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cap 14

⚠️ ADVERTENCIA, CONTENIDO DELICADO
EL SIGUIENTE CAPÍTULO TRATA TEMAS DE DEPRESIÓN, AUTOLESIÓN Y SUICIDIO

AL CAER LA NOCHE, CAPÍTULO 14
NOCHES EN VELA

RAPHAEL Y ARLET HABÍAN ESTADO ESPECIALMENTE PEGAJOSOS CUANDO CHRISTIAN SE FUE.

Sobre todo, después de saber lo que realmente sentían por el otro, aunque no se lo hubieran vuelto a decir. ¿Qué se le va a hacer? Si no les iba el romanticismo y ya de por sí les costaba expresarse, no iban a decir algo que, de todas formas, podían demostrar con actos.

Cuando aún era de día y Arlet bajaba a la guarida, les faltaba tiempo para esconderse en la habitación de Raphael para besarse y acariciarse entre risas.

Alguna vez, queriendo avisar a Raphael de que iban a salir de patrulla, Michelangelo les interrumpió. Evidentemente, Raphael gritó su nombre con rabia, abrazando instintivamente a la chica que tenía sentada en su regazo.

Arlet se llevó una mano sobre los labios para evitar sonreír y giró la cabeza para evitar mirar a la pobre y abochornada tortuga de naranja. Soltó una risilla cuando escuchó cómo cerraba la puerta después de disculparse.

Ugh... Necesito un pestillo ―bufó Raphael rodando la vista―. No te rías ―dijo volviéndose hacia su novia, conteniendo una sonrisa irónica contagiada por su risa.

―Pobrecillo, ¿qué sabría él lo que estábamos haciendo? ―sonrió Arlet señalando la puerta con la mano.

―Se lo podía haber imaginado. No te pongas de su parte, anda ―susurró retomando los besos en el cuello de Arlet.

―Tienes deberes ―murmuró ella ladeando la cabeza, acariciando las mejillas de la tortuga―. Si no estás muy cansado, puedes pasar a verme luego ―sugirió encogiéndose de hombros.

―Vale ―respondió él en un suspiro, levantándose de la cama sujetando a Arlet por el trasero―. ¿Te llevo? ―preguntó dejándola sobre sus pies.

Nah, voy a ver si llego al súper antes de que cierre. Me apetece helado ―dijo estirando los brazos para desperezarse en lo que Raphael cogía sus sai de la mesita de noche y se los guardaba en el cinturón.

―Está bien ―contestó dándole un beso en la mejilla.

Al salir de la habitación, Raphael se quedó en el salón con sus hermanos y April para comentar las zonas a patrullar. Les parecía ligeramente sospechoso que los Kraang estuviesen tan tranquilos últimamente. Por no mencionar que Karai seguía encerrada en el sótano de la guarida de Shredder.

Arlet se despidió de todos, deteniéndose un momento para darle un par de palmadas en el hombro a Michelangelo. Así se disculpó por el grito que Raphael le pegó hace un rato.

Raphael y Arlet se lo estuvieron pasando bien durante un par de semanas, dadas las circunstancias.

No faltó la llamada de Leonardo preguntándole a Raphael dónde puñetas estaba y porqué dejaba tan de lado sus obligaciones. Es decir:

―Que nuestra hermana está encerrada tras las líneas enemigas ―decía el líder.

―Porque ella es la enemiga ―replicaba él. O cuando le daba por responder a esas quejas.

Así todo, Arlet intentaba convencerle de mantener un mejor equilibrio. Lo último que les interesaba era convertirse en dependientes el uno del otro cuando presumían de su independencia personal, el no necesitar a nadie realmente.

En ese sentido eran tal para cual, por no mencionar que sabían responder perfectamente al mal humor del otro.

Arlet estuvo de lo más relajada, disfrutando de sus vacaciones y no tener ningún tipo de preocupación o compromiso. O lo estaba, hasta que su madre la empezó a llamar de nuevo.

La pobre volvió a sentir la ansiedad de la semana de evaluación y se distanció.

En una fecha próxima tenía un examen de conciencia moral y autocrítica que se iba a poner a sí misma. Se temía que hiciera lo que hiciese, iba a suspender.

Raphael no quería ser egoísta, así que se esforzó por ser comprensivo y darle un par de días de margen para que se tranquilizase. Aunque también es cierto que no entendía cómo le podía dar un ataque de ansiedad cuando no tenía nada que hacer. Literalmente.

Tampoco quería ser pesado, por lo que no le mandó ni un mensaje hasta el tercer día.

De hecho, se le ocurrió estando en casa de Casey en medio de una noche de comida basura y videojuegos, después de haber estado patrullando, sin suerte.

Casey estaba recostado de mala manera en la silla de escritorio que había desplazado casi hasta la cama, donde estaba sentada la tortuga. Así podían tomar turnos para jugar con la Xbox.

―¿Y te ha dicho qué le pasa? ―preguntó el vigilante terminando de masticar el puñado de palomitas que se había llevado a la boca, volviendo a coger el mando y retomar el juego.

―No ―suspiró la tortuga―. ¿Te pasa a ti esto con Mia? ―se cuestionó cruzando los brazos sobre las rodillas, inclinándose.

―A Mia no le dan ataques de ansiedad como a Arlet. Aunque si se estresa, se rasca el brazo ―apuntó ladeando la cabeza ante el recuerdo―. Si está mal de verdad, lo sé por la costra. O quemadura. No sé, como le haya quedado ―dijo encogiéndose de hombros.

―Qué agradable ―murmuró Raphael rodando la vista y alzando las cejas.

―A ver, ya lo sé, pero no creo que la gente que se autolesiona lo haga aposta ―se defendió Casey―. ¿No sabes qué pueda tenerla tan de los nervios? ―quiso saber, por devolverle la atención a Arlet.

Hum... ―suspiró Raphael llevándose sus entrelazadas manos hasta la barbilla―. Estuvo igual durante la evaluación, pero además me dijo que había hablado con su madre.

―Oh... ―se rio Casey manteniendo la vocal―. La entiendo perfectamente. Una vez estuvimos comparando cartas sobre el tema «madres». Nos dio para rato.

―¿Crees que no me ha hablado de su madre? ―sonrió Raphael con ironía, compartiendo una mirada con su amigo―. No, me parece que había algo más ―suspiró sacando el teléfono de su cinturón.

Estuvo mirando la pantalla durante unos instantes hasta que se decidió a mandarle un mensaje. Por saber cómo estaba.

