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3

Todo fue gradual, si no, hubiera tardado menos en volverme loco.

Primero fue la sombra, y no me refiero a que fue un par de días atrás. No. Llegó mucho antes; cuando la masa roja y húmeda ocupó su espacio en el congelador, la sombra ya llevaba tiempo conmigo. Podría decirse que éramos cercanos, incluso.

Comenzó como un cúmulo de oscuridad en la esquina de la recámara, nada a lo que prestarle atención. Pero poco a poco se fue desplazando, transformando. Pasó de anidar en la esquina a habitar debajo de la cama, antes de que yo advirtiera su presencia ya sentía que sus dedos me acariciaban los tobillos al acostarme, que su lengua fría y larga me lamía las plantas de los pies y se enredaba alrededor de mis dedos cuando me levantaba de madrugada. Se deslizó a las puertas entreabiertas de las habitaciones con la luz apagada, a las ventanas sin cortinas, al reflejo de los espejos por la noche. No es que se moviera de un lado a otro, es que sin que yo me diera cuenta, lo ocupó todo.

Un día, mientras hablaba con Verónica —así es, la misma Vero que nunca te agradó—, algo tocó la puerta. O, mejor dicho, la rasguñó. Y no la de la calle, sino la de mi recámara. Fue tan fuerte ese ruido, como de patas arañando la madera, que incluso ella, al otro lado de la línea, lo escuchó.

Paró de contarme lo que sea que estuviera diciendo, y preguntó—. ¿Qué sonó?

Y yo, que de pronto había encogido las rodillas hasta el pecho y notaba el corazón bombeando en la garganta, no supe qué responderle. Desde que te fuiste, no tenía problemas de ratas. No lo sabía, y se lo dije.

Pude haberme levantado, pero permanecí ahí, observando la puerta. De pronto ya no me quedaban risas, y me aferraba a la respiración de Verónica al otro lado de la línea como único puente a la realidad. Tenía la sospecha de que en cuanto descuidara uno de esos dos sentidos, podría escuchar el lento girar de la manija oxidada. Que si miraba más abajo, a pesar de lo diminuto de la rendija que colindaba con las losetas, divisaría el brillo de un ojo observando desde la oscuridad del comedor. Y que si volteaba a la ventana, cuyas cortinas no me preocupé en cerrar, vislumbraría algo, cualquier cosa, que no me volvería a dejar dormir por el resto de vida, si es que me quedaba un poco.

Esa noche fue imposiblemente larga. Vero, tal vez reconociendo el pánico en la voz ahogada que apenas me pasaba por las paredes estrechas de la garganta, aguantó conmigo tanto como pudo. No sé si nos dieron las seis o las siete, pero sé que era invierno porque el sol se demoró demasiado en asomarse a través del concreto del edificio de al lado.

En ese momento continuaba sin saberlo, pero esa era la sombra. No sé si decir si observando como lo hacen los estudiantes de facultad con sus sujetos de prueba, o como los cazadores en medio del bosque.

Y aunque fue la primera manifestación de mi fiel compañera, la que la desató pasó no mucho después. Eran quizá las dos de la tarde, porque el sol entraba con fuerza por la ventana de la sala y yo lo aprovechaba para pararme descalzo y calentarme los pies. Entonces, otra vez tocó la puerta. Esta vez no con urgencia de roedor, sino con paciencia humana. Tres toques. Toc, toc, toc. Nudillos. Eco en la sala. Abrí sin pensarlo, creyendo que me encontraría con Verónica o con la única otra vecina del piso, que de vez en cuando se pasaba para ver si la podía ayudar a cambiar un foco o ponerle algo con el taladro. Me tardé dos segundos, el pasillo estaba desierto. Vacío, aunque quizá solo a mis ojos, pues ese día la dejé entrar y no se fue más.

