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Capítulo 11. Alejandro

Era como verlo dormir, pero sabía que esta vez no podría despertarlo, no dormía en su cama. Yacía en el asfalto verde y aunque su rostro estaba pálido, lo iluminaban bastos rayos de sol. Caminó hacia él rodeándolo, tomándose el tiempo necesario, pensando que sucedería en el futuro que lo acechaba; ¿movería de forma desenfrenada las piernas a manera de juego?, ¿se haría visible un charco de sangre en la parte de atrás de su cabeza?, ¿despertaría y se burlaría de él? Nada de esas ideas ocurrió. Es posible que pasara tiempo para llenar casi media hora antes que su madre se preguntara dónde estaban, cuando se dio cuenta, se dobló. En un mediocre intento, su padre colocó la palma de su mano en su hombro y pronunció su nombre al oído. Y fue ahí cuando empezó su penitencia.

Con sus pies colgando de la silla, y aunque el lugar era desconocido, no pareció extrañar la ausencia de sus padres. Su hermano aún dormía en la habitación de cristal, tenía tubos en la nariz, en la boca, en los brazos. Fue en el velorio cuando se dio cuenta de que su hermano ya no despertaría. El que estuviera dentro de una caja lo hacía parecer un poco más real. Sus ojos se rayaron mostrando lluvia dentro de la capilla, aun así, permanecía en su cerebro la remota idea de que aquello no podía ser verdad; la lluvia dentro de una sala y todo lo demás. La molestia se le presentó disfrazada de un engaño sobre protector, según él, su hermano no quería despertar. Ya en el entierro, esa idea se transformó en el vago pensamiento de que todo lo que estaba ocurriendo era un sueño, la lluvia en sus ojos seguía y no rebotaba contra la cruz con su nombre, contra el césped, contra la sombra de los extraños. Nada estaba mojado, ni siquiera sus ojos. En un momento, algo lo llamó a mirar hacia su madre en lo alto, ella se volvió hacia él, sosteniéndole los ojos en un puente de silencio para después volverse hacia la caja que vería por última vez. Él hizo lo mismo. Nunca se vieron llorar. Es difícil explicar como un dolor tan grande, puede hacer un vacío extraño, un vacío de ausencia de lágrimas. A su padre, le venían a la memoria, imágenes de cuando lo sorprendió por primera vez quitándole un juguete a su hermano menor, ahogando hormigas en un vaso o arrancándole los brazos a cangrejos bebés que bajaban a la orilla de la laguna en los calurosos veranos en la casa de playa. En cambio, a su madre, volvió aquella sensación de tenerlo en su regazo como su primer bebé, quien en un arrebato inmediato y casi violento, le quitó la mano a su padre, para entrelazar sus diminutos dedos en su dedo pulgar, su mano, aún fría, electrificada por el esfuerzo. Todo lo que esperaban que hiciera, no lo hizo.

En silencio y durante mucho tiempo se hizo la misma pregunta, pero cuando la vida le respondió, sus miedos se convirtieron en las respuestas: quizás hay algo malo dentro de mí, pensó. Siempre lo sospechó muy a su pesar, en la sangre no se encuentra el alma. Lo que creía incondicional como el amor de sus padres, ya no lo era. Solo le quedaron los objetos que le harían recordarlo, aquellas cosas sin vida que trascienden y transpiran como heridas abiertas, que hasta el más fuerte dolor, se extraña.

Una pelota de tenis, madera blanca.

La madrugada del último día de marzo, mi celular tenía trece o treinta llamadas perdidas de un número desconocido, mi visión se mantuvo borrosa por un tiempo como si cabeza supiera lo que estaba a punto de ocurrir y no quisiese asimilarlo. Nueve mensajes y cuatro correos de voz. En uno alcancé a leer: «Alex tuvo un accidente».

Un día te despiertas y piensas que será un día cualquiera, sin saber que en veinticuatro horas todo cambiará. Ese día, Alejandro creyó que sería un día cualquiera, aburrido de hecho. Después que sonara su alarma, volteó a ver su celular para revisar si tenía algún mensaje. Había varios, pero no de la persona que esperaba. Un extraño correo llamó su atención. Fue el título lo que lo llevó a abrirlo, no tenía rasgos de ser algún tipo de virus o publicidad, era todo lo contrario y con una simple frase en el texto: abrir video. Abrió el video. La transformación de su mirada conducía a una conclusión terrible; al principio pensó que era una broma, poco tiempo después pensó que era un montaje, alguien quería perjudicar a su hermano. Pero el título del video le obsesionó y entonces, todos los planes para ese día no existieron más, sin grandes explicaciones, se desvanecieron. Se mantuvo hermético en su casa viendo una y otra vez el video completo, sin abrir las cortinas, sin comer, intoxicado de lo que veía. Las luces de la pantalla cambiaban el color de su piel, el sonido le hacía suponer que lo que le decían sus ojos, no existía. La crueldad de su cerebro jugaba. Finalmente, cuando supo que el día pronto moriría, pidió a un amigo que estudiaba informática investigará la dirección IP del correo. Le indicó, —fue desde tu casa— Alejandro explotó. Su casa, estaba a las afueras de Valsequillo. Por decisión propia, Alejandro había rentado un pequeño departamento cerca de su universidad, quizás para no estar cerca de su familia. Corrió hasta el último cuarto en el tercer piso y entre una pila de ropa sucia vio el borde de una laptop brillar. Abrió la pantalla y tecleó contraseñas al azar porque creyó que tendría suerte: su equipo favorito, el número de partidos ganados. La noche cayó y la contraseña también: era el nombre de su hermano. La foto de un equipo de fútbol de salva pantallas. Y ahí estaba el video, no había rastro del correo. En la noche, llegarían sus padres junto con su hermano. La cena estaba lista.

