8
Para ser sincero, no es que jamás haya sido el mejor reconociendo aquellos momentos en los que tomar una salida eran todavía una posibilidad factible, o el saber cuándo detenerme e identificar las señales que aún daban espacio para un retorno. Siempre, de alguna forma, conseguía seguir hasta que llegaba demasiado lejos y las consecuencias se tornaban irreversibles. Eso sí, resultaba muy claro el instante exacto en que se me pasaba la última desviación para regresar a tierra firme; siempre cuando ya no tenían sentido ni importancia alguna. Comenzaba con una voz, la mía o la de la razón, susurrando dentro de mi cabeza un muy bajito "no te piques". Un "no te piques, Italo, no te piques; respira", que más que a indicación tenía un gusto a súplica. Nunca era capaz de distinguir un timbre tan sensato en mis pensamientos como cuando sabía que no había forma de seguir sus consejos.
Aquella noche, mientras recorría en el silencio de la madrugada el camino de vuelta a casa, con la rabia ardiendo bajo la piel, mi cerebro no pudo pensar en otra cosa. Solo un "respira, respira, respira" en bucle, sin éxito alguno. ¿Qué sabías tú de mi miedo? Tu insolencia acariciaba siempre límites inexplorados, pero que te atrevieras a asegurar que mi temor tenía su núcleo en tu mirada, o que estuvieras tan seguro de que no era capaz de encender el tuyo, iba más allá de lo que pudiera haberme imaginado. Esa noche más que nunca hablaste como si lo supieras todo en el universo, y te odié por ello. También por no poder poseer esa misma seguridad.
Al llegar a casa, lo primero que hice fue cerrar la puerta detrás de mí. Me tomó más de tres intentos conseguir insertar la llave en la cerradura. No solía echar el seguro, sin embargo, aquella noche se sintió casi como si fuera un ritual conocido. Muy parecido a la memoria muscular.
Una vez en el encierro, observé a mi alrededor. El siguiente paso a dar fue claro, de una naturalidad que solo brinda el aprendizaje empírico. Tiré de las cortinas de la sala; después, de la ventanita de la cocina. Por último, observé el edificio de al lado antes de cubrir también la ventana del cuarto. Solo fue hasta que apagué las luces que verifiqué que no había rayo de alumbrado público que alcanzara el piso de la casa, que me permitiera ver más allá de mi nariz. Era también una noche sin luna, lo que debió ser señal de que no quedaba lugar para la esperanza.
Permanecí de pie a la mitad de la sala por un segundo, o quizá fueron minutos; tal vez se trató hasta de una hora entera. En el más absoluto de los silencios, cuando ya ni los perros ladran, es muy fácil extraviar la percepción del tiempo.
Pude irme a dormir entonces. Pude dejar que por primera vez vencieran las ganas de respirar y tomar las cosas por quien venían. Lo consideré. Pero algo de mí esperaba una señal, incluso podríamos llamarle permiso. Y lo obtuve cuando de pronto el aliento que ocupó la noche no fue mío.
No sabría explicarte las formas en que opera la sombra. A veces no le hacen falta ni palabras. Cuando te tiene tan medido como a mí, le basta con abrir tu olfato y se sienta a observar la manera en que cedes al instinto. No sé si me he sentido alguna vez tan humano como bajo su influencia. Tan animal, también. Ahogado en la tuya, en cambio, siempre había un toque de irrealidad que no me permitía tocar el suelo por completo.
Solo hasta ese instante, el flujo mental se detuvo. De pronto, quedó el silencio. Ni siquiera tuve que pensarlo, mis pies actuaron antes de que a mi cabeza le llegase el aviso de a dónde nos dirigimos. Y ahí, a la mitad de la noche, incluso los pasos más suaves se sentían poderosos, con un regusto a procesión sacra.
Enganché los dedos a la manija y ahí sí fue pertinente tomar una respiración enorme antes de abrir la puerta de la nevera. Primero me golpeó la cara la luz que la brisa helada, o el hedor de la sangre congelada. El brillo que cortó la penumbra no hizo sino resaltar los matices de la situación: con la puerta cerrada y las ventanas bloqueadas no estaba impidiendo que algo entrase, más bien asegurándome de que nada saliera. No me importaba que la luna se asomara entre las cortinas, sino que mis secretos se deslizaran bajo la rendija de la entrada. No lo hicieron.
Subí la mirada con la boca de pronto seca y contemplé en su esplendor las cosas de las que ya estaba seguro, pero que, de cualquier manera, me negaba a admitir.
