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Pletórico (Fin)

El mundo daba vueltas. Las imágenes que captaban sus ojos se alargaban y pasaban como una tira de manchas coloridas que, por pura costumbre de verlas a diario, podía distinguir como objetos de la cueva. Allí la computadora, delante de él Bruce y, más allá, el jaulario de Batddler que dormía tranquilo. La silla se detuvo, quizá por la pérdida de fuerza, tal vez por el pie de Edward sobre el suelo ya harto de ver borroso. Cerró los ojos cuando sus oídos volvieron a sintonizar el ruido de Bruce al teclear y de la charla de la televisión al fondo; ahora recordaba por qué había comenzado a dar vueltas en primer lugar.

—Estoy enfermo.

Las teclas se detuvieron. Bruce giró su propia silla hacia Edward. —Ya hablamos de esto, no estás enfermo. Solo era un impulso biológico.

El omega gruñó. Entendió las palabras de Harvey en el juicio, lo de sentir que era un padre magnánimo que veía con amor a Gotham, que sentía a sus ciudadanos como sus hijos. De todas maneras, la sensación de que todo él era solo instintos sin control lo molestó. Quería ser más que eso, quería ser más que un omega, quería ser Edward Nashton, Riddler, un ídolo, la voz de la razón, aunque, si lo pensaba bien, la mayoría de las veces a eso se reducía una madre: La consciencia más primitiva dentro de nuestro camino turbulento.

—No quiero ser solo un impulso biológico.

—No eres solo un impulso biológico. —La silla de Bruce se arrastró hasta estar a su lado, la mano se deslizó por su muslo y lo apretó en una caricia complaciente. —Eres más que eso, pero fue eso lo que te empujó a todo, ¿no deberías estar feliz? Si no fuera por eso, no nos hubiésemos conocido. Yo también tuve un impulso biológico de protección, ¿crees que por eso soy solo eso, entonces?

Edward negó con frenesí. No. Bruce era más que un impulso de protección: Era cariño, era hogar, era tranquilidad. Su lazo fue traspasado por ese mismo sentimiento, Bruce sabía mostrarle lo que debía sentir en cada momento, así él no tenía que preocuparse ni confundirse con lo que no entendía ni nunca antes había experimentado.

—Deja de atormentarte, omega. —Bruce jaló la silla hacia él. El alfa se inclinó, solo con la intensión de pegar sus labios en su mejilla. —Estás perfectamente. Además, a todos les gusta pensar que somos sus padres, ¿no has visto las noticias?

Sí, de hecho, había leído los titulares del periódico en la mesita de café donde Alfred los acumulaba. Leyó cosas desde «Los padres de Gotham se enfrentan a la injusticia» hasta «Nuestros padres: liberados, liberadores». Una sonrisa cruzó su rostro, ha de haberle parecido bien a Bruce porque no tardó en mandar una ráfaga de felicidad que lo traspasó. Sabía, en lo más profundo de su ser, que a él también le gustaba ser el padre de todos.

—Creo que Batddler necesita cariño —dijo de pronto.

Escuchó un sonido de desaprobación. Justo cuando se levantó, dos manos lo rodearon por la cintura y lo obligaron a sentarse en el regazo del alfa. Su nariz, curiosa, empezó olisqueando su pelo y haciéndole cosquillas a lo largo de su cuello hasta llegar a su glándula de olor, cerca de donde estaba su marca.

—Yo necesito más cariño ahora, Batddler puede esperar.

El omega se recostó contra Bruce, cerró los ojos, dejando que los toques del alfa hicieran su efecto calmante sobre su piel como siempre lo hacían. Momentos como ese le recordaban lo afortunado que era; incluso, le hacían querer agradecer su enfermedad, ¿Dónde estaría ahora si no hubiese hecho lo que hizo? Seguro que no entre los brazos de Bruce.

—¿Sabes que te hará sentir mejor y te dará una visión más realista de las cosas? —Edward abrió los ojos, giró su rostro para mirar a Bruce en ese ángulo y preguntó, solo levantando las cejas, cuál era la solución a ese sentimiento que no acababa de dejarlo disfrutar su victoria. —Una cita. No hemos tenido ninguna, nos haría bien a los dos.

Besos por su cuello. La piel de Edward se erizó.

—Pasearemos por allí, comeremos tarta de calabaza y regresaremos a hacer el amor como a ti te gusta.

