16. El Del Partido
Se me ha hecho tarde y todo por culpa de Oli, que ha llegado a casa con la noticia del siglo, justo cuando estaba por salir. Ha dejado el trabajo. Así que la locura no se hizo esperar e invadió el piso.
Mientras Óscar lo besaba, yo pedía a gritos mi cachito de Oliver para poder abrazarlo y felicitarle por su valiente decisión, y todo esto con los ladridos de Seven de fondo, al que le gusta festejar cualquier cosa con nosotros.
Y cuando ya me iba, contenta porque al fin alguien ponía en su sitio a ese doctor homófobo, cuya única neurona solo funciona para hacer su trabajo, mi amigo se acercó a despedirme en la puerta.
—Alguien me dijo hace algo más de una semana que no esperaría a que su suerte le marcase el ritmo, que si se trataba de enamorar al hombre de su vida, lo haría ella misma.
—Y eso que no bebí ese día, ¿eh? Estaba yo muy poeta —me burlé al recordar también mis palabras.
—Hoy esa mujer —continuó él sin reír conmigo—, no necesita hacer nada porque él ya la quiere.
Sus últimas palabras me afectaron, se agarraron a mi pecho y, como si lo hubieran exprimido, consiguieron que se me empañasen los ojos de lágrimas.
—Bonito, Oli, pero ¿tú lo ves junto a mí? —enfaticé con los brazos abiertos, tan parecida a él con ese toque de exageración escénica que solo me faltó llorar del todo—. No, ¿verdad?, pues no debe quererme demasiado.
—Deja por una vez que fluyan tus sentimientos, Leire.
No hablamos de magia en cuanto a mi superstición se refiere, pero de nuevo esas palabras de Oliver actuaron como tal, provocando mi llanto al sonido de ellas. ¿Quería que los dejara fluir?, pues ahí iban mis sentimientos mezclados con mocos en su camiseta.
Total, que mientras retoqué mi maquillaje, tomé la tila que Óscar me preparó y me despedí de ambos entre gritos de animadoras locas, pasó la media hora de margen que toda cita se merece para llegar a tiempo. Añade otra media para aparcar y correr con tacones.
Mira si será tarde, que ni compañeros de la policía me encuentro por las inmediaciones del Palacio de Deportes.
Activo mi entrada en la puerta. Y no hago más que pasar el primer control de seguridad cuando un empleado de la federación me dice que me acompañará a mi localidad. ¡Joder!, esto de ser V. I. P aquí sí que te abre puertas de verdad, o más bien levanta a otros V. I. P. S de sus asientos para que tú puedas pasar por delante, aunque el partido esté a punto de comenzar y tú molestando con tu culo en la cara de todos ellos.
El cronómetro de tan importante final deportiva no se retrasará solo porque yo ande aún levantando a gente y pidiendo perdón por ello. El árbitro del encuentro da por iniciado el partido con su silbato.
Los aplausos, gritos y vítores de ánimo dan calor a la selección, pero yo solo puedo ver a Manu que cumple con su patrón supersticioso antes del saque inicial. Pisa el balón y lo mueve de izquierda a derecha siete veces antes de pasarlo a su compañero.
Sonrío como una madre orgullosa de la educación de su hijo. Un par de lecciones, y míralo, ya vuela solo.
Y entonces me tapo la boca asombrada por mi comparación.
Manu ha pasado a un plano mucho más familiar, emocionalmente hablando. En vez de quererlo como a un amigo, lo que siento por él se asemeja más a lo que puedo sentir por Óscar, Oliver o Daniela, algo así como: que nadie lo toque porque lo mato, pero yo no lo tocaré tampoco demasiado que se vería feo.
—Vamos a ver si dejamos de molestar, ¿no?
El hombre sentado a mi derecha me hace perder la concentración con su comentario.
Y es que no soy la única en llegar tarde, otro tipo quiere llegar hasta mí, solo que no veo asientos libres a mi izquierda.
—Asunto oficial.
Oh, oh, es “oficial” suena muy parecido a…
Miro hacia arriba y no puedo decir que vea su sonrisa, está en modo trabajo así no lleve el uniforme.
—Cédame el asiento, caballero.
Héctor no se anda con tonterías y enseña su placa para impresionar al hombre, este, que no entiende que es solo un agente sin autoridad, se acojona y se levanta, solo que insiste una vez más en demostrar su descontento con la organización.