Tuvo una infancia normal, no se podía quejar, había escuchado de gente que la había pasado mal, pero él la había pasado bien, dentro de lo que cabe. Su hermano no era nada como él, pero era su hermano, a veces intercambiaban juegos, cuando crecieron cervezas. Él admiraba ver jugar a Nadal, su hermano a Djokovic. Cuando tuvo su primera novia pensó que estaba enamorado, pero al mes se le pasó. Cuando su hermano tuvo a su primera novia muy al fondo sospechó que ella solo lo aceptó para conocerlo a él, aun así no dijo nada. Su padre era un buen padre, dentro de lo que cabe. En la esquina de la cancha vomitaba todo lo que había comido para después limpiarse la boca y seguir golpeando la pelota. Su hermano, hacía lo contrario. —si conoces el juego, ¿cierto?, entonces ¿por qué no le pegas a la pelota? ¿Es eso tan difícil?—. Y él, aun con voz de niño le decía a su hermano que cerrará la boca e hiciera lo que le pedía, —¡nunca voy a hacer lo que él quiere!, ¡nunca voy a hacer lo que tú quieras!— El sabía que su hermano era una bomba de tiempo, alguien con la mecha demasiado corta que no dejaba lugar para lo sencillo, lo racional, es decir, el sentido común. Él le iba al Barca, su hermano al Real Madrid. Le había visto las cicatrices en los brazos, y a menudo se preguntaba qué veía su padre en él y que no veía en su hermano. Que hacía él, con todo el desastre y que hacia su hermano, con todo el caos. ¿Por qué su hermano se rompió desde antes?, antes, mucho antes que él. Solo había amado una vez, de verdad. La primera vez que pensó que lo hacía, no contó. La segunda sí. Como la mayoría de las cosas que nos definen, su padre no se desquitaba tanto con él como con su hermano, o eso era lo que recordaba, las marcas en los brazos aún estaban ahí, en dos pieles diferentes, en dos mentes distintas también. Antes de dejar el tenis, él hizo lo necesario para que su padre no le prestara mucha atención a las pequeñas venganzas que su hermano hacía a propósito, pero su hermano no era como él. A veces, podía ver a su padre llorar en el baño después largas discusiones, ya siendo mayor le regresaba con golpes, un hombre tan fuerte llorando por un adolescente no era algo común, pero la máscara se la volvería a poner y su hermano, solo estaba esperando el momento exacto para dar el siguiente puñetazo. A veces se sentía un mediador, un mensajero, un observador, un pasivo, nadie y se odiaba por eso. Alguien que podía dar la espalda o seguir el juego, después de todo era su padre, y no era un mal padre. ¿Era su hermano un mal hijo?, ¿era él un mal hermano?

—Vamos a salir, ¿verdad, Alexis?

—Si. Supongo.

Había algo que su hermano y su madre no soportaban de él. Lo sentía en el aire, en las palabras que cruzaban, en la forma que lo miraban.

—Bien, solo no lleguen muy tarde y no dejen la cochera abierta— dijo su padre con una tranquilidad absoluta, cuando las ideas salían de la boca de Alejandro, su padre no tenía de que preocuparse. Por el contrario, su madre, vació los ojos en su hijo mayor, juzgándolo.

—No lo haremos.

La noche los recibió con un alumbramiento especial de la luna, el hecho de que las luminarias de la calle no estuvieran encendidas no les llamó la atención. Él le ordenó que subiera a la camioneta. Su hermano, podía pasar horas sin decir nada con la sola idea de molestar con su apatía, pero tampoco le gustaba estar a ciegas y mucho menos, bajo el mando de su idílico hermano mayor. Después de pasar algunas cuantas cuadras, finalmente le soltó;

—¿Ya me vas a decir qué carajo?

Alejandro no respondió. Atravesaron la ciudad y en todo ese tiempo no hubo más palabras. Solo el sonido del aire colarse por las ventanillas semiabiertas y el motor al cambiar las revoluciones, incluso cuando la camioneta estaba en parking por un semáforo, la respiración del vehículo era más evidente que la de ellos dos. Alejandro dejó de respirar por algunos momentos.

—Te vas a ir por un tiempo.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Le haces más daño a la familia estando...

—¿Qué? ¡¿De qué estás hablando?!

Alejandro volteó a verlo, casi al mismo tiempo retiró su mirada. No podía verlo, no podía hacerlo, no podía evitar lo que sentía. Lo que pensó que le ayudaría pasar el momento; ser como siempre, no hablar, no lo fue. Su hermano refunfuñaba, maldecía y con frases elaboradas a modo de defensa, era condescendiente. Alejandro creía que podía manejarlo, como lo había hecho antes.

—Merkel, van al aeropuerto, ¿puedes creerlo?

—¿Merkel?, se va a ir.

—¿Estás ahí?

—Sí.

—¿Qué hago?

—Déjalo.

—Pero...

—Déjalo.

Al mirarse al espejo retrovisor tenía el ceño fruncido, los ojos encrespados, la sien palpitando. Él era rabia, se reconocía y no quería aceptarlo. Se detuvo frente al aeropuerto y con un tono de voz donde quería aguantarlo todo, dijo;

—Toma tus cosas y lárgate.

—No me voy a ir a ningún lado, ¡tú no me dices qué hacer! ¡Tú no eres nadie!

No tenía la suficiente fuerza para verlo a los ojos, es una ironía que no le sucediera lo mismo a su hermano. La vergüenza debió de estar dentro lado, debió de estar en su hermano, pero, a menudo, la vergüenza la absorbe todo aquel que no tiene nada que ver con lo que ellos hicieron. En todos menos en ellos, era, como si fuesen, inmunes a la maldad.

—Ve tu teléfono.

Con desgana, Alexis obedeció a su hermano mayor. Abrió un link que recién había recibido. Segundos extraños pasaron entre lo que se podría llamar, un momento.

—Ahora, bájate.

Desconcertado y sin decir nada, Alexis tomó su maleta y cuando quiso abrir la puerta, los seguros se activaron y una gran velocidad embistió la camioneta. Las llantas rechinaron. Había vuelto a ver el retrovisor y había visto el pasado. Un jeep blanco.

—¿Y?, ¿lo hiciste?

Se escuchaba las revoluciones del motor, la vibración de los cristales, el silencio desconocido de lo que podía ser o no ser, el terror mismo de que fuera, el futuro incierto y desagradable si se daba un paso en falto, el futuro nulo. No había ya futuro, una vez se supiera todo, no había futuro. Ya nada sería igual. Sin voluntad, la memoria de Alejandro le pasó por el pensamiento ratos amables con su hermano, ¿era esa la clase de información que necesitaba en ese momento? No, no lo era, pero quizás, por solo suponer, supondremos que fue la parte vulnerable de su cerebro, diciendo que se protegiera, de alguna manera.

—Eso es solo un video, solo nos estábamos...

—Eso no contesta mi pregunta.

Otro silencio.

—Te juro que yo no hice nada, no se quien te dijo...

—¿Lo hiciste o no?!

—Alex, no hice nada...

—¡¿Sí o no?!

—Alex, no paso nada...

—¡¿Sí o no?!

—¿A dónde me llevas?, ¿qué estás haciendo?

Y por fin los vio a los ojos, con el terror que sospechaba. Y el terror apareció. La duda y el miedo en él se encontraba en la superficie. No había nada que hacer.

—Estaba drogado, ¿okay? Ni siquiera tengo recuerdos. No recuerdo casi nada, estaba drogado, pero, no es como para que me encierren... ¡estaba borracho, drogado, no lo sé!

