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cap 16

AL CAER LA NOCHE, CAPÍTULO 16
LÁMPARA DE LAVA AZUL

UN GRUPO DE JÓVENES SE DESPIDIÓ TOMANDO DIFERENTES DIRECCIONES AL SALIR DE UN EDIFICIO.

Habían celebrado el cumpleaños de uno de ellos, y la fiesta se alargó más de lo debido. ¿Qué esperar de unos alocados ―y seguramente problemáticos― adolescentes de dieciocho años?

Efectivamente, la mayoría de ellos salían bastante perjudicados y requerían de la ayuda de otro de sus compañeros para poder mantener el equilibrio.

Uno de ellos se hubiera caído por las escaleras de no ser por su novia, que le tenía sujeto del brazo. Se saltó dos escalones, pero no llegó a caerse, sólo acabó con una rodilla en el suelo.

En cierto modo era comprensible. Incluso a finales de agosto, era tan tarde que las calles estaban completamente a oscuras. Sólo las luces de las farolas podían iluminar vagamente el suelo que pisaban, e incluso algunas sombras podían jugar una mala pasada si no se iba lo suficientemente atento.

Iba ebrio, por supuesto.

―Dios, Sam ―suspiró la chica tratando de tirar de él para reincorporarle.

La chica era rubia y llevaba el pelo recogido en una coleta, aunque su peinado era semi-rastado. La mayor parte de su melena eran rastas, con un par de cuentas o incluso una fina red envolviendo la rasta más gruesa; pero lo alto de su cabeza era natural.

Sencillamente no quería perder el privilegio de cepillarse el pelo de vez en cuando. Además, le gustaba cómo algunos de esos mechones ―los cuales se veían más claros― escapaban de la coleta.

Llevaba unos vaqueros claros de tiro alto y por encima de los tobillos. Una sudadera amarillo mostaza con cremallera sólo en la zona del cuello, un dibujo de un sol en el pecho y otros cuatro repartidos en la parte posterior de cada manga. Se veía que llevaba una camiseta blanca debajo.

Usaba también unas viejas Converse blancas que la cubrían el tobillo, bajo ellas sobresaliendo unos calcetines blancos con un par de líneas negras. Una franja de su piel quedaba entre el calcetín y el pantalón.

El conjunto en sí parecía viejo, pero en ella no acababa de dar una impresión de descuido, sino encantadoramente vintage.

―Estoy bien, estoy bien ―murmuró él, zarandeando un brazo para restarle importancia a su tropiezo―. Vamos a casa ―dijo después de tragar saliva, incómodo por su actual estado de embriaguez.

―Vale ―suspiró ella pasando el brazo del muchacho por encima de su hombro, esforzándose por ignorar el repugnante aliento a alcohol.

Ambos eran delgados, pero saltaba la vista que, si él se caía o desmayaba, poco podría hacer ella para impedirlo.

Pese a que la sudadera le quedaba ligeramente amplia y sus vaqueros eran de un tono claro, se podía ver perfectamente las articulaciones de sus muñecas y tobillos, indicando que era bastante flaquita.

En alguna ocasión en la que llevaba otro conjunto un poco más revelador ―o quitándose la sudadera, mismamente―, había tenido que hacer frente a algún comentario en lo referido a que debería comer más. Sobre todo, por parte de la madre de su novio.

Era algo que la molestaba profundamente, pero nunca decía nada al respecto. Se limitaba a sonreír con incomodidad y darle la razón a la otra persona.

A medida que intentaban avanzar, a la pobre chica se le hacía más complicado cargar con su novio. Resopló con pesadez dejándole en la entrada de un callejón para poder entrar a un veinticuatro horas y cogerle un café que le espabilase un poco.

―Espera un segundo, ahora vuelvo ―dijo ayudándole a quedar sentado cuando vio que se deslizaba por la pared. Entró al local, no sin antes echarle un último vistazo.

La joven salió lo más rápido que pudo con un par de vasos de café para llevar, habiendo podido calentarlos en un microondas que el dependiente tenía en la caja. Cuando se fue a reunir con su novio, le encontró encorvado tras el contenedor de basura, sujetándose con una mano en la pared, vomitando.

La rubia hizo una mueca y suspiró evitando recordarle que le advirtió que no bebiese tanto. Se acercó pasando uno de los vasos a la mano derecha y poder utilizar la izquierda para frotar su espalda con simpatía.

―¿Estás mejor? ―preguntó ladeando la cabeza para alcanzar a verle.