Arlet no le respondió, pero la tortuga no se alarmó como podría haber hecho en otra ocasión. Lo cierto es que era un poco tarde, seguramente estuviese dormida.

Jugaron cerca de una hora más, pero el padre de Casey no tardaría demasiado en volver a casa, y Raphael no se iba a quedar para saludar.

Tampoco es que tuviese muchas más ganas de jugar, le seguía dando vueltas a la cabeza. Habiéndolo pensado un poco mejor, sí que Arlet le dijo que no se sentía preparada para compartir un tema en concreto con él.

Se estuvo rayando con ello lo que quedaba de esa noche y todo el día siguiente.

¿A qué podría referirse?

Arlet había estado permitiendo que el gato durmiese con ella durante esa semana. No es que fuera muy recomendable dejar que las mascotas duerman en la misma cama ―y menos si se sufre de insomnio―, pero estaba un poco desesperada.

Black-Jack ya había demostrado tener una faceta juguetona más allá de estar sentado en su castillito de rascar pretendiendo juzgar a quienes tuviera delante. Solía ser bastante tranquilo, salvo cuando quería llamar la atención de su humana y, siempre y cuando, estuvieran solos.

Sí, venía a ser tímido con los desconocidos.

La pobre Arlet ya había sentido las ganas de lanzarle la almohada en más de una ocasión por despertarla al saltar sobre sus pies. ¿Qué les pasa a los gatos para que un pie les fascine, sólo si se mueve bajo una manta?

Arlet se había olvidado de los robots y dormía tranquila. O lo tranquila que podía dormir dadas sus circunstancias, porque esa ansiedad por la conversación que tuvo con su madre hacía unos días, había crecido con la ayuda de otras más recientes e insistentes.

A nada estaba de apagar el teléfono. Y esa inactividad estaba volviendo loca a la tortuga de rojo.

Arlet parecía encontrarse en el cielo.

Estaba sentada en un banco desde el que tenía la mejor visión del jardín más verde e idílico que había visto en su vida. Claro, era artificial. Resultaría bastante difícil de creer que algo tan sumamente perfecto fuese creado por la naturaleza.

Si se prestaba atención, entre algunas hojas se veían puertas acristaladas y alguna persona pasando tras ellas. Por no mencionar que el jardín era cuadrado y la luz que lo inundaba, blanca.

Arlet también vestía de blanco, llevando una camisa de manga larga y unos pantalones semejantes a los de un pijama. Las zapatillas eran como de personal sanitario. Eran exageradamente feas, pero eso sí, muy cómodas.

Las pocas personas que pasaban delante de ella, apreciando ese bonito entorno verde, vestían exactamente igual. No importaba que se tratase de hombres o mujeres, aunque las mujeres solían llevar el pelo recogido de alguna manera.

Arlet simplemente se había hecho una coleta. No le debió de llevar más de treinta segundos hacérsela, porque estaba bastante regular. Además, así podía continuar jugando con las puntas de su pelo de vez en cuando, en los momentos más aburridos.

Se sentía casi como uno de los tantos supervisores que se paseaban por la zona de vez en cuando, observando la convivencia de las personas que se relacionaban en el jardín. Claro que, ella miraba de reojo al personal, sabiendo que estaban juzgando a los pobres ingenuos de blanco.

No sabía cuánto tiempo llevaba ahí sentada ni qué hora era. Ese jardín resultaba bastante confuso por esa falsa luz natural.

Se había divertido viendo la forma en la que los internos se evitaban unos a otros, o aguantándole la mirada a los supervisores a los que había decido que odiaba. Aquellos que la instaban a tomarse las pastillas que, de todas formas, acababan en el wáter.

No es que Arlet se empeñase en ser la interna problemática porque no le apetecía acabar en aislamiento una segunda vez, pero algunos de los supervisores parecían putos carceleros.

Se notaba la tensión en el ambiente, y los demás internos solían referirse a las miradas desafiantes de Arlet hacia algunos de los supervisores como «Guerra Fría».

Uno de ellos la tenía especialmente vigilada.

Era grande y robusto, con el pelo castaño y bastante corto. Cuando pululaba por los pasillos, la gente solía pensar que iba a echar una mano en un caso difícil, alguno de los violentos o que opusiese resistencia, porque casi parecía un militar en el trabajo equivocado.

―Ay, querida, no es lugar para tener enemigos ―suspiró una mujer que se sentaba a su lado. No pertenecía al grupo de los internos, ni mucho menos de los supervisores.

Se trataba de una visita, su abuela.

La mujer rompía bastante con la estética del lugar. Llamaba la atención, para empezar, por esa enorme gabardina gris que le llegaba casi hasta los tobillos. Debajo de eso era bastante básica, llevaba una camiseta y pantalones negros; y calzaba nos botines de cuero gris ―de punta y talón abierta―, con un tacón de unos siete centímetros.

Claro que, ese collar dorado que le llegaba hasta el ombligo, las enormes gafas de sol, y su pelo por encima del hombro teñido de un rubio fresa... Sí, era un poco pintoresca.

―¿Y cómo se supone que debo tratar a un carcelero con delirios de grandeza? ―respondió Arlet apenas inclinando la cabeza hacia su visita. Continuó mirando al frente, dando toques con un pie sobre las piedras que hacían un sinuoso camino que conectaba los bancos.

―Emm... sí, bueno, ya he escuchado a alguien murmurar algo sobre ese hombre ―admitió la mujer dirigiendo la vista hacia los ventanales desde los que el susodicho las observaba―. ¿Qué has hecho para que te tenga tantas ganas?

―¿Aparte de no querer tomar las pastillas? ―sugirió Arlet―. Acusarle de darme las que no me corresponden. Ese tío me quiere modo-zombie las veinticuatro horas ―afirmó asintiendo una vez. Se volvió hacia la ventana y le sacó un dedo al supervisor.

Arlet sonrió con malicia al ver cómo el tipo resoplaba con rabia y se apartaba de la ventana para pretender hacer otra cosa.

Es posible que Arlet estuviese mal por aquel entonces, pero no como para que la traten como a una delincuente. Y a su abuela le estaba costando mantener la compostura por ello.

Sylvia ―que así se llamaba―, ya tenía claro que quería sacarla de ahí. Imagina cuántas ganas tenía de levantarse del banco y decir: «Recoge, que nos vamos, ¡ya!». Cosa que hizo unos segundos después de continuar debatiendo consigo misma.

Puede que tuviera que hacer frente a una pequeña bronca con su nuera, pero por la salud de su nieta, merecía la pena.

