84. No te asustes
EN OCASIONES, NAIARA ERA COMO UNA NIÑA EN LA MAÑANA DE NAVIDAD, tenía curiosidad por ver a Arlet, pero trató de conformarse con interrogar a Leonardo en el viaje a la guarida. Ya que él se había adelantado para conducir, a ella no le quedaba con qué entretenerse.
Comprendió rápidamente el que Arlet estuviese disgustada y, la verdad es que le parecía normal, bueno... que ya lo había dado a entender antes de que se fuese. Era bastante difícil mantener una conversación con ella sin que se acabase torciendo.
Leonardo también le contó las pruebas que le hicieron y cómo el ADN mutágeno del bebé parecía no afectarle. En ese momento no pareció nada, pero la tortuga conocía a su hermano lo suficiente como para saber que intentaría hacer algo con esa muestra de líquido amniótico. ¿Quizás le proporcionaba algún tipo de seguro para utilizar el mutágeno sin peligro? Ni idea.
Naiara dejó a un lado sus dudas sabiendo que hasta el día siguiente no podría verlo por sí misma. Claro que, continuaba enfadada con Arlet por haberse ido de esa manera y haber tenido que soportar las incesantes llamadas de la paranoica de su madre.
Caminando por la guarida, tomó la mano de Leonardo. Alargaron el brazo sin soltarle cuando él se desvió para dejar la bolsa con la ropa colgada de la puerta de Raphael, al unirse de nuevo, la tortuga no dudó en acercarla más rodeando su cadera. Naiara sonrió tímidamente, sabiendo que se estaba sonrojando y apoyó la mejilla en su hombro.
Al entrar en la habitación, Naiara iba a ponerse el pijama que dejó la otra noche, razón por la cual tuvo que ponerse el de verano cuando decidió dormir en el apartamento. Lo raro es que estuviese sobre la almohada todavía.
—¿Has dormido abrazado a la camisa de mi pijama? —preguntó señalándolo con incredulidad.
—Es que es muy suave —se justificó él. Naiara rodó la vista con diversión y se desvistió.
Una vez se quedó en ropa interior dejando sus prendas cuidadosamente sobre una silla que Leonardo tenía en una esquina, él posó las manos en sus caderas por la espalda.
—¿Leo? —sonrió aún algo sonrojada. La tortuga se abrazó a su cintura y se inclinó sobre ella para que su columna y su plastrón pareciesen fundirse en uno, besó su hombro y su cuello, arrancando a la rubia un suspiro.
—Me has hechizado, brujita —susurró él besando su cuello a la vez que deshacía la coleta, liberando esa bonita melena semi-rastada.
—No seas tonto, no he hecho nada. Ni siquiera sé qué puedo hacer... —gimoteó ella echando la cabeza hacia atrás para buscarle. Leonardo le dio la vuelta y desabrochó el sujetador para quitárselo.
Naiara le mantuvo la mirada con una pequeña sonrisa que se esforzaba por contener apretando los labios, extendió los brazos cuando Leonardo ladeó la cabeza, pidiendo permiso con la mirada de un cachorrito. La tortuga no perdió el tiempo y casi en el mismo instante en el que Naiara rodeó su cuello, él la cogió por los muslos, permitiéndola que rodease su caparazón con las piernas.
Se besaron apasionadamente mientras Leonardo recostaba a su novia en la cama sin alejarla de su cuerpo. El resto os lo podéis imaginar, claro que, ellos podían ser más silenciosos que la otra pareja. Ya habían yacido en la guarida más veces.
*
Leonardo se despertó con su chica bajo el brazo derecho, acurrucada en su pecho. No entendía qué tenía de especial cuando era una imagen de la que se había estado deleitando desde hacía casi dos años. La veía como si fuese la primera vez.
Después de su muestra de afecto de la noche anterior, Naiara se puso la camiseta de su pijama —seguía siendo noviembre—, por lo que la tortuga no pudo evitar deslizar la mano por su espalda. En serio, era como acariciar un animalillo de pelo corto super suave.
Perdió la noción del tiempo. Era bonito decir que podría pasarse todo el día contemplando y abrazando a su novia, pero en la vida real era un poco distinto.