Pasó a 200 kilómetros por hora a 280. Las calles parecían estar de acuerdo con su persecución. Pocos vehículos eran obstáculos, semáforos marcaban luz verde y las luminarias se apagaban y encendían de forma intermitente. Entre la nada, letreros de carretera federal se asomaban por cables de luz con un par de tenis colgando. La luna lo seguía, guiándolo, como si siguiera el mismo objetivo que solo ella y él sabían. Eso iba a terminar esa noche. Alejandro se detuvo.

—Bájate de la camioneta.

—¿Aquí? No.

—Baja de la camioneta.

Él no lo hace, Alejandro lo hace. Lo tomó del cuello de su camisa y lo jaló hasta llevarlo a rastras.

—Tienes que entregarte.

—¡¿Qué?!

—Te voy a matar...— susurró, entre dientes.

—Si yo te toco, te mato. ¡Te mato!, ¿eso es lo que quieres? ¡¿Eso es lo que quieres?!— le dijo señalándolo.

—¿Lo harías de nuevo?

Si su padre, su madre o yo le decíamos la palabra, aquella que podía encenderlo todo, no había vuelta atrás. Esa noche, su hermano dijo la palabra y todo se perdió. Él fue rabia.

—No quiero saber nada, no quiero saber qué existes, no quiero saber que no recuerdas lo que hiciste, no quiero saber nada. Tienes que entregarte.

—No, ¡no! ¡No voy a ir a la cárcel, yo no hice nada!

—¡Tienes que entregarte!

—¡No! Por supuesto que no lo haré...

—¡Escúchame! Escúchame por una vez en tu vida, vendrán por ti.

—¡¿Qué?! ¿De qué estás hablando?!

Alejandro miró hacia la oscuridad de la noche, sabía que esta lo estaba consumiendo. Sabía que lo que amaba lo estaba destruyendo, por el simple hecho de lanzar palabras que podrían alertar a cualquiera. Cerró los ojos y se pidió a sí mismo, control. Y soltó algo más, algo igual de honesto, pero mucho más serio;

—Papá te matará— y se volvió hacia su hermano, que aun estaba tirado en el suelo,

—Si se entera, lo hará.

Su hermano empezó a llorar de solo el hecho de pensarlo.

—¡Alex no puedes dejarme aquí! ¡Alex, Alex por favor no me dejes, Alex! ¡Ayúdame! Alex soy tu hermano, soy tu sangre, ¡no puedes dejarme aquí! ¡Alejandro!

Pero en la sangre, no encuentras el alma.

A lado suyo, un niño de tres años lo miraba con desprecio.

De esa forma podría funcionar, pensó, volvería a ser el observador, alguien que mira de lejos, aunque fuera por el retrovisor. Había dejado una semilla en un terreno árido, sin agua, con la esperanza de que no brotara, no sobreviviera, pero con la mínima expectación de que, por alguna retorcida o buena razón, lloviera esa noche. Un enfrentamiento fortuito, una bala perdida, un ajuste de cuentas o algo más. A ella le llegó de sorpresa. En realidad creyó que lo dejaría ir, aunque la noche no había acabado, Para Hadid fue un gran alivio ver que Alejandro se resistía a rendirse. Pero, en la madrugada llegaron los demonios, no pudo dormir y volvió en forma de arrepentimiento. Lo siguió convenciéndose de que era cierto lo que se decía, no en balde era trabajo de ella y no de él, acabar con su vida, ¿qué podía hacer él, si era su propio hermano? Hadid no tenía hermanos con quien comparar la situación, pero si tenía tíos, primos, sobrinos y entre esas dudas ajenas, sintió algo por Alejandro, algo que no debía sentir.

Lo encontró en el mismo lugar, con la evidencia de que no estaba arrepentido de nada. No había hecho nada, ni siquiera pensar en lo que hizo, al momento que lo dejó, dejó de llorar, como un niño manipulador, se sentó en el suelo y espero a que regresará por él, sabía, muy en el fondo, que regresaría por él. Las cosas crueles, eran cosas de él, no de su hermano. Cuando subió a la camioneta, ambos no hablaron en todo el camino, volviendo a la misma ausente relación: Alejandro quería no sentir y Alexis, no sentía nada.

Todos hemos cruzado puentes. Muchas veces me pregunté como fue posible que nunca di ese jalón, ese único y último movimiento que con su sola existencia me llevaría hacia el barranco o quizás, me detendría en el muro de contención, matándome o salvándome. Ya lo había deseado, muchas veces. Pero siempre seguía el camino derecho, sin matarme y sin salvarme. Eso no tengo que imaginarlo, es lo que sucede, todavía, cada día.

—Quizás deberíamos volver a la cancha— le escuchó decir y Alejandro, jaló el volante.

Las personas que pierden a alguien, no tienen miedo a morir. Tienen miedo a olvidar.

Del muro de contención provino el sonido de las varillas recién destruidas, el olor a llanta quemada, la gravilla del asfalto, todo ardía. Burbujas de aire alrededor de la camioneta. La camioneta se estaba hundiendo. Hadid miró la escena como si se la tuviese que grabar en la memoria, tuvo dificultades con su respiración porque olvidó respirar. Volteó a ver hacia atrás, después a la izquierda y más tarde a la derecha y lentamente se volvió hacia abajo. Aún quedaba parte del techo. Sacó su celular y marcó con rapidez los números nueve-uno-uno. El celular cayó. Y volvió a teclear. Nunca marcó hablar. Desde su vehículo, le asaltaban preguntas sobre la honestidad, la decencia y el bien común, invasiones imaginativas le hicieron creer que los dos sobrevivirían y al mismo tiempo, que los dos morirían. El extraño sentido de responsabilidad la hizo quedarse, paralizada y entre la oscuridad, con las dos manos pegadas al volante, esperando escuchar los gritos, ver luces de autos atrás, oír el sonido de árboles, abriéndose al paso de alguien, de algo, nada. Solo sus ojos reflejados en el retrovisor y un extraño dolor en el pecho y la garganta con un nudo, que le acompañarían desde ese momento hasta el último día. Es cierto que ella no lo planeó así, pero ¿importaba?

Definimos la vida de una persona por un error de un momento. Un momento, por muy minúsculo que sea, puede quitarlo todo. Basta un segundo para arruinarlo todo. La vida es un campo minado y nadie parece darse cuenta de ello ¿Se puede perdonar un minuto? ¿Se puede perdonar un segundo? ¿Se puede perdonar el impulso, que nos hace lo peor de ser seres humanos?, ¿se puede vivir con los ojos de alguien más?, ¿se puede vivir a ciegas? En un muro, entre la escalera y el recibidor, una fotografía familiar en blanco y negro; tres hermanos, padre y madre. Las fotografías son objetos peligrosos, son capaces de captar la indecencia, los celos, el miedo, el amor, el desapego. El odio.

