Nuestras madres no tardaron en darse cuenta de nuestra cercanía, y a pesar de que no les queríamos contar nada de lo que había entre Isabel y yo, ellas acabaron por descubrirlo.
Enseguida decidieron apuntarse a nuestros planes.
Parecía que ellas estaban más emocionadas con nuestra relación de lo que nosotros mismos lo estábamos, pero al final supimos sacarle provecho a la situación. A fin y al cabo, eran muchas más las cosas que se podían hacer contando con la compañía de algún adulto.
Era un día especialmente caluroso de finales de mayo, e Isabel y yo habíamos salido a dar un paseo por el parque; con nuestras madres siguiéndonos de cerca. Nuestra idea era jugar con el balón en el cuidado césped todavía verde, y merendar un buen bocadillo a la sombra de los árboles para recuperar las fuerzas perdidas. Pero nos vimos obligados a cambiar de planes.
La frente de Isabel estaba perlada de sudor, y sus mejillas y nariz enrojecidas demostraban que debíamos guarecernos del sol. A juzgar por el calor que desprendía mi piel, yo no debía tener mejor aspecto.
Acabamos optando por ir al cine, y respiramos aliviados al sentir el frescor del aire acondicionado que trabajaba a toda potencia.
—¿Qué película te apetece ver? —me preguntó Isabel mientras me tomaba de la mano y me arrastraba hacia el panel en el que se mostraba la cartelera— Dejo que tu escojas, pero nada de películas tristes ni infantiles por favor.
Debió notar la sorpresa en mi rostro, pues añadió:
—¿Todavía no has aprendido que no debes juzgar tan rápido a las personas, Miguel? Sí, soy una niña. Y no, no siempre quiero ver películas de hadas y unicornios.
Tardé varios años en darle a aquellas palabras la importancia que se merecían. En aquel momento simplemente me centré en la cartelera y acabé eligiendo una película que, por la carátula, llamó mi atención. Tenía clasificación para mayores de dieciséis, pero teníamos que provechar que íbamos con nuestras madres.
Compramos dos butacas en la parte posterior de la sala para Isabel y para mí, y otras dos varias filas más adelante para ellas.
Un enorme cubo de palomitas ponía algo de distancia entre nosotros, impidiéndome ver por completo el rostro de Isabel cuya mirada estaba perdida en los anuncios que proyectaban en la gran pantalla.
Por mi parte, me dio tiempo de regalarle a mi madre un último vistazo de advertencia antes de que empezara la película. Algo así como un: mira la pantalla y deja de espiarnos.
En cuanto empezó el primer diálogo me abstraje de todo cuanto pasa a mí alrededor. Mi mirada se mantenía fija en la pantalla, y apenas percibía los murmullos de los demás integrantes de la sala. Todos mis sentidos estaban centrado en disfrutar de aquellas dos horas de proyección, incluido el del sabor mientras degustaba la extraña combinación de palomitas dulces y saladas que Isabel había escogido para ambos.
Hasta la fecha yo siempre había preferido las dulces, pero debía reconocer que el contraste de ambos sabores me había dejado gratamente sorprendido.
Después de aquel día, jamás volví a pedirme solo palomitas dulces al ir al cine.
Inmerso por completo en la trama de la película llegué incluso a olvidarme de que Isabel estaba a mi lado. Recuperé la consciencia acerca de ello cuando sentí la calidez de su mano buscando la mía.
Se la tendí, y agradecí la oscuridad de la sala pues estaba seguro de que me había ruborizado y no quería que mi madre me viera tan vulnerable pues no dudaba de que encontraría la manera de usar aquello en mi contra.
Isabel y yo permanecimos tomados de la mano hasta la última escena. El cubo de palomitas que al comienzo nos separaba ahora estaba a nuestros pies, ya vacío.
—¿Te ha gustado la película? —me atreví a preguntar en cuanto salimos de la sala. En el exterior había comenzado a correr la brisa refrescando levemente el ambiente, y a pesar de que nos costó, logramos convencer a nuestras madres para que nos dejaran volver a casa dando un paseo los dos solos, sin su compañía.
Isabel asintió, y una radiante sonrisa se trazó en su rostro.
—¡Pues claro que me ha gustado! –exclamó. Y tras soltarme la mano, se puso frente a mí pero dejando algo de distancia entre ambos— Especialmente la escena en la que Judit derrota a los tres rebeldes con su pistola de rayos.
Entonces, sin importarle el hecho de que nos encontráramos en mitad de la calle, Isabel se puso a imitar aquella escena. Saltaba mientras sacudía sus piernas en un intento por hacer que parecieran patadas profesionales, y movía sus puños como si estuviera golpeando a un enemigo imaginario. Y en cuanto decidió ponerle fin a aquella demostración de artes marciales, adoptó una nueva posición de ataque y haciendo como si cargara una enorme pistola entre sus manos, apuntó directo hacia mí.
—¡No, por favor, ten piedad! —grité imitando la escena final de la película. Me arrodillé, e Isabel no tardó en colocar su pie encima de uno de mis hombros sin dejar de hacer como si me apuntara con su amenazante arma— Tengo una mujer y tres hijos que dependen de mí, ¿cómo van a sobrevivir si acabas conmigo?
—Es necesario erradicar la maldad de este mundo —sentenció ella. Y tras pronunciar aquellas palabras, imitó el sonido de un disparo.
Siguiéndole el juego me tendí en el suelo y me sacudí como si una fuerte corriente eléctrica estuviera recorriendo mi cuerpo. Y finalmente me quedé inmóvil, con la mirada perdida en el cielo que se iba oscureciendo cada vez más.
Me quedé quieto hasta que Isabel me tendió una mano para ayudarme a incorporarme, y entre risas y más imitaciones nos dispusimos a seguir con nuestro camino.