Él no respondió. Se enderezó rodando los hombros y pasando el dorso de su muñeca derecha por los labios, limpiándose con la manga de su vieja cazadora vaquera. Al volverse, vio que su chica le extendía uno de los vasos de café. Lo cogió y se alejó del vómito para sentarse de nuevo con la espalda en la pared.

Ella también se sentó enfrente de él, manteniendo el otro café entre sus manos y esperando que no se enfriase.

En la cara de Samuel se notaba que había perdido la energía y ganas de diversión que tenía en la fiesta. Se ve que la noche dejó de hacerle gracia cuando no acertaba a andar y acabó vomitando porque, en otras circunstancias no habría aceptado un café.

Salieron del callejón cuando Samuel se acabó ese café y lo tiró. Y sí, aceptó tomarse el otro durante el trayecto mientras su novia le ayudaba a caminar de nuevo. De todas formas, se veía que no iba tan mal como hacía un rato.

Tan pronto como Samuel se terminó ese segundo café, su novia se ofreció para tirarlo a otro contenedor antes que permitir que lo dejase en la acera. Él resopló, y le cedió el vaso vacío. Así aprovechaba para encenderse un porro.

La rubia se adentró al callejón junto al que pasaban para reciclar ese vaso. No pudo evitar rodar la vista con pesadez al ver que Samuel sacaba el porro y el mechero del bolsillo. Resopló pasándose una mano por ese sedoso y alocado mechón de lo alto de su cabeza.

Nada más cerrar el contenedor con suavidad, suspiró. Sabía que no tenía que haber ido a esa estúpida fiesta, no a la mayoría de la gente y los pocos que sí, tampoco le caían muy bien.

No era algo de extrañar, era un mundo al que no pertenecía. Un mundo al que había entrado sin querer, durante una espiral de dolor y soledad.

Echó un vistazo hacia atrás, apreciando cómo el humo que Samuel expulsaba por la boca asomaba por la esquina.

Fue a salir del callejón, pero algo le cayó en la cabeza. Rebotó y acabó en la esquina más próxima a la chica.

―¡Auch! ―se quejó llevándose rápidamente las manos a la cabeza. Se frotó el cuero cabelludo con las yemas de los dedos hasta que su vista descansó en lo que la había golpeado.

Tenía que llamarle la atención, después de todo se trataba de una lámpara de lava azul verdoso que desprendía una luz bastante potente en ese oscuro callejón. Frunció el ceño porque no podía ser que hubiese caído del cielo sin más. Levantó la cabeza extrañada, buscando a quien podía habérselo tirado o la ventana de la que se hubiese caído.

Al no encontrar ningún indicio de su procedencia, se agachó para recoger ese extraño recipiente. Lo examinó pasando la yema de los dedos por el cristal, sorprendida porque no se hubiera roto.

Estaba concentrada dándole vueltas al vial, pero sintió movimiento tras de sí. Se volvió para no ver nada más que un contenedor de basura mayormente escondido por las sombras del propio edificio.

Se tensó por completo al sentir esa extraña presencia que no podía ver. Sentía como si una voz incomprensible de lo más profundo de su mente, le gritara que huyese. Lo raro es que sabía que esa voz no era realmente suya.

―¿Hay alguien ahí? ―preguntó con el corazón en un puño, abrazándose a la extraña lámpara.

Miró de reojo las sombras que envolvían el contenedor, intuyendo que había algo o alguien escondido. Al no recibir respuesta, se volvió para salir del callejón, aunque sin dejar de mirar al contenedor.

Dio el primer paso, esperando que sólo se lo hubiera imaginado.

―Espera ―dijo una voz, haciendo que se detuviese en seco. El dueño de la voz suspiró―. Esa sustancia... ―murmuró, indeciso.

La joven miró la lámpara con detenimiento, sabiendo que ya de por sí resultaba bastante extraña. Puede que esas malas vibraciones que sentía no fuesen por quien estuviera oculto entre las sombras, sino por el objeto que le había caído en la cabeza.

―Deberías entregármelo. Es peligroso ―continuó el extraño, alargando un poco la mano.

Resultaba raro decir que la chica no acertaba a distinguir la extremidad del individuo de las sombras. Sí, podía apreciar que con la mano le pedía que le devolviese su lámpara, pero al mismo tiempo no podría describirla más allá de verla demasiado grande para ser de una persona.

Tragó saliva, pero lo cierto es que no quería saber nada de una sustancia peligrosa, y menos aún tenerla.