—El jugador está muerto.

Sonó un teléfono desechable.

—Bien. Ahora, El novio está muerto.

—Yo no lo hice.

—Y es este el ahora, dónde el orden de los factores no altera el producto, el ciclo de Shelley se ha completado.

—¿Eso qué significa?

—Tú lo hiciste, Hadid. Incluso si no lo hiciste, eso es lo que significa. Solo que no quieres aceptarlo.

Fue en ese momento, mientras colocaba un delgado exacto en su pantalón, justo debajo del pliegue de su pantaleta y encima de su cicatriz de apendicectomía, que Atniks dudo en llevar a cabo el plan con el método asignado. Sería mucho más interesante que el exacto acabara en su cuello, eso era cierto, por eso le hice ver lo mágica que fue su duda. El frío que sintió en su piel al contacto del metal fue, un despertar más que oportuno. Le agradezco por eso. Cuando por fin dejó de respirar, hubo un momento en mí donde solo escuché mis latidos, mi corazón era una bomba que se disponía a salir de mi pecho, pero no lo hizo. No sé si eso fue una advertencia para decirme claro que seguía consciente, seguía viva. No puedo llamarlo alivio, no fue euforia, ni miedo. No creo que exista una palabra que describa lo que sentí, solo puedo llamarlo así, momento, porque fue claro y preciso, un acúmulo de segundos a plena conciencia, como si las neuronas de repente se volvieran rebeldes en un solo segundo y la rabia brotara por los poros. Me imaginé, con gran nitidez, clavándole un cuchillo en el estómago doce veces, como mínimo. Los chorros de sangre en toda mi cara, la energía que nacía en mis muslos y el calor. Me imaginé en medio de la pista de baile, todos me observaban, nadie hacía nada, incluida Atniks, ¿fue diferente?, no tanto, de hecho, fue mejor de lo que esperaba. Él vomitó cinco veces seguidas, a la vista de todos, retorciéndose como una cucaracha a la que le acababas de rociar veneno. Sí, esa predicción se hizo realidad y creí que era uno de mis miedos, pero pude ver aquella cucaracha retorcerse y que no me causó la más mínima compasión, podía tener más compasión con aquellos insectos que con El novio, eso ya estaba claro. "Ella", ni siquiera me rozó. Quizás pueda llamarlo vacío, aunque me asuste aceptar que no sentí nada, pero en realidad no podría llamarlo así, si sentí algo, pero no sé qué fue. Tal vez nunca lo sepa. El deseo a morir seguía ahí, sin querer tomar en cuenta el nuevo estatus moral que había llegado, ya saben, si moría en ese momento, en ese ahora, seguro iría directo al infierno. Me pregunté si ellos también estarán ahí. Deberían.

El novio murió, y citó a los médicos que dieron la entrevista al periódico local "por ingerir agua mineral con sosa cáustica". No se explicaban como llegó a beber tanta. Yo lo atribuí a que El novio era un alcohólico, tenía ese afán teatral de tomar directo de la botella y de una sola sentada, como sí, el embriagarse de esa manera lo hiciera verse profesional. Era todo lo contrario. Sus amigos podrían haberle puesto orina y él no lo hubiese notado. El método de Atniks no me decepcionó.

A partir de esa noche, empecé a soñar que descuartizaba cuerpos y colocaba las partes dentro del refrigerador de la suite, junto a latas de Coca-Cola, un Minute maid de naranja y un envase de salsa ketchup Heinz. Todos los toppers tenían un post it de color diferente donde se leía la palabra «dolor». Cuando despertaba, en lo primero que pensaba era en El "Nombre" que íbamos a tachar, en esa caza meticulosa de días y meses, de horas en el actuar y sonreír, y reír en el interior frente a sus caras, con la ventaja ilustrada de que ellos, no tenían ni la misma mínima idea. Pero nada me gustó más que el sabor en mis labios a metal, mi lengua contenida entre mis dientes, la adrenalina rechinando entre sí y la verdad de que ellos nunca lo esperarían de alguien como yo, como Hadid, como Curie. De alguien como Atniks, Teasleade, Noether. Alguien como Merkel. Seguro creían que morirían mejor. De una forma glamourosa. Después de tener hijos, en el garaje de su casa de ensueño. Después de acostarse con muchas mujeres o tener una sexy aventura. Poco después de ganar en el casino y con la misma, perder su suerte. Luego de cerrar grandes negocios y acabar con un paro cardiaco por un Rib eye a tres cuartos.

Dejar de ser yo, me permitió ser "ella"; esa transformación, si alguien me lo preguntará, fue mi suicidio perfecto.

—¡Finalmente!— expresó Merkel. Estaba más feliz de lo que había demostrado hasta ahora, detrás de ella Noether y tímida, Hadid, a unos metros lejos. Curie se mantenía sentada en las gradas, como no queriendo ser partícipe de mi ansiada iniciación.

—¡El novio!— exclamó, satírica, —ya no respira.

—¿Cómo te sientes?— me susurró en el oído cuando se plantó a lado mío en dirección contraria, de hombro a hombro. Llegué a pensar que en realidad le importaba, pensé decir, no lo sé, pero no lo dije. Pensé en decir nada, pero tampoco dije eso. Mi boca estaba semiabierta y mi lengua lista para decir las palabras que pasaron por mi mente una y otra vez. Pensé en decir bien, pero ese último pensamiento me llevó a recordar la falsa respuesta de mi realidad y no podía usarla. Sentí lo seco en mi garganta, vi el aire que en pobres intentos inhalé, vi mi alma desprendiéndose de mi cuerpo, la vi a "ella" esperándome en una esquina oscura, entre Curie y las sombras siniestras de las gradas.

—Hambrienta.

Noether y Merkel voltearon a ver a Hadid con extrañeza, pero al mismo tiempo no pudieron ocultar su euforia.

—Hambrienta— dije.

Camino por los pasillos de la universidad y siento el peso de sus miradas sobre mí. Pienso en todos los chicos que nos habían violentado y vuelvo a la secundaria y veo mi cuerpo transformarse. Veo la lujuria, la envidia, la molestia. La mayoría había logrado ir más allá con otra chica, rompiéndola. Los que nos rompieron, los que pensaron en hacerlo, pienso en ellos. Si fueran de una inteligencia suficiente para ponerse a pensar, quizás, algún día se darán cuenta de que a su alrededor ya no había nadie: los amigos de siempre, los amigos de copas, los conocidos extraños donde compartieron un estúpido juego de Xbox. Veo sus rostros de sorpresa al darse cuenta lo babosos que se ven. Sonrió descarada y Merkel me corresponde la sonrisa. Eso no pasará, ella dice. Sí, tengo hambre, yo digo.