—¡Trescientos euros! La entrada me ha costado trescientos euros y no veré una puta mierda.
—Pobre hombre —lo defiendo cuando Héctor le quita el sitio.
—Ha tenido la “mala suerte” de sentarse a tu lado —dice para nada avergonzado de lo que ha hecho, mientras entrecomillaba con los dedos sus palabras.
—¿A qué has venido? —pregunto ahora sin mirarlo, si lo hago no seré capaz de mantener mi pose orgullosa.
—A ver el partido desde luego que no, Manu Torres ha conseguido que odie el fútbol.
Me revuelvo en el asiento, incómoda y nerviosa, puede parecer que es por el gol que acaba de meter Portugal, pero se debe a que Héctor ha confesado que ha venido por mí.
—Pues si no vas a verlo, deberías devolver el asiento a su propietario.
—No, que no hubiera venido. ¿A quién se le ocurre pagar trescientos pavos cuando está claro que perderemos?
No me lo puedo creer, no será magia, pero tiene el don de la clarividencia.
Portugal acaba de meter otro gol.
Busco con la mirada a Manu, y él encuentra la mía. Levanta sus brazos para dejarlos caer luego derrotados.
Minuto tres, joder, lo mires por donde lo mires, por delante o por detrás del cronómetro, el siete se ve tan lejos que seguro encajan otro gol.
—Ayúdame —le pido de repente a Héctor.
Él me mira atónito por mi reacción. Ya estoy de pie, llevándome un par de abucheos para que me siente y les deje ver algo.
—¿Para qué si vamos perdiendo? —le grito a todo aquel que me increpa.
Héctor tira de mi mano para que me siente de nuevo.
—Esta gente tiene razón si pagan tanto dinero por ver esto, no los desafíes.
—Tenemos que hacer que se suspenda el partido.
—Estás de coña.
—Manu no puede perder, o dejará de creer en su suerte.
—¿Me ves cara de mamporrero? —pregunta molesto—. Porque ahora mismo lo que quiero es que ese tío deje de mirarte como lo hace, no meterlo de nuevo en tu cama.
Manu está desquiciado, lo han sustituido y en vez de prestar atención al juego de sus compañeros se ha girado al público para buscar mi apoyo.
—Deja de pensar en ti por un momento, esto se lo debes a tu país.
Lo empujo con energía para hacerle levantar. Héctor no opone resistencia y sale delante de mí, por entre las piernas de la gente de la fila. Todos nos insultan, todos nos tiran cosas, yo obviamente les saco el dedo corazón. ¡Malditos gilipollas! Si no soluciono esto, España perderá y habrán tirado ese dinero a la basura.
Ya en el pasillo de las escaleras, Héctor me pide una explicación.
—Y que sean muy buenas, Leire, porque me estás cabreando.
—Métete en el circuito de luz y córtala por unos instantes.
No será tan complicado para él cuando es un hacker desde niño, ¿por qué me mira así?
—¿Me estás pidiendo que cometa otro delito?, pero bueno ¿a ti te regalaron la placa en una reunión familiar, o qué?
—Será un delito chiquitito de nada, no seas quejica. Vamos, no tenemos tiempo —le ordeno moviendo su apetecible y duro cuerpo para que salgamos a los túneles de las gradas.
El reloj del partido se pone en funcionamiento de nuevo.
Agarro su mano para que me siga.
—Debo de estar muy loco por ti, no tengo otra respuesta a mi consentimiento.
—No solo te gusto, ¿eh, Camacho? —le digo con picardía. Me alegra que lo reconozca, así, cuando esto acabe, podré decirle que yo también…
—No. —Héctor se ha detenido en seco y tirado de mí.
Nuestros cuerpos han chocado con la inevitable fuerza de reacción mutua en su atracción, ambos de frente podríamos acariciar al otro si quisiéramos. Héctor me sostiene de la cintura y me aprieta hasta hacerme estremecer con él.
—Es mucho más que eso, Leire.
Atrapa mi cabeza para exponer mi boca, la que se abre por instinto al ver su sonrisa, al ver sus labios tan tiernos acercarse a los míos.
Nuestro beso húmedo y nuestro intercambio de sensaciones aceleradas nos sumergen en una burbuja inmune a los sonidos.