Llegado un momento, Naiara se despertó abrazándose más al caparazón de la tortuga y rozando su mejilla en su pecho, lo que le arrancó una sonrisa al líder. Ella sonrió notando que él continuaba frotando su espalda y alzó la cabeza mientras entrelazaba las piernas con las de él.
—Buenos días, intrépido líder —susurró antes de intentar estirarse para darle un beso en la mejilla.
—Buenos días, brujita... —sonrió él apartando un par de rastas de su cara.
—¿No entrenas hoy? —preguntó ella con un bostezo. Leonardo fue a responder que iría enseguida, pero al echar un vistazo al reloj de su mesita de noche se quedó de piedra.
Eran casi las 10:30, ¿cómo podía haber dormido tanto? ¿O cuánto tiempo se había quedado mirando a su preciosa novia?
Naiara se enderezó frotándose los ojos con una mano cuando sintió que quería levantarse. La rubia bostezó otra vez y salió de la cama mientras él se ponía su equipo a toda velocidad, solo que ella sólo se tenía que poner los pantalones del pijama y las botas.
—¿Pero cómo- —murmuraba sin parar—. ¿Y la alarma...?
—¿Has puesto una alarma los sábados? ¿Desde cuándo? —se cuestionó ella haciéndose la coleta sentada en la cama.
—Sólo para no quedarme dormido —respondió pasando a su lado para coger su bandana y ponérsela—. Ya ves de lo que me ha servido —sonrió.
—Bueno, llegamos tarde —le dijo Naiara encogiéndose de hombros—. Y trasnochamos...
—Ya —suspiró con una sonrisa que ella no dudó en compartir—. ¿Habrá cerrado Mikey la cocina? —preguntó arqueando una ceja. Naiara frunció el ceño con diversión, parecía mentira que se cuestionase esa faceta de su hermano pequeño.
Leonardo extendió la mano para ayudar a Naiara a levantarse e ir los dos a la cocina. Por lo general, la tortuga prefería entrenar antes, pero ya lo dejaría para la tarde. Siempre podía meditar un rato con Naiara después de tomarse una taza de té.
Antes de siquiera apartar las cortinas para entrar en la cocina, Raphael y Arlet salían del baño. Ella llevando la ropa que Leonardo le bajó del apartamento y el pelo recogido en un moño improvisado.
—¿Se os han pegado las sábanas? —preguntó Raphael con una sonrisilla pícara. Leonardo y Naiara rodaron la vista ante la insinuación, pero por ese mismo comentario podían intuir que no sólo se habían duchado juntos.
—Oh, y siento lo de la loca de mi madre. Ya le dije a mi padre que no le diese tu número —le dijo Arlet con una clara expresión de incomodidad—. En serio, sólo le faltaba mandar cartas con letras recortadas de revistas —añadió rodando la vista. Naiara asintió con la misma cara incómoda, pero sonrió acercándose a ella para darle un abrazo.
—Me alegro de que hayas vuelto. Aunque esto sí que ha sido una sorpresa —dijo señalando el vientre de su amiga con curiosidad, aún con un brazo en su cadera—. ¿Cómo estás?
—Normal, supongo —respondió encogiéndose de hombros—. Ahora sólo quiero comer dulce —resopló llevándose una mano a la barriga, como si se lo estuviera reprochando al bebé.
—Pues venga, a desayunar —anunció Raphael tomándola de los hombros para que entrase a la cocina delante de él.
—¿No habéis desayunado? —preguntó Leonardo.
—He alargado el entrenamiento y Arlet me ha esperado —respondió pellizcando la mejilla de su novia con suavidad, sólo lo suficientemente fuerte como para que ella apartase su mano con el ceño fruncido.
Michelangelo y Donatello ya habían desayunado, pero estaba claro que a ninguno de los dos les había dado por recoger. Después de tomar algo, Arlet y Naiara lo tomaron como una ocasión de ponerse al día.
* * *
Pasaron unos días, y aparte de que April se tuvo que enfrentar al demonio que tomaba posesión de su mente por culpa de ese estúpido cristal Aeón, no hubo mucho más que lamentar.
