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CAPÍTULO 1

Intenté escapar por quinta vez en lo que llevábamos de hora, y por quinta vez mi madre me llamó la atención. Vi en sus ojos que no estaba nada satisfecha con mi comportamiento, y sabiendo que a la próxima no se contentaría con lanzarme una mirada de advertencia decidí desistir en mi intento de huida.

Me acerqué una silla a la ventana y me senté en ella, resignado. Empecé a balancear mis piernas aprovechando que estas no me llegaban al suelo, e intentando buscar algo que me sirviera de distracción empecé a escrutar tras aquel cristal confiando en encontrar algo de mi interés en el lejano horizonte.

No había nada. Solo el verde y cuidado césped de aquel extenso jardín.

—¡Es hora de merendar! —exclamó la mujer que estaba sentada junto a mi madre. A continuación se levantó, haciendo un horrible sonido al arrastrar la silla, y se dirigió a la cocina.

No tardé en oír, sobre mi cabeza, el retumbar de las pisadas acompañado de los molestos gritos de todas las niñas que bajan corriendo por las escaleras.

Una, dos, tres...

Llegué a contar ocho, aunque parecían todas iguales con sus disfraces de princesa y sus rostros repletos de purpurina. Al sentarse alrededor de la mesa vi que en realidad eran nueve.

Por fortuna parecía que ninguna había reparado en mí. Suspiré aliviado, y me sentí todavía más cómodo cuando apagaron las luces.

La mujer que había entrado en la cocina volvió a salir, esta vez cargando una enorme tarta entre sus manos, y todos empezaron a cantar. Yo me quedé embobado contemplando la chisporroteante luz de las bengalas. Cuando la mujer dejó el postre frente a su hija estas ya se habían apagado, por lo que la titilante llama de la vela en forma de once era todo cuanto iluminaba la sala.

Eso, y algún flash de los móviles que intentaban captar imágenes de aquel momento.

Se hizo la penumbra cuando la niña apagó la llama de un soplido, y yo no pude evitar reírme al ver cómo su largo pelo castaño se manchaba con la nata que rodeaba la tarta.

Afortunadamente nadie logró oírme, pues estaban todos demasiado concentrados aplaudiendo y felicitando a la cumpleañera.

Volvieron a encender las luces, y un hombre empezó a cortar el pastel.

Tras servir a todas las niñas se acercó a mí con una sonrisa en el rostro y un plato en la mano. Me lo tendió, y a pesar de que me planteé rehusar su oferta no pude resistirme. El olor a chocolate me hipnotizaba. Tomé el plato e intenté dibujar en mi rostro una leve sonrisa.

—Gracias —dije en apenas un susurro. De reojo vi como mi madre asentía satisfecha.

Decidí no darle mayor importancia y empecé a comerme mi pedazo de tarta ignorando todo cuanto sucedía a mí alrededor. Cuando terminé y levanté la mirada me di cuenta de que había cometido un grave error.

Isabel me estaba mirando desde el final de la mesa. Ya no quedaba rastro de nata en su pelo, y una sincera sonrisa decoraba su rostro.

Parecía que al final se había dado cuenta de mi presencia.

Vi como me hacía señas intentando llamar mi atención, pero no entendía qué era lo que me quería decir. Con su dedo me apuntaba a mí, y después a la comisura de sus labios.

Como no la comprendía decidí ignorarla y volví a mirar a través de la ventana, pues el césped me parecía más interesante que aquella fiesta.

—¡Miguel! —exclamó Isabel con su cargante voz. Era tan aguda que resultaba molesta, tanto que algunas veces llegaba incluso a darme dolor de cabeza— Tienes los labios manchados de chocolate.

Sentí como sus amigas desviaban sus miradas hacia mí. Me sonrojé, tomé una servilleta para limpiarme y me dediqué a maldecir en silencio a la niña que me había dejado en ridículo frente a todos.

Tras terminarse sus pedazos de pastel se pusieron a cuchichear entre ellas, y de vez en cuando me lanzaban alguna mirada nada disimulada. Yo hacía como si no me diera cuenta, pero la situación empezaba a ponerme nervioso.