Sylvia tenía bastante labia a la hora de salirse con la suya, y puede que precisamente por ella, Arlet era como era en la actualidad. Solía ir a casa de sus abuelos muy a menudo cuando era pequeña, no sería de extrañar que se le hubiera pegado algo de ellos.

La cuestión es que, para esa noche, Arlet estaba en su casa, sin tener que compartir habitación con una pobre chica bulímica. Aunque tenía que admitir que al final le había caído bien, y se había preocupado de mantener el contacto.

Arlet pudo acabar el curso de mala manera, porque apenas podía concentrarse. No dejaba de mirar de izquierda a derecha dándose cuenta de que el resto de sus compañeros la observaban como a un bicho raro.

Puede que lo fuera, después de todo, lo debía de llevar escrito en la frente o algo.

No sabía cómo se habrían enterado, pero estaba deseando encontrar al desgraciado que hizo correr la noticia por los pasillos para darle un puñetazo en la garganta. Tampoco faltó algún capullo al que se le ocurrió acercarse a preguntarle, o peor, reprochárselo o burlarse.

A ese sí que le soltó un buen puñetazo.

No era ninguna novedad que no se sentía cómoda, por lo que quiso irse. Sí, así es como acabó en Nueva York bajo la tutela de Roger, un viejo amigo de su padre.

Durante un año estuvo bien. Había hecho amigos y todo, hasta tenía novio.

Lo más frustrante es que no recordaba cómo había vuelto a la clínica.

De repente, Arlet estaba sentada en la que fue su habitación con ese pijama blanco, solo que su compañera no estaba con ella.

Miró de un lado a otro sobrecogida, sin entender lo que estaba pasado.

―¿Qué cojones? ―se cuestionó levantándose de la cama, dando pasos adelante y atrás y girando sobre sí misma sin saber a dónde ir. Empezó a hiperventilar.

No sabía qué hacer con las manos. Se frotaba las palmas con el pijama porque las notaba humedecidas, pero también quería apartarse el pelo de la cara porque se estaba poniendo de los nervios. No estaba segura si era ella la que continuaba dando vueltas, o la habitación había empezado a girar.

Tenía un nudo en la garganta, y casi seguro que había perdido la capacidad del habla.

Cuando quiso darse cuenta, vio que sus manos continuaban húmedas, pero por la sangre que emanaba de sus muñecas.

La punta de las mangas y los pantalones estaban completamente manchados de sangre, y sus pies descalzos permanecían sobre un charco que cada vez crecía más y más.

―No. No, no, no, no, no... ―gimoteaba ella llevándose las manos a la cabeza, tirando ligeramente de su pelo.

Comenzó a agazaparse en ese mismo sitio hasta que acabó sentada. Se abrazó a sus rodillas y escondió la cabeza entre ellas, llorando y esperando que su sufrimiento llegase a su fin.

Arlet ahogó un grito despertándose de la forma más abrupta. Quedó sentada en la cama jadeando, y se dio cuenta de que, en algún momento de ese sueño, se había quitado parte de las sábanas de encima.

Tras eso, lo primero que hizo fue apartar un poco esos brazaletes de cuero que no se quitaba nunca. Definió las cicatrices de sus muñecas con la yema de los dedos, asegurándose de que estaban cerradas.

De verdad que hacía tiempo que no lo hacía, estaba bien. No entendía a qué venía ese sueño.

Escrutó la habitación esperando que Black-Jack asomase las orejas por los pies de la cama, pero se acordó de que esa noche no le había dejado entrar. Quería ver si por fin podía dormía bien, aunque fuera por esa vez.

Entonces sólo le quedaba estar sola, pensando y recapacitando sobre ese recuerdo manipulado por su subconsciente. Pensar demasiado nunca fue bueno para ella, y menos tratándose de un tema como ese.

Sin quererlo, se llevó una mano a la boca y, cerrando los ojos con fuerza, se echó a llorar.

*

Raphael volvió a su habitación pasándose una toalla por el cuello después de haberse dado una ducha fría. Se había pasado el día sacudiendo el pelele del salón y luchando contra las peticiones de Splinter para que intentase relajarse.

No podía. Es que, no podía.

Se tumbó en la cama, pero eso no quería decir que fuese a quedarse dormido. Se pasaba el rato mirando al techo y palpándose el dorso de las manos con los dedos porque era incapaz de cerrar los ojos.

Resultaba de lo más frustrante. Qué más quisiera él que dejar de pasarse las noches en vela, pero cada vez que intentaba conciliar el suelo empezaba a darle vueltas a la cabeza.

¿Y si estábamos equivocados con el Pie? ¿Y si la han atacado ahora que está sola y hemos bajado la guardia?

Pensar en aquello, hizo que le recorriese un escalofrío.

¿Por qué tenía que plantearse siempre lo peor? ¿Por qué Arlet no podía estar durmiendo plácidamente en su cama? No podía evitarlo. Y lo cierto es que se sentía ridículo, en el fondo sabía que Arlet estaba bien y que era una estupidez pensar lo contrario.

Era como si se estuviese saboteando a sí mismo al no permitirse cambiar de pensamiento o perspectiva. Siempre le había costado admitir un error, pero no entendía cómo no podía darse la razón a sí mismo.

Resopló llevándose las manos a la cabeza, molesto. Nunca antes le había tenido que dar tantas vueltas a nada. Necesitaba dormir, y lo sabía.

Y de repente, su teléfono comenzó a vibrar en su mesita de noche.

Raphael giró sobre sí mismo a la velocidad del rayo, temiéndose que se tratase de otra emergencia. Su corazón se aceleró, pero por alguna razón, antes de responder a la llamada, estudió los datos de la pantalla por un instante.

Lo primero que le llamó la atención es que no se trataba de una llamada de emergencia. Sólo era Arlet, llamándole después de unos días sin intercambiar una palabra. Lo segundo es que llevaba mirando al techo unas dos horas. Eran ya las 03:48.

Resopló ligeramente irritado porque no quería que pareciese que estaba siempre disponible para ella. Lo que estaba era molesto. Había estado ignorando su existencia.

Suspiró una vez y respondió la llamada.

―¿Arlet? ―murmuró, extrañado al escuchar su somnolienta voz cuando ni siquiera había dormido.

Rodaría la vista por el dato, pero se dio cuenta de que lo único que podía percibir del otro lado de la línea eran unos débiles y mal disimulados sollozos.

―¿Estás llorando? ―se cuestionó frunciendo el ceño.

