cap 01
AL CAER LA NOCHE, CAPÍTULO 1
LA CHICA DE LA GUITARRA
UNA CHICA CAMINABA POR LAS CALLES DEL BARRIO CHINO POR LA NOCHE.
Parecía perdida en sus pensamientos mientras miraba al suelo para ver cómo sus pies avanzaban, movidos casi inconscientemente.
Iba enfundada en un abrigo completamente negro con pelo sintético beige en la capucha. Llevaba un gorro de lana negro con un pompón beige ―perfectamente conjuntado, la verdad―, guantes sin dedo de color gris oscuro, y un pañuelo rojo a cuadros.
No, lo cierto es que esta chica no estaba acostumbrada al frío invierno de Nueva York. Pero tampoco dejó de querer llevar sus vaqueros negros con grandes agujeros en las rodillas y sus Vans bajas.
Era dos de diciembre, e iba a ser su primer invierno blanco. Los días eran cortos y ella iba a clase de guitarra por las tardes. Era un poco incómodo tener que apañarse para cargar con la mochila y la guitarra llevando tanta ropa, pero, por otro lado, era reconfortante poder combatir el clima con un abrigo.
Estaba anocheciendo, y cuando no jugaba con el piercing de aro del lado izquierdo de su labio inferior, exhalaba para ver el humo que se formaba por el frío.
Iba también con su longboard en la mano izquierda a la vez que con la derecha sujetaba las correas de su mochila y su guitarra Gibson Flying V ―la cual llevaba colgada de la espalda sin enfundar―, cuando un hombre empezó a caminar a su lado como si la conociese.
―Oye encanto, parece que esa guitarra pesa un poco ―dijo casualmente, aunque la chica pudo notar algo de malicia en su tono de voz y la forma en la que la miraba. Con esa sonrisilla falsa.
La joven le echó un disimulado y rápido vistazo.
¿Cómo puede pasearse como si nada con un simple chaleco?, pensó. ¿Es que no tiene frío?
―No creas... ―contestó con desdén, pero, actuando con normalidad.
Realmente estaba actuando con naturalidad, pero para la mayoría de la gente ―aquellos que no la conocían― era fácil que les diese la impresión de que les estuviese menospreciando, o incluso insultando. Posiblemente, así fuera.
Para ese hombre no resultó diferente, y la joven pudo notar en un rápido vistazo a sus ojos, el momento exacto en el que perdió los nervios. La agarró rápidamente del brazo y la arrastró hasta el callejón de su derecha antes de acorralarla contra la pared.
―¡Ya me la estás dando! ―gritó el hombre, amordazándola porque aún no había soltado su brazo. Era un tipo flaco, pálido, con rasgos asiáticos y, por su revelador y veraniego atuendo, pudo ver que tenía un dragón morado tatuado en el brazo.
Ella luchó por liberar el brazo de su opresor.
¿Cómo un tipo tan flacucho podía ser tan fuerte?, se cuestionaba con rabia. Bueno, tampoco es que ella fuese más musculosa.
Cuando consiguió soltarse del agarre del hombre, le dio un puñetazo en las costillas para alejarle de ella y, otro en la cara para ver si conseguía ganar tiempo y huir. El hombre dio media vuelta sobre sí mismo al recibir el segundo golpe y cayó al suelo de rodillas, brindándole a la chica su oportunidad de escapar.
Mirando vagamente al hombre del suelo antes de alejarse corriendo y esperando que no la persiguiese, otros dos hombres le bloquearon el paso.
La joven se chocó con el más grande, que no tardó nada en tomar uno de sus brazos, obligándola a soltar su skate. El otro hombre, caracterizado con un gran bigote, la tomó del otro y la llevaron de vuelta al interior del callejón.
El primer hombre se levantó maldiciendo por lo bajo a la chica, sacando una navaja del interior de su chaleco en lo que se volvía hacia sus compañeros. La joven pataleaba con rabia a pesar de apenas rozar el suelo.
―No te lo voy a repetir, bonita ―le dijo mostrándole la navaja, acercándosela a la cara―. Dame esa guitarra.
La joven podría ceder, dejar que se lleven su guitarra e irse a casa sana y salva, pero no... Tenía que ser orgullosa y apreciar demasiado la guitarra que su padre le regaló hacía unos meses.