Dio unos pasos para aproximarse, lo suficiente como para que quien fuera que estuviera ahí agazapado junto al contenedor, pudiese alcanzar el vial. Claro que, Samuel se había impacientado.

―¿Cuánto tardas en tirar un puto vaso a la basura? ―la llamó adentrándose al callejón.

La chica se volvió un instante reaccionando a la voz de su novio, pero al volver a querer dirigirse al extraño, pudo apreciar que faltaban sombras en esa esquina.

―Eh, qué lámpara tan chula ―sonrió con ironía, tirando el porro a una esquina. Le quitó la supuesta lámpara de las manos y la examinó―. Verás qué bien queda en mi cuarto. Gracias, muñeca ―dijo antes de darla un beso en la sien.

―No, es... ―intentó decir ella. Pero poco pudo hacer cuando Samuel la sujetó del brazo para retomar el camino a casa. Miró hacia atrás, tratando de encontrar al individuo entre las sombras. No vio nada fuera de lo habitual.

Leonardo resopló desde lo alto de la azotea, viendo cómo el chico se alejaba con la joven y el vial de mutágeno.

―Supongo que tenía que haber pedido ayuda ―se dijo suspirando.

Al haber vaciado por completo sus pulmones, se quejó llevándose una mano a la parte superior izquierda del caparazón. Tenía un buen arañazo, y seguramente le saliese un moratón en el brazo, justo a su lado.

Instantes después, escuchó la voz de uno de los esbirros de Shredder, indicando por dónde se había ido la tortuga.

Leonardo resopló decepcionado, pero ya le habían pillado antes y el dolor de su caparazón se lo recordaría durante un par de días. No estaba como para otro enfrentamiento, así que descendió hasta el callejón para acceder a las alcantarillas.

A la mañana siguiente, Donatello entraba a su laboratorio bostezando a pesar de haberse tomado su bien necesitada taza de café. Supo que Leonardo se había escapado la noche anterior para robar mutágeno del laboratorio de Stockman, aunque poco pudo hacer para detenerle.

Leonardo no quiso quedarse de brazos cruzados, no pudo dejar pasar otro día en el que Karai pareciese una monstruosa serpiente mutante.

Ver a Splinter tan destrozado suponía una tortura, aunque no sólo para Leonardo. Es por eso que Donatello no dijo nada y, en cuanto recibiese el mutágeno suficiente, se pondría con la elaboración del retro-mutágeno.

Cuando llegó al escritorio, frunció el ceño.

—¿No se supone que me ibas a traer una cápsula de mutágeno? —se cuestionó Donatello después se comprobar que en su escritorio no estaba la preciada mercancía que su hermano le prometió conseguir.

La tortuga de azul abrió un poco más la puerta del laboratorio porque sabía que estaba hablando con él pese a no estar siquiera en la misma habitación. Entró con cautela, esforzándose por no dejar ver lo dolorido que en realidad estaba.

—Te lo dije. No tengo suficiente como para hacer más retro-mutágeno —explicaba su hermano en lo que recogía algunos apuntes que tenía esparcidos junto al ordenador—. Creí que tenías prisa —añadió dándose la vuelta.

Desde luego, Donatello no vio las condiciones en las que Leonado volvió de su intento de conseguir el material. Se quedó helado por un momento, sintiéndose mal por no haber pensado que hubiera faltado a su palabra por una razón mayor.

—Ya —asintió el líder mirando a otro lado, frotándose el brazo izquierdo—. La noche se me torció un poco.

—Leo, lo siento —intentó disculparse Donatello, dando un par de pasos inseguros para comprobar cómo estaba su hermano mayor.

—Da igual, estoy bien. Esta noche lo intentaré de nuevo —respondió él rodando el hombro para relajar la tensión de alguno de los golpes que había recibido.

—No hace falta que vayas solo, podemos acompañarte. O puedes tomarte un descanso —sugirió la tortuga de morado encogiéndose de hombros.

Leonardo mantuvo silencio mientras miraba a un punto inconcreto del suelo, tratando de acordarse de algún detalle de lo que ocurrió la noche anterior. Así de primeras sólo se daba cuenta de que la chica iba a devolverle el frasco de mutágeno, pero su novio la interrumpió y se la llevó a casa.

—Creo que puedo encontrar esa cápsula que he perdido —murmuró antes de salir del laboratorio, dejando a su hermano confundido.

*

Tan pronto como anocheció, Leonardo se dispuso a encontrar a la chica.

No tuvo ningún problema para escabullirse y menos aún tuvo que darle a Splinter ninguna explicación con respecto a sus golpes. Seguramente pasasen unos días hasta que volviesen a entrenar, ahora su padre tenía que hacerse a la idea de que su hija estuviese por ahí, sola, como una serpiente mutante sin humanidad.

Leonardo tuvo que haberse pensado dos veces si le resultaría fácil encontrar la vivienda de la chica de las rastas, después de todo, ni siquiera se molestó en seguirla para saberlo de antemano. Nueva York es demasiado grande y el hogar de muchas personas, sería como buscar una aguja en un pajar.

Se pasó horas dando vueltas por el callejón en el que se le cayó el vial de mutágeno, esperando que la joven viviese en algún apartamento cercano, pero no parecía que fuera a tener suerte.

Resopló decepcionado y paró un momento para hacerse a la idea de que quizás debería intentar colarse de nuevo en el laboratorio de la mosca. De ser así, esta vez llamaría a sus hermanos, no podía ser tan necio, no por segunda vez.

Pero tampoco podía dejar una cápsula de mutágeno en las manos equivocadas, ¿y si se les caía y mutaban? Tenía que recuperarlo sí o sí.

Buscó durante unas horas más, aunque sin suerte.

Ya casi amaneciendo, iba a tirar la toalla. Estaba cansado y continuaba dolorido, no necesitaba que le acabase pillando algún humano.

Eran las horas más peligrosas. Las tortugas ya se habían llevado algún susto por tener la confianza de que las calles seguían vacías, pero de repente empezaban a aparecer personas iniciando su rutina diaria. Por fortuna, nunca les llegaron a ver.

Resopló sabiendo que había fracasado una noche más, aunque al menos no fue tan ridículo como cuando acabó asistiendo a la fiesta del té de una niña pequeña. Mentiría si dijera que no apareció alguna vez con té de verdad. Su sentido del honor no le permitió olvidarse de su promesa.

Se acercó al borde de la azotea para descender a la alcantarilla, pero vio algo que le obligó a detenerse y fijarse bien.

Resulta que le había parecido que, por la esquina del callejón, había visto pasar a la chica de las rastas. Sólo la había visto una vez, pero esa coleta rubia le había parecido inconfundible. Se apresuró a confirmar lo que había visto, esperando que no se tratase de su imaginación jugándole una mala pasada.

—Es ella —suspiró ligeramente sorprendido, aliviado de haberla encontrado por fin.

La vio cruzar la calle en diagonal y a paso ligero puesto que se acercaba un coche. Se alejó lo suficiente hasta que dobló otra esquina y, obligó a la tortuga a reaccionar. Leonardo echó a correr entre las azoteas, decidido a, por lo menos, saber dónde podría encontrarla más adelante.

La siguió durante unos diez minutos hasta que la vio detenerse en la puerta de una pequeña tienda. La chica cogió un papel que había pegado en la misma, lo miró con desgana y sacó las llaves de la pequeña mochila de tela que llevaba colgada del brazo derecho para abrir el local.

Leonardo dudó, no estaba seguro de que fuese una buena idea entrar a la tienda y preguntarle por esa lámpara que se llevaron tan alegremente. Si le hubiese devuelto el vial la noche anterior hubiera sido lo mejor, en aquel momento no tuvo la necesidad de dejarse ver ni nada.

Al final decidió entrar. Simplemente no podía fiarse de que ese vial estuviese en una casa cualquiera y no pasase nada de lo que arrepentirse.

Descubrió que la tienda esa conectaba con la pequeña vivienda del piso superior, la mayor parte de esa primera planta era compartida con el edificio contiguo. Claro que, no se atrevió a entrar hasta que vio a la chica pasar por el pasillo.

Sólo le faltaba confundirse de vivienda y asustar a un humano que nada tuviera que ver.

Leonardo se coló por la ventana sin hacer ningún ruido. Había entrado en la que debía de ser la habitación de la chica.

La cama consistía en un colchón sobre unos palés, había un armario junto a la puerta con un espejo en una de sus puertas. Aparte de eso, no había gran cosa, aunque le llamó la atención que la chica tuviese tantas plantas colgando del techo.

Suspiró con pesadez y se aproximó a la cama para mover el colchón y ver si por casualidad la cápsula estuviera ahí. No se sentía muy cómodo rebuscando en la habitación de una desconocida que en principio le iba a devolver el vial, pero es que resultaba peligroso.

Se detuvo en seco cuando escuchó cerrarse una puerta y pasos por el pasillo. Corrió hacia la puerta para cerrar e impedir que la chica rubia le pillase.

Ella se detuvo justo antes de acabar dándose con la puerta en la boca.

—¿Qu-? —se cuestionó mirando la puerta, extrañada—. Sam, ¿eres tú? —preguntó dando una palmada en la puerta.

Leonardo apretó los labios y frunció el ceño. Estaba utilizando el caparazón y los brazos para evitar que la joven abriese la puerta, pero se estaba sintiendo culpable por hacer eso. No podía dejarla pensar que su novio se había colado en su casa, pero asustarla sería casi peor.

—Sam, no tiene gracia —insistió ella dando más palmadas en la puerta.

Leonardo suspiró profundamente.

—No soy Sam —dijo reposando la cabeza en la puerta. Tragó saliva, pensando—. He venido por el vial —admitió, temiendo asustarla.

—¿El de anoche? —preguntó la chica alejándose de la puerta—. No puedes colarte en mi casa por una lámpara rara. Si tanto te urge, ¿por qué no llamas a la puerta como todo el mundo? —exclamó.

En su tono de voz se notaba que estaba alterada, aunque era comprensible. Uno no puede aceptar sin más que un desconocido se haya colado en su casa. Ninguna excusa era válida para lo que acababa de hacer, pero siendo él un mutante, lo de llamar a la puerta como si nada...

—Escucha, lo siento, pero de verdad, esa sustancia es peligrosa —respondió él a la defensiva—. Tengo que llevármela.

—Repito, haber llamado a la puerta.

—No —contestó rápidamente, maldiciéndose por su exaltada respuesta—. No podía. Te asustarías... —se justificó suspirando.

—Me has seguido y te has colado en mi casa, ya estoy asustada. Abre la puerta —pidió, ya más calmada.

Leonardo no respondió. Abrir la puerta y encontrarse con la chica cara a cara no era una buena idea, pero también es cierto que no podía saber dónde encontrar el apartamento del tal Sam. No quería dejarse ver, aunque no supo impedir que ella entrase en la habitación.

Se enderezó para alejarse un poco de la puerta, suspirando, esperando que gritase al verle.

—Vaya... —la escuchó decir.

Leonardo se volvió lentamente, extrañado porque sólo hubiese dicho eso. Frunció el ceño esperando que le amenazase con llamar a la policía o algo por el estilo, pero sólo le miraba de arriba a abajo, asombrada.

—Eres... ¿una tortuga? —se cuestionó en bajo, casi como si se lo preguntase a sí misma.

—Sí —suspiró él agachando la cabeza—. Una tortuga mutante. Y podrías acabar como yo si la sustancia de la lámpara te toca, así que... —explicó antes de extender la mano.

Ella miró su mano, acordándose de cómo la noche anterior fue incapaz de describirla entre las sombras y a la vez que le parecía imposible que se tratase de un humano. Lamiéndose el labio inferior, negó con la cabeza.

—No la tengo yo. Se la quedó Sam —respondió encogiéndose de hombros.

La tortuga suspiró con pesadez, dando un par de pasos dubitativos por la habitación. La chica quiso alargar la mano para tranquilizarle puesto que entendía que resultase peligroso una sustancia como esa perdida por la ciudad, pero no se atrevía.

Emm... Y... si tan peligrosa es esa cosa, ¿cómo es que me acabó cayendo en la cabeza? ¿No debería transportarse con más cuidado o algo? —preguntó ladeando la cabeza. Leonardo se volvió con una expresión de pánico.

—¿Te cayó en la cabeza? —se cuestionó acercándose a ella. No se dio cuenta hasta que lo hizo, pero colocó una mano en el hombro izquierdo de la joven para poder examinar con la otra su pelo—. Perdona —murmuró cuando establecieron contacto visual, retirando la mano.

La chica no le había mirado molesta ni mucho menos, de hecho, con cierta diversión por cómo había reaccionado. Quedaba claro que no era una criatura que le fuera a hacer mal, más bien miraba por su seguridad.

—Es igual. Sólo es un chichón —sonrió ella llevándose la mano derecha a lo alto de su cabeza, enterrando los dedos entre su pelo.

Leonardo se quedó sumergido en los ojos de la chica desde que retiró la mano. Eran bonitos, de un tono verde oliva en su mayoría y miel alrededor de la pupila. Carraspeó saliendo de su trance, apartando la mirada por un instante al temerse que se hubiera sonrojado.

—¿Sabes si se rompió el vial? ¿Goteaba? —se preocupó, esforzándose por volver al tema que les ocupaba.

—Creo que no —murmuró apartando la vista ligeramente avergonzada—. Oye, podría decirte dónde vive Sam para que cojas la lámpara, pero comparte piso con dos amigos y no salen demasiado que digamos —le dijo ella encogiéndose de hombros con incomodidad.

—Ya veo —suspiró Leonardo—. ¿Y no podrías cogerla tú?

—¿Yo? —se sorprendió la chica—. Preferiría no tener que volver a ese apartamento. No me siento cómoda con esos amigos de Samuel —murmuró cruzándose de brazos, como si buscase sentirse más protegida.

—Por favor, no puedo dejar que la gente me vea. Estando fuera a estas horas, ya me estoy exponiendo demasiado —dijo echando un vistazo por la ventana, apreciando que casi había terminado de amanecer.

La chica agachó la mirada pensando, jugando con la punta de sus dedos. Entendía que la tortuga lo tuviese complicado a la hora de pasearse por la ciudad y mucho menos como para andar preguntando por un objeto perdido.

Le veía bastante apurado con respecto a ese vial. Casi desesperado.

Por otro lado... sí que se sentía incómoda en el ambiente en el que su novio se desenvolvía. Esos amigos suyos no le inspiraban ninguna confianza, y cuando pasaba por el apartamento sólo acababa escuchando comentarios machistas o sexistas. En alguna ocasión hasta le hicieron una sugerencia poco atractiva por la que casi sale corriendo de allí.

Momentos como ese era cuando escuchaba esa extraña voz de su cabeza que le decía que quizás debería mantenerse alerta, o huir.

—Podría... podría pasarme esta noche por allí —murmuró rascándose el antebrazo derecho.

Leonardo se volvió para mirar a la chica. Estaba sorprendido, prácticamente porque notaba que no estaba convencida, como si le asustase tener que entrar en ese piso. Frunció el ceño ligeramente apenado, odiando la idea de tener que sentir que la estaba obligando a hacer algo que no quería.

Tampoco podía rechazar su ayuda cuando había sido ella la que al final se había ofrecido.

—Gracias —dijo, atreviéndose a ofrecerle una pequeña sonrisa.

Ella alzó la mirada para detenerse en esos hermosos ojos azules que tanto apreciaban ese favor. Asintió con una pequeña y vergonzosa sonrisa ladeada.

—Soy Naiara, por cierto —sonrió la rubia.

Nai... Naya... ¿Qué? —intentó repetir, extrañado. Naiara soltó una risilla, llevándose la mano derecha sobre los labios.

—Tranquilo, a muchos les cuesta al principio. Naiara —pronunció, esta vez más despacio.

—Naiara... —sonrió él con ironía—. Yo soy Leonardo. De verdad, gracias por echarme una mano —insistió juntando las manos.

—No importa —murmuró ella negando con la cabeza, agachando la mirada un instante—. Y... ¿cómo hacemos? Dudo que pueda salir del apartamento con esa cosa tan brillante.

—Si lo prefieres puedo estar allí —respondió Leonardo rápidamente—. En cuando puedas, pásamelo por la ventana.

—Vale. ¿Quedamos en el callejón sobre las 23:00? ¿Por ejemplo? —sugirió Naiara encogiéndose de hombros.

—Perfecto —sonrió la tortuga asintiendo una vez—. Hasta entonces —se despidió.

Leonardo se dirigió hacia la ventana para subirse al marco y valerse de las cañerías hasta que llegó a la azotea. A Naiara le pudo la curiosidad y se acercó a la ventana para ver cómo se marchaba, pero, apenas alcanzó a ver una sombra desaparecer en lo alto del edificio.

Pestañeó un par de veces con incredulidad, pensando que, en ese momento, lo mejor sería cerrar la ventana.

Retrocedió hasta que quedó sentada en su rudimentaria cama.

—¿De verdad tengo planes con una tortuga? —se cuestionó volviendo a mirar en dirección a la ventana.

Suspiró profundamente, no pudiéndose creer lo que había pasado. Entonces se dejó caer sobre el colchón con los brazos extendidos, sólo por hacerse a la idea de tener que pasarse a saludar a los amiguitos de su novio.

Resopló y se pasó las manos por la cara.

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