Empecé a contarlo a diestra y siniestra, a mis amigos, a mi familia, a los tipos de La Capilla. Necesitaba respuestas, y creí que de ese modo podría encontrarlas. Al principio supongo que la gente solía pensar que estaba bromeando, pero después veían la seriedad en mi rostro, escuchaban el miedo en mi voz y se preocupaban por mí. Solían preguntarme si estaba durmiendo bien, si me estaba metiendo algo, si iba sobrio. Sí, iba sobrio. No, no me metía nada. Pero no estaba durmiendo bien. Odiaba reconocer esa expresión de ¡ah, con razón! en su cara. Detestaba que me contemplaran de ese modo, como un vagabundo delirante, antes de decirme que ese era mi problema: necesitaba dormir mejor. Que me veían más pálido, más flaco, algo demacrado.

No. Lo entendían todo mal, Damián, y eso me frustraba. No me tocaban las puertas porque no podía dormir, me tocaban las puertas y por eso no podía dormir.

Dejé de ser muy entusiasta al respecto bastante rápido. Nunca me gustó que me trataran como si estuviera desequilibrado. Me lo guardé para mí mismo y aprendí a convivir con los ruidos, con las sombras moviéndose por el rabillo del ojo, con los susurros que llamaban mi nombre cada vez que conectaba los audífonos al discman.

Pero un día, un glorioso día, mientras comía con Verónica y con los muchachos, algo tocó la puerta del baño. Se quedaron fríos. Yo, en cambio, estaba contentísimo.

—¡Les dije! ¡Yo se los dije!

Miguel fue el que me preguntó si había alguien más, y yo le dije que no.

—Ve, ábrele para que veas que no. Ve.

Y no tuvo los huevos de pararse y abrirle a la puerta. Tuvo, incluso, el descaro de asegurar después que estaban todos sugestionados por las cosas que yo les conté, que no fue nada.

Mucha sugestión, pero no volvió a pasarse por el departamento.

Así nos llevamos un tiempo. Años. Al comienzo, cuando tocaban la puerta de la entrada, seguía abriendo pensando que podría ser alguien más. Después, aprendí a preguntar.

Al final, resulta que no es tan malo. A veces, aunque siempre sin respuesta, conversaba con los golpes en las ventanas. En ocasiones era un "¿Qué quieres?"; otras, un "deja de molestar". Cuando me sentía más solo, un "quédate y toca de nuevo".

Pero tres o cuatro meses antes de que regresaras, llegó la noche que desperté en plena oscuridad, el reloj del buró marcaba las 02:50 de la madrugada y pensé que me habría levantado algún mosquito o un mal sueño, entonces lo escuché.

¿Sabes? Hay un par de cosas que damos tan por sentado sobre las sombras que no las cuestionamos, hasta que cambian. En este tiempo, he aprendido algunos detalles bastante característicos.

Uno: sin luz, no hay sombra.

Dos: están confinadas a la cárcel de dos dimensiones que supone cualquier superficie donde se proyectan.

Tres: no respiran.

Y ahí, Damián, fue cuando supe que mi sombra no era como todas las demás.

Tardé un par de minutos mientras acostumbraba mis ojos a la penumbra, y cuando lo hice, el mundo se detuvo. La sombra estaba ahí, en plena oscuridad, de pie, sin un toque de translucidez. Y podía ver su pecho moverse. Y escuchaba su respiración, y la manera en que rechinaba las muelas.

Se quedó ahí. No le vi los ojos, si es que los tiene, pero sabía que me miraba con la misma fijeza que yo a ella. También estaba seguro de que su posición a los pies de la cama era estratégica: no a mi lado, frente a mí, para ser lo primero que viera al despertar. Sabía que me levantaría el peso de su mirada. Y también que a su espalda estaba no solo el interruptor de la luz, sino la puerta; que no correría para encender el foco y devolverla a su muerte luminosa, ni me apresuraría fuera, lejos del confinamiento de nuestras cuatro paredes.