Decidí bajar de la silla y acercarme a mi madre para suplicarle que me liberase de aquella tortura.

—¿Cuándo nos iremos? —me atreví a preguntar. Tantas horas de aburrimiento me habían proporcionado la valentía suficiente como para hacerle frente a la única mujer que podía llegar a darme auténtico pavor.

—¿Por qué no vas a jugar con las niñas, Miguel? —me preguntó en vez de darme una respuesta.

—No quiero jugar con ellas, no me gustan sus juegos. Quiero irme a casa —refunfuñé.

—Si no quieres jugar con ellas, siéntate —comentó al final en un tono de voz que dejaba claro que no había lugar para discusiones. Por su parte, el tema estaba zanjado.

Mi madre y la madre de Isabel eran muy amigas. Se conocían desde que eran pequeñas, pues fueron juntas al colegio, y ya entonces su mayor sueño era que sus hijos llegaran a ser grandes amigos como lo fueron ellas. El que Isabel y yo tuviéramos la misma edad y fuéramos a la misma clase les dio la excusa perfecta para intentar juntarnos, y a pesar de que yo me esforzaba en truncar todos sus planes ellas no se rendían.

El llevarme a la fuerza a la fiesta de cumpleaños de Isabel fue otro de sus maquiavélicos planes.

Volví a sentarme en mi sitio.

—Isabel, cariño, ¿por qué no dejáis que Miguel juegue un rato con vosotras? —intervino la madre de Isabel cuando su hija y sus amigas se levantaron de la mesa con la intención de regresar al cuarto de juegos.

Miré a mi madre buscando su compasión, pero ella no pareció reparar en mí. O quizás simplemente me estaba ignorando. En cualquier caso tuve claro que estaba condenado.

Isabel se acercó a mí y me tomó de la mano. Quise apartarme. Deseaba acabar con aquel contacto pero por alguna extraña razón no pude. La calidez de su mano me resultaba muy agradable.

Cuando levanté la mirada me di cuenta de que se había sonrojado. Solo entonces reparé en que yo también.

Mis mejillas ardían.

Al fin encontré las fuerzas suficientes para romper aquel extraño contacto y poner rumbo a las escaleras para así huir de aquella vergonzosa situación.

No me fue difícil identificar qué habitación era el cuarto de juegos. Si tuviera que definir su aspecto en un solo vocablo, sin ninguna duda escogería la palabra "rosa" pues todo cuanto me rodeaba era de aquel color. Daba la sensación de estar en el interior de un enorme algodón de azúcar: dulce, esponjoso y rosado.

Las chicas entraron en avalancha, corriendo cada una a por su juguete favorito, y al ver cómo empezaban a distraerse con sus muñecas y sus peluches suspiré aliviado. Parecía que se habían olvidado de mí.

Yo me quedé en el quicio de la puerta sin saber hacia dónde ir. Fue entonces cuando me di cuenta de que Isabel seguía a mi lado.

—Si quieres podemos salir al jardín a jugar con el balón —me ofreció. En aquella ocasión su voz no me resultó tan molesta, y creo que notó la perplejidad en mi rostro pues se le escapó una escueta risa.

—¿Es una pelota de fútbol? —pregunté ilusionado. Todavía me costaba creer que en su casa hubiera algo más que horribles disfraces y pinturas faciales.

Ella asintió.

—Juego a menudo con mis hermanos. A ellos no les gusta jugar con mis muñecas, así que para poder pasar un rato los tres juntos no me quedó más remedio que aceptar sus condiciones —comentó mientras se balanceaba con las manos tras su espalda, perdiéndose su mirada en el vaivén del vestido de cenicienta que decoraba su cuerpo—. Al principio no me dejaban jugar con ellos porque decían que sería demasiado fácil vencerme, ¡pero ahora soy yo quien siempre les gana!

Y por fin, después de todas las horas que llevaba encerrado en aquella casa que para mí se había convertido en una prisión, fui capaz de sonreír.

Isabel escondía más sorpresas de las que me esperaba.