—Sí —Sus ojitos brillaron, su lazo vibró con alegría y Bruce también se vio en la necesidad de sonreír. —Quiero eso.

.

.

Bruce lo tomó de la mano. No es como que no lo hayan hecho antes ¡Pero nunca en público! Cada que daba un paso, Edward sentía que todos los ojos se posaban en él, en sus manos unidas, en el símbolo del murciélago que los hacía el uno para el otro. Tenía la horrorosa sensación de que miraban su cuello y su marca de unión y que podían sentir el nerviosismo deslizarse por su lazo desde lo más ínfimo de su ser hacia el alfa. La gente lo juzgaba por todo lo que había hecho, por salir tan bien parado del juicio, otros, lo miraban con pena, como el pobre y patético omega enfermo que era.

—¿Estás bien?

Bruce se detuvo. Edward miró alrededor, había algunas personas mirándolo, pero solo le sonreían, algunos, que pasaban con niños, le saludaban con la mano y se emocionaron cuando Edward los miró de soslayo.

—S-sí.

—Hum.

Habían decidido que el mejor lugar para su cita era lo que había sido la baja ciudad de Gotham: Pasear cerca del antiguo edificio de Edward, hacer un recorrido por las calles (y no por las alturas) de lo que solía ser su patrulla y comer algo en ese acogedor café donde servían los mejores pasteles de calabaza. Estar donde todo había empezado y recorrer los lugares por donde se habían visto por primera vez era el mejor lugar donde podían estar.

—No lo merezco.

—Creí que ya habíamos terminado con ese tema.

La mano de Bruce envolvió de nuevo su muñeca, esta vez, arrastrando sus pasos por las calles mojadas de Gotham. Las nubes negras, como un grato paisaje, se extendieron por toda la ciudad y, cuando ambos habían entrado en la cafetería tan conocida, comenzó a diluviar como estaba tan acostumbrada. Se agazaparon, o Bruce los agazapó, al final de la barra, en una de las esquinas, con su cuerpo protegiendo al omega y dejando a Edward refugiarse entre él y la pared. Emily, la camarera, se acercó a tomarles el pedido con una sonrisa y una charlatanería agradable, pero ni siquiera escribió nada en la libreta, ya sabía de memoria lo que les gustaba.

Edward se hizo bolita en su sitio a medido que la lluvia de afuera obligó a los transeúntes a entrar. La mano de Bruce se paseaba por su espalda, pero eso no disminuía la sensación de ser el centro de atención, de ser juzgado segundo a segundo por cosas que ya no estaba seguro si debió hacer o no.

—Edward, mírame.

El omega se llevó las manos a la cabeza. Un suspiró salió de Bruce y el omega se arrepintió. Levantó la mirada, pero, la verdad, prefería seguir viendo el borde corroído de la mesa por la plaga de termitas.

—Nadie piensa que estás enfermo.

Bruce se levantó haciendo chirriar el asiento, todos en el lugar clavaron su mirada en ellos, cualquier movimiento que hicieran los padres de Gotham, nadie quería perdérselo. Edward, pensando que estaba a punto de ser abandonado, se encogió en su sitio, las lágrimas se agolparon en los bordes de sus ojos y empezó a maldecirse por dentro por no ser capaz de enterrar sus inseguridades para hacer sentir feliz a su alfa. Sin embargo, contrario a todo, solo recibió una vibra de cariño pasar por el lazo. Los murmullos se hacían más débiles que las gotas de lluvia contra la ventana, Bruce se aclaró la garganta para hablarles a todos los de la pequeña cafetería que, a ese punto, no eran pocos.

—Me gustaría preguntar, sin que nadie tenga miedo a decir la verdad, ¿quién de aquí piensa que Edward está enfermo? —Bruce se movió, exponiendo al omega. Edward hizo un amague de fundirse con la pared. —No enfermo físico, sino... Hum. ¿Pensáis que todo lo que hizo Edward estuvo mal, fue fortuito, fue un capricho, fue por que estuviera enfermo? ¿o cómo yo sois capaces de ver la bondad detrás de sus actos?

El omega no dijo nada, mucho menos ante el silencio sepulcral que se instaló en la cafetería. Quiso enojarse con Bruce por ponerlo en evidencia de esa manera, pero no podía, ni siquiera podía ser capaz de respirar en ese momento.