Como los hombres que la sujetaban la tenían agarrada por la parte superior de los brazos, se veía en la disposición de tomar la correa del instrumento y continuar forcejeando para evitar que se la quitasen.
Había que reconocerle el mérito. Dos tipos sujetándola y otro, arma en mano, tirando de su guitarra, y ella no cedía. Cierto es que por mucho que intentase revolverse, no tenía escapatoria.
Pero consiguió darle un par de patadas en la espinilla al hombre que la arrastró hasta el callejón. Él retrocedió siseando y poniéndose de los nervios, haciendo pensar a la muchacha que quizás estaba tentando demasiado a la suerte.
El tipo se volvió con un brillo malévolo en los ojos, alzando el cuchillo. Estaba claro que después de haber intentado quitarle la guitarra por las buenas, no le sirvió de mucho, ahora a lo mejor no le importada demasiado derramar algo de sangre.
Afortunadamente, algo le detuvo.
―¡Soltadla delincuentes! ―irrumpió una voz de entre las sombras, desde lo alto de la escalera de incendios del edificio de la derecha.
La joven miró hacia arriba sin saber qué pensar exactamente. Había escuchado a compañeros del instituto hablar de algún que otro justiciero nocturno, pero supuso que se estaban quedando con ella. Desventajas de ser la nueva.
Los hombres miraron también para tratar de distinguir al dueño de la voz. Los que la tenían sujeta comenzaron a sentirse más inseguros y, la chica pudo notarlo porque sentía cómo el agarre se volvía más flojo y sus pies volvían a estar en el suelo. Aunque no era suficiente para escapar.
El primer hombre se dio cuenta de que la chica estaba tratando de buscar la ocasión para salir corriendo, así que la tomó del brazo otra vez haciendo que sus compañeros la soltasen, obligándola a dar un paso hacia él y su navaja.
―¿A qué estáis esperando? ¡A por él! ―ordenó asegurándose de tener bien sujeta a la muchacha.
Los otros dos asintieron poco convencidos, pues la figura había bajado de un salto al callejón después de ver cómo el hombre del dragón tatuado mantenía amenazada la seguridad de la chica.
Cargaron contra la figura.
El hombre sabía que continuar forcejeando con la chica no tenía caso, acabó soltando la correa del instrumento y acercó la navaja a su cara. La pobre dejó de moverse con tanta libertad como antes, miraba fijamente el filo de la cuchilla mientras trataba de controlar la respiración.
Aprovechando que la chica había dejado de resistirse, el tipo intentó la correa de nuevo, sin embargo, ella volvió a reaccionar de manera inesperada. Alzó la mano derecha para alcanzar la muñeca del tipo y evitar que ese cuchillo se le acercase más.
―¿No te rindes, eh? ―se quejó el hombre haciendo fuerza para mantener la superioridad de su arma. También es cierto que ver que su víctima no era tan débil como en un principio le pareció, empezaba a frustrarle.
El sonido de dos cuerpos cayendo al suelo obligó a atacante y víctima a mirar.
Los otros atracadores habían caído y la figura misteriosa permanecía de pie junto a ellos. No salía de las sombras como para permitir que se pudiese apreciar su aspecto, pero sí que podían decir que se estaba frotando las manos con superioridad, menospreciando las habilidades de los hombres que yacían en el suelo, inconscientes.
―Te toca, Fong... ―le advirtió la figura con un divertido canturreo, deduciendo en su tono que estaba sonriendo.
El hombre ―al parecer, Fong―, soltó finalmente a la joven, pero no por eso la iba a dejar escapar. Permaneció de pie junto a ella obstruyéndole el paso con la navaja aún en mano.
Retrocedió un poco, sabiendo que no era rival para aquel que se escondía entre las sombras. Pero hacerse con una guitarra era bastante tentador... No son precisamente baratas.
Al dar otro paso, se topó con el skate de la joven, que había quedado tirado en el suelo. Podría llevárselo también, o mejor...
Alzó las manos en señal de rendición e hizo amago de arrodillarse en el suelo y dejar su navaja a un lado, pero no iba a rendirse. Fijándose en que la chica no se alejase demasiado, tomó el longboard y se levantó rápidamente para propinarle un golpe en la cabeza.