¿Eso es lo que siento?, ¿eso es lo que debo sentir? Eso... Siento.

La boca de Merkel se transformó. Los ojos de Hadid y los míos, también.

En la madrugada del último día de marzo, mi celular tenía trece o treinta y un llamadas perdidas de un número desconocido, mi visión se mantuvo borrosa por un tiempo como si cabeza supiera lo que estaba a punto de ocurrir. Cuatro mensajes y nueve de voz. En uno alcancé a leer: «Alex tuvo un accidente».

—Ah, por cierto, El jugador está muerto— dijo, como si hablara del clima y después me pareció escuchar algo satírico como, —nos estamos volviendo profesionales.

Volteé a ver mis manos y mis pies, creí por un momento que yo desaparecía.

Cuando la escuché decir las palabras que había deseado y esperado por tanto tiempo, tuve un dolor; ella me había quitado algo. Con cierta maldad, la imaginé extrayendo el tumor tan adherido a mis entrañas, tan adentro de mí, que en la intervención se llevó partes; desgarrándome, desangrándome; mi cerebro, corazón, mi pecho, incluso algunas de mis extremidades. Esos pedazos ya no están, ya no existen. Así lo deseé, así lo pedí y así fue, aunque el camino, ni con bastante locura, me lo hubiese imaginado como fue. Nunca lo hubiese podido ver así. A veces pienso que "ella" sí, "ella" si hubiese podido ver oscuridad sobre oscuridad.

¿Cómo estás tan segura de que lo hará?

—Tú, ¿no lo harías?

—Soy hija única y yo...yo aún no...

—¿No crees en el amor? ¿Qué es el cielo en el infierno y viceversa?

—Esto, no tiene nada que ver con el amor.

Y así Curie, fue detrás de mí.

—¿Cómo estuvo nuestra chica?

—Bien. Mucho mejor de lo que pensé.

—Tú estás jodiéndome, ¿cierto?— dijo Noether.

—Bueno, asegurémonos que no lo arruine— indicó Merkel a modo de asignación y así, Atniks fue detrás de Curie.

Veo el vaso de plástico con agua. Ese vaso miserable que estaba en el escritorio de quien nos había preguntado si queríamos ver el cuerpo. No recuerdo su rostro, seguro nunca lo vi. Solo recuerdo el vaso de agua medio vacío, un insignificante objeto que se convirtió en un significante trauma, pero el vaso no era el único ¿Así nos pasa a todas, antes, durante, después? Los techos, el cielo oscuro, el piso helado, el baño sucio, las sábanas rosas. La casa, a la que nunca volviste.

Era extraño que no conociera a su familia. Había visto y hablado con su madre algunas veces. Nunca escuché hablar de su hermano. Supongo que fue en ese tiempo tonto del enamoramiento. Las cosas pasaban alrededor nuestro a su propio ritmo, nosotros vivíamos desde adentro, a nuestra perspectiva e importancia hacia el resto de las personas. Todo se simplificaba. Solo si se disponía de hablar de algo concreto, como cuando le confesé lo que pensé que no sería capaz de decirle a nadie.

—Bueno, algún día tenías que saberlo. Y ya lo sabes—, esa fue mi manera de decirlo, afrontarlo y restarle importancia y sensibilidad. Algo que hacía varias veces, cuando me veía en el filo del dolor. En ese momento él no dijo nada o no lo recuerdo, quizás me mencionó que me quería, porque aún no me había dicho que me amaba, quizás me dio un beso en la frente. Poco tiempo después, muy poco de hecho, el amor que yo sentía por él me hizo volver a confiarle mi dolor más grande porque sí, es el dolor más grande, incluso sobre el dolor que me mantenía con vida entre ese tiempo, el otro dolor, me hacía no quererla.

—Me hubiese gustado que te conociera— a lo que el respondió, en casi segundos —él ya me conoce.Y ese día lo supe, iba a amarlo con locura y quizás, toda la vida.

Después de mucho pensarlo, decidí cruzar la calle y entrar al hospital. Las puertas automáticas me recibieron como el aire acondicionado. Uno espera que el sentimiento no haya cambiado, un rostro que te reconozca y que te mire como te miraba antes; unos ojos que sostengan la mirada; cuando las cosas sean buenas, cuando las cosas sean malas. Pero no fue así. Me dejé llevar por el simple hecho de quererlo, mis huesos no me pertenecen, dije. Mis huesos no me pertenecen, me arrastraban a él como imanes al metal, los sentí alejarse, queriendo arrancarse incluso con mi piel, no les interesaba el daño que podían hacerme. A veces, cuando él no estaba cerca de mí, se mantenían pesados, haciendo que no me moviera. Cuando le expliqué ese extraño sentimiento a Camila, fue tajante en su respuesta;

—Lo primero se llama atracción, lo segundo se llama depresión— y después preguntó;

—¿Estás bien?

¿Cómo saberlo?

Lo abracé, pero al poco tiempo él me apartó. Tenía una pierna enyesada, unos rasguños en el rostro, le había quedado en la barbilla una herida que se convertiría, con el tiempo, en una profunda cicatriz. Me sentí inútil, estúpida, una perfecta idiota; alguien qué sabía lo que estaba él pasando y aun así, sabía todo lo que no debía hacer, pero no sabía lo que debía hacer. Y entonces, la idiota se quedó inmóvil, en esa temporalidad que sería parte de toda su vida, lo único que tenía claro era que no le iba a hacer la pregunta. Yo ya sabia la respuesta y él, también. Me despidió diciéndome que tenía que ir por su papá y después hablar con su madre. Se mordió sus labios, desvió su mirada y la mantuvo así. Nunca volteo a verme los ojos, ni me tomó la mano, ni me habló como solía hacerlo. Él estaba perdido entre una molestia infinita y una insostenible realidad. Creí que me miraba con desprecio, pero me respondí que era por la tragedia y lo acepté. Me alejé porque hay veces que se debe de estar solo y dejar que quien te abrace, sea la misma soledad. Yo lo sabía mejor que nadie.

—Nunca me quisiste.

—Nunca... yo....Tú.... Yo. Después de todo, de esto, nosotros...vaya...vienes y...

—¿Y me preguntas si te amé?