—¿Sí puedo hablar? —Bruce asintió a una chica del fondo. —Nunca había pensado en inundar Gotham o destruirla, pero sí en destruir todo lo malo, ¿sabes? Esta ciudad necesitaba un cambio, no sé si sean los medios, pero, hay un cambio ahora, ¿No? Ya no me da miedo salir de casa porque sé que estamos más seguros.

—Yo sí. —Otro chico hablo. —Había pensado en destruir todo, pero no creo que hubiese sido capaz, alguien tenía que hacerlo. Gracias, supongo.

—Yo me dedico a la construcción, y si algo he aprendido en estos largos años es que para construir algo nuevo, siempre tienes que demoler todo lo antiguo.

—Inundaste mi casa, pero me diste una nueva, como si quieres destruirla de nuevo...

Había muchos comentarios, sobre lo otro bueno que habían hecho, sobre las nuevas vidas, sobre las ganas que todos tenían de hacer desaparecer el peligro, pero nadie se atrevía. Había algunos comentarios más emocionados que otros, alguno recriminatorio, pero todos estaban de acuerdo en algo: Edward los había llevado al cambio y eso, al menos en un consenso general, era más que todo lo demás.

—Gracias —dijo Bruce. —Por compartir vuestros pensamientos. —El alfa sonrió, miró a Edward con complicidad y luego volvió a la gente de la cafetería. —Si hay algo de nosotros y nuestra actitud que llegue a molestar, no somos como lo que hemos destruido, siempre estaremos dispuestos a escuchar.

Tomo un par de minutos que todos volvieran a lo suyo. Bruce volvió a sentarse al lado de Edward justo cuando Emily puso dos platos con tarta de calabaza delante de ellos y dos cafés recién hechos. Edward le dio las gracias y volvió a encogerse en su sitio, antes de volver a sentir la mano de Bruce sobre una de las suyas.

—¿Ves? Nadie piensa que eres un enfermo. —La mano fue hacia su mentón, lo tomó con cuidado y lo obligó a mirarlo a los ojos. —Todos están agradecidos en distintos grados por librarlos de toda esa peste. Puedes dejar de sentirte así, eres su héroe. —El alfa se inclinó. Sus labios susurraron sobre los suyos. —Eres mi héroe.

Se besaron.

La mano de Edward tomó la de Bruce, se enroscó con facilidad entre sus dedos hasta tener sus muñecas unidas; ambas mitades del murciélago, símbolo de su unión espiritual, se completaron en ese pequeño gesto de cariño. Su lazo, que vibraba todo el día con distintas emociones, se llenó de ese sentimiento de satisfacción que Bruce solía llamar amor y que Edward, por su parte, prefería nombrarlo como su esencia.

—Y tú eres el mío. Lo fuiste desde la primera vez que te vi, aunque nadie creyera al principio que lo fueras.

Un beso se instaló en su frente. De pronto, Edward tenía ganas de comerse hasta la porción de tarta de Bruce. Asaltó ambos platos de un momento a otro, olvidando su tristeza y reemplazándola por hambre voraz. Rellenó sus cachetes de pastel y, en medio de eso, habló, porque aunque Alfred dijera que no era bueno hablar con la boca llena, no podría esperar cuando se trataba de una buena idea.

—¿Sabes? —Tragó grueso tosió un poco y luego volvió a meterse más pastel. —Deberíamos reconstruir mi antiguo orfanato. Que sea nuestra casa, le pondremos nuestros apellidos: Nashton-Wayne, Wayne-Nashton, para poder proteger mejor a nuestros hijos.

Bruce asintió.

—Que tenga muchas habitaciones y... y ¡Una sala de juegos! Una fuente, me gustan las fuentes, con peces...

—Todo lo que quieras. Solo tienes que pedirlo y lo haré realidad para ti.

.

.

El coche se detuvo frente a la fachada de la nueva organización benéfica Nashton-Wayne. En cuando Edward puso un pie afuera, los flashes de las cámaras, los murmullos y la gente que lo llamaba queriendo que le regalara una mirada se convirtió en una algarabía que lo hizo retroceder. Si bien ser el centro de atención era algo a lo cual ya se estaba acostumbrando, que todos se aglomeraran así a su alrededor y lo acorralaran con aromas cargados de sentimiento, aún era algo que le costaba asimilar. Para su suerte, los brazos de Bruce estuvieron allí para sostenerlo, recordarle que sonriera a sus cientos de hijos y que siguiera caminando porque para eso estaba allí.