La chica recibió tal golpe en la sien que giró sobre sí misma y se deslizó hasta el suelo por la pared.
El hombre pudo reaccionar más rápido que la figura que se ocultaba entre las sombras, después de todo, llevaba toda una vida dedicándose al hurto. Cogió la correa de la guitarra del hombro de la chica ―no estando del todo seguro si continuaba o no consciente―, sonrió satisfecho y salió corriendo llevándose por fin tan preciado instrumento. Incluso habiendo abandonado a sus compañeros.
Muy a su pesar, la figura tuvo que dejar escapar al ladrón. Le preocupaba más el estado de la víctima.
Se acercó corriendo a la vez que tomando las debidas precauciones, esperando no desvelar su identidad. Tomaba referencia de las luces más próximas observando con cautela su propia piel y deduciendo si la chica podría verle o no.
Bueno, lo primero sería asegurarse de que estuviese despierta, de lo contrario, debería llamar a una ambulancia y esperar escondido en la escalera de incendios a que se la lleven.
Al colocarse tras ella en un ángulo lateral, se percató de que estaba gimiendo de dolor. La joven se llevaba las manos a la cara con movimientos lentos y torpes, inclinando la cabeza inconscientemente. Por el golpe que había recibido, podría incluso vomitar. Siendo consciente de ello, la chica trató de girarse para poder apoyarse en la pared de espaldas tanto como su mochila le permitía.
Su salvador retrocedió un poco de vuelta a las sombras. Sabía que no podía quedarse ahí sin más, pero tampoco podía irse y abandonarla a su suerte.
―¿Estás bien? ¿Sa-sabes cómo te llamas? ―preguntó él sin saber qué más decir, al menos habiéndose agachado un poco para estar a su altura. La muchacha alzó la cabeza y, pese a estar oscuro, pudo notar que no era humano.
Ella le miró vagamente con los ojos entrecerrados. La figura se volvía más nítida cuanto más la miraba, pero sólo podía apreciar su silueta. La silueta y unos ojos verdes que casi parecían radiactivos. Tras un momento de duda, respondió sujetándose la cabeza de nuevo.
―Sí... Arlet ―el tono de su voz parecía de irritabilidad, pero lo cierto es que le salía así porque continuaba dolorida. La cabeza le daba vueltas, y lo que más le sorprendía era no ver más de una figura frente a ella.
Sentía palpitaciones en su sien derecha y no dejaba de ver borroso. Al mirar la punta de sus dedos instintivamente, vio que se había manchado de sangre.
Contuvo la respiración por unos segundos antes de intentar levantarse con ayuda de la pared en la que estaba apoyada. Fracasó deslizándose de nuevo al suelo al no haber acertado a coordinar sus piernas.
Su salvador decidió echarle una mano aun si eso suponía dejarse ver. La tomó por los codos y la ayudó a levantarse despacio, evitando que el cambio de altura resultase muy brusco.
Fue en ese momento en el que Arlet pudo distinguir a qué o quién pertenecía la figura.
―¿Qué eres? ―preguntó en un vago susurro, frunciendo el ceño con confusión.
―Un mutante. Una tortuga mutante... ―especificó él en un incómodo murmullo―. ¿Estás bien? ―dijo ayudándola a mantenerse en pie, no dejándola marchar hasta asegurarse de que podía mantener el equilibrio.
―Sí. Mareada, pero sí... ―ella se quedó mirándole cuando finalmente soltó sus brazos. Analizando sus rasgos, sus extraños rasgos de mutante.
Él por otro lado, sólo pudo apreciar poco más que su nariz y sus ojos delineados de negro. Unos ojos de un castaño tan oscuro que casi parecían ser sólo pupilas. No obstante, la luz de la farola más próxima, les daba un brillo dorado-anaranjado enigmático.
La chica salió de su trance ―sacándole a él también― habiendo pestañeado y apartado la mirada, se inclinó un poco para comprobar su aspecto y con ambas manos sacudió el polvo de sus vaqueros negros.
Dicho acto hizo que la tortuga se cuestionase la situación.
―¿No... vas a salir corriendo y gritando? ―preguntó arqueando una ceja, extrañado.