Parecía molesto, pero Alejandro siempre sabia contenerse y no era solo conmigo. Nunca lo vi peleando a golpes, discutiendo, efusivo o llevándose las manos a la cabeza. Su manera de mantener la calma a veces me sacaba de quicio. Sin embargo, esa noche, parecía que mis afirmaciones lo habían llevado a un límite.

—Puedes decirme lo que sea menos eso. No me puedes decir eso— y soltó, —Tú te fuiste.

—Sí, lo sé.

Eso me hacia pensar que en realidad él no me conocía, no lo hacía. Porque si lo hubiese hecho, sabría el por qué.

—Tú te fuiste, yo me quedé pensando el por qué.

La respuesta era que él, se había ido mucho antes que yo. Pero nunca se lo dije.

Toda la noche y varías después. Días, meses y años, pensé en nuestra discusión, que fue la primera y la última, o quizás es la única que recuerdo ¿Cómo se puede demostrar el amor, si el amor nunca estuvo? Las cosas que no son blanco y negro, son a tonos grises con pérdidas de luz y oscuras reacciones genuinas, ¿si ella lo hubiese hecho antes?, ¿si yo lo hubiese confesado?, ¿si él, cuando me tomaba la mano, ya lo sabía? Fue ahí donde me quedé, colgada, sostenida un hilo imaginario, abrazándolo. Él solo dejaba verse la espalda, en un pasillo oscuro, donde nada se sentía normal y donde nos perdíamos, sin saber qué éramos para el otro, para siempre. Nos perdimos.

—Pero dijiste cosas terribles, tu dijiste...

—Lo sé.

—¿Por qué?

—Porque estaba enojado.

—¿Por qué?

—Porque estaba perturbado.

—¿Por qué?

—Porque estoy hecho un completo idiota. Un idiota perturbado por lo que podría perder, por lo que ya perdí. Por lo que no recuperaré. Porque soy yo, ese idiota.

—¿Y quien dice que no lo recuperarás?

—No lo haré. Te juro que no lo haré. Incluso si llegas a perdonarme. Nunca recuperaré lo que tú y yo tuvimos, tenemos, teníamos. Nunca.

¿Por qué tengo que hablar con ella de esa manera? Con el presente y después el pasado y del golpe directo al shock de un futuro que temo. Le temo, porque no está conmigo. Él pensó.

Alejandro era un buen hombre, pero eso no significaba que pensara de la misma manera que yo. Él podría creer ser un mal hombre, pero eso no significaba que actuara de la misma manera que yo creía que actuaria un mal hombre, ¿qué lo hacía ser malo o bueno?, cuando creía tener la respuesta, él me respondía con algo distinto. Ambos sabíamos que estaba bien o que estaba mal, pero eso no convirtió mis pesadillas en las suyas, ni sus pesadillas en las mías. Nadie hablaba sobre eso, solo hablaban de los sueños, como si fuesen más importantes que las pesadillas. Yo solo sé que los miedos, por lo menos los míos, vienen del mismo lugar.

Su madre salió al pasillo y le dijo, desde una distancia de más de tres metros;

—Eras un niño tan feliz— y así Alejandro supo que la decepción de su madre hacia él nunca se había ido, pero más doloroso fue creer haber amado a alguien. Alejandro seguía siendo ese niño, pero su madre, no volvió a verlo así.

—¿Dónde está tu hermano, Alejandro? ¿Qué le hiciste?

Y así, no hubo amor.

Dicen que los que cargan más culpa suelen llorar mucho, que hay una serie de arrepentimientos que se desbordan al último momento cuando la persona ya se ha ido. Yo no creo en eso, no se puede desbordar el mar, ni por un momento, ni por unos días, ni en toda una vida. La tierra es menos que el mar. El mar esta aquí, aunque no lo veas.

Merkel le pidió a Hadid que la llevara con Alejandro. Aunque no estaba segura de sus intenciones, esta aceptó. Tenía la ligera sospecha de que Merkel sabía que al final Alejandro lo haría, fue en ese momento, cuando le dijo que no hiciera nada, justo cuando estaban en el estacionamiento del aeropuerto. Pero ella no dijo nada.

—Nadie hace eso por nadie.

Él sonrió de lado, como solía hacer alguien, pero su sonrisa era genuina. En realidad le daba gusto por fin encontrarse con ella. Había dos o tres espacios vacíos entre ellos, pero la conversación que mantuvieron hizo que nadie se atravesara, ni siquiera el bartender.

—Vi a tu amiga, venía siguiéndome. Y a la otra, días antes— ella no respondió. Pidió el mismo trago que él bebía y se preparó un cigarro.

—Se porque lo hacía, sé lo que hacen, sé que iban a hacer... eso creí.

—Y tú lo hiciste— exhaló humo.

—Al final, fue diferente... Después, todo se transformó.

—Señorita, no puede fumar aquí— le dijo el bartender, ella no mostró su típico desagrado y apagó el cigarro rápido.

—Ella se alejó de mí y yo dejé que pasara— Y por fin volteó a verla a los ojos, descubriendo que eran hipnóticos peces dorados que hacían dudar y entonces ella volvió a decir;

—Nadie hace eso por nadie.

—Quizás solo por amor...

—No es solo amor. Es amor y culpa— unas lágrimas se le escaparon de sus ojos e inundaron parte de su bebida.

—Ese es el problema con la gente como tú y yo— susurró, buscando su mirada.

—Somos capaces de hacer cosas increíbles y no necesariamente, las hacemos por nosotros mismos.

Mientras hablaba ella usó el alma como atuendo, justo en los ojos. Merkel, no parecía Merkel.

—Es fácil romperse. La delgada línea transparente está ahí. Cierras los ojos para huir el dolor y el dolor, te encuentra del otro lado.

Volvieron a tomar de sus tragos y perdieron sus miradas casi al mismo tiempo, como si trataran el mismo dolor.

—Y ahora mi hermano está muerto.

Ella evitó parpadear.

—¿Cómo lo supiste?

—Algunas personas pueden reconocerse en la oscuridad.

Alejandro pensó en aquella extraña chica con la que había estado hablando, que parecía saberlo todo y que apareció de repente. Pensó que daba lo que no tenía; ella te daba miedo, pero tenia valor, te hacía confiar, pero no tenía ni la más mínima compasión hacia ti, aparentaba darte todo y en realidad, no te daba nada. Esa chica rara, conocía más de mí de lo que él me había llegado a conocer. Alejandro se dio cuenta. Y Merkel pensó en Alejandro como aquel hombre enamorado con pensamientos radicales: amarla era lo mejor que había sentido, por mucho tiempo. Lo mejor que había tenido, lo mejor que había hecho. Pero amarla, era estar en una infinita soledad. Sabía que duraría bastante tiempo, que los pensamientos en otro lugar, en otros años, con otras compañías estarían plagados de su nombre, de sus ojos, de su piel. Pero era algo a lo que él estaba dispuesto a soportar, porque era mejor esa soledad, que la soledad ordinaria: sin recuerdos, sin ansiedades, sin ella. Esos eran sus pensamientos, Merkel aseguró en su mente.

