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Capítulo IV

Una tarde estaba dirigiéndome hacia el salón tal como había acostumbrado a hacer. Me dolían los pies con cada paso, porque además de mantenerme en el piano, cada vez que llegaba a mi casa me encerraba en mi habitación e intentaba mejorar mi baile, quería disfrutar de su arte, quería ser capaz de expresarme junto a ella.

Al momento en que posé mi mano sobre la manilla de la puerta, dispuesto a abrirla, mis movimientos se detuvieron en seco al ver que ella ya tenía compañía. Un chico de mi edad, de cabello rojo y mirada amable la estaba haciendo girar por la pista tal como pretendía hacerlo yo. Pero lo que me causó dolor no fue aquello, sino que al terminar, él la estaba sujetando en sus brazos y mientras la hacía bajar ambos compartieron inocentes sonrisas.

¿Celos? Sí, así se llamaban. El significado de este concepto ahora estaba claro, lo estaba sintiendo. Cerré la puerta sin ánimos de interrumpir el momento, yéndome hasta donde el viejo piano del Instituto me esperaba. Al sentarme mis manos se dejaron caer fuertemente sobre el instrumento, mis dedos se sentían pesados y las melodías ásperas al oído.

***

Llegada la hora del almuerzo, en el comedor, ese lugar que recientemente habíamos acostumbrado a frecuentar juntos, me tocó comer en soledad mientras observaba desde la lejanía como varias mesas más allá Marinette disfrutaba y reía con su acompañante.

—¿Qué tal amigo?— oí mientras veía de reojo como alguien colocaba su plato y se sentaba a mi lado —¿Por qué tan solitario?

No volteé a mirarlo, pero sus ojos siguieron la misma ruta que los míos y se toparon con la causa de mi actual inquietud. Cuando estaba seguro de que se había dado cuenta, me fijé en él y noté su tez morena, sus lentes y su gorro. Era alguien de aspecto despreocupado y agradable, que alguna vez noté que estaba entre mis compañeros de salón.

—Vaya, es una situación mala— dijo con el tono de voz más sincero que encontró —Pero no te preocupes, él acaba de llegar esta mañana, ella debe estar encargada de guiarlo en su primer día.

Lo miré con los ojos ligeramente más abiertos, sintiendo un pequeño alivio en mi interior. El lenguaje de señas nunca me agradó, pero en esta ocasión lo utilicé para indicarle mi agradecimiento lo mejor posible.

El chico pasó todo el rato junto a mí, contándome historias sin sentido y evidentemente tratando de distraerme. Nino, ahora podría recordar que ese es su nombre.

—Un prodigioso pianista como tú debería ser más seguro de sí mismo— dijo al final del receso, antes de marcharse —¡Ánimo!

Esas fueron las palabras que me ayudaron a mantenerme fuerte el resto de la tarde. Al final del día, decidí irme directamente hacia mi hogar, mañana ya no sería el primer día para el pelirrojo, y todo volvería a la normalidad para mí.

***

Al día siguiente, entré al Instituto y nuevamente me dirigí hasta el salón de baile que ella siempre elegía para ensayar. Pero otra vez, incluso antes de colocarme frente a la puerta, los vi a ambos entrando.

Quizá ella era una de esas personas que se cruzan en tu vida momentáneamente, dejan una enseñanza, un sentimiento, una pena y luego se retiran. Tal vez era una de esas chicas que pasan por la vida de los músicos, les regalan un historia, desaparecen y los dejan dedicándoles canciones de amor durante toda la vida. Pero no quería que así fuera.

Mientras estaban preparándose para calentar, entré en el salón con la menor sutileza y comencé a seguirles los pasos. Marinette estaba observándome curiosa, y me alegré de que sus ojos no se llenasen de molestia, sino de agrado.

—¿Quién es él?— oí un susurro por parte del pelirrojo —Su rostro... Creo haberlo visto antes.

—¿Realmente no lo sabes, Nathanael?— le contestó Marinette entre una risa traviesa —Él es un pianista reconocido alrededor de varios países por su talento y pasión. Adrien Agreste, que de algún modo ha conseguido mantener un perfil bajo en una institución de músicos y bailarines.

Mientras fingía acomodar algo en mi bolso, sonreí. Ella ya sabía bien quién era desde hace tiempo y en ninguna ocasión me permitió darme cuenta.

Me giré hacia ellos con un pequeño aire de superioridad recién ganado, fijándome en que el pelirrojo llevaba una libreta y un lápiz entre sus manos. Se los pedí de la mejor manera que encontré, y una vez que los tuve, abrí una hoja y escribí una simple "hola". Luego de que pudo leerlo, extendí mi mano frente a él, la cual apretó con una fuerza totalmente distinta de lo que podrías esperar de alguien con su pacífica apariencia.

—Un gusto— dijo, comprendiendo el mensaje con una sola mirada.

En simples términos, para ambos, aquel apretón de manos fue una clara declaración de guerra.

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