No tardamos en llegar a su casa.
—Nos vemos mañana Miguel —se despidió en cuanto estuvimos frente a la puerta del que era su hogar. Y tras salvar la distancia que nos separaba, me dio un dulce beso en la mejilla. Después de aquel gesto entró corriendo sin darme la oportunidad de responder.
Me quedé unos instantes quieto, embobado. Mis piernas no respondían a mis órdenes, y únicamente era capaz de acariciar con mi mano la zona en la que había sentido aquel dulce contacto. Mi mente estaba confundida, pues no acababa de entender cómo aquel gesto aparentemente insignificante me había hecho sentir tan bien.
El pitido de una bocina me despertó de mi ensoñación. Me di la vuelta y corrí en dirección al coche, donde mi madre aguardaba para ir a casa.
Cumpliendo con lo prometido fui a casa de Isabel al día siguiente, pero cuando llegué ella todavía no había vuelto de su clase de inglés. Fue su madre quien me abrió la puerta y me invitó a pasar, ofreciéndome un batido de chocolate mientras esperaba a que Isabel regresara.
Para mi desgracia, sus dos hermanos mayores decidieron unirse a mí y hacerme compañía. Por las facciones endurecidas de sus rostros enseguida tuve claro que no todos los miembros de la familia de Isabel estaban a favor de nuestra relación.
—¿Ya te has besado con nuestra hermana? —preguntó el mayor de ellos. Solo sabía de él lo poco que Isabel me había querido contar: que se llamaba Sergio y que estaba a punto de cumplir los dieciséis años.
Me ruboricé al recordar el beso del día anterior.
—¡Lo sabía! —gritó Roberto, el otro hermano— Ha mancillado a nuestra hermana. Sus labios se han unido, y sus lenguas han danzado al son de un baile de saliva y microbios.
Mi cara se contrajo en un gesto de repulsión al imaginarme aquello. Sabía de lo que hablaban, pues lo había visto en películas y también me había fijado en cómo lo hacían mis padres, pero no entendía cómo podía siquiera pensar que Isabel y yo habíamos llegado a dar ese paso. Además, ¿qué interés podía tener yo en hacer algo que resultaba evidente que tenía que ser de lo más desagradable?
—Sólo te diré una cosa muchacho —intervino Sergio mientras con su dedo índice apuntaba directamente a mi pecho. Me iba dando leves toques mientras hablaba, buscando con aquel gesto imponer su autoridad y exigir respeto: cosa que estaba consiguiendo—, mantén la bragueta abrochada y los pantalones en su sitio.
Me costó mucho más comprender aquella referencia, pero cuando lo hice sentí mi rostro arder. Únicamente quería huir de allí, llegar a mi casa y alejarme de aquel interrogatorio que comenzaba a incomodarme cada vez más. Pero los dos jóvenes no tenían intención de dejarme marchar.
En clase la profesora nos había hablado del acto reproductivo, pero no lograba entender qué razón podíamos tener Isabel y yo para llevarlo a cabo. ¿No era acaso algo que hacían solamente los adultos cuando querían tener hijos? Mi cabeza no le encontraba a aquello ningún sentido. ¿Qué otro motivo podría haber para querer llevar a cabo algo tan asqueroso como aquello, más allá del querer engendrar descendencia?
—Yo... —logré susurrar. Mi voz se trabó a media oración, y tuve que darle un sorbo al batido para calmar mi reseca garganta— No lo entiendo. ¿Por qué querría hacer eso con vuestra hermana?
Sergio estalló en carcajadas en cuanto acabé de formular aquella pregunta, y Roberto no tardó en unírsele.
—Parece que hoy en día no os enseñan nada —comentó el mayor de los hermanos—. Está bien, sígueme. Vamos a hacer que madures.
No me quedó más remedio que obedecer y seguirles hacia las escaleras. Subimos, y acabamos en un pequeño despacho ocupado por una mesa, varias estanterías repletas de libros y en un rincón un viejo ordenador de sobremesa.
Sergio lo encendió, y mientras esperaba a que apareciera la pantalla de inicio me acercó una silla para que me sentara a su lado.
Ocupé mi sitio sin rechistar.
Transcurrieron un par de minutos en los que estuvimos en absoluto silencio, oyendo tan solo el zumbido del motor del ordenador que se esforzaba en arrancar.
En cuanto la pantalla se iluminó y apareció en ella el cursor, los hermanos abrieron el explorador de internet y entraron en una página web cuyo nombre no alcancé a visualizar.
Y así, tras darle play al vídeo que habían escogido, se dispusieron a acabar de un plumazo con toda la inocencia que quedaba en mi interior.
La imagen de aquella mujer se quedó grabada a fuego en mi mente. Permanecía de rodillas, completamente desnuda, y un hombre se acercaba a ella mientras se desabrochaba los pantalones.
Fui incapaz de ver nada más, pues cerré los ojos con fuerza y me concentré en evadirme de todo cuanto estaba sucediendo. Pero me fue imposible dejar de oír los gritos y los gemidos que salían por los altavoces del monitor.
Quería huir. Solo pensaba en salir de allí y correr hacia mi casa, pero me sentía atrapado.
Me removí en mi asiento. Sentía las mejillas húmedas. No entendía qué estaba pasando, y no me gustaba nada aquella sensación.
Tras mucho intentarlo conseguí reunir las fuerzas suficientes como para levantarme del asiento, y sin molestarme en despedirme de la madre de Isabel me fui corriendo hacia mi casa.
Me encerré en mi habitación nada más llegar, y escondiendo mi rostro en la almohada me permití liberar todas las lágrimas que me había estado esforzando en retener.
¿Cómo iba a ser capaz de volver a mirar a Isabel a la cara después de aquello?
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