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4

Tus ojos oscuros la noche del sábado, el cabello revuelto y la chamarra de cuero. Me observabas por encima de la boquilla de la cerveza a la que cada vez le dabas tragos más largos. No me diste ni veinticuatro horas antes de volver a atormentarme.

Mis manos estaban tensas sobre las cuerdas de la guitarra, improvisé palabras de las canciones que había escrito y ensayado ya mil veces, pero que en ese momento me dejaron a mi suerte. No estaba siendo mi mejor noche, y todo lo que pude hacer mientras estuve sobre la tarima fue ver directo al reflector que nos apuntaba con su luz blanca desde el techo para no caer en la tentación de buscarte con la mirada y correr el riesgo de encontrarme con una sonrisa sagaz. Casi podía escucharte diciendo: a mí jamás me pasaría eso.

Cuando me bajé del escenario, seguido de un aplauso medio escueto que no se comparaba ni tantito con los que nos daba La Capilla en las buenas noches, solo recibí por parte de los muchachos palmaditas en la espalda que dolían bastante más de lo que hubiera hecho algún "¿qué traes, pendejo?", porque significaban un "¿pues qué más podías hacer? Ya nos irá mejor luego". No comprendían. Para ellos, que eran solo músicos que debían memorizar lo que les entregaba, no los afectaba un mal día; sin embargo, yo vivía y creaba de mi emoción, que podía levantarme y pisotearme como le diera la gana. Odié seguir pensando en ti, pero recordaba bien tus palabras: son los gajes de la artisteada, nacimos y nos vamos a morir igual de volubles. Y, para mi mala suerte, mi inconsistencia rimaba demasiado bien contigo.

Me encontré con Verónica una vez abajo, en nuestra mesa, con media cubeta de cervezas listas para que se me olvidara el espectáculo más penoso que había tenido en meses. Raúl, su novio, se encogió de hombros en cuanto vio mi cara de circunstancias.

—Si te hace sentir mejor, las morras que se subieron antes tocaron peor.

No me hizo sentir mejor, pero ya ni pelear era bueno.

Miguel y Jacobo, con un ánimo más apacible que el mío, también se sentaron en la mesa y disfrutaron de una de las pocas ventajas que tenía tocar conmigo: el alcohol barato, que era el mismo del que yo me aproveché cuando quien contaba con ese pase libre eras tú.

Mientras los últimos desgraciados de la noche se subían a tocar y apenas iba por la mitad de mi primera botella, el codo de Vero en mis costillas me dijo "levanta la cabeza", sin embargo, yo mantuve los ojos fijos sobre las rendijas de los tablones de madera, como si las astillas fueran más interesantes que cualquier cosa que ella estuviera por decirme.

No era que no me importara, sino que estaba seguro de lo que diría antes siquiera de que saliera de su boca: güey, mira quién está ahí. Porque sí, ahí estabas, y yo no tuve la oportunidad de contarle sobre nuestro encuentro. No fue necesario ni que volviera a buscarte para saberlo; fue el presentimiento entre las tripas que acabó de concretarse en el instante que tu mirada, ahora más cercana, me llevó a un grado de incomodidad desconocida para el resto de los seres humanos. Tenías de toda la vida ese efecto en las personas, la capacidad de paralizarlas con un vistazo, sin importar si les gustabas o no, si te temían o no, si te conocían o les eras completamente indiferente hasta el momento en que te cruzabas en su camino y decidías que querías hacerles perder el tiempo.

No quería voltear porque ya sabías que yo me encontraba al tanto de tu presencia, eso no podía cambiarlo. Sin embargo, aún tenía en mi poder el abanderarme dentro de mi trinchera de indiferencia. Mantenerme en mis cabales era la única forma posible de continuar con la dignidad casi intacta, o al menos la poca que me quedaba.

No estoy seguro al respecto de muchas cosas sobre ti, como por ejemplo, si alguna vez fuiste de los que buscaba un rostro en medio de la multitud y después batallaba con codos, colmillos y uñas para abrirse paso entre la gente hacia esa persona. De la clase que se levantaba del banco para llegar a alguien que observa desde el otro lado de la habitación sin inmutarse o pretender que también buscaba una forma de alcanzarle de vuelta: de los que quieren, más no de los que son queridos. Yo sí estuve en ese lugar. Fue ese a Italo que conociste una vez, al que fuiste a acorralar al baño luego de un show a sabiendas de que lo que hacías era remover un cuchillo en mis entrañas, arrancar la costra de una herida a punto de curar. A esa versión de mí, yo llevaba mucho tiempo sin verla en el espejo.

Mientras jugaba con la corcholata y me encajaba sus vértices en la yema del pulgar, pensé que al menos era una bocanada de aire fresco el hecho de que te presentaras así: bajo la mirada de las personas que ahora llamaba mis amigos, en el escrutinio de un desfile de la vergüenza. Ni siquiera las luces estrambóticas, la música alta o el humo disperso en la oscuridad podía ayudarte a disimular eso. Casi creí escuchar el eco de tus zapatos en el piso de madera. Aunque hubiera preferido que fuese durante el día, quizá eso me habría ayudado a convencerme de que eras más humano, como el resto de nosotros, no una aparición diabólica a media madrugada salida de quién sabe cuál círculo del infierno o por cuál de todos mis pecados.

Quizá por mi tibieza y mi negativa a salir a la superficie o tocar bien el fondo, limitado siempre a breves caricias del suelo rocoso y las brisas de verano. O mi lujuria, que no empezó contigo, pero no tuvo marcha atrás desde la primera vez que te dejé cogerme y en ese momento todo se fue en picada. Por desear siempre más y tener tanto miedo a perder lo poco que mis manos pueden apretar. Aunque tal vez fuera por mi ira, por la violencia que guardo en el pecho y en los dedos, esperando que alguien llegue y no me haga soltarla, sino que la desate.

A veces lo pienso, Damián, y es un desastre. Eso de saber que no hay forma de que alguien como yo se gane el cielo, quiero decir. Lo tenía perdido mucho antes de que todo esto sucediera, cosas del destino, supongo. Y así también debe ser algo divino el hecho de que se me nieguen las puertas por esas transgresiones tan soporíferas: ira, lujuria, violencia, avaricia, tibieza. Pecador de tercera. Mientras que tú, siempre sonriendo por encima del hombro, observando desde tu trono a kilómetros de altura, estás condenado por alta traición. ¿Se siente mejor tener claro que al menos te ganaste a pulso tu lugar en el fuego? ¿Que lo disfrutaste? Me gustaría saber si con esa claridad quedan espacios para arrepentimientos o aprendes a aceptar tu destino.

Por estos días, mi única certeza sacra es que por ti se va a la ciudad del llanto y solo por ti se va al eterno dolor. Las caras hermosas, como la tuya, son las únicas puertas al infierno que conozco.

Antes de que fuera capaz de trazar un plan que me sacara de esa situación, Verónica me apretó el muslo con los dedos y después me enterró las uñas en la carne, a través de la mezclilla. Era la señal de que mi tiempo de reacción se había agotado y ahora tendría que improvisar, porque estabas acercándote.

Lo mejor que pude hacer fue seguir así: con la cabeza abajo, no como derrota, sino como mi forma de decir "no me podría importar menos si te mueres en este momento". Las cartas de la crueldad que tú mismo me enseñaste a jugar eran ahora las únicas que tenía sobre la mesa y mejor valía que resolviera cómo usarlas, a sabiendas de que cabían amplias posibilidades de que tú tuvieras en tu mano un juego más bien parecido a una flor imperial, y no mi par de tres.

Me resultó una eternidad la dilación entre el silencio y lo que tardaste en emitir la primera palabra, lo que llevó a que se me encendiera el rostro. Tu reticencia a decir algo no era tanto así producto de la indecisión como del sadismo: estabas convencido de que sería yo quien hablara primero, quien te perseguiría. Me subió la bilis a la garganta junto con las ganas de vomitar, aunque no sin un regusto amargo de victoria. Aún pese a lo de la noche anterior en el baño, seguías siendo tú el que se aparecía por La Capilla sin excusas y avanzaba todo el salón bajo el silencio sepulcral de las miradas expectantes. Fuiste quien creyó que algo pasaría y no fue así. No tienes que decirme a qué sabe la decepción.

Preguntaste si tenía un momento, y yo fingí que no te escuché. Probaste de nuevo, esta vez llamándome por mi nombre.

—Claramente no se ve que tenga ganas de hablar contigo —dijo Vero, echándome bajo su ala en un segundo—, no sé si no te das cuenta por miope o por pendejo.

De pronto sentí que me zumbaban los oídos y, de cualquier modo, tuve que contener la respiración para no atragantarme de la risa. Me mordí la lengua y el gusto a cobre me invadió el paladar, te tomó casi un minuto procesar lo que acaban de decirte para responder algo coherente.

—Pues que me lo diga él, hasta donde sé, no es mudo el pobrecito.

—Y hasta donde yo sé, tampoco eres miope, así que nos queda la opción de pendejo nomás —dije, a la par que dejaba la cerveza en la mesa con todo el cuidado que no puse en mis palabras, antes de levantar la cabeza para mirarte. Tu silueta se encontraba enmarcada por la luz neón de las escaleras que conducían a la salida, lo que me impidió distinguir bien tus facciones. Una ventaja, de tal modo que no debía verte a los ojos, sino a la zona oscurecida donde se supone deberían estar. Me recordó a cómo se sentía mirar a la sombra—. No quiero hablar contigo, no hay nada que hablar, y cualquier cosa que tengas que decirme, te lo juro, me vale verga.

Procuraba mantener la calma y, de todas formas, aún sentía el impulso de mis piernas por ponerse a temblar; era consciente de mi corazón latiendo en mi pecho con una fuerza ensordecedora. Recordaba aquella sensación de la época en la que todavía vivía con mis padres, era recurrente que mi cuerpo reaccionara de esa forma si los escuchaba empezar a gritarse, siempre calculando todo con una precisión de relojero, a la expectativa de que tuviera que intervenir. Por si acaso. Cuando me fui de la casa, y del estado, creí que se detendría y no tendría que volver a pensar en lo que era sentirse en modo de alerta. Entonces te conocí.

Luego de ellos, solo tú habías sido capaz de hacerme pasar tragos así.

En su momento tuvo que ser una alerta de emergencia para alejarme a toda prisa, pero o no lo vi o no me importó, porque viéndolo en retrospectiva, parecí bastante contento de arrastrarme dentro de tu boca de perro hambriento y abrazarme a tus colmillos. Ahora tenía ganas de tumbarte esos mismos dientes de un golpe.

—Pendejísimo, no sabes. —Reconocí los matices de sarcasmo en tu voz—. No te creo que no te importe, así que ahora vamos afuera.

El oxígeno viciado de La Capilla no iba a bastar para llenarme los pulmones y mantenerme cuerdo, por lo que le hice una seña a Miguel esperando que me regalara un cigarro. Tomé el encendedor junto al cenicero y lo encendí como si el protocolo de golpear el filtro contra la madera y batallar con la rueda para dar chispa fuese el ritual de paciencia mejor conocido por el hombre.

—Qué cara la tuya de regresar, después de lo que hiciste, y creer que tienes el derecho de pedir cualquier cosa. —Me reí, sin encontrarle un ápice de gracia, antes de darle una buena calada—. ¿Qué? ¿Vienes a ver si tengo otras canciones que puedas robarme? ¿Tu cabecita ya no da para escribir tus versos todos culeros? —Metí la mano dentro del pantalón y saqué la libreta de bolsillo que cargaba siempre conmigo, una costumbre que te aprendí a ti, antes de arrojarla sobre la mesa—. Ahí está tu propina, órale.

Tu rostro fue un poema. Me atrevo a decir que fue lo más cercano a la humillación que habías conocido por mi parte. Casi pude adivinar que estarías apretando la punta de tu lengua contra las encías, como cada vez que estabas a un paso de perder los papeles. El resto de la mesa se quedó fría, congelada, casi contuvieron el aliento y por un momento me ensordeció tanto estar así, de frente, que creí que incluso la música y el chachareo a nuestro alrededor se había detenido.

—Vamos a hablar, Italo. Quieras o no, en algún momento vamos a hacerlo; y estoy dejando que sea bajo tus términos, pero estoy empezando a cansarme. Pronto será bajo los míos y no te va a gustar.

Se me hizo un nudo en la garganta, me quitaste cualquier ápice de triunfo de la lengua. Verónica estuvo a punto de interferir de nuevo, sin embargo, me apresuré antes de que pudiera decir nada. Me levanté de mi sitio, todavía con la rabia ardiendo en el esófago, y empujé la silla hacia atrás para poder abandonar la mesa.

Sabía cuáles eran tus términos.

Sabía lo mucho que dolían.

Pero si íbamos a hacerlo bajo los míos, me aseguraría de que te dolieran también.

¡Hola, hola! Espero que estén teniendo un gran miércoles. He aquí el capítulo cuatro, me moría porque pudieran leerlo, ya que digamos que es la introducción oficial de Damián como un participante activo de esta historia. 

PREGUNTAAAS, así con poquito, ¿qué opinan de Damián? ¿Qué les pareció el capítulo?

Also, les tengo un par de moodboards que tengo de Italo y Damián, respectivamente. Si me siguen en instagram (annaa.marquez) estaré compartiendo mucho más contenido de la historia. 

¡Nos leemos el próximo miércoles!

Xx, Anna. 

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