pido, que esta vez, mis sueños no me adviertan.
Un sonido en seco. Abro los ojos.
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