Me asombró que continuase en ese estado: brillante, rojo, húmedo. No era como la lechuga o los vegetales, que al cabo de unos días se oscurecían y secaban para adoptar la imagen menos apetecible sobre la faz de la tierra. La carne parecía tan fresca como el primer día. No supe si lo que me arrebató el aliento fue la contorsión inhumana que lo mantenía dentro de su encierro, o la mirada hundida observándome de vuelta. La cara era lo único que todavía conservaba la piel, no había tenido el valor de deshacerme de los párpados o los labios: la expresión parecía más dura con los ojos desnudos, y los dientes al descubierto incitaban a las mordidas.
Me quité la camiseta, luego el pantalón. Los lancé al pasillo de la cocina e hice lo mismo con los zapatos y las calcetas. Nadie tendría por qué ver el bóxer, pero ya sabía que algunos fluidos no salían fácil de la mezclilla o el algodón; la ropa que vestí la noche que lo metí ahí, tuvo que ir a parar a la basura. No cometo los mismos errores dos veces, aunque tú pienses que sí. Pueden parecerse, pero nunca son iguales.
Después acerqué las manos y tuve que contener la arcada en cuanto hundí los dedos entre los pliegues gelatinosos de los músculos y los tendones. Sacarlo fue bastante más complicado que meterlo, ahora que estaba rígido y congelado, y no tibio y maleable. De cualquier modo, luego de un poco de esfuerzo, lo conseguí. La luz pálida del refrigerador me permitió distinguir la piel de mis propias piernas empapadas de su sangre. Mientras lo arrastraba a la mesa, pensé que también tendría que limpiar el suelo, y después deshacerme del trapeador.
Un cuerpo era mucho más escandaloso de lo que me hubiera imaginado antes de tener uno en mi poder. Lo ensuciaba todo, las manchas nunca salían por completo.
Lo observé con detenimiento sobre la superficie de madera, todavía hecho un nudo de extremidades. No era igual que el primer día, en lo absoluto, pero se parecía bastante; uno de los cambios que más llamaron mi atención, fuera de los evidentes, era que el aroma era más fuerte. No malo, eso sí. Solo concentrado.
Toda la sala se apestó a óxido.
Ayudó mucho que fuera verano, en invierno, hacerlo regresar a su posición inicial hubiera sido cien veces más complicado de lo que fue. Para volver a dejar los brazos, las piernas y el cuello en su lugar, hizo falta más que las manos y voluntad. Tuve que servirme también de rodillas, del peso de mi cuerpo entero; escuché crujir más de un hueso, pero nunca llegó el gemido de dolor que una parte de mí estaba a la expectativa de recibir. Cuando terminé, me paré frente a él y le di otro vistazo.
Era como si tuviera grabado entre las fibras musculares una cuenta atrás, no debía ser un genio para saber que pronto ese cuerpo tendría sus consecuencias. Llevaba una semana entera esperando a que la policía tocara la puerta, o la tirara directamente, pero no lo hicieron. A los que eran como él no los buscaban nunca. Y si hubiera seguido siendo humano en lugar de convertirse en cuerpo, tampoco me habrían buscado a mí cuando nuestros papeles se hubieran invertido. Porque los que eran como él, también eran como yo. Y como tú.
Lo resistí a sabiendas de que iba a acabar cediendo, nada más para ver por cuánto tiempo era capaz de luchar conmigo mismo. Con el instinto. Fueron siete minutos con cuarenta y tres segundos, si quieres saberlo. Al cuarenta y cuatro, me incliné sobre la mesa muy despacio, luchando con la suerte de vergüenza que me estrujó el estómago.
Lo primero de mí que tocó su carne, fue la nariz, cuya punta se entumió al instante en respuesta a la superficie húmeda y congelada. Entreabrí los labios para respirar por la boca, temeroso en un inicio de llenarme los pulmones de su aroma, pero consiguiendo así solo impregnarme el paladar de aquel olor. Me pregunté si sabría de la misma forma en la que olía. Creía que sí. Tenía que ser así.
Deslicé la nariz hasta el esternón, al cuello. Y después, cuando solo aquel punto de contacto entre nosotros se me antojó insuficiente, reposé la mejilla entera sobre su estómago en algún momento blando. Pronto, el desliz de la superficie acuosa quedó a un lado, para dar paso a un contacto pegajoso y seco, el de la sangre al descongelarse y volver a sus propiedades regulares. No me importó ni eso, ni saber que la mitad de mi rostro estaría teñido de un rojo que no lograba nunca imitar las mejores marcas de pintura en el mercado.
Le pasé las manos también, metí los dedos bajo sus brazos, en la coyuntura de sus codos y rodillas, en la zona detrás de las orejas, que aún conservaba la piel. Lo apreté con fuerza, preguntándome si acaso sus músculos se desharían entre mis uñas igual que gelatina. No. En su lugar, continuaban firmes, como cuando la piel las adornaba y recorrerlos con la boca era un acto erótico en ambas direcciones. Antes de que se volviera loco, o lo hiciera yo.