Sí es cierto que Arlet le estuvo reprochando unos días el que la lanzase contra una pared del dojo antes de que se escapase, cuando ella y Splinter intentaban averiguar qué le pasaba. En fin, la poca moral que tuvo para atacar a una pobre chica embarazada.
Sólo fue un susto, el bebé pareció alterarse durante un rato y Arlet entró en pánico porque pensó que eran contracciones, pero la situación se acabó relajando. Claro que, cuando Raphael supo lo que había pasado, se empeñó en que no saliese de la cama por un tiempo. Por si acaso...
La cosa es que cuando Arlet decidió salir de la cama sin que nadie se lo impidiese, era un día que ya notó extraño de por sí. Como una sensación que le decía que salir de la cama era un error. En un principio pensó que era simple pereza, por lo que quiso ignorarlo.
Uy, cuando entró en la cocina...
Ya le extrañó que Raphael se hubiese levantado y que ella no lo hubiera notado, tenía que haber sospechado más duramente. Nada más apartar las cortinas, vio a las tortugas y Naiara al otro lado de la encimera. No alcanzó a procesar la información a tiempo, por lo que se vio obligada a esperar a que dijeran todos al unísono:
—¡Felicidades!
—Os odio a todos —refunfuñó ella bajando los brazos a ambos lados de su cuerpo. Todos rodaron la vista con diversión, ya sabían cuál iba a ser la reacción de la morena, por lo que no se iban a sentir ofendidos en absoluto—. No es justo, no puedo salir corriendo así —se quejó señalando su barriga con una mano en sentido circular.
—Porque no te vas a ir. Siéntate —ordenó Raphael señalando el taburete que tenía enfrente. Ella le aguantó una mirada desafiante, pero era consciente de que en su estado no podría ni acercarse al coche antes de que la coja y la arrastrase de vuelta. Rodó la vista y obedeció, pero sin cambiar la expresión de su cara.
—Mira, Naiara y yo te hemos hecho tortitas —anunció Michelangelo acercándole el plato. En vez de con miel estaban bañadas en mermelada de fresa y nata y, cómo no, había una vela clavada en el centro.
—Y... tenemos un regalo para ti —completó Naiara poniendo una caja sobre la encimera. En realidad eran dos, pero la segunda era muy pequeña, a lo mejor ni lo consideraban regalo.
Arlet rodó la vista una vez más y sopló rápidamente esa vela. Michelangelo pestañeó repetidas veces antes de poder preguntar.
—Hala, ni te lo has pensado. ¿Qué has pedido?
—Nada. Mis deseos de cumpleaños nunca se hacen realidad.
—A lo mejor no, pero esto te va a gustar —insistió Leonardo acercándole esos dos paquetes.
Arlet le miró con el dedo índice en la boca después de haberlo untado en la nata de sus tortitas, se encogió de hombros y abrió el pequeño primero. Descubrió una cajita con un par de chupetes, uno verde y otro beige. Estaba bien, sólo con no ser azul y rosa por si era niño o niña...
—Genial. Tacha los chupetes de la lista de deseos —le dijo a Raphael extendiéndole el regalito. Él se aguanto un bufido, al menos intentaba dejarse llevar—. Wow... —suspiró con una sorpresa ligeramente forzada al abrir la segunda caja.
Sacó cuatro cuadernos que en realidad parecían ser libros, ya que tenían las tapas duras y ligeramente aterciopeladas. Eran uno negro, uno gris, uno blanco y uno beige. Eran para dibujar, eso estaba claro, con Arlet era una apuesta segura. Pero lo de las hojas siendo del color de las tapas era una verdadera novedad.
—Te encanta y lo sabes —sonrió Naiara conociendo a su amiga lo suficientemente bien. Arlet contuvo una sonrisa forzando un puchero y asintió con la cabeza gacha, pasando las hojas de uno de los cuadernos.
—No hemos cogido materiales, eso quizás lo escoges tú mejor —explicó Donatello tomando asiento con su taza de café matutina.