—Cuando el ruido se hizo presente, hubo un momento en que no pude escucharme a mí mismo y dudé quién era.

Alejandro era la respuesta a todas esas preguntas psicoanalíticas; los errores de los hijos, no siempre son culpa de los padres. Y viceversa. La venganza tiene un precio muy alto, la memoria te transforma a eso que creíste odiar y juraste nunca llegar a ser, ¡maldita mente! Maldita piel.

Merkel salió del bar haciendo resaltar unos cuantos detalles que harían notar la presencia de Alejandro en el lugar. Él seguía hablando consigo mismo y estaba en la lucidez de una borrachera, como si sus afirmaciones no fueran lo suficiente elocuentes.

—Yo tengo miedo— se pronunció, al aire, —todo el tiempo y eso, me molesta.

Los hombres dudan y temen cuando se percatan muy de frente, casi de modo drástico, que la mujer en realidad, es mucho más fuerte que ellos. Eso era parte del amor, pero él no lo sabía. Había tres formas en las que él me miraba: con admiración y cariño, con amor y deseo, y la última, con temor. Yo hacía como que no me daba cuenta, pero casi siempre lo notaba y fue terrible, las últimas miradas fueron con miedo.

—¿Qué va a pasar con él?

—Dudo que pueda mantenerse cerca, o incluso que pueda mantenerse de pie. Vámonos.

Merkel y Noether subieron al auto, mientras que Hadid lo observaba hablar solo a través del cristal. Alejandro la miró, y con eso, ambos sostuvieron la verdad de lo que en realidad había ocurrido, solo en ese momento, sabiendo que nunca más se verían de nuevo y nunca más mirarían hacia atrás.

—Hadid, ¿vienes?

Por poco llora, pero después recordó lo que Él jugador era y se odió por su pesar, aunque estuviese frente de su hermano.

A partir de ese momento, Alejandro no distinguiría cuándo y como sucedió. Si lo hizo cuando lo golpeó de forma brutal, si lo hizo cuando lo abandonó en la carretera y nunca regresó. O cuando jaló del volante y cayeron del puente. Sí lo hizo cuando desabrochó su cinturón y dejó que el río lo arrastrara. Habían sido tantas las veces en las que se imaginó haciéndole daño a su hermano, aunque eran mucho más las veces en las que él desaparecía. Su padre, su madre y él se disponían a disfrutar de una tranquila cena sin tener una silla vacía. Ya no tendría que engañar a su mente.

Mientras Merkel y Noether disfrutaban sus recientes victorias con la velocidad, mirando hacia el vacío Hadid permanecía en medio del asiento de atrás. Repasando los segundos que lo habían dibujado de pronto, todo tan diferente a lo planeado, a como lo había imaginado. Sentía vergüenza, pero al mismo tiempo tristeza y un sentimiento que no conocía, quizás impotencia. Las manos aún le temblaban, las escondió debajo de sus piernas para que ellas no se dieran cuenta.

—No cierro los ojos, porque cuando lo hago, regresa a mí.

Noether le dio una mirada despectiva, tenia lista la respuesta correcta, de esas que estaban plagadas de su típico sarcasmo, pero cuando iba a decirla Hadid continuó;

—Mis ojos han llorado más viendo nada, que viéndolo todo.

Noether no dijo nada. Se conformó con verle a los ojos desde el retrovisor y a que agradeciera su silencio. Aunque Noether era mucho más ruin que Merkel, aparentemente, habían ciertas cosas que no podías decirle a nuestra líder, por mucho que quisieras, una de ellas era mostrar arrepentimiento. Noether, en cambio, podía empatizar con eso, aunque no lo demostrara.

—Taladran mi cabeza y en ese sentido, no puedo pensar en vivir.

Los ojos de Noether se vaciaron en el infinito, como si en realidad estuviese reflexionando lo que le estaban diciendo.

Merkel volvió al coche.

Poco tiempo después, Hadid sintió las ganas necesarias de tirarse de un barranco.

Con las luces del mustang iluminando su camino, Hadid se aproximó a la orilla de la carretera y se hincó gimiendo de dolor, sacando por la boca el corazón.

—Quiero los "Nombres"— hizo una pausa, —de todos.

—Incluso con el video y FB, va a ser difícil ubicarlas a todas.

—No si agregamos a alguien.

Noether volteo a ver a Merkel y ella hizo lo mismo, después ambas miraron hacia el frente.

—El video, ¿lo filtraste todo?

Ella no respondió.

Las luces del mustang aún iluminaban los hombros descubiertos de Hadid, que se mantenía al ras del suelo.

—Él ya pagó el precio y ella, ella lo hará con creces.

—Toda la vida viene en pedazos, igual que tú.

Merkel fijó sus ojos en Noether y esta no retiró la mirada, hubo notas de desaire.

Ella no sabía qué esperar. Hadid estaba en una posición complicada, un lugar que había sido ocupado por otras integrantes del grupo, un lugar que Kahlo, si estuviese viva, describiría bien.

—¿Qué es esto?

—Lo sabrás cuando lo veas.

—Aliadas, Hadid.

—Iremos tras ellos, ¿cierto?

—Por cada uno de ellos.

—Hiciste bien, Hadid— aseguró Merkel, —y lo harás bien— completó con un guiño. Esa era la forma en que Merkel te hacía sentir bien contigo misma, de manera instantánea, como cuando el Vodka se encarga de ti y de todas tus inseguridades, de tus recuerdos, tus malas decisiones y tu tristeza, por lo menos, por algunas horas. Es horrible no saber lo que has hecho durante ese tiempo, pero es peor sobrevivir a plena conciencia entre los escombros.