Sentí el frío invadirme por todos sitios, comenzando por los pulmones y recorriendo el camino largo hasta la piel. Algo de dentro hacia afuera, igual que todos mis impulsos, incluso cuando mis entrañas se sentían calientes y muy vivas.
Entonces, con el rostro hundido en su abdomen, la siguiente respiración que llegó lo hizo infecta del olor de las proteínas, de las sales y el agua. Casi creí reconocer, y ser capaz de distinguir por separado incluso, las notas de las plaquetas, de los glóbulos blancos y los rojos. Vida. Vida perdida, para ser más específicos. Por un momento el cuerpo dejó de ser el cuerpo, o el secreto, y volvió a tener un nombre, una cara, unos ojos que respondían con vida propia a mis palabras, una voz que era capaz de moldear su timbre para pedirme que me pusiera de rodillas, o que abriera la boca. Y que no lo haría nunca más.
Se me revolvió el estómago y estuve a punto de vomitar sobre él, de la forma en que casi lo hice la primera vez. Y, al mismo tiempo, la boca se me llenó de saliva, en esa ocasión no para devolver el desayuno. Me rugieron las tripas, la lengua se deslizó por el paladar y reconocí el gesto como un muy familiar: "solo un bocado, una mordidita". Exhalé, luchando por distinguir cuál era el puente entre el asco y el deseo. Entre la repugnancia y la exquisitez. Entre esas ganas de salir corriendo y entregarme a la policía, y hundir los dientes en sus muslos.
No sé decir si fueron primero las ganas o la voz. Quizá no son capaces de existir una sin la otra. De pronto, la sensación de varios pares de manos deslizándose por mi cuerpo lo ocuparon todo, y el escalofrío que provocaron en mí no fue uno que me incitara a pedir más, sino que me dejó sin aliento ante el más profundo de los rechazos. Eran dedos enganchándose en mis tobillos, alrededor de mis brazos, subiendo por el pecho. Después, un aliento en la nuca.
Me susurró, de la misma forma en que ya lo había hecho antes, que me comiera la carne. Esa vez, además de paralizarse del miedo y sin voltear, le pregunté por qué.
—Tú sabes lo que puedo hacer por ti —dijo—. Las cosas que te puedo dar.
Me consternó que pese a sonar como un aliento, tan bajito que casi se confundió con la propia voz de mi conciencia, las palabras fueran tan claras.
Quise preguntarle a qué se refería, qué clase de cosas podían valer lo suficiente para dejar atrás lo único que me mantenía sintiéndome humano. Antes de que pudiera ordenar mis ideas, una sensación húmeda y punzante se deslizó por mi hombro hasta el cuello. Reconocí rápido su procedencia: dientes.
El gemido indefenso, casi infantil, pareció provenir de un lugar muy lejano y no brotar de mi garganta. Antes de que pudiera sentir vergüenza, corrí directo al interruptor y no fue sino hasta que se hizo la luz que tuve el nervio de voltear atrás. No había nadie. Solo yo, y el cuerpo extendido sobre la mesa, con su rastro escarlata goteando desde la puerta del refrigerador. Pero ver el espacio vacío, no disipó la sensación de estar siendo observado por algo más que esos ojos lechosos, ¿sabes?
Me llevé las manos a la cabeza, sin importarme si manchaba de sangre mi cabello y debía lavarlo mil veces con lejía, como el piso o mi conciencia.
Antes de dormir, lo regresé a su escondite helado, esta vez en pedacitos, pues si bien la nota que escribí a prisas como recordatorio rezaba "no comer", quería saber que podría hacerlo rápido... si me daba las razones suficientes.
No te miento, Damián, las que me dio fueron bastante buenas.
/Desempolvar el lugar/ ¡BUENAS, BUENAS! ¿Hay alguien vivo ahí? Si sí, holi. Si no, tampocoe es que culpe a nadie. Hace más de un mes que no actualizo, me da hasta pena mirar y ver si no han sido más; según yo, no.
Comencé en un nuevo empleo hace un mes, eso dije en el capítulo pasado, y de nuevo es verdad. Descubrí dos cosas: 1, me encanta la cocina. 2, trabajar como cocinera es tremendamente absorbente y cansado, cuando llego a casa no puedo pensar en algo que no sea echarme a dormir, pero creo que ya voy tomando ritmo. No puedo prometer que volverán las actualizaciones constantes, pero seguiré actualizando cuando pueda, cuando me sienta bien. Este es uno de esos días, lo extrañaba mucho.
¿Cómo están ustedes?
Espero leerlos pronto.
Xx, Anna.
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