—Vamos, tú puedes, ¿recuerdas? —Bruce lo empujó con cuidado. Los pies de Edward intentaron quedarse pegados en la acera, pero caminaron después de un segundo. —Ya lo has hecho antes, y has podido, ¿ahora por qué no? Es tu momento. Toda esta gente está aquí por ti y no para juzgarte, sino para agradecerte.

Edward miró a su alrededor. Sí. Había muchas caras conocidas, rostros jóvenes agradecidos, facciones mayores ilusionadas, pequeños ojos infantiles que lo seguían emocionados como que si Edward fuera un ídolo. Era diferente a la comisaría, porque ya no lo miraban con pena, era distinto. No podía explicarlo, quizá nunca pudiera poner en palabras lo que sentía en ese momento, pero no quería dejar de sentirlo nunca.

—Adelante.

La mano en su cintura le recordó que debía subir los escalones. La nueva casa hogar Nashton-Wayne estaba erigida sobre los antiguos restos quemados y olvidados de lo que fue el orfanato donde se crió, aunque ya no quedaba nada de ese tétrico lugar. El edificio, que antes habría tenido unas dos plantas y una terraza que nunca estuvo en uso, se alzaba ahora diez plantas por encima de todos, con su vestíbulo, sus pisos dedicados a las clases de los más pequeños y algunas de los más adultos, una planta para recreación y descanso y, arriba del todo, pequeños dormitorios individuales para todos con las comodidades que un ser humano necesitaba. Edward siempre le pareció que, para ser un lugar con niños, una cancha comida por la mala hierba y una portería que prometía más accidentar que entretener no era adecuada, así que ahora había un patio enorme, lleno de flores que él mismo había escogido, con una fuente de los deseos para la diversión de los más pequeños y dos canchas. Incluso construyó una piscina para que nadie tuviera la oportunidad de quejarse de que le faltaba nada. Además, y lo más importante, había sido él quien había contratado a cada uno de los cuidadores, conserjes, recepcionistas, profesores y personas que trabajarían allí. Ningún niño, no en su guardia, tendría que volver a sentir sobre sus espaldas el duro golpe de un cinturón; estrangularía a quien se atreviera a tocar a alguno de sus hijos.

—Como lo practicamos.

La mano de Bruce no se movía de su cintura, seguía allí, dándole apoyo al igual que el amor que recorría su lazo y el sentimiento de orgullo que estaba entremezclado en él. Edward se paró detrás del hilo rojo, alguien le pasó unas tijeras metálicas brillantes y, cuando miró adelante, más fotos intentaron cegarlo junto a las sonrisas infantiles que serían beneficiarios de su obra.

—Yo...

Todos hicieron silencio. Las cámaras siguieron grabando, las sonrisas seguían allí, los ojos aún estaban mirándolo y la mano de Bruce se había movido a donde pareciera que lo estaba atosigando menos. Edward inspiró hondo. Había olvidado por completo lo que tenía que decir.

—Gracias. —Tragó saliva. Eso no era lo que había practicado, pero no quería ser como las personas que lo habían engañado cuando estaba al otro lado. No les iba a dar un discurso ensayado miles de veces frente a un espejo, hoy, solo por hoy, quería decir lo que su corazón tenía ganas de decir: —Gracias —repitió.

»Hasta hace unos meses yo... pensé que la única forma de hacer algo por el mundo, por lo que yo creía, era destruyendo. Sin embargo, aunque sigo pensando que para resurgir primero hay que tirar lo que ya estaba, nunca antes me había visto en la necesidad de construir, porque nunca antes nadie me había dado la oportunidad de construir algo para nadie. —Miró a Bruce, el alfa le sonrió, se movió más a su lado. —Así que debo agradecerles a todos por darme esta oportunidad, por permitirme hacer algo bueno por todos, por permitirme ayudar a construir algo que todos necesitamos. —Sonrío. Abrió las tijeras y dio un paso adelante, solo para ponerlas sobre el cinto rojo. —Antes, pensé que la venganza era solo hacer estallar algo y callar a los que nunca nos habían escuchado. Pero hoy... Hoy sé que vengarse también puede ser pararse delante de los que no escuchan y hacer con nuestras propias manos lo que ellos nunca hicieron por nosotros. Gracias por ayudarme a darme cuenta de eso.

Cortó el cinto.