—¡Te reto a una carrera! —exclamó— El último en llegar al jardín deberá salir a la calle vestido de princesa.

Y dichas esas palabras comenzó a correr.

—¡Eso no es justo! —logré chillar antes de empezar a seguirla— Tu eres una chica, a ti te gusta vestir de princesa.

Los adultos que seguían reunidos en el comedor alrededor de la mesa se giraron hacia nosotros al oírnos bajar por las escaleras a toda velocidad. Por el rostro endurecido de la madre de Isabel supuse que nos iba a caer una regañina por el alboroto que estábamos montando, pero sus facciones se relajaron cuando se percató de que éramos Isabel y yo los causantes.

En su lugar, nos dedicó una sonrisa.

—Son juegos de niños —oí que comentaban.

Decidí no darle mayor importancia, y aproveché aquel momento de breve distracción para adelantar a Isabel cuyos movimientos eran algo torpes al estar atrapada en el interior de aquel vestido repleto de volantes.

—¡He ganado! —grité orgulloso al llegar al jardín. Mi respiración estaba algo acelerada por la carrera.

Isabel me contemplaba desde la puerta de cristal con una traviesa sonrisa en su rostro.

—Has tenido suerte —dijo—. Te has salvado, pero solo de momento.

No me dio tiempo de responder, pues Isabel enseguida desapareció. Se metió dentro del cobertizo que descansaba en un rincón, y cuando salió llevaba una pelota entre sus manos.

Apenas tuve ocasión de reaccionar cuando soltó el balón y lo golpeó con el pie, con gran fuerza, directo hacia mí. Afortunadamente fui capaz de levantar ambas manos y rechazar el golpe.

—Buenos reflejos —me felicitó Isabel entre risas.

Mi corazón todavía latía desbocado. Por un momento pensé que me daría de lleno.

—¡Estás loca! No estaba preparado, me podría haber hecho daño.

Ella se encogió de hombros, e ignorando mis quejas decidió seguir hablando.

—Vamos a establecer las reglas —comenzó—. Aquella pared del fondo será la portería. El primero en marcar cinco goles será el ganador. ¿Lo has entendido?

Asentí enérgicamente. Estaba preparado para la batalla; no iba a permitir que me venciera.

—Está bien —sentenció—. Te toca a ti sacar.

No necesité más palabras. Estaba deseando dar comienzo a aquel partido. Llevaba todo el día encerrado y aburrido, y mi cuerpo necesitaba algo de emoción. Dejé la pelota en el suelo y empecé a correr hacia la portería.

Poco a poco sobre nuestras cabezas empezó a anochecer. La luz era cada vez más escasa, y llegó un punto en el que apenas nos veíamos los pies. Íbamos cuatro a cuatro cuando mi madre decidió interrumpir, acabando con todo rastro de diversión.

—¡Miguel! Es hora de irse. Coge tu chaqueta y despídete, que mañana hay colegio y no podemos llegar muy tarde a casa.

Estuve tentado de ignorar aquellas instrucciones, pues en aquellos momentos deseaba ganar más que nada en el mundo, pero fui sensato y solté el balón. No estaba dispuesto a acarrear con las repercusiones que tendría el desobedecer a mi madre.

—Adiós Isabel —me despedí. Y tras mucho pensarlo decidí añadir: —Me ha gustado jugar contigo.

—Nos vemos mañana en el colegio, Miguel.

Y así, con aquella frase que prometía futuros encuentros, recogí mi chaqueta y fui al coche donde mi madre aguardaba.

Había llegado el momento de ir a casa.

¡Y hasta aquí el primer capítulo de este nuevo proyecto! Espero que hayáis disfrutado con la lectura, y que estéis todos preparados para ir conociendo a nuestro protagonista: Miguel.

A partir de ahora, habrá una una actualización cada dos semanas hasta nuevo aviso. Si veo que me es posible actualizar más a menudo, avisaré.

Aprovecho para comentar que si alguien quiere que le dedique un capítulo de la novela, únicamente tiene que pedirlo por aquí.

¡Nos leemos pronto!

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