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150. Zona de confort

GRACIAS A LA AYUDA DE LAS TORTUGAS, LEATHERHEAD Y EKO ENCONTRARON UNA NUEVA GUARIDA.

No estaba muy lejos del lugar en el que las tortugas crecieron, pero no era una estación de metro abandonada, sino otro depósito de agua.

Era básicamente un enorme salón con una entrada de agua que casi parecía una piscina en la que pasar el rato, perfecto para el enorme caimán. En la parte posterior no había habitaciones, pero se podía acceder a otro espacio abierto casi igual de ancho que la sala principal. Si se añadían un par de paredes, podrían individualizarse un poco, esos pequeños querrían intimidad más adelante, ¿no?

Ni que decir tiene que, tan pronto como se acomodaron e imaginaron la disposición más ideal de las habitaciones o, si estaría bien tener una cocina o algún mueble... Eko fue corriendo a buscar los huevos.

No le importó la hora, así que se presentó en el apartamento de Michelangelo y Halley a las 04:00. Leatherhead intentó impedirlo, le dijo que no pasaba nada por esperar unas horas o, como mínimo, avisar que iba por ellos. Por supuesto, les volvió a asustar, despertándoles al dar toques en la ventana de madrugada. Lo cierto es que asustaría a cualquiera, y más asomándose boca abajo por la fachada.

Al ver que Leatherhead no la acompañaba esta vez, Michelangelo la ayudó a apañarse una especie de mochila con un par de mantas alrededor de su torso para llevarse los huevos sin peligro. