77. Brillo plateado
NI QUE DECIR TIENE QUE RAPHAEL ESTABA CON LOS NERVIOS A FLOR DE PIEL, no dejaba de pensar que, ahora que Shredder había vuelto con la obligación de mantenerle a él y sus matones a raya, estaba descuidando a Arlet. Pero la pondría en peligro si la traía de vuelta a la ciudad, ¿no?
Es posible que con el paso de los días, Arlet se hubiera hecho a la idea del cambio que se iba a producir en su vida, pero tampoco quería decir que hubiera empezado a gustarle. Era resignación, aparte de que empezaba a cabrearse por las limitaciones a las que su barriga la tenía sometida.
Un par de días después de enfrentarse al nuevo y mejorado ―a su manera― Shredder, Raphael encontró un momento en el que escabullirse y coger su moto para ir a verla.
Cuando iba a visitarla, ella solía estar dormida en el sofá, esperándole, y le rompía el corazón pensar en las noches en las que no pudo ir porque tenía asuntos de los que encargarse. Puede que ella no se despertase mientras él hubiera estado allí, pero con ver que al día siguiente se despertaba en la cama, sabía que había ido.
Esta vez no estaba en el salón, pero de todas formas era temprano como para que se hubiese ido a la cama. Fue a comprobarlo, pero antes de subir por las escaleras, la vio a través de la cristalera por la que accedían al jardín. Estaba sentada en el césped con la capucha de la sudadera puesta; normal, era otoño, debía de hacer frío como para que estuviese ahí parada.
Suspiró desanimado y fue a su encuentro. No es que tuviera que darle explicaciones de por qué no había ido a verla, se seguían comunicando por teléfono cuando podían, pero deducía que continuaría decaída por todo el asunto. Por no mencionar que, aunque ella no quisiera admitirlo, sabía que se sentía sola.
―¿Cómo lo llevas, nena? ―preguntó antes de sentarse a su lado. Ella se encogió de hombros y ladeó la cabeza hasta encontrar apoyo en el hombro de la tortuga, que la rodeó con un brazo para acercarla más―. Siento no haber podido venir esta semana. La cosa está un poco tensa.
―No importa ―murmuró ella con una voz un tanto ronca―. Un gato me estuvo haciendo compañía, pero lo acabé llevando al veterinario del pueblo de al lado y le reconocieron, así que le dejé allí para que le devolviesen a su dueño ―le dijo encogiéndose de hombros―. ¿Y qué tal en la guarida?
―Bueno... Chompy te echa de menos, suele acurrucarse en el suéter con el que a veces duermes en verano. Te lo dejaste en la guarida.
―Qué mono... ―susurró cerrando los ojos. Mantuvieron en silencio un momento hasta que ella dejó escapar aire por la nariz como una risa contenida, no pudiendo ocultar una pequeña sonrisa.
―¿Qué? ―preguntó mirándola, habiéndosele contagiado esa sonrisa.
―Le gusta cuando estás aquí, se mueve más ―murmuró apoyando la mejilla en el hombro del mutante, sonriendo tímidamente mientras llevaba una mano a su barriga. Raphael llevó una mano sobre la de Arlet, ya que la suya era bastante más grande, pudo sentir también al bebé moviéndose.
―¿Y tú cómo te encuentras? ―susurró con una sonrisa, haciendo círculos con el pulgar en el dorso de su mano.
―No lo sé... cansada ―respondió perdiendo la mirada.
Raphael no quiso decir nada, pero era consciente de que debía de haber adelgazado. Sus rodillas se notaban algo más huesudas a través de esos leggings negros, por no mencionar que, ya que había dejado de maquillarse estando en la casa, se veía que sus pómulos y ojeras también se habían pronunciado.
No podía evitar pensar que haberla dejado ahí esos meses había sido un error.
* * *
Intentando animar a Raphael, Casey sugirió que una vez acabase su entrenamiento en solitario, podían salir a patrullar un rato. A ambos les encantaba verse las caras con algún delincuente y hacer que se arrepienta de la carrera que escogió, pero no podían negar que en ocasiones resultaba aburrido lo débiles que eran en comparación a otros con los que se habían enfrentado.
La cuestión es que su amigo necesitaba despejar su mente, y quedarse a solas con sus pensamientos no parecía la mejor idea.
Casey salió de la pista de hielo vestido con el chándal del equipo, cargando con su bolsa de deporte en la que por cierto, se le había olvidado guardar la ropa de vigilante nocturno, buscó las llaves de su casa en uno de los bolsillos laterales. Tenía que ir a casa a cambiarse rápidamente, no vaya a ser que la tortuga decida sacudirle a él en vez de a algún Dragón Púrpura.
Caminando le estaba resultando difícil encontrar nada, por lo que se detuvo para inspeccionar mejor. Creyendo que las había perdido y que tendría que volver a los vestuarios, se dio cuenta de que las había guardado en otro bolsillo, y efectivamente, ahí estaban.
Antes de retomar el camino, se dio cuenta de que estaba delante de una pequeña academia de música pero, no fue por mirar por lo que se dio cuenta, primero escuchó una hermosa melodía tocada con un piano.
Por curiosidad se fijó en la cristalera, a ver si encontraba a quien fuera que estuviera tocando el piano, pero casi sólo había niños y un par de adultos enseñándoles a leer partituras en una pizarra. Instantes después, descubrió una chica tocando ese instrumento en especial, dándole la espalda.
La joven debería de tener su edad más o menos, no era como una niña más a quien le estuvieran dando clase, ni mucho menos una profesora. Casi parecía estar ahí por gusto, porque no daba la impresión de que estuviese asistiendo a una clase, no había nadie con ella.
Tenía el pelo castaño claro y semi-recogido con una semi-trenza horizontal, cayendo con suaves ondas por un suéter blanco hasta algo menos de media espalda. Llevaba una falda de un color vino y sus piernas estaban cubiertas por unas medias oscuras con lunares diminutos y una raya vertical en la parte posterior.
No sabía qué era exactamente lo que le estaba manteniendo con la mirada fija en la chica, si ella ―pese a no poder verle la cara― o la melodía. Desde el ángulo en el que estaba apenas podía ver la mano derecha de la muchacha, moviéndose delicadamente sobre las teclas y apenas rozándolas. Se notaba que tenía experiencia, que había estado tocando el piano desde hace mucho tiempo, parecía serle natural.
Sin saber cómo, se encontró sonriendo y cerrando los ojos, cautivado por la emoción de esa dulce música. Al menos hasta que su teléfono empezó a sonar.
Sobresaltado, abrió los ojos y vio que se trataba de Raphael. Por supuesto, ya iba tarde sin haberse cambiado de ropa, ¿cuánto tiempo había estado absorto escuchando? Respondió alejándose del cristal:
―Tío, ¿dónde te has metido? Llevo un rato esperándote.
―Lo sé, lo siento, me he dejado la ropa en casa. Ve saliendo, luego te alcanzo ―contestó. Al otro lado escuchó cómo la tortuga resoplaba con rabia, no sabiendo qué pensar o si molestarse en responder. Sólo colgó.
Casey rodó la vista por las ansias de su amigo. Se supone que fue idea suya el salir a patrullar, ¿por qué se mosquea si sabe que iba a entrenar? Siempre había una alta probabilidad de que llegase tarde, no era raro que el humano perdiese la noción del tiempo en la pista.
Al echar un nuevo vistazo a la escuela de música, Casey se fijó en que la chica ya no estaba.
Frunció el ceño y se acercó de nuevo a la cristalera, habiendo notado también que la música había cesado y, sintiendo una grave falta en el ambiente. Desde luego era increíble lo rápido que había normalizado que por las calles de Nueva York se escuchase un piano tocando.
Mientras Casey estaba distraído escrutando todo cuanto podía ver de esa pequeña escuela, una chica con una gabardina marrón salió por la puerta de espaldas pues, llevaba entre las manos dos grandes archivadores y un bolso de tamaño medio-tirando-a-grande colgando de su codo derecho.
Sin haber visto al jugador de hockey, se chocó contra él al darse la vuelta, tirando los archivadores y desperdigando unas cuantas partituras por el suelo. Casey también soltó la bolsa de deporte por el golpe, o más bien por la sorpresa.
―L-lo siento, yo... ―murmuró ella dándose prisa para agacharse y recogerlo todo, no atreviéndose a mirar al chico por la vergüenza que su torpeza le provocaba. Al agacharse tan rápido, su bolso se deslizó por su brazo hasta llegar al suelo también.
―No, no pasa nada ―respondió él en un suspiro viéndola ocultar la cara tras el pelo, echó un vistazo más por la cristalera antes de darse cuenta de lo poco considerado que estaba siendo. Se agachó junto a la chica y le ayudó a recoger.
Menos mal que no hacía viento, menudo espectáculo sería si los dos tuvieran que correr calle abajo persiguiendo unos trozos de papel. Casey alcanzó las hojas que quedaban más lejos de la joven, recopilándolas e incluso ordenándolas cuando vio que estaban numeradas en la esquina inferior derecha.
En ningún momento se habían dicho ni una palabra más, o al menos hasta que los dos intentaron alcanzar a la vez la última hoja. Sus dedos se rozaron, pero fue Casey el que se atrevió a levantar la mirada. Y la reconoció. Bajo esa gabardina llevaba el mismo conjunto y tenía el pelo igualmente semi-recogido.
―Eres tú ―dijo sin habérselo pensado realmente.
―¿Yo? ―se cuestionó ella en un débil susurro, zigzagueando con la mirada mientras terminaba de ordenar su puñado de folios. La chica frunció levemente el ceño cuando le vio sonreír, pero él se puso en pie, no dudó en tomar la mano que se le extendía para ayudarla a levantarse.
Casey se quedó perdido en los ojos de la misteriosa pianista. Eran verdes, estaba seguro de eso, pero eran un verde muy claro. Seguro que dependiendo de la luz uno podía decir que eran azules e incluso grises. Parecían brillar con luz propia, y esa suave sombra de ojos beige... los resaltaba perfectamente en su piel de porcelana.
Sacudió la cabeza al darse cuenta de la manera en la que la estaba mirando, seguramente la estuviera poniendo nerviosa.
―Emm, sí, quiero decir... la pianista ―murmuró con una sonrisa nerviosa, señalando la escuela con el pulgar.
―Oh... ―murmuró mirando la escuela también, pudiendo apreciar el lugar en el que había estado sentada. Se ruborizó pasando un mechón de pelo detrás de su oreja derecha cuando Casey le devolvió las partituras que había recogido.
La joven no podía cargar con los archivadores mientras intentaba guardar los folios, por lo que Casey se ofreció para sujetar los archivadores y permitirle guardarlo todo como es debido.
―Gracias ―susurró ella evitando mirarle a los ojos, abrió las anillas del archivador y metió todas las partituras sin molestarse en ordenarlas. Una vez acabó, dejó los archivadores en manos de Casey mientras volvía a colocar su bolso sobre su hombro.
―No hay de qué ―respondió él devolviéndole los archivadores, fue ahí cuando la chica se vio en la situación de devolverle una pequeña sonrisa de agradecimiento―. Por cierto, soy Casey, Jones ―sonrió con ironía.
Antes de que ella pudiese responder, el estridente sonido de un claxon hizo que se encogiese y mirase hacia la carretera. Había un lujoso BMV negro con los cristales oscuros parado en doble fila, esperando. La joven reconoció el vehículo y miró a Casey un instante antes de excusarse.
―Tengo que irme ―le dijo antes de caminar a paso acelerado, acompañada por el sonido de sus tacones.
La joven se sentó en el asiento trasero junto a un hombre con canas en las sienes y un traje negro con la americana abierta. Estaba aparentemente despreocupado mirando por la ventanilla opuesta mientras su hija se sentaba a su lado. La echó un vistazo cuando por sin dejó sus cosas en el asiento del medio y se abrochó el cinturón. El chófer comenzó a conducir.
―¿Quién era ese? ―preguntó el hombre habiéndose fijado en el chico de la entrada de la escuela, arqueando una ceja.
―Nadie. Sólo me he chocado con él ―contestó agachando la cabeza.
―Pero qué torpe eres ―bufó volviendo a mirar por su ventanilla, haciendo que ella suspirase con decepción―. ¿Qué tal tu clase?
―Bien, bastante productiva, pero ya sabes... siempre puedo mejorar.
Su padre asintió medianamente satisfecho por la respuesta. Guardaron silencio en todo el trayecto.
Casey no pudo evitar seguir el coche con la mirada hasta que dobló la esquina, pensando que no volvería a cruzarse con ella, se agachó para recoger su bolsa de deporte. Tan pronto como dio un paso para retomar el camino a su casa, pisó algo. Levantó el pie frunciendo el ceño y un brillo plateado captó su atención.
Aún sin ser capaz de distinguir qué era exactamente, se agachó para recogerlo. Era una pulsera de plata con un nombre, Rebecca.
El joven sonrió al ver la joya y, puede que fuera una buena excusa para volver a ver a la chica. Era bonita y, no lo supo hasta ese momento, pero le enternecía las chicas que se sonrojaban fácilmente.
*
Unas horas más tarde, la misma chica se encontraba en la habitación del hotel en el que se alojaba sacando toda su ropa del armario junto al que estaba arrodillada. De vez en cuando encontraba algún bolso o abrigo con bolsillos y los inspeccionaba también.
―No, no, no... ―murmuraba sin parar, casi al borde de la histeria.
Después de tener la habitación completamente patas arriba la puerta se abrió sobrecogiéndola, se trataba de su padre, quien se había quedado de piedra contemplando el panorama. Resopló pretendiendo que tenía una hija adulta y no una niña de cinco años, por lo que le dio el beneficio de la duda y preguntó.
―Jessica, ¿se puede saber qué estás haciendo? ―cuestionó sin poder evitar alzar el tono de voz a medida que acababa la frase.
―La-, uno... de mis pendientes ―respondió habiéndose corregido rápidamente, llevándose la mano derecha al lóbulo de su oreja, esperando que el pelo le ocultase que en realidad lo llevaba puesto. Agachó la mirada y zigzagueó con la mirada.
―Hum... Más te vale recoger todo esto antes de irte a la cama, ya eres mayorcita para estas tonterías ―refunfuñó antes de pretender cerrar la puerta―. Y prepárate, la cena de esta noche es importante. No llegues tarde ―advirtió antes de desaparecer.
―Oui, père... ―murmuró agachando la cabeza. Suspiró resignada girándose de nuevo hasta ese armario, sabiendo que no iba a tener mucha más suerte que con el resto de sus bolsos―. Seguro que la perdí cuando me tropecé con ese chico...
* * *
Un par de días después, Splinter empezaba a encontrar preocupante el comportamiento de Raphael. Casi estaba seguro de que había caído en una depresión, y ni de lejos estaba llevando la ruptura tan bien como decía. Es por eso que le llamó para conversar tranquilamente en el dojo.
Por una parte, la rata no sabía cómo comenzar, nunca se había puesto en una situación similar pero, tenía que hablar con él. Hasta se estaba temiendo que las salidas en solitario de su hijo desencadenasen una sucesión de malas decisiones. No cabía duda de que haberse distanciado tanto de Arlet le había afectado, aunque no de la manera que todos pensaban...
Raphael entró en el dojo resoplando, pensando se trataría de alguna bronca por haberle gritado a sus hermanos ―e incluso a las chicas, cualquiera en realidad― últimamente. Sí, estaba tenso, ¿y qué? Su mal temperamento no era nada nuevo.
―¿Me has llamado, Sensei? ―preguntó a desgana. Splinter suspiró profundamente antes de echarle un vistazo por encima del hombro arqueando una ceja, lo que quería decir que quizás se estaba pasando de la raya. Raphael se arrodilló rodando la vista.
―Hijo mío, ¿qué te ocurre? ―preguntó volviéndose finalmente hacia la tortuga.
―¿A mí? Pero si me has llamado tú.
―Raphael, no te hagas el tonto. Está claro que la ruptura te ha afectado, pero me temo que lo estás llevando demasiado lejos. No comes, no duermes, patrullas demasiado, descargas tu carácter en los entrenamientos... ―enumeró. Splinter miró a su hijo esperando por una respuesta válida, pero fue en ese momento en el que le empezó a ver nervioso.
Los dedos índices de la tortuga palpaban con un extraño ritmo sus muslos, y podía notar la manera en la que se le habían humedecido las manos. Se lamió los labios indeciso, sabiendo que no iba a poder ocultárselo a su padre durante más tiempo, con él no podía actuar como con sus hermanos. Puede que le diese más miedo el castigo por lo que había pasado en realidad, después de todo, era Splinter el verdadero experto en artes marciales.
―¿Y bien? ―insistió la rata inclinándose levemente para presionarle ahora que había visto su vulnerabilidad.
―Está bien ―resopló―. Es que... estoy preocupado. Por Arlet... ―apartó la mirada, pero de todas formas pudo sentir los ojos de Splinter tratando de atravesar su caparazón para llegar al fondo de todo―. Está un poco... Arg... Está... embarazada ―murmuró de una manera casi inaudible pero, su padre era una rata con un oído muy sensible y desarrollado.
Raphael mantuvo la cabeza ligeramente gacha, con ojos y dientes apretados, no se atrevía a levantarla por la manera en la que oyó resoplar a Splinter. Debía de estar enfadado, y mucho. Randori no, Randori no... No obstante, la rata trató de mantener la calma suspirando profundamente antes de hablar de nuevo.
―Raphael, ¿eres consciente de lo que supone esto para Arlet? ―por el tono de su voz, se notaba que se estaba conteniendo bastante, y aunque no pudiese ver sus manos tras la espalda, sabía que estaban tensas.
―Lo sé, y te prometo que tomamos precauciones pero, pasó ―dijo encogiéndose de hombros, habiendo perdido por completo la seguridad con la que entró a la gran sala del árbol.
―¿Cuánto hace que sabes de esto? ¿De cuánto está? ―preguntó la rata luchando por mantener la compostura.
―No lo sabemos, puede que ya esté a término.
Y he ahí cuando Raphael comenzó a perder los nervios, se levantó y caminó de un lado a otro del dojo comentándole a su padre todas y cada una de las cosas que se le pasaron por la cabeza con respecto a la genial idea de Arlet para esconderse en la casa que habían encontrado en el bosque. Por no mencionar que, antes de eso, quiso mantener el embarazo en secreto, como si nadie lo fuese a notar. ¿Es que en qué estaba pensando?
Splinter tenía que admitir que eso explicaba también lo insufrible que estuvo Arlet antes de irse, pero empezaba a temerse lo que Raphael.
Cuando la humana le contó a su novio sobre su depresión y las autolesiones, él se lo contó a su padre como confidente. Sabía que le había prometido a Arlet mantenerlo en secreto, pero pensó que necesitaba la opinión de un adulto y alguien con quien hablar si tenía dudas sobre cómo actuar con ella. Desde luego, Splinter le ayudó bastante en ese aspecto, y Splinter también comenzó a analizar ciertas situaciones.
Esta era una de ellas.
Por cada palabra que pronunciaba su hijo desde que se enteraron de que estaba embarazada hasta la última semana, Splinter estaba más seguro de que Arlet podía haber recaído. O como mínimo, estaba a punto.
Raphael continuaba dando vueltas por el dojo llevándose las manos a la cabeza.
―...y estoy seguro de que ha estado llorando, puedo verlo en sus ojos. Pero cuando intento decirle que debería volver, me dice que está bien y que quiere quedarse. No sé qué hacer ―se quejó dándose una palmada en la frente―. Además está más delgada. Me apuesto lo que sea ―añadió.
―Raphael, está claro que el miedo nubla su juicio y, entiendo que sea una situación difícil de sobrellevar. De todas formas, si sabes que ni come ni duerme como debería, lo mejor es que la traigas aquí. ¿Y qué hay de ti?
―¿De mí? ―se cuestionó volviéndose hacia su padre con una mueca de incomprensión.
―Sí, de ti ―repitió acercándose a la tortuga―. Me ha quedado claro que Arlet está asustada, y por lo que me has contado, la entiendo pero... ¿tú qué piensas de todo esto? Va a ser un gran cambio en vuestra vida.
―Ya... ―suspiró―. He estado tanto tiempo centrado en convencer a Arlet de que no se acababa el mundo, que ni me he parado a pensarlo. Estoy... ¿emocionado? ―admitió con una pequeña sonrisa―. No lo sé, una parte de mí sigue sin creérselo. Mutante, humana... de no ser por ella, esto pudo pasar mucho antes, pero no sé... La verdad es que cuando noto cómo se mueve bajo mi mano... no sé cómo explicarlo, es una sensación increíble.
Splinter sonrió y puso una mano sobre el hombro de su hijo, recordando cómo se sentía cada vez que estaba con Shen esperando por la llegada de Miwa. Aunque desde luego, su situación era bastante diferente. Raphael y Arlet eran jóvenes y seguramente les faltase madurez para afrontar la paternidad, por no mencionar que, como Raphael es un mutante, Arlet no podría ir a un hospital.
Puede que Arlet se hubiera podido mentalizar vagamente sobre tener un bebé, pero el miedo a un parto sin atención médica era difícil de vencer.
―Piénsate bien si deberías dejarla sola en esa casa vuestra o no. Recuerda que tu familia siempre estará ahí, para los dos ―dijo Splinter antes de dirigirse en silencio a la privacidad de su habitación.
―Hai, Sensei.
―Y Raphael, mantenme informado. Después de todo es mi nieto, o nieta.
La tortuga asintió con una pequeña sonrisa, y Splinter cerró la puerta corredera. Raphael suspiró profundamente y se encaminó a su habitación dándole vueltas a la conversación que acababa de tener, ya sólo le quedaba consultar alguna cosa más con la almohada.
Arlet le dijo que en alguna ocasión se había ido de casa para despejar su mente, pero la depresión nunca se arregló así. De hecho, la verdadera versión fue esa en la que intentó suicidarse y estuvo un par de semanas en una clínica de salud mental.
A día de hoy seguía sin entender cómo sus padres pudieron dejarla mudarse a Nueva York, pero tenía claro que si se caía, la iba a levantar él mismo. Claro que, si su familia le ayudaba, mejor.
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