—Está bien... —murmuró ella sin haber podido disimular una sonrisa de agradecimiento, sonrisa que Michelangelo fue el primero en ver, y celebrar.
—¡Está sonriendo, le gusta! —anunció atrapándola en un fuerte abrazo que estuvo a punto de robarle el aire de los pulmones. Al principio se sorprendió, y no para bien, pero ver la felicidad de la tortuga de naranja y no conmoverse era una misión imposible.
Sonrió y palpó el caparazón de su amigo.
* * *
Al día siguiente, al salir de la universidad, April sacó su teléfono para comprobar esas incesantes vibraciones de su bolsillo. Hacía rato que habían empezado, y ya se estaba poniendo de los nervios. No es que fueran niños, pero no quería correr el riesgo de que le confiscasen su móvil tan peculiar.
—¿Se puede saber qué pasa? —le preguntó a Raphael tan pronto como le devolvió la llamada.
—¿Te haces una idea de dónde puede estar Arlet? —contestó él en un jadeo. Estaba claro que llevaba tiempo yendo de un lado para otro buscándola, debía de estar al borde del colapso.
—¿Por qué iba a saberlo? Acabo de salir de clase.
April se encaminó a la tetería esperando que Naiara tuviera mejores noticias que ella. Sabía que la rubia apagaba el teléfono cuando estaba trabajando, por lo que seguramente tuviera el triple de llamadas perdidas más.
Mientras se dirigía a su destino, continuó hablando con Raphael para al menos tranquilizarle. Y preguntarle por qué no la llamaba a ella. Al parecer Arlet se hartó rápidamente del teléfono cuando su madre empezó a llamar y mandar mensajes como una histérica. Le parecía razonable, la verdad.
Al entrar en el establecimiento, se mantuvo en silencio.
Es que Arlet era la primera a la que vio nada más entrar. Estaba sentada en la encimera frente a la puerta tomándose una bebida junto a Naiara, que tan pronto limpiaba unas tazas como colocaba unas magdalenas en los mostradores. Se acercó a ellas.
—Señorita, tienes a tu novio loco en la guarida —le informó posando el móvil en su pecho.
—Dijiste que se lo habías dicho —le acusó Naiara sorprendida. Arlet frunció el ceño mientras terminaba de tomar un trago de su chocolate caliente.
—Y así es. Le dejé una nota en la mesita de noche —respondió dejando la taza en la encimera—. Pone: «salgo, no te asustes» —April le extendió su T-phone para que sea ella misma la que le explique a Raphael que estaba de una pieza—. La próxima vez pondré que entres en pánico —le dijo rodando la vista.
Raphael mantuvo una medianamente larga conversación con Arlet, o al menos a ella le pareció larga, es lo que pasa cuando empiezas a escuchar los mismos comentarios una y otra vez.
La cuestión es que Arlet estaba bien, y le convenció de que no perdiese los nervios. Cuando el turno de Naiara acabase, irían al apartamento para poner el lugar un poco en orden ya que hacía unos días que ni pasaban por allí, y luego bajarían a la guarida.
April iba a quedarse con ellas un rato más, pero recordó que tenía que ir a la biblioteca para hacer un trabajo de investigación con una compañera, por lo que no tardó mucho más en irse.
*
Arlet no dejó pasar la oportunidad de tomar una bocanada de aire fresco cuando salió de la tetería; casi hasta lo echaba de menos. Naiara le dio un toque en el hombro para que la siguiese hasta el coche y acabar cuanto antes para bajar a la guarida enseguida.
Obviamente, Arlet no tenía prisa. Cuando Raphael la viera le echaría el mismo sermón de antes, y ya le había parecido repetitivo entonces. No quería volver a oírlo.
Mirando por la ventanilla, Arlet se fijó en una sombre moviéndose por las azoteas. Resopló alejándose del cristal porque no le hacía falta volver a mirar para saber de quién se trataba. ¿De verdad iba a ir a buscarla a casa?
Naiara aparcó en la calle, delante del edificio. Arlet salió del coche y se quedó mirando a la azotea de al lado porque estaba segura de que vería pasar a su novio. No sólo vio a Raphael, Leonardo le acompañaba, y ella no dudó en señalarles con el dedo para hacer constancia de que les había visto.
