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CAPÍTULO 8

El agosto llegaba a su fin, y con el paso a setiembre se acercaba también el comienzo de las clases.

Mi relación con Isabel se había enrarecido desde que tomara la decisión de besarla y huir, hacía ya once días. En aquellas once jornadas ninguno de los dos había sacado el tema. Nos comportábamos como si nada de aquello hubiera pasado y nos esforzábamos en seguir con nuestra rutina habitual, pero resultaba evidente que no era todo como antes de aquello. Cualquier leve roce nos alertaba; estábamos confundidos, y aquello no iba a cambiar por mucho que intentáramos engañarnos a nosotros mismos diciéndonos que todo iba bien.

Necesitábamos hablar, y aquel día me había levantado dispuesto a ponerle remedio a aquella incómoda situación.

Estaba punto de llegar a casa de Isabel cuando la vi salir corriendo. Los rostros preocupados de sus padres, quienes permanecían abrazados junto al quicio de la puerta, hicieron saltar todas mis alarmas. Estaba seguro de que algo iba mal.

No tardé en comenzar a correr en post de Isabel, me sacaba bastante ventaja y me costaba seguirle el ritmo, pero por fortuna la conocía bien y tenía una ligera idea de hacia dónde se dirigía.

La encontré en el parque, sentada junto a una de las porterías de fútbol y con su mano derecha aferrándose con firmeza al colgante que le había conseguido en la feria.

Las lágrimas se escurrían por sus ojos, tenía la mirada perdida en el horizonte y por cómo me miraba estuve seguro de que su mente se encontraba muy lejos de allí.

Apenas se inmutó cuando me senté a su lado y tomé la mano que le quedaba libre.

Decidí esperar en silencio a que volviera en sí. Parecía que lo estaba pasando mal y no quería interferir, únicamente quería que sintiera que estaba a su lado y que contaba con mi apoyo incondicional a pesar de no saber qué era lo que le pasaba.

Así pasamos varios minutos hasta que los ojos de Isabel se secaron devolviéndola a nuestra realidad.

Su primer impuso fue el de arrancarse el colgante que descansaba en su cuello, tomar mi mano y depositarlo en ella.

—Quiero que lo tengas tú —comentó en respuesta a mi mirada interrogante.

—¿Qué sucede, Isabel? —me atreví a preguntar a pesar de que no estaba seguro de estar preparado para oír la respuesta.

—En unas semanas, cuando empiecen de nuevo las clases, yo ya no estaré aquí —soltó al fin—. A mi padre le han ofrecido un ascenso en el trabajo al que no podía renunciar, por lo que debemos mudarnos toda la familia. Este ha sido mi último verano en el pueblo.

Isabel se incorporó después de pronunciar aquellas palabras, y se sacudió el vestido para eliminar el rastro de arena que había quedado en él.

En aquellos momentos era yo el que estaba en estado de shock, incapaz de asimilar aquella noticia.

Me sentía como si una bomba acabara de sacudir los cimientos de mi vida arrasando con todo a su paso.

—¿Cuándo os vais? —logré preguntar antes de que Isabel abandonara el parque. Me incorporé y recorrí la distancia que nos separaba, quedando justo frente a ella.

—En dos días. Nuestros padres no nos lo quisieron decir antes para que pudiéramos disfrutar de este último verano. Sabían que, de habérnoslo dicho, nos hubieran amargado las vacaciones.

—Nos vemos en este mismo lugar a las doce de esta noche —sentencié. Mi tono de voz no dejaba lugar para discusiones—. Yo también tengo algo que quiero darte.

Regrese a mi casa después de que Isabel me confirmara su asistencia, y en cuanto llegué a mi habitación comencé a rebuscar dentro de las muchas cajas que almacenaba en mi armario. En alguna de ellas tenía que estar el que, en aquel entonces, era para mí mi mayor tesoro.

Solté un suspiro de alivio al encontrarlo; por un momento temí haberlo perdido. Lo contemplé, lo acaricié suavemente con las yemas de los dedos y sonreí. Me daba mucha pena desprenderme de él, pues era mucho lo que significaba para mí, pero ahora tenía ya un nuevo tesoro y quería que Isabel conservara algo que le recordara siempre a mí.

Lo guardé en el bolsillo de mi chaqueta.

—Quiero que tiendas la mano y cierres los ojos.

Isabel y yo nos encontrábamos en el parque tal y como habíamos acordado. Me había tenido que escapas de casa por la ventana de mi habitación, pues estaba convencido de que mis padres no me hubieran dejado salir solo a aquellas horas. Era ya negra noche y tan solo nos acompañaba la luz de un par de farolas y el brillo de los astros, quienes eran nuestros confidentes en aquella dolorosa despedida.

Cuando Isabel me tendió su mano saqué la cadena dorada de mi bolsillo y la puse alrededor de su muñeca.

—Esta pulsera me la regaló mi abuelo —expliqué en cuanto ella abrió los ojos. Su mirada estaba perdida en la brillante joya, y se notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo por no derramar ninguna lágrima—. A él se la dio mi abuela cuando no eran más que unos niños, como lo somos tú y yo ahora, como promesa de que un día llegarían a formar una familia juntos. Y se cumplió. Ahora yo te la doy con la promesa de que llegará el día en el que volvamos a encontrarnos, y tengo la esperanza de que esta también llegue a cumplirse.

La distancia entre nosotros había ido menguando a medida que yo pronunciaba cada sílaba de mi discurso, y en cuanto acabé de entonar la última palabra nos fundimos en un abrazo al que ninguno de los dos quería ponerle fin.

Queríamos parar el tiempo y permanecer para siempre atrapados en aquel instante de felicidad, pero ambos sabíamos que aquello no era posible.

Nos fuimos separando poco a poco. Nuestros cuerpos quejándose al sentir de nuevo el frío de la noche.

—No voy a olvidar nunca nada de todo esto, Miguel. Te lo prometo.

—Yo tampoco voy a olvidarlo —susurré en cuanto ella ya se hubo ido, dejándome solo en aquel parque con la luna y las estrellas como únicas compañeras.

El pájaro plateado que pendía ahora de mi cuello resplandeció al reflejarse en él la luz de una de las farolas que iluminaban mi trayecto de vuelta a casa.

Me sentía vacío y completo a la vez.

En aquella ocasión la vuelta a la rutina fue mucho más dura de lo habitual. Sentía la clase vacía sin la presencia de Isabel, y los primeros días no fui ni siquiera capaz de jugar con mis amigos a la hora del recreo.

Aquel año a mi madre le habían cambiado el horario en el trabajo, y ya no me podía acompañar cada mañana al colegio. Aunque yo sigo pensando que fue ella misma la que pidió aquel cambio para no sentir tanto la ausencia de su amiga.

Por mi parte, iba y venía en bicicleta cada día; y tanto a la ida como a la vuelta pasaba por delante de la abandonada casa de Isabel. Me sentaba unos minutos e las escaleras de acceso al patio, y después simplemente me iba y seguía mi camino sintiéndome igual de vacío.

Algo cambió a mediados de octubre cuando, siguiendo con mi rutina habitual, me detuve frente a aquella casa rebosante de recuerdos.

Pero en aquella ocasión ya no pude entrar. Había una nueva familia instalándose en ella.

Agité levemente la mano en respuesta a su saludo, y me dispuse a continuar mi trayecto.

Ese día me di cuenta de que debía empezar a pasar página, aunque el colgante siguió pendiendo de mi cuello durante muchos años más.

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