Le tuvo demasiada fe a mis intenciones, más de la que mucha gente me ha tenido. Porque para mí, fue verla y saber que no pondría un pie fuera de la cama hasta que saliera el sol. Ni siquiera pude encogerme, o echarme las cobijas a la cabeza para no tener que afrontar lo que estaba justo frente a mí, a quince centímetros de las puntas de mis pies. Temía que, de moverme un solo milímetro, estirara la mano para tomarme el tobillo. Nos miramos hasta el amanecer.

No dormí en el departamento por dos semanas, pero eventualmente tuve que volver. Digamos que quedarme en casa de Verónica era insostenible, durante un par de días la gente disimula, pero luego ya no le importa, y yo no fui capaz de escucharla tres noches al hilo cogiendo con su novio. Me perturbaba menos tener que lidiar con la sombra.

La sombra me dio dos días libres luego de que regresara, digamos que fue gentil. Aunque, después, volvimos a las mismas. La tercera noche, cuando desperté y no vi la película roja del sol filtrándose a través de la piel delgada de mis párpados, supe que estaba de nuevo ahí. Esa noche no abrí los ojos, me mantuve quieto y a pesar de la garganta seca, fingí seguir dormido. Si engañé a alguien fue a mí mismo, pretendiendo que podía sacarle la vuelta en su propio juego. Sabía que estaba despierto. No necesitaba que la viera para aterrorizarme, sus años de silenciosa vigilancia habían dado sus frutos y ahora me conocía a la perfección. Éramos, te repito, cercanos.

Casi grito cuando noté su aliento húmedo en mi nuca, pero solo interrumpí mi respiración por una milésima de segundo. Debió sentirse muy orgullosa de mí, de mi estoicismo ante el horror. Quizá eso le dijo que yo era el indicado, que no se había equivocado al escogerme en cualquiera que fuese su propósito. ¿No te parece increíble, Damián? Tuve la impresión de que fue la primera cosa a la que hice sentir orgullosa, y nadie, salvo yo, pensaba que fuese real.

Le tomé cariño. No sé si puedas entenderlo. Era una... buena compañía. Me erizaba la carne con violencia, cada noche que la vislumbraba en su guardia era como si una mano me apretase el cuello hasta la asfixia. Me daban ganas de gritar, correr y llorar. Pero me quedaba ahí. Y cada tanto, si no venía, sentía que la extrañaba. Cuando uno lleva tiempo durmiendo solo, aprende a agradecer cualquier compañía. Para bien o para mal, la sombra se preocupaba por mí, y eso es más de lo que tú podrías decir.

La primera vez que escuché su voz, fue la mañana en que metí el cadáver al congelador. La noche que regresaste. Era profunda, pero no inhumanamente grave. Tenía el timbre de una cueva submarina iluminada apenas con los reflejos fríos del agua oceánica. O del crepitar de la madera hecha brasas. O del vibrar del monte cuando no importa dónde mires, no encuentras las luces de la ciudad, pero escuchas el fru-fru de los grillos y el andar de los coyotes. Natural, oscuro, incontrolable; bello, tanto como paralizante.

Me susurró cinco palabras, ¿quieres saber cuáles son?

Acércate, te las digo bajito, a ver si reconoces también en mí la piedra. El fuego. La hierba.

Me dijo: Ya viene.

Cómete la carne.

¡Hola, hola!

Espero que estén teniendo un lindo día. Como pueden darse cuenta, todos los miércoles estaremos actualizando. El plan era subir este capítulo temprano, pero se me olvidó y aquí lo tenemos a estas horas dlksgfj. 

PREGUNTAS: ¿Qué opinan sobre la sombra? ¿Real o Italo en viaje? 

Muchas gracias por los comentarios que dejan, leo cada uno de ellos y me motivan muchísimo, me alegra que les esté gustando leerlo tanto como a mí me ha gustado escribirlo. ¡Nos leemos el siguiente miércoles!

Xx, Anna.

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