Naiara salió del coche y frunció el ceño al ver a su amiga tan centrada en las alturas. Miró también, aunque no le hacía falta para saber lo que estaba viendo. Saludó a las tortugas con una sonrisa incrédula.
—Venga, no le puedes culpar. Eres vulnerable y lo sabes —le dijo antes de encaminarse al portal. Arlet le dedicó un puchero, y sabía que era por la palabra que había utilizado para describirla. Le hacía recordar la noche en la que la atacaron, la razón por la que huyó.
—Puede, pero esto empieza a parecer acoso —murmuró entrando, aprovechando que la rubia le sujetaba la puerta.
—Es que no lo entiendo. Es ella la que desapareció, asustada de que la atacasen o que la viera el amigo de su padre, ¿y ahora le da por salir a dar una vuelta? —se quejaba Raphael aterrizando con su hermano en la terraza, encaminándose hasta la puerta.
—Quizás te está castigando por lo de ayer —sonrió Leonardo posando una mano en su hombro.
—Claaaro. Por querer que mi novia tenga un feliz cumpleaños, me merezco el fuego del infierno —respondió con una muy marcada ironía, alargando la mano para abrir la puerta.
Antes siquiera de rozar la manilla, un perro salió de entre las sombras ladrando como un loco a los intrusos. Los hermanos se sobresaltaron y no pudieron contener un grito de pánico que de hecho, les hizo caerse de culo.
Las chicas habían escuchado los ladridos, pero no le dieron importancia, pensaron que se trataría del perro de un vecino. Menuda sorpresa fue abrir la puerta y ver un rottweiler ladrando a las tortugas de la terraza, y un humano muy familiar asomándose desde la cocina.
—¡Hostia puta! —se sorprendió llevándose las manos a la cabeza, no pudiéndose creer lo que estaba viendo al otro lado del cristal.
—¡Danger! —gritó Arlet por acto reflejo. El perro calló y se volvió habiéndole parecido reconocer la voz; meció la cola y trotó hasta su humana favorita no siendo capaz de contener la emoción de volver a verla. Hacía casi un año.
—¿¡Pero qué cojones!? —exclamó el chico de la cocina habiendo seguido con la vista al perro, ahora dándole la bienvenida a Naiara, puesto que la recordaba. Arlet apretó los dientes no sabiendo qué decir. El simple hecho de que Christian estuviera en Nueva York ya le había robado las palabras, cuanto más el que hubiera descubierto que estaba embarazada.
—Emm... hola —dijo ella pretendiendo que no había nada de lo que dar explicaciones. Se fijó en las tortugas que se reincorporaban, pasó junto a Christian y abrió la puerta para permitirles pasar—. ¿Se puede saber qué haces aquí a estas horas? —se quejó dirigiéndose a su novio.
—¿Has visto el día que hace? Esto cuenta como media tarde —gritó él también señalando el exterior con una mano, mostrando el día tremendamente gris y falto de luz.
—Si te diera por respetar tu horario, esto no habría pasado.
—Si no hubieras salido de la guarida, esto no habría pasado —contestó señalándola, posando el dedo índice en lo alto de su pecho.
—Arlet, explicación —quiso saber Christian acercándose lo suficiente como para casi meterse en medio.
—Cállate. ¿Y tú qué haces en Nueva York? —gritó, ya presa de la histeria.
—A lo mejor porque quise ahorrarte el mal trago de tu madre queriendo venir a raparte la cabeza —vociferó Christian acortando distancias para asegurarse de quedar por encima de su amiga. No era difícil, poca gente es más bajita que Arlet, incluso Michelangelo la pasó hace tiempo.
—¿Ari? —se escuchó la voz de una niña asomándose por las escaleras. Arlet se volvió un instante sólo para saber si se trataba de una broma pesada, pero no... Era de verdad su hermana pequeña de ya doce años la que estaba ahí de pie, anonadada.
—Aprenderéis a dejar de celebrar mis cumpleaños, capullos —les acusó dándose la vuelta para encararlos a todos.
Gafe... un año más.
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