―¿Por qué? Me has ayudado, y no soy tan superficial ―le respondió encogiéndose de hombros.
Raphael asintió conforme con la respuesta, aunque no estuviera del todo convencido de que no le tuviera miedo. Caminó a su derecha y se inclinó para recoger la tabla de skate de la chica para entregársela.
―Deberías irte a casa. Los Dragones Púrpura no son los únicos que merodean por estas calles.
Arlet asintió apretando los labios y jugando de nuevo con el piercing que escondía bajo el pañuelo. Cogió el skate con una mano mientras intentaba volver a prestar atención a esos ojos verde nuclear.
Raphael, sin saber qué más hacer o decir, soltó el skate y no tardó nada en trepar por la escalera de incendios para llegar hasta la azotea.
Arlet permaneció unos instantes mirando la fachada del edificio. Lo cierto es que era impresionante la velocidad a la que había subido esos cuatro pisos saltando por las barandillas de la escalera; pero claro, ni de lejos tan impresionante como ser rescatada por un mutante.
Suspiró recordando la advertencia, y fijándose en que los otros dos tipos que ayudaron a atracarla continuaban ahí tirados, retomó su camino a casa.
Después de saltar un par de edificios y sentir que estaba huyendo de una chica a la que en realidad no conocía, Raphael se detuvo.
Volvió la cabeza por encima de su hombro antes de mirar al suelo y pensar si sería capaz de llegar a casa a salvo. Es decir, había recibido un golpe en la cabeza que casi le deja inconsciente, ¿y si se desmayaba?
Resoplando porque de una forma o de otra sentía que no tenía elección, volvió sobre sus pasos esperando que no estuviera muy lejos del callejón en el que la había dejado.
Una vez encontró a la chica, la siguió de cerca en la seguridad de las alturas y la escoltó hasta que la vio entrar en un portal. Esperó para cerciorarse de que llegaba a su apartamento y, efectivamente acabó apareciendo en el salón de la segunda planta de una manera un tanto escandalosa.
Ya había una mujer sentada en el sillón del salón leyendo un libro, y dio un respingo en su asiento cuando escuchó un portazo y las llaves cayendo en lo que debía de ser un bol de metal. La joven apareció por el pasillo quitándose la mochila y dejándola junto al sillón en el que la otra estaba sentada.
―¡Jesús! ―siseó la mujer sentada mientras apartaba la vista, con rabia por el susto que su hija le había dado―. ¿No podrías entrar como una persona?
Arlet ignoraba el comentario mientras continuaba quitándose el abrigo y complementos, para dejarlo todo en el perchero del fondo. Quedó con una ―mínimamente amplia― sudadera azul marino, con capucha y cremallera.
No fue hasta que se dio la vuelta ―dejándole ver a Raphael un rostro que le hizo ruborizar―, que su madre reaccionó como cualquier otra madre haría: «Paranoica». Por un momento, se le desencajaron los ojos de las cuencas al ver la sangre.
Arlet estaba ajustando y remangando las mangas de la sudadera cuando su madre se levantó alarmada:
―¡Dios mío! ¿¡Pero qué te ha pasado!? ―dijo estrechando la cara de Arlet con ambas manos.
Arlet apartó las manos de su madre con movimientos perezosos, restándole importancia al asunto. Se dejó caer en el sofá quedando sus piernas colgando del reposabrazos.
―Una pandilla de matones de medio pelo me ha atracado en el barrio chino... ―murmuró con desgana, sin ni siquiera percatarse de que su madre había salido un momento de la sala. Acomodó su larga melena castaña para que cayese por el borde del sofá cual catarata.
Su madre volvió abriendo un pequeño botiquín que trajo consigo. Se arrodilló junto a ella comenzando por apuntar a su ojo derecho con una pequeña linterna.
―Pero, ¿estás bien? Mira, sigue mi dedo ―dijo moviendo el dedo índice de su otra mano de izquierda a derecha.
―Déjame en paz, no ha pasado nada ―refunfuñó la joven aparatando la mano de su cara―. Me han ayudado ―añadió sin pensar.
―¿Quién?
Raphael dejó de respirar por un momento, no pudiendo evitar sujetarse con fuerza al borde de la azotea. ¿Acaso iba a delatarle?
Arlet zigzagueó vagamente con la mirada tratando de encontrar las palabras adecuadas. Aunque, ¿cuántas veces había contestado a las preguntas de su madre?
―Podría responderte. Si tuviera visión nocturna ―puntualizó con una sonrisa irónica, burlesca.
Raphael suspiró aliviado sintiendo cómo sus pulmones se vaciaban, liberándole de toda tensión. Se inclinó sobre el borde de la azotea que no había soltado para poder recuperar el ritmo de sus latidos. Cuando volvió a levantar la cabeza, vio que la chica continuaba siendo interrogada por su madre mientras trataba la herida de su cabeza.
Tan pronto como ese pequeño corte terminó de ser atendido, Arlet se levantó dando la conversación por concluida y se encerró en su habitación para poder derrumbarse boca abajo en la cama.
La tortuga de rojo tomó esa escena como su señal para poder irse. Pero por alguna razón, volviendo la vista atrás, se dio cuenta de que esa guitara parecía importante para la chica.
Además, Fong se había ido de rositas, y desde luego no iba a volver a la guarida habiendo dejado escapar a ese delincuente.
*
Raphael llegó a la guarida con la guitarra en la mano, cosa que, como era de esperar, atraería irremediablemente la atención de sus hermanos. En especial la de Michelangelo, que era quien más tiempo pasaba en el salón, y el primero en enterarse de quién llega.
Cómo no, Raphael apenas había cruzado los tornos, y ya tenía al lado a su hermano pequeño acosándole con preguntas acerca de su largo patrullaje, pero lo más importante: «¿De dónde había sacado una guitarra tan chula?».
Obviamente, Michelangelo acabó tomando el instrumento para tratar de tocarlo, desatando también la cólera de su hermano mayor. Raphael no podía hacer mucho, intentaba tener cuidado recordando que esa guitarra no era suya y porque sabía que podía llegar a ser muy frágil.
―Vale ya, Mikey... La vas a romper ―espetó apretando los puños, conteniéndose por el estado actual del instrumento.
Sus otros dos hermanos no tardaron en aparecer. Salían del dojo estirando los brazos después de una sesión rápida de entrenamiento espontáneo.
―¿Pero qué os pasa? ―preguntó Donatello. Estaba claro que se les oía gritar desde el mismo instante en el que Raphael llegó. Entonces, a medida que se acercaban, vieron el instrumento.
―¿Dónde has estado, Raph? ―preguntó Leonardo mirando de reojo a su hermano mientras se cruzaba de brazos―. ¿Has decidido dejar los solos de batería? ―se cuestionó arqueando una ceja, poco impresionado.
―No ―respondió a la defensiva―. Se la quité a los Dragones Púrpura, se la habían robado a una chica.
―¿Y saben que está defectuosa? ―preguntó Michelangelo acercándose la caja a la cabeza, tocando un par de cuerdas con cuidado―. Suena muy bajito. ¿Cómo se va a dar un concierto así?
―¿Quizá porque no está conectada a un amplificador? ―sugirió Donatello con sarcasmo, tomando el instrumento para echarle un vistazo. Sacó su T-phone y buscó el modelo, cuál fue su sorpresa cuando encontró el precio por el que se estimaba―. Vaya... No me extraña que los Dragones Púrpura intentasen echarle el guante. Es de las caras.
―¿Cómo de cara, Donnie? ―se interesó Leonardo acercándose para mirar también el resultado de la pantalla.
―Pues, unos mil trescientos dólares... ―se sorprendió abriendo los ojos de par en par, permitiéndole a su hermano ver bien la cifra.
―¿Y qué vas a hacer con ella? ―preguntó mirando de nuevo al impetuoso.
―¡Yo lo sé! ¡Vamos a montar una banda de rock! ―exclamó Michelangelo quitándole la guitarra a Donatello para continuar tocando.
Raphael no podía soportar ver a su hermano pequeño con la guitarra de la chica, por lo que no tardó en arrancársela de las manos y propinarle una colleja.
―Ya lo pensaré ―murmuró respondiendo a Leonardo. Pasó de largo dirigiéndose a su habitación.
Miró la guitarra y sonrió tímidamente para sí.
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