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Como ya te he dicho, consideré saltar por la ventana. Después de vomitar, no sabía muy bien qué otra cosa hacer. Luego de pensarlo un rato todavía tirado en el suelo de la cocina, me levanté e hice lo único que tuvo sentido para mí en ese momento: metí el cadáver desollado, crudo y a medio mutilar en el congelador. Dejarlo en la mesa no parecía la mejor idea, y me dio más paz ahí. Desde el momento en que cerré la puerta supe que las cosas solo podían ir a peor. Y no me equivoqué, porque después seguiste tú.

Algo de lo que más me enfureció, si soy honesto, fue que ni te preocuparas por tener, por una vez en tu vida, aunque sea un poco de decencia. Que te pararas ahí, tan campante, y esperaras... ¿Qué, Damián? ¿Qué pensabas qué sucedería, exactamente? ¿Que de pronto una sonrisa me cruzaría el semblante y correría hacia ti como si fueras Jesús renacido? Porque si es así, es incluso más insultante.

Sabías dónde vivía, y de todos modos elegiste la peor manera de acercarte. A veces me pregunto si te diste cuenta esa noche de que ya había tenido suficiente, pues mientras me echaba agua fría en la nuca, cada fibra de mi cuerpo estaba arrepentida de no haberme seguido en mis instintos —no mal encaminados—, de romperme la cabeza contra el asfalto cuando tuve la oportunidad.

—Entonces sigues tocando aquí. —Tu voz chirrió como tiza sobre algún pizarrón de mi infancia. Me erizó los vellos de los brazos y me congeló por un instante.

Me tomó un momento levantar la mirada, mientras me dediqué a lavar las puntas de mis dedos por quincuagésima vez aquella tarde; mismas que de todos modos parecieron seguir sin desprenderse de la sensación aceitosa que dejó tras de sí la sangre.

Por primera vez en casi catorce horas, pensé en algo lejos de la cocina de mi casa. En ti, en el día cero de la época de la oscuridad.

Después de que te fueras tuve ganas de encajarme un tenedor en el esternón hasta hacer carne molida de mis músculos y arañarme los huesos; solía pensar que si escuchaba su chillido no tendría que prestar más atención al pitido ahogado en el fondo de mis oídos. Me pregunto si alguna vez has experimentado un aturdimiento de ese tipo, uno nunca se olvida de algo así: te deja con los párpados a reventar e inyectados en sangre. Después de eso solo queda el trauma y el "ojalá morirme antes de experimentar un segundo más de esta miseria".

Pensaba demasiado en ojos por ese entonces. En especial en lo mucho que deseaba sacármelos para no tener que contemplar tu ausencia. En lo fácil que sería deslizar un clavo delgadito por debajo de la piel que recubre el lagrimal y subir, subir, subir hasta tocar blando; entonces le daría un cabezazo a la pared justo sobre la punta y ¡voilà! Una lobotomía casera para arrancarme a la fuerza todo recuerdo con tu nombre.

Fueron meses brutales, y después dejé de sentir cualquier cosa. Y en medio del infierno, ser incapaz de identificar dolor alguno en el pecho fue un oasis. Por un tiempo, perder la esperanza de que regresaras, o, en general, de que cualquier cosa buena se paseara por mi vida, también fue dejar ir el dolor.

No obstante, ahí estabas de nuevo. Renacido. Resucitado. Y una vez que la perturbación expiró, llegó la rabia.

Si hubieras sido cualquier otra persona, ni siquiera me habría importado ese airecillo desdeñoso enredado en las cuatro palabras que pronunciaste. Me daba igual. Pero que viniera de ti me caló en los huesos y recordé, por primera vez en mucho tiempo, lo que era sentir en el estómago un fuego que me pedía apuñalarte hasta que aprendieras a medir tu boca. Aún no sé con qué derecho te creíste para criticar dónde tocaba o no.

Levanté la cabeza y te encontré en el espejo empañado de sarro y pintas de sharpie. Bajo la luz verdosa, tus pómulos parecían tan afilados como tu lengua; estabas cruzado de brazos, con la espalda en las baldosas y el mismo aspecto de esas visiones que llegaron las semanas posteriores a tu partida. La sangre se me volvió fría en las venas. Traté de descifrar sin éxito qué clase de ser cruel te había creado, y cómo tuvo el nervio de dotarte de esa superioridad ponzoñosa que te instaba a sonreír incluso en los momentos menos oportunos.

Me aferré a la cerámica del lavabo; su textura helada fue mi cable a tierra firme. Contemplé tus ojos negros. Ojos malditos, burlones y traicioneros. Ojos de hijo de puta, como solían llamarte mis amigos, con el más marcado de los desprecios. Y sí que lo eras, en tantos años no habías cambiado nada.