O eso he creído, porque el tercer gol de Portugal provoca los gritos de desánimo de muchos aficionados, que maldicen su perra suerte, o en su defecto, la del equipo nacional.
—No hay tiempo, Héctor, por favor —le imploro.
—No puedes jugar conmigo de esta manera, Leire.
—Podemos hablarlo luego si quieres, a solas tú y yo. Nada de juegos esta vez, nada de reglas.
Héctor me mira sorprendido, creo que lo entiende a la perfección. Nada de “siete” que nos separe.
—Vamos a fundir Madrid, oficial.
Le devuelvo el beso que me da, que apenas es un roce, mientras sonrío.
Y presiento que el Héctor del que me he enamorado ha vuelto más dispuesto a luchar que nunca, porque arremete de nuevo contra mi boca, elevando así la temperatura del Pabellón. Lo digo porque yo al menos me siento arder bajo sus manos, grandes, suaves…
Y entregada al desenfreno de sus caricias, las que ya se impregnan en la fina tela de mi vestido, me dejo llevar por él hasta los baños más cercanos.
Entramos sin dejar de besarnos, buscando una intimidad que dudo que encontremos si no revisamos bien cada servicio individual.
Una vez nos hemos asegurado de que estamos solos, Héctor acerca sus caderas a las mías, haciendo que mi corazón golpee con fuerza mi pecho, pegado al suyo. Sus brazos me tienen encerrada y su boca respira conmigo en el nuevo beso.
Mi respiración entrecortada pronto me dejará en evidencia, al parecer mi cuerpo necesita más. Su lengua me enloquece y no puedo más que responder con las mismas ganas que le tengo.
La expectativa de ser vistos, lejos de echarme para atrás, me excita demasiado, desvergüenza que no tarda en llegarme cuando noto que Héctor se quita el botón de sus pantalones. Luego, mete las manos por debajo de mi vestido, el que deja enrollado en mi cintura cuando sus caricias se convierten en agarre sobre mi culo para pegarme más a él. Eso termina por humedecerme.
Se separa un poco, me mira y me sonríe justo cuando mi mano se pierde en el interior de su pantalón. El cronómetro volverá a parar, tenemos tiempo.
La estrategia tiene que funcionar, es sencilla. Héctor espera a mi señal desde el control de televisión para sabotear la instalación y así dejar a oscuras el Palacio de Deportes por un par de segundos, no necesitamos más.
Tiene que ser ahora, estamos a escasos dos minutos del descanso.
Yo he tomado ejemplo de Héctor, que llega a donde quiere con su placa, y enseño la mía para hacerme hueco entre los aficionados de la primera fila, alcanzando el banquillo. Era la única manera que tenía de llamar la atención de Manu.
Preparo mi teléfono móvil para el próximo tiempo muerto. Localizo el contacto de Héctor, solo tengo que esperar al pitido del árbitro y…
Le doy a llamar, y antes del tercer tono que oigo, puedo decir que tampoco veo nada.
La confusión es máxima, la gente comienza a gritar, pero justo en dos segundos más, la luz regresa acallando la incertidumbre.
Eso sí, con un pequeño inconveniente factoría de Héctor.
El marcador queda anulado, todo en él desaparece. Este parpadea y se ilumina de nuevo llamando la atención de todos los presentes. No por ello Portugal no ha metido sus tres goles, eso nadie lo podrá negar, es para que Manu confíe de nuevo en su suerte.
Se puede apreciar el 77:77 digital.
El capitán de la roja, el que ya es mi amigo, me busca con la mirada de nuevo hasta encontrarme detrás de sus compañeros suplentes. Sonríe, está feliz. De hecho ríe a carcajadas cuando yo asiento con la cabeza, con una sonrisa también.
Ahora tiene que salir a la cancha, patear el balón como sabe hacerlo y liderar a su equipo hacia la victoria.
Pero entonces se acerca a mí y hace explotar mi mundo. Y todo ese universo que dice Héctor, en el que creí poder ser feliz con él, ya no existe, se ha desmoronado. Porque aunque siga parpadeando ese cuádruple número en el marcador, mi suerte me dice adiós para siempre.
Llámame paranoica, yo prefiero definirme a partir de ahora como gafe. Estoy convencida de que he traspasado mi buena fortuna a Manu a través del beso que me roba delante de los espectadores de media Europa.
♣️❤️♠️♦️
Llegando al final del partido, al final del libro 😭
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