Justo después de que la dejaran en el campus, Hadid entró a la biblioteca como si fuera un ratón más, con la cabeza abajo y las manos dentro de sus bolsillos. Caminó hasta el área de cómputo y escogió la computadora más cercana a la salida de emergencia, aquella pantalla que no se veía reflejada en las cámaras de seguridad ni en alguna otra persona que pasará por ahí o estuviera detrás. Insertó la memoria USB. Sus ojos cafés reflejaron miles de conversaciones de un chat privado. Los nombres, incluso fotos, videos aparecieron ante ella, sinónimo de violencia, una y otra vez, mientras más leía, más rabia hervía y mientras más rabia había, menos tristeza existía. Y lo vio a él; El cautivo y a muchos más conocidos y desconocidos, de distintas edades, de otros campus, otras ciudades. Y la vio a ella, Shelley y otras tantas mujeres, que no conocía o qué creía haber visto alguna vez. Ahí fue el momento exacto donde Hadid sintió que NF tenía sentido, porque si podían ir por uno, podían ir por todos. Después, fue a su departamento, se acostó en la cama, puso sus manos sobre su abdomen y viendo hacia el techo se dijo: Un día despertarán y se darán cuenta de que todo creció mientras dormían, sobrepasando cualquier pensamiento que ellos, los hombres, pudieron haber tenido de nosotras, ella pensó.

Al día siguiente Hadid ya tenía once "Nombres", algunos rondaban en el campus al mismo tiempo que ella sorbía una malteada de vainilla. Se imaginó reclutando a las nuevas integrantes de NF, sentada en una de las bancas de la fuente central, usando una mini falda de mezclilla y una playera suelta de Nirvana, lápiz labial rojo y el cabello recogido; era una completa antítesis de Hadid cazando nuevos "Nombres". Por algunas horas, se transformó en su idílica venganza.

—¿Tienes fuego?

La pregunta provino detrás de ella. Era una voz joven, nueva. Virgen.

—Llevo la rama encendida...— ella respondió.

—La dejaré caer en el bosque...

—Y todo arderá.

—¡Vaya!, ¡se dignó la princesa! ¡Ya era hora!

Mi reloj despertador de The powerpuff girls salió volando de puerta en puerta. Dejó de sonar justo cuando se abrió en dos. Había estado haciendo ruido toda la mañana.

—¡Wow!— gritó Noether.

—¿Qué diablos...? ¡Maldita loca!— y ella pateó el reloj por el pasillo y azotó su puerta. Noether de inmediato soltó su burla, Merkel sonrió sorprendida, —interesante— se dijo así misma.

—Oh Shelley, ahora no puedes matarla, ¿sabes?, sería demasiado obvio.

—No recordaba lo pequeño que son estos cuartos ¡Dios!

Sabía cómo habían entrado a la suite, sabía cómo habían entrado al colegio, pasando entre la gente o firmando el registro con seudónimos absurdos. Lo que no sabía era cómo habían entrado a mi cuarto, mi llave estaba en mi pantalón. Quizás tenían una llave maestra, de esas que tiene las dichosas moderadoras, pero eso ya no tenía importancia.

—No voy a preguntar ¿cómo estás? Es una pregunta estúpida que la gente normal hace, para sentirse bien consigo misma, no porque en realidad les interese. Aparte, no somos personas normales.

—Pero igual no nos interesa— soltó Noether.

—¿Cuándo hablarás sin tu maldito ego, de una vez por todas?

Lo dije, sin mucho sentido, pero lo hice, calmada y en voz baja, pero con rabia entre los dientes.

—¡Ops! Alguien está de malas— respondió.

—Shelley, quiero que sepas, que agradezco tu compromiso. Sé que fue difícil para ti hacerlo y al mismo tiempo, enterarte de que tu "Nombre" ya no está, fue en tan poco tiempo, debes de estar sintiendo mucho.

—¿Y qué es lo que estoy sintiendo, Merkel?— dije, ignorando la condescendiente introducción de Noether.

No estaba esperando una respuesta porque sabía que ella no me la iba a dar. Merkel se quedaría analizando mi estado crítico de ánimo, perforándome a través de su mirada calmada, de su seriedad carismática, sostenida del respaldo de la silla giratoria. Sus dedos entrelazados y el pacífico movimiento de lado a lado, suave y pausado, como un reflejo del tiempo que se tomaba conmigo.

—¡Tengo hambre!, ¿no tienes nada aquí?, ¿qué hay arriba?

—¡Deja eso!

—¿Qué?, ¿esto?

—Una lata...

—¡Suéltala!

—Suéltala.

Noether sonrió.

—Noether— Ella subió los brazos y se alejó al momento que Merkel pronunció su nombre.

—Sal un momento.

Noether tiró la lata en la cama y de forma repentina, salió de la habitación.

—Vacío.

—¿Qué?

—Sientes un vacío porque estás en shock, después sentirás alivio porque ya lo hiciste, pronto no sentirás nada porque ya es parte de ti. Y con el tiempo, lo sentirás como un recuerdo aislado que si logras enterrarlo, no pesará tanto. Pero estará enterrado en tu patio y siempre sabrás donde cavar.

—No me pesa.

—¿No?

—No.

—Entonces, ¿qué sientes?

—Nada— y después pensé antes de contestar, —nada— dije.

—Nada. Eso es. Ahora, no tienes nada, nada que perder. Mi primera persona favorita— y ella sonrió.

Porque su segunda persona favorita era aquella que le abundaban los motivos, pero su primera, era la que ya no tenía nada. Nada que perder. Y así, al final, volvía a ser yo.

—Bienvenida al vacío.

Nuestros rostros se pintaron de luz roja y un estruendo me quemó los oídos. No soy de las personas que reaccionan de inmediato ante las tragedias, me aferró inútil al piso o a lo que encuentre a la mano, considerando que lo que acaba de pasar no ha pasado, pidiendo despertar de la pesadilla. Pensé en el tiempo, ese que a su conveniencia pasaba tan rápido y a la vez, pasa lento de forma brutal, pensé en los microsegundos del tercer día, cuando por fin caí dormida y cuando abrí los ojos y desperté. Y morí. Debieron ser los últimos microsegundos de felicidad que existirían en mi corta vida solo porque mi cerebro aún no se comunicaba con mis ojos y lo que había pasado ayer, anteayer, no había vuelto para el colapso en mi cabeza. Aún no estaba, no existía, no había pasado. Puedo culpar a mi cerebro, lento. Inútil. Imperfecto. Debí de haber sentido algo, en cambio, no sentí nada. Como si no existiese la importancia suficiente para escalarlo en un sueño, en mi subconsciente, en una señal. Pero en realidad, yo debía haberlo escalado: en mi corazón, en mi mente, en el alma. Yo debía de haber sentido algo, algo que perdurara, pero todo seguía igual. Y unos minutos después, me sorprendió su ausencia. La advertencia nunca llegó, y yo la esperé y esperé, mucho antes de que existiera la posibilidad de que eso tan terrible pasara. Hasta que caí en el precipicio de la realidad y pasó.

Todo volvió a ser negro. Pedí despertarme del sueño, cerré los ojos y los volví abrir, consumiéndome de nuevo en el maldito día, en la misma realidad, la vida de mierda. Mi papá está muerto.

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