—Ajá. —Me enderecé y volví a prestar atención al agua que corría del grifo. Me enjuagué, concentrado en que el enfado no se me fuera a notar en el rostro, pues ya sentía las orejas calientes—. Aquí sigo.

Y me irritó incluso más no saber cómo dejarte en claro, en ese momento, que seguía porque no tenía ninguna otra opción y eso era tu culpa; no porque te hubiese estado esperando, si es que llegaste a pensarlo.

Me mordí la mejilla hasta que noté el regusto de la sangre. Te desapareciste cinco años y lo primero que se te ocurrió vomitar fue "entonces sigues tocando aquí". La bilis me amargó la boca y escupí sobre el lavabo para quitármela de la lengua. La saliva rosácea se escurrió hasta el desagüe. No eras ni la primera ni fuiste la última persona que se me borró del mapa así nada más, sin avisos ni justificaciones; pero no era lo mismo. Una cosa era conocer a alguien en el bar, coger y después no volver a hablar en la vida porque no había demasiado en común. En esos casos, incluso me sentía agradecido de que desaparecieran sin hacer ruido porque así me quitaban la pena de hacerlo yo. Pero tú y yo, Damián, teníamos algo. Y no solo "algo", teníamos muchas cosas. Ni eso te hizo considerar que me hubieran caído de perlas algunas explicaciones.

"Entonces sigues tocando aquí", hijo de puta. Pensé "ojalá tenerlo a él en el congelador, así tendría dos problemas menos". Cambiaste el puesto de amante por el de desconocido y después por el de dolor de huevos.

—Creí que dijiste que en dos años estarías fuera.

No te voy a mentir, Damián. Me dolió el orgullo.

Quizá el Italo de diecinueve, el que conociste y que llevaba tanto tiempo muerto como tú desaparecido, te hubiese aceptado. Ese niño se habría reído, lo hubiese tomado como una de tus bromas mordaces que no eran tanto producto de una malicia inherente a tu personalidad sino a una retorcida incomprensión sobre cómo relacionarte con las personas.Tal vez en esa época incluso me habría convencido de mí mismo de que esos callejones oscuros escondidos en tus palabras eran parte de tu encanto desenfadado. Pero a mí, que ya no era ese, me hizo hervir el agua del cuerpo.

No corría una pizca de inocencia en tus palabras más hirientes.

—Sí, no he tenido mucha suerte. Pero está bien. Al menos, todavía tengo la bala en el cañón esperando que la dispare. —Me pasé las manos por el cabello, me di la vuelta y por fin te miré frente a frente sin escalas de por medio. Parecías mayor—. No como tú. A ti te vieron y supieron lo que todos terminamos dándonos cuenta: no vales la pena.

Me hubiera gustado darme la vuelta incluso antes de pronunciar la última sílaba, no obstante, una punción de recelo me obligó a quedarme bien parado en mi sitio. Necesitaba, y lo digo con todas sus letras, aunque fuera un segundo para verte a la cara y adivinar si mis palabras te habían llegado a donde quería. Si te atravesaron el cuero impenetrable que tienes por piel y te apretaron el corazón con la saña que llevaba tanto tiempo envenenándome. Deseaba con un ímpetu casi sexual que te doliera. Y lo hizo, pues no me respondiste. Arqueaste las cejas lo suficiente para dejarme saber que mi respuesta te tomó por sorpresa y te dio en un lugar bajo, pues yo sé tan bien como tú que no es bonito que a uno le pisen el ego cuando ya está en el suelo. Me satisfizo reconocer el desánimo en tu mirada, solo entonces me pude retirar con mi primer gusto de victoria en años.

Salí corriendo del baño y, después, de La Capilla. No sé si me seguiste, no miré atrás ni por un momento. Continué avanzando hasta que llegué al metro, al andén, y me di cuenta de que una vez más estaba sobre la línea de seguridad, a centímetros de esa vida de la que creí ya me separaban años. Di un paso atrás y luego otro hasta encontrar la pared y me dejé caer al suelo.

Pensé que meter el dedo en la llaga abierta de tus sueños perdidos sería suficiente para mantenerte lejos de mí, hacerte desistir de la idea que tuvieras en mente, sin importar cual fuera, pero no lo hizo.

Tú siempre empujabas un poco más, no sabías qué era detenerte ni aunque te lo rogaran a los gritos.

Y yo tampoco.

¡Hola, hola! Espero que estén teniendo un lindo miércoles y un bonito San Valentín; para esos que van a tener una cita hoy: qué envidia. Y para los que no, hay que sacar plan juntos. 

Aquí las preguntas, ¿qué les pareció el capítulo? ¿Por qué Damián se fue, y qué lo hizo regresar? Dejen aquí sus teorías conspirativas y pronósticos. 

Muchas gracias por los comentarios y los votos, los valoro muchísimo. ¡Nos leemos el siguiente miércoles!

Xx, Anna. 

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