Los aplausos resonaron, los flashes volvieron a rodear el lugar, la mano de Bruce volvió sobre su hombro en un apretón cariñoso, su lazo volvió a vibrar con esa alegría y con orgullo.

—Y, ahora, damas, caballero, pequeños y pequeñas de todas las edades... —habló Bruce a su lado. —Bienvenidos al hogar Nashton-Wayne.

El tumulto de gente los arrastró dentro. Los niños se aglomeraban a su alrededor preguntando miles de cosas, abrazando a Edward o a Bruce de forma espontánea y luego chillaban sin razón aparente cada que subían un piso más. Sin embargo, fue divertido. Hubiese querido, en algún momento de su infancia, haber tenido un Edward y un Bruce que le hicieran sentir seguro.

Lo único que lo consolaba era poder haberse convertido en quien siempre necesitó.

.

.

—¿Estás bien? —preguntó Bruce.

Habían logrado escabullirse con la excusa de ir al baño, lo bueno es que la gente estaba muy emocionada grabando por dentro, haciendo entrevistas a los niños y a los docentes como para preocuparse porque se escaparan unos cuantos segundos.

—Nunca me había sentido tan bien.

Las manos de Bruce, frías como de costumbre, acariciaron su mejilla y tomaron su rostro solo para acercarlo un poco y darle un pequeño beso. —¿Ya no te sientes enfermo?

—No. Tenías razón, solo estaba asustado. Me gusta esto. —El omega se inclinó, le dio otro beso, rozó su nariz con la del alfa y dejó que su aroma de azúcar y calabazas se le pegara por todos lados. —Me gusta ver a mis hijos felices. Incluso, me dan ganas de tener uno.

Bruce sonrió. Su garganta reverberó en un ronroneo de gusto y Edward le respondió con uno más suave, igual de alegre.

—Aquí hay muchos, podemos robarnos uno. —Edward se alejó, con intensión de salir, mientras negaba. No podía seguir allí sin tener deseos de lanzarse contra el alfa, tal y como se le estaba volviendo una costumbre.

—No podemos hacer eso, Sr. Wayne, ahora somos ciudadanos de bien.

Abrió la puerta, un pequeño niño de unos cinco años se abalanzó hacia adelante. A juzgar por manos estiradas y su confusión, le abrió la puerta justo cuando el pequeño quería entrar. El omega se disculpó con el niño, lo tomó con facilidad del suelo, no pesaba apenas nada, su cejo estaba fruncido por el golpe repentino; sus ojeras y algunas manchas en su piel que no parecían otra cosa que viejos dedos que se habían apretados en esta hicieron que fuera Edward quien frunciera el ceño. Nadie tocaba a sus hijos, aunque ni siquiera los haya conocido a todos aún.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con cautela, moviendo su mano para peinar los cabellos desordenados del niño hacia atrás.

—Jason... Todd.

Edward le ronroneó, al igual que lo haría un padre con un hijo, al igual que a veces lo hacía con Batddler solo porque estaba feliz de verlo. Se giró un poco, aún con el niño en brazos y le sonrió a Bruce.

—Quizá, Sr. Wayne, solo por hoy me porte un poco mal.

Bruce asintió. El omega miró al pequeño cachorro que parecía querer imitar su propio ronroneo. Habló de nuevo:—Nunca contestaste mis cartas. No explícitamente.

El alfa se acercó, pegó su frente a la del cachorro y lo marcó con un poco de su aroma, mezclándolo con el de Edward que ya estaba impregnado en el niño.

—¿Te parece esta una buena respuesta?

—Sí.

Tal vez Sor Margarita tenía razón cuando, mientras le asestaba un cinturón en la espalda, le recriminaba que la felicidad no estaba en robarse un trozo de pastel de la cafetería. Ella tenía razón. La felicidad estaba en las cartas que con tanta pasión le envió a Batman, en Bruce, en Batddler, en Alfred frunciendo el ceño, en su nueva casa hogar y ahora en este cachorro que no sabía ronronear como se debía, pero que aprendería porque Edward no descansaría hasta que supiera cómo hacerlo. La felicidad residía en esa respuesta silenciosa de Batman hacia su obsesión.

Y todo era suyo.

Suyo para siempre.

FIN

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Ha pasado un tiempo desde la última vez, pero aquí está ¡El final de «T0 the Batman». Espero de todo corazón que les haya gustado, gracias por la espera, por leerme, por su comentarios.

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