Ya sé que es tarde, pero... ―murmuró, interrumpiéndose a sí misma por otro sollozo―. ¿Puedes venir?

―Sí ―respondió él en un suspiro, mirando a la nada y, apenado por tener que haber escuchado a su chica llorar. Ya era doloroso oírlo, no se podía imaginar tener que verlo con sus propios ojos.

Se levantó y salió de la guarida esperando que nadie le hubiera visto u oído.

*

Llegando al apartamento, Raphael se fijó en que la luz de la habitación de Arlet estaba encendida. Resopló sin detenerse, cogiendo carrerilla para alcanzar la terraza y más rápido aún trepar hasta la habitación.

Apenas tocó la puerta, Arlet apartó las cortinas. Estaba completamente colorada; tenía las mejillas humedecidas y los ojos rojos. Con el labio tembloroso, le abrió la puerta para recibirle con un fuerte abrazo.

Raphael se sintió mal por verla así. No dudó en olvidarse de que estaba preocupado y mosqueado, para devolverle el abrazo. Suspiró profundamente e inclinó la cabeza para esconderla en el cuello de su chica, frotando su espalda para tranquilizarla.

―¿Qué ha pasado? ―preguntó en un susurro, deshaciendo el abrazo después de un rato.

―Te lo voy a contar, ¿vale? ―respondió ella secándose las mejillas con ambas manos, venciendo al nudo de su garganta―. Pero nunca se lo he dicho a nadie y... ―se cortó a sí misma porque no sabía cómo acabar la frase―. Prométeme que no te vas a volver loco, y que no se lo vas a decir a nadie ―pidió agachando la cabeza.

Raphael no dijo nada, dirigió las manos a la carita de Arlet para secarle ese par de nuevas lágrimas con los pulgares. Le ofreció una pequeña y triste sonrisa para parecer comprensivo.

Arlet cerró los ojos y suspiró profundamente llevando las manos sobre las muñecas de Raphael, reconfortada por la caricia. Tragó saliva y asintió indicándole que se sentase en la cama con ella.

Mantuvieron silencio durante unos minutos.

Arlet se sentó en el centro de la cama con las piernas cruzadas, jugando con los pulgares mientras pensaba cómo explicarse. Suspiró profundamente y alzó la cabeza para mirarle.

―Perdona, es que no sé ni por dónde empezar ―admitió pudiendo sonreír por un instante.

―Eh, está bien. Ya te lo dije, puedes contarme lo que sea ―le aseguró Raphael tomando su mano.

―Es que es un tema demasiado tabú ―suspiró de nuevo―. A ver, emm... el año pasado... digamos que... toqué fondo ―murmuró con incomodidad.

―Define "tocar fondo".

Arlet abrió la boca, pero no supo responder realmente; se lamió los labios y mordió el interior de la mejilla. Asintió conteniendo el aliento, y decidió remangarse, apartando también los brazaletes de cuero.

Raphael se giró para verlo mejor. Quiso decir algo, especialmente por esa cicatriz tan profunda de su muñeca izquierda, pero es que no se le ocurría nada. Podría ser lo mejor, no era el momento para decir algo que pudiese hacerle daño.

―Arlet, ¿te has...? ―preguntó, no queriendo acabar la frase. La miró a los ojos con cierto pánico.

―No. Llevan cerradas unos meses.

―Y... ¿cómo llegas a esto? ―se cuestionó la tortuga, midiendo cuidadosamente lo que decía.

―Por gusto no, eso desde luego. Es... ―murmuró antes de tragar saliva―. Es como cuando te das cuenta de que estás soñando, algo peligroso. Y quieres correr, pero no puedes evitar quedarte quieto y esperar a ver qué pasa o, que eres incapaz de avanzar. Yo me siento así ―suspiró asintiendo.

Raphael alargó el brazo y rodeó los hombros de Arlet para inclinarla sobre él y reconfortarla cuando vio que se le volvían a escapar un par de lágrimas. Incluso le dio un beso en la frente a la vez que frotaba su espalda y su brazo.

―No recuerdo exactamente cómo y cuándo empecé. Puede que a los catorce ―sollozó pasando el dorso de su mano derecha por la punta de su nariz―. Pero lo verdaderamente grave ocurrió el año pasado. Estuve en una clínica de salud mental porque... intenté suicidarme ―dijo bajando la voz, odiándose a sí misma por todo ello.

En cuanto escuchó esa última palabra, Raphael volvió a descansar la mirada en el corte profundo. Alcanzó la muñeca de Arlet con la mano que no estaba usando, y acarició el corte delicadamente con el pulgar.

―Cuando empecé con los cortes nunca creí que algún día querría acabar con mi vida, pero supongo que prefería morir antes que mi hermana ―suspiró Arlet apoyando la cabeza en el cuello de la tortuga.

―¿También tienes una hermana? ―preguntó inclinando la cabeza hasta que su mejilla quedó sobre la frente de Arlet.

Mm-hum... Si no te he hablado de ella, es porque tiene leucemia ―explicó enderezándose―. Cuando pareció que mejoraba, aprovechamos un pequeño viaje a Europa por Navidades, pero a la vuelta empeoró de repente. Me pasé semanas en la cama... ―suspiró―. Más tarde, pensamos que no lo iba a superar, toqué fondo y me ingresaron, y cuando salí pude acabar el curso por los pelos. Pero no me sentía cómoda. La gente se había enterado de lo que había hecho y no soportaba que me siguiesen con la mirada. Entonces pedí que me dejaran irme una temporada.

―Nueva York ―suspiró la tortuga.

―Ya, bueno. Sabes que quise irme más lejos. Mi primera opción fue Londres.

―Aun así. Me alegro de que hayas venido a mi ciudad ―sonrió él con tristeza, aunque Arlet pudo reconocer al instante que se estaba aguantando las lágrimas.

―Ay ―gimoteó―. No estoy lista para verte llorar ―dijo apartando la mirada pestañeando una y otra vez.

―¿Y qué esperas que haga? ―se quejó Raphael―. Acabo de descubrir que intentaste matarte ―dijo frotándose los ojos con el dorso de la mano aun cuando no había llorado realmente.

―Sí, pero eso fue antes de conocerte ―murmuró ella volviendo la cabeza tímidamente, alcanzando a verle por el rabillo del ojo.

―Quiero sentirme halagado, pero eso no te quita la cicatriz ―apuntó Raphael reprimiendo un sollozo, más tranquilo.

―Lo sé. Por eso quiero darte esto ―dijo Arlet extendiéndole su extravagante karambit arcoíris.

Raphael no necesitaba ninguna aclaración. Que le entregase un arma en un contexto de cortes profundos, se explicaba por sí solo.

Miró de reojo el cuchillo que ahora tenía en la mano.

En su día agradeció que Arlet lo llevase encima, porque podría haber salido muy mal parada aquella vez que la atacaron, pero ahora... Ahora odiaba ese cuchillo de colores alegres con toda su alma.

Al mirar a Arlet de nuevo, Raphael se fijó en la forma en la que pestañeaba y tragaba saliva lamiéndose los labios. Arlet asintió y miró a un punto inconcreto del techo para suspirar una vez y tranquilizarse, secándose ese nuevo par de lágrimas que casi llegaron a sus mejillas.

―Sí ―murmuró asintiendo una vez―. Voy por ahí con mi ancla. Y lo peor es que trato de convencerme de que lo llevo por mi bien ―suspiró―. Puedes esconderlo, tirarlo, romperlo... me da igual. No quiero volver a verlo.

Raphael no sabía qué decir.

Pensó en Arlet y su hermana. En parte podía comprender que se sintiese mal por su enfermedad. Él mismo se bloqueó por completo cuando Michelangelo salió herido en una misión. Aquella vez en la que le robó el liderazgo a Leonardo.

Se sintió fatal. Y no podía imaginarse cómo hubiera sido si Michelangelo ―o Donatello― hubiera muerto bajo su cuidado.

Volvió a mirar a Arlet, que ahora se había tumbado en la cama dándole la espalda, suspirando ocasionalmente.

Quiso pensar en alguna manera de animarla, porque lo de echarse a la cama después de la conversación que habían tenido sonaba un poco frío.

Alargó la mano para frotar su espalda en señal de consuelo mientras le daba vueltas a la cabeza. Fingir que no había pasado nada, no era un buen plan, pese a que fuera algo a lo que Arlet recurriese a menudo.

Puede que salir a que le diese el aire, a algún lugar que le gustase... Conocía uno, y de hecho habían estado la semana anterior.

―Tengo una idea ―dijo levantándose. Dio la vuelta a la cama y se metió en el vestidor para rebuscar entre las perchas.

―¿Qué buscas? ―se cuestionó ella enderezándose sobre el antebrazo izquierdo.

―La sudadera que pediste por Internet, la de la talla gigante. Ésta ―respondió descolgándola de su percha.

Era una sudadera completamente y negra bastante sencilla. No tenía cremallera, y lo único que llamaba la atención era el logotipo de Batman que tenía en el pecho.

Arlet frunció el ceño mientras veía cómo Raphael metía la cabeza en esa sudadera de talla errónea. No sabría decir si se equivocó ella cuando la pidió, o fue cosa del envío. Al parecer, venía a ser la talla perfecta para una tortuga mutante.

Raphael ajustó la prenda de manera que cubriese por completo el caparazón y colocó la capucha para que ocultase su cara cuanto más. Casi parecía que su bandana fuese también negra y estuviera acoplada a la sudadera.

―Venga ―insistió la tortuga dando una palmada―. Demos una vuelta.

―Raph, no estoy de humor ―suspiró Arlet, volviendo a dejarse caer sobre la almohada.

Raphael no contestó, pero de todas formas alcanzó sus manos para instarla a levantarse. Habían hablado demasiado, estaría bien disfrutar del silencio para variar, y no necesitaba de palabras para tranquilizarla.

Alcanzó las zapatillas de Arlet y las dejó en la cama para que se las pusiese.

Cuando consiguió que le hiciese caso, bajaron las escaleras de la mano para asegurarse de que no se volvía a meter en la cama. Cogió las llaves del coche y se escabulleron hasta el garaje.

*

El puente de Brooklyn. Ahí es donde la había llevado.

Estuvieron recostados en la barandilla durante unos minutos, mirando los múltiples colores que el agua adquiría por todas las luces que en él se reflejaban. Al cabo de un rato, Arlet se recostó en el brazo de Raphael, colocando la cabeza en su hombro.

Hum... Yo te hablo de un episodio depresivo y suicidio, y tú me traes a un puente ―asintió Arlet apretando los labios para contener una sonrisa irónica―. ¿Vas a empujarme?

―Vale... ―suspiró Raphael no queriendo sonreír por el comentario, a pesar de haberlo encontrado medianamente divertido―. ¿Supongo que el que hagas bromas con ello es buena señal?

Arlet le aguantó una sonrisa, hasta que decidió sacarle la lengua. Raphael dejó escapar aire por la nariz habiendo fallado en contener esa risilla.

Aguantaron otro minuto contemplando las luces nocturnas de la ciudad, hasta que Raphael carraspeó. Arlet le miró frunciendo el ceño, pero bajó la vista al notar que buscaba algo en el bolsillo de la sudadera.

Sacó el cuchillo.

―Creo que deberías ser tú quien se deshaga de esto ―dijo la tortuga colocando el karambit en la mano derecha de su novia.

Arlet suspiró profundamente mirando de reojo la hoja con la que tanta sangre derramó. La suya.

Cerró el puño pensando en todas las veces en las que se había paseado con él convenciéndose de que lo llevaba por protección. La única vez que le vino bien llevarlo, fue cuando la atacaron los robots y, aun así, sólo pudo deshacerse de uno.

La verdad es que se sentía bastante más tranquila después de habérselo contado todo a Raphael.

Ya era hora de pasar página. Estaba cansada de avergonzarse de lo que había hecho, llorar cuando que tenía que atender un corte reciente y odiarse cada vez que veía las cicatrices. Maquillar los cortes y sudar cuando alguien le agarraba de las muñecas, temiendo que la descubriesen.

Alzó el cuchillo para sujetarlo por la hoja y lo lanzó como si tuviese una diana a diez metros. Hubiera sido un lanzamiento bastante preciso pese a no haberlo tirado con fuerza.

Nunca creyó que le provocaría tanto placer escuchar cómo algo caía al agua. Suspiró profundamente.

―Estoy orgulloso de ti, pequeña ―sonrió Raphael rodeándola con un brazo y besando su sien.

―Me encanta que me traigas aquí ―suspiró ella cerrando los ojos, con una pequeña sonrisa de paz en la cara―. ¿Recuerdas lo de la semana pasada?

―Sí ―se rio―. El helicóptero casi nos pilla ―dijo alzando la cabeza para mirar lo alto del arco, donde estuvieron subidos contemplando la ciudad.

―Se nos fue un poco, ¿no? ―se cuestionó Arlet mirándole con una sonrisa ladeada.

Raphael bajó la vista para encontrarse con los aún humedecidos ojos de su novia. Mantuvo media sonrisa, incrédulo. De no ser por el helicóptero, esa ronda de besos pasionales que tuvieron sobre la manta, hubiera acabado siendo mucho más.

En algún momento sacaron el tema, preguntándose cuándo darían ese paso. Ambos estuvieron de acuerdo en que querían que pasase ya, pero luego llamó Adaline. Puede que, si su madre no hubiera sido tan pesada, Arlet no se hubiera encerrado en su apartamento y ya lo hubiesen hecho.

Raphael empezó a sentirse incómodo.

Naturalmente que seguía queriendo que pasase, pero no le parecía el momento de hablar de eso. Conocía a Arlet lo suficiente como para saber que continuaba bastante afectada por todo lo que le había dicho esa noche, pero aun así se esforzaba por buscar otro tema y pretender que no había pasado nada.

Le dolía ver que Arlet quisiese ignorarlo, pensando que sólo con habérselo contado ya había cumplido.

―Arlet... ―murmuró, queriendo explicárselo.

―¿Vamos a casa? ―preguntó ella a la vez―. Perdona, ¿qué? ―rectificó al ver que le había interrumpido.

―No importa ―respondió sacudiendo la cabeza―. Vamos ―dijo dirigiéndose al asiento del piloto.

Arlet le siguió con la mirada ligeramente confundida, pero entendía que se hubiera bloqueado después de la conversación que habían tenido. Lo dejó pasar y se sentó a su lado.

Al día siguiente, Arlet daría por hecho que Raphael hubiese vuelto a la guarida por la norma de Splinter de «nada de permanecer en la superficie durante el día». Fue una sorpresa despertarse y sentir que estaba acurrucada sobre el caparazón de la tortuga.

Estaba despierto pese a tener los ojos cerrados. Se notaba por la forma en la que movía el pulgar sobre el brazo de Arlet en ese tierno abrazo con el que la envolvía, por no mencionar que de vez en cuando suspiraba, como si estuviese debatiendo con su propia mente.

―¿Qué haces aún aquí? ―bostezó ella levantando la cabeza.

¿Mm...? No quería dejarte sola ―respondió Raphael frotándose los ojos con una mano.

―Te lo agradezco, pero te vas a buscar un problema con Splinter ―le dijo Arlet sentándose para alcanzar el cepillo de pelo que tenía en el primer cajón de su mesita de noche―. ¿Te... afectó mucho lo que te dije anoche? ―quiso saber.

―Creo que tus bromas suicidas no me harán la misma gracia que antes ―suspiró él levantándose de la cama. Entró al baño para mojarse un poco la cara―. ¿Y qué hay de tu ansiedad? ¿Por qué me has contado todo esto ahora?

Arlet dejó el cepillo en la mesita y resopló exageradamente, tal como lo haría un caballo.

―Me da miedo recaer ―admitió abrazándose a sus rodillas―. Mi madre me ha estado llamando para que vaya a California por el décimo cumpleaños de Skylar. Pero no quiero ir. Verla tan afectada por la quimio es algo que no puedo soportar ―murmuró descansando la barbilla en su rodilla derecha.

―¿Y por qué no vas un par de días aunque sea? ―dijo Raphael saliendo del baño para sentarse a su lado.

―Mi madre está demasiado pesada y suplicante. ¿Y si Sky ha vuelto a empeorar? ¿Y si no estoy yendo a un cumpleaños? ―se cuestionó alzando la voz por el pánico.

―Tranquilízate, eso no lo sabes. Siempre te pones en lo peor.

―Te lo conté por todo esto ―suspiró Arlet llevándose las manos a las sienes para masajearse―. Si no voy, sé que me voy a sentir culpable. Pero si voy y veo algo, me da miedo que mi cabeza vuelva a hacer «click».

Raphael se lamió los labios con incomodidad, barajando las opciones. Le estaba costando ponerse en el lugar de su novia porque él no podía entender cómo se sentía realmente, sólo podía imaginárselo.

Lo que sí sabía es que, si alguno de sus hermanos fuera a marcharse, querría estar con él.

―Y de ser así, ¿no querrías despedirte? ―preguntó él con la boca pequeña, frunciendo el ceño y colocando una mano en la rodilla de Arlet.

Arlet alzó la cabeza sobrecogida por las palabras de su novio. Durante ese breve silencio, había estado luchando contra el picor de sus ojos, la necesidad de volver a llorar para desahogarse. ¿Es que quería que se viniese abajo otra vez?

―Sé estás asustada, pero dudo mucho que tu familia quiera ponerte al límite sabiendo cómo te afectó lo de tu hermana ―le dijo mirándola a los ojos.

Arlet reprimió un sollozo, pero se le escaparon un par de lágrimas cuando quiso controlar su respiración. Asintió con los labios temblorosos, mirando a otro lado.

Raphael alargó la otra mano y acarició la mejilla de Arlet, secando una de las lágrimas. Le sonrió con simpatía y besó su frente.

―Está bien. ¿Y cuándo es el cumpleaños de tu hermana?

―El lunes. Pero... ―murmuró ladeando la cabeza con incomodidad―. Christian y su familia vuelven hoy de España. Mi madre me dijo que habían comprado mi billete. No sé si será para esta noche o mañana por la mañana ―suspiró encogiéndose de hombros.

―Jolín ―resopló Raphael, molesto porque todo estuviera siendo tan repentino―. Vale. Al gato me lo puedo llevar a la guarida, ¿te ayudo con la maleta? ―preguntó levantándose.

Arlet no respondió. Rodó la vista antes de levantarse también y aceptar la ayuda que su novio le había ofrecido.

Seguía sin estar del todo convencida, pero siempre podía decidir quedarse en Nueva York. La cosa es que, si le daba vueltas a lo largo del día para decantarse por ir unos días a Los Angeles, al menos ya tendría la maleta en la puerta.

*

Unas horas después, Arlet estaba vestida y su equipaje esperándola en la entrada.

Pudo mandarle un mensaje a Christian para saber qué era del vuelo. Él le respondió que preferían hacer noche en Nueva York e ir a Los Angeles por la mañana, temprano. De todas formas, quisieron invitarla a cenar fuera y, conociendo a la madre de Christian, pasarse a ver su apartamento.

Raphael y Arlet estaban sentados en el sofá en silencio: Black-Jack ronroneaba en el regazo de la tortuga, disfrutando de las caricias ocasionales.

―¿Cómo estás? ―preguntó Raphael al ver que pasado un rato, el gato se aburrió y fue a su castillito de rascar, justo enfrente de él.

―Resignada ―suspiró ella encogiéndose de hombros.

―¿Y qué quieres hacer? No podré volver a verte después de la cena, que Splinter me estará esperando bastón en mano ―dijo él rascándose el cuello.

―Lo siento ―se disculpó Arlet mirándole, a lo que él negó con la cabeza, restándole importancia―. Oye, lo del otro día en el puente de Brooklyn... ¿Por qué no aprovechamos estas horas y nos lo quitamos de encima ya? ―sugirió colocándose rápidamente sobre el regazo de la tortuga, rodeando cuello con ambas manos.

Raphael la miró con la boca entreabierta, incrédulo por haberlo dicho ―y actuado― así sin más. Fue a responder, pero se vio sumergido en un tremendo beso que no supo seguir.

―Arlet ―trató de decir, colocando las manos en su cintura para alejarla un poco de su caparazón―. ¿Y si lo dejamos para cuando vuelvas? ―preguntó con una pequeña y nerviosa sonrisa forzada mientras apartaba también sus manos de su cuello.

Ella ladeó la cabeza con el ceño fruncido, no acabando de entender la sugerencia. Estaba cansada de vivir con ello, quería a Raphael lo suficiente como para no esperar más, y sabía que él pensaba exactamente igual.

Suspiró profundamente con una expresión neutral, aunque la tortuga pudo notar que no estaba del todo conforme con la propuesta. Arlet no sabía ocultar que algo la molestaba, se le nota enseguida, especialmente en la mirada.

―Si en realidad es por mí ―mintió él, esforzándose porque esa sonrisa pareciese más sincera―. No creo que pueda esperar a que vuelvas después de saber lo que es.

―Oh... ―asintió Arlet con falsa sorpresa―. El síndrome de abstinencia, entiendo. Pero sólo será una semana ―añadió en un gimoteo.

―Aun así ―finalizó Raphael dándole un beso en la mejilla―. Además, esa noche será mucho más especial, incluso.

―¿Seguro que no es por lo que te he contado? ―quiso saber ella.

Arlet había sabido reconocer la mentirijilla de Raphael, pero la quiso dejar pasar porque su justificación podría ser cierta. Así todo, una parte de ella quería saber cuán afectado estaba.

Raphael la miró a los ojos conteniendo el aliento. Suspiró.

―Nena, quiero hacerlo, pero no mientras estés así ―dijo colocando las manos en su cintura―. No quiero sentirme culpable por creer que me he aprovechado ―murmuró.

Arlet tuvo un tic bastante confuso en la comisura derecha del labio. Raphael no sabría cómo interpretarlo, pero entonces ella suspiró.

―Te quiero, petardo ―susurró inclinando la cabeza para reposar su frente en la de él, cerrando los ojos.

―Y yo a ti, pequeña ―respondió él cerrando los ojos también.

*

Después de comer, Arlet seguía un tanto nerviosa por tener que salir a cenar con Christian y su familia. Al menos ellos tenían que saber lo que fuera que Adaline se trajese entre manos, pero Arlet era consciente de que no le iban a decir nada.

Raphael se levantó del sofá y cuando volvió, trajo consigo un rotulador negro que Arlet usaba mucho para repasar sus bocetos una vez acabados. Arlet le miró frunciendo el ceño, no teniendo ni la menor idea de lo que pretendía.

Al sentarse a su lado, Arlet intuyó que quería que se girase para quedar más cara a cara, y así lo hizo.

Raphael pidió con un gesto que Arlet alzase un poco las mano para mostrarle las palmas. Tan pronto como la tortuga se llevó el rotulador a la boca un instante, rompió los brazaletes de cuero de su novia.

―Eh... ―se quejó, siguiendo sus accesorios con la mirada cuando Raphael los tiró al suelo.

―Nunca me gustaron esas pulseras ―dijo él destapando el rotulador. Se acomodó al lado de Arlet de tal manera que su brazo derecho pasase por debajo del suyo propio, para que le fuese más cómodo a la hora de escribir y dibujar.

―¿Qué haces? ―quiso saber Arlet tratando de asomarse por encima del hombro de la tortuga.

―Sólo recordarte lo genial que eres, y aprovechar nuestro hobby en común. No te muevas ―respondió Raphael con una sonrisa divertida.

No tenía que haber dicho eso, cuando le dio por empezar a dibujar, Arlet tuvo que lidiar con el cosquilleo del rotulador en su piel.

Después de unos minutos, Raphael cambió de mano, y Arlet pudo analizar con detenimiento lo que había hecho. Para empezar, escribió algunas cosas que le gustaban de ella sobre las cicatrices que se notaban más: «preciosa», «inteligente», «divertida», «irascible»...

No pudo evitar soltar una risilla al leer la última. A otra persona podría haberle ofendido, pero lo cierto es que a Raphael le gustaba que tuviese tan mal genio como él, sentía que se compenetraban mejor.

Más allá de eso, había unos pequeños sai cruzados a modo de firma y envolvió el resto de su muñeca tratando de imitar un tatuaje de estilo maorí.

―Qué chulo. Deberías hacerte tatuador ―le dijo con una sonrisa irónica.

―Seguro que tengo futuro ―asintió Raphael son una sonrisa divertida―. ¿Crees que los humanos dejarían que una tortuga mutante les pinchase?

―Si la gente se gasta una pasta en un cuadro sobre el que un elefante ha escupido pintura... ―sugirió ella encogiéndose de hombros―. ¿Por qué no?

Cuando acabó, Arlet pudo ver que Raphael le había dibujado un par de rosas en el exterior de la muñeca y puesto un « ; » al final de la cicatriz. De todas formas, lo más divertido fue que había dibujado también una tortuguita digna de los emojis del WhatsApp, solo que más sencillita.

Oh, cierto, la carita de Black-Jack estaba a su lado.

―Qué mona ―sonrió acariciando su brazo.

―Para que te acuerdes de tu tortuga antes de plantearte nada parecido ―respondió Raphael dándole un beso en la mejilla―. Mm, parece que se nos ha alargado la tarde ―dijo después de mirar la hora en su T-phone. Le mostró la pantalla.

―Ostras ―se sorprendió ella buscando su teléfono. Efectivamente, tenía un par de mensajes de Christian informando de que iban a su apartamento a verla. Se levantó leyendo, llevándose la mano derecha a la mejilla―. No creo que tarden en llegar ―balbuceó.

―Vale, voy por la sudadera ―suspiró la tortuga después de ver que no había anochecido aún―. Coge la caja de arena, gato, te vienes conmigo ―anunció mientras se dirigía al piso de arriba.

Arlet aprovechó para guardar en una mochila las cosas de Black-Jack, y le tenía en brazos para cuando Raphael bajó. La tortuga sonrió con ironía al ver la manera en la que Arlet abrazaba al felino.

―¿Ya te has despedido de mamá? ―se burló.

―Ay, por favor ―bufó ella con diversión, apartando la vista―. No dejes que Mikey le dé de comer porquerías, y hay una libreta con algunas cosillas apuntadas porque este gato es un poco exquisito. Está el número y la dirección del veterinario al que le llevo, por si acaso. Se lo dices a April ―explicó metiendo al gato en su trasportín.

―Entendido ―respondió Raphael tras colgarse la mochila del hombro. Cogió el trasportín y miró por la ventana resoplando―. Veré cómo lo hago.

―No te arriesgues a lo tonto. Llévate mi coche si quieres.

―¿En serio?

―No lo voy a necesitar en unos días ―suspiró asintiendo―. Pero nada de carreras ilegales ―dijo señalándole con los ojos entrecerrados.

―Te lo prometo ―contestó conteniendo una risa incrédula―. Llámame cuando llegues, ¿vale? ―dijo encaminándose hacia la puerta.

―Adiós, petardo ―se despidió ella lanzando un beso al aire con un gimoteo.

Raphael sonrió, y antes de cerrar la puerta, gesticuló también cómo le lanzaba un beso.

*

A Arlet no le resultó tan complicada la noche con Christian y su familia. De hecho, se lo pasó bien, aunque fuera porque nada más llegar, su madre alabase lo bonito y recogido que tenía el apartamento.

María era un verdadero encanto. A veces deseaba que fuese ella su madre.

Raphael por el otro lado, estaba en lo cierto. Nada más llegar, Splinter le llamó al dojo para echarle una buena bronca. ¿Qué le había impedido avisar, como mínimo?

No quería hacerlo porque le había prometido a Arlet que no se lo diría a nadie, pero se lo acabó contando a Splinter. Simplemente le parecía más acertado contar con que un adulto de su entorno estuviese enterado del tema, por no mencionar que Splinter siempre había aconsejado bien a sus hijos.

Raphael mentiría si dijese que no le daba miedo no saber responder a una posible recaída de su novia. Necesitaba un confidente a quien pedir consejo para no liarla.

Splinter entendió que su hijo hubiese querido hacerle compañía a Arlet ―pero, en serio, ¿tanto le costaba llamar?―, y accedió a no decírselo a los demás. Mantuvieron una pequeña conversación al respecto, al menos hasta que aparecieron las demás tortugas.

Eso sí, cuando fueron a salir de patrulla, Raphael tuvo que quedarse en la guarida, castigado. Otra vez.

La verdad es que resultaría extraño para sus hermanos ver que se había pasado todo el día fuera sin llamar y no sufriese las consecuencias. No podía reprocharle eso a Splinter.

Tal como prometió, cuando Arlet llegó a California, buscó un momento para llamar a Raphael. No tenía mucho que decir, así que sólo le informó de que había aterrizado y se estaba preparando mentalmente para lo que fuera a encontrar en su casa.

La tortuga no podía hacer mucho más que intentar animarla, no podía prometer que todo saldría bien cuando no tenía ni la menor idea.

Al día siguiente, Raphael recibió un mensaje cuando terminaba de quitarse el equipo para meterse en la cama.

ARLET: ¿Es mal momento para llamarte?

RAPH: No, para nada.

Raphael respondió la llamada tan pronto como se le iluminó la pantalla del teléfono. Una vez se llevó el T-phone a la cara, se acomodó colocando la sábana sobre su regazo, quedando aún sentado.

Hola, petardo ―la escuchó susurrar.

―Hola, nena ―respondió con una pequeña y tierna sonrisa ladeada, conmovido porque sabía que ella estaba sonriendo igual, lo notaba en su voz―. ¿De qué querías hablar? ―preguntó frunciendo ligeramente una ceja.

―Sólo quería escucharte. Y darte las gracias... de no ser por ti no habría venido ―le dijo aún susurrando, debía de ser tarde y lo más seguro es que estuviese en la habitación intentando no ser escuchada por sus padres. La escuchó suprimir un sollozo.

―¿Qué pasa? ―quiso saber.

No, nada. Resulta que Skylar se ha recuperado y bueno... me he emocionado un poco cuando ya estaba sola en mi cuarto. Le he tenido que dar la vuelta a la almohada ―admitió dejando escapar una risilla al acabar la frase―. No me lo quisieron decir ayer.

―Me alegra oír eso ―suspiró con una pequeña sonrisa.

No puedo esperar para volver a verte...

Raphael agachó la cabeza esperando que su risilla no se oyese desde las habitaciones de sus hermanos. Negó con la cabeza mordiendo y lamiendo el labio inferior con disimulo para evitar reírse más y más alto.

―Volvías el viernes, ¿no? ―preguntó con una sonrisilla.

―Mm... La verdad es que estaba pensando quedarme otra semana. Hace casi un año que no veo a Sky, y quiero aprovechar que está bien.

―Ah, bien. Primero te pones intensa y ahora me haces esperar ―asintió él refunfuñando, pero con diversión. Escuchó a Arlet reírse.

Piensa que la espera merecerá la pena. Bueno, es tarde, mañana te llamo.

―Vale, buenas noches.

Buenas noches ―canturreó ella en un susurro, justo antes de colgar.

Raphael suspiró profundamente. Le daba rabia no poder ver a Arlet en dos semanas, pero le alegraba que su hermana estuviese bien y que quisieran aprovechar esos días.

Él mismo descubrió algo interesante unos días después.

Ya que no quería molestar a Arlet contándole la última discusión que tuvo con Leonardo, se puso la sudadera, cogió el coche y salió a dar una vuelta.

Parecía mentira, pero sólo con haberse metido en el vehículo, se relajó un poco. Casi podía oler el champú de vainilla ahí dentro, aunque puede que no se lo estuviese imaginando.

La cuestión es que condujo durante un rato, y a lo tonto, acabó en Tarrytown, prácticamente en la frontera de la mítica Sleepy Hollow.

¿Quién le iba a decir que se acabaría encontrando una vieja casa oculta en el bosque?

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