2
Cada vez que te transformé en una idea sobre papel, lo hice con tinta roja; la única regla inquebrantable dentro de la religión que yo mismo instauré en tu nombre. Representarte como algo que no eras, en mi cabeza, suponía el mismo infierno. Infracción y condena a la vez, pues para mí, eras rojo. Hay tanto de ti en ese color, o de él en ti, que sigo sin saber identificar cuál de las dos ideas es la correcta. Hoy en día incluso no sé distinguir si lo hacías a propósito o nada más era algo que debía ser así, pues cada vez que alguien te preguntaba por tu color favorito, tú elegías el verde. Pero para mí, el rojo era la respuesta más acertada.
Tus ojos negros parecían reflejar de vez en cuando todos sus matices. Había un tono exacto para cada uno de tus momentos.
Recuerdo, por ejemplo, el carmelia de los cristales en los extremos de la cruz del rosario que llevabas alrededor del cuello la noche que nos conocimos: como granitos de granada, tu fruta favorita; resplandecían de una manera espectacular cada vez que las golpeaban los reflejos de la bola de espejos que colgaba del techo. La cereza negra de los restos de labial que llevabas en la boca y no te pertenecía. O el cardenal de los rasguños en tu pecho que asomaban por el cuello abierto de tu camisa.
El jaspe arrebolado sobre la punta de tu nariz era precioso, en los pómulos y por toda la boca cuando estabas agitado porque el corazón te latía rápido y el calor se te subía a la cara y te ponías frenético por el ansia que te provocaba la necesidad de contacto cuerpo a cuerpo, que era distinto al rubor cornalina que llevabas recién llegado de correr. Y muy diferente al culebra de cuando estabas avergonzado. Ese último era más difícil de ver que todos los demás. Y gracias a eso, y a lo singulares que eran cada uno de ellos, siempre podía saber si querías cogerme, si venías sudando por el ejercicio o si te había atrapado haciendo, pensando, planeando algo que no se suponía que yo debiese saber en ese momento. O nunca.
Usabas mucho rojo, también. En las piedras que adornaban tus anillos y collares, en las agujetas de tus botas negras, en el delineador que usabas en la línea de agua de vez en cuando, para disimular tus ojos rojos por el llanto o por la droga o por los dos. O en tu cabello, que casi siempre era ese rubio desordenado que dejaba ver las raíces tan castañas que parecían negras, pero que por una temporada teñiste del escarlata más brillante del mundo. Un rojo extraído directo de una estrella muy fría o un beso muy caliente.
Me gustabas mucho de pelirrojo, pero me fascinabas más de platinado. Me encantaba que se te viera así, tan desaliñado, porque eras demasiado perezoso para los retoques constantes. Que usaras las camisas arrugadas, de la secadora al armario y del armario a tu cuerpo. Esos destellos de carne viva en tus dedos por las cuerdas de la guitarra o por tus uñas arrancando un trozo tras otro de piel si llegaba la ansiedad. Cuando los lamía, sabían mucho a ti. A veces más que tu boca. Desearte tan poco pulcro era mi prueba irrefutable de que te adoraba incluso más allá de mi propia razón.
También te gustaba el rojo en la casa. No en la tuya, la nuestra. Tu departamento era una cueva fría, pero el nuestro era una habitación de motel barato. Las sábanas oscuras, las cortinas black-out, la pared sanguinolenta del fondo. A veces, cuando tengo pesadillas, me sueño en esa habitación. Me veo a mi mismo echado sobre la cama, mi vida empapando la colcha hasta pintarla de negro; el estómago abierto, las tripas de fuera. En mis pesadillas estoy solo, en mis fantasías no haces nada por regresar mis órganos a mi interior, recuestas tu mejilla sobre las vísceras. Las besas a ellas y luego a mí, porque claro que somos dos cosas separadas. Ellas te anhelan por su propia cuenta. Cuando despierto, quiero volver a nuestra madriguera refundida en el infierno.
¿Sabes qué más era rubí? El mango del cuchillo que guardaba ̶m̶o̶s en la mesita de noche. No puedo recordar de quién fue la idea, o mejor dicho, cuál de los dos tuvo las agallas de proponerla primero, ¿tú sí? ¿Importa? Uno no pregunta sobre el orígen de los talismanes, nada más se les venera.
La noche que nos conocimos fue en una tocada, o mejor dicho en la fiesta posterior a esta. Yo no vi el espectáculo, pero se me podía encontrar en cualquier after que prometiera alcohol adulterado y jeringas. En ese entonces no conocía de drogas duras corriendo en mi sistema, pero me encantaban los músicos, y ellos se congregaban donde se prometía el desenfreno. Así lo encontré; entonces solo era un bosquejo del que acabó siendo. De en quien lo convertí, aunque él jure que no y se revuelque de coraje pese a saber que es así, que en parte él también se debe a mí.
Paul. El invocado. Su nombre me gustó desde que me lo dijo con su aliento de cebada y tabaco y chicle de menta. Ni siquiera era capaz de enfocarme bien, lo supe gracias a la mirada perdida por ratos, pero su sonrisa me dijo que, quizá, tal vez también le atraía lo que le veía de vuelta cuando conseguía conectar con la realidad. Acababa de tirarse a una chica en el baño de la casa, todos nos enteramos. Ni la música pudo aplacar los gemidos, ni la falta de luz fue capaz de esconder las medias rotas, los rasguños en su pecho, el aroma a sudor y fluidos que expedían los dos. No se volvieron a dirigir la mirada en toda la noche, pero les quedó el buen humor para el resto de los invitados.
Me lo presentó Efrén, el puente entre nuestros mundos. El músico poeta que no era gran músico ni tan brillante poeta, pero trataba lo suficiente como para poder pulular entre ambas sociedades y, de vez en cuando, encontrarnos. Mediocre en el arte pero espléndido con todo lo demás, que no es poco decir. Había otros, como nosotros, que éramos buenos en el arte, pero de la vida conocíamos más bien poco. Sabía Dios cuál desgracia era peor.
Cuando nos hizo darnos la mano, yo bebía vino barato en un vaso desechable y él su quincuagésima cerveza. Arrastraba las palabras y su sonrisa resplandecía casi tanto como sus aretes en la oscuridad. Tenía muchos de esos en las orejas.
Una de las cosas de él que me resultó si no encantadora, sí bien interesante, fue la manera en que se sostenía de pie. El peso del cuerpo estaba mal distribuido, haciendo ver su cadera más afilada de lo que era en realidad. Se paraba como si fuese el dueño de esas tierras, no solo de la casa, sino de toda la cuadra. La forma en que los dedos delgados adornados por anillos se enroscaban alrededor del cuello de la botella como si fuese un cáliz divino y no vidrio pintado. Actuaba igual que una estrella de rock recién sacada de la última portada de la revista más vendida del puesto de periódicos de la esquina, incluso cuando la noche que nos conocimos ni él era famoso ni yo había publicado aún mi primer poema. Esto pasó mucho antes, aún nos faltaba demasiado por ver llover. Sin embargo, lo que de verdad me cautivó de aquello fue que se comportaba como si lo supiera, como si ya hubiese vivido la vida que el destino deparaba para él y ahora nada más estuviera volviendo a experimentarla con ojos de espectador. Esa aura esotérica del adivino. Eso fue lo que, de verdad, me enganchó a Paul en el primer consumo.
—Me gusta tu nombre —dijo, inclinándose hacia mí para que pudiera escucharlo por encima de la desenfrenada línea de guitarras que llegaba desde las bocinas. Su aliento acarició mi oreja y me erizó la piel de la nuca hasta la espalda baja—. Un gusto, Isaiah.
Viéndolo ahora, me parece curioso que haya dicho eso. Que le gustaba mi nombre. No creo que mintiese, porque eso de guardarse las cosas no le iba mucho. De hecho, en más de una ocasión me encontré pensando que me hubiese encantado que me dijera una mentira, que me habría tranquilizado más en un par de eventos desafortunados. Solo creo que, aunque le gustó, no lo suficiente
O quizá, le gustó más lo que en su mirada de ebrio vidente vio en mí. En lo que podía hacer de mí y conmigo. Lo que con el entrenamiento adecuado llegaría a representar para él, que era a sus ojos mucho más importante de lo que yo significaba para mí mismo.
No conversamos tanto más en esa fiesta, y no nos vimos por un par de semanas. Aunque no dejé de pensarlo, no me preocupé por las oportunidades perdidas ni salí como un desesperado a buscarlo en cada toquín cuyo cartel se exhibía por los callejones de los barrios más oscuros de la ciudad. Me senté a esperar, a sabiendas de que lo que había acariciado aquella noche ya era mío y solo debía aguardar a que volviera.
No nos encontramos de nuevo en uno de los conciertos de su banda, sino en un open-mic de una de mis amigas. Ahora estaba sobrio, intercambiamos teléfonos, empezamos a asistir a las mismas reuniones con previo pacto de encontrarnos ahí.
Antes de darme cuenta, comenzó a decirme Edén. Nunca más me llamó Isaiah y eso estuvo bien. Mi bautizo dado por su boca fue el más importante que yo hubiera experimentado, y ningún acta de nacimiento, credencial de identidad o ritual religioso estaba por encima de eso. Todas las bocas que alguna vez murmuraron el nombre del antiguo yo en la oscuridad pertenecían a un sueño lejano, bajo su piel, era el único que hasta entonces había pasado por mi cuerpo.
Mi primer libro lo firmé así: Edén.
Hablábamos a menudo de cómo, cuando me muriera, mi lápida diría mi nuevo nombre y su apellido. Solía decirme que le pertenecía, y no se equivocaba en eso; a mí me gustaba mucho estar a sus pies.
¡Buenas! Aquí todavía es monte y culebra, pero me hace feliz ver que habemos unos cuantos.
Cómo es costumbre para los que llevan por aquí ya un rato, preguntas: ¿qué impresión tienen hasta ahora de la novela? ¿A dónde creen que va?
Sobre la actuación de capítulos, no habrá un día específico. Estaré subiendo capítulo cuando tenga el siguiente corregido y editado, por lo que es probable que haya más de uno a la semana.
¡Nos estamos leyendo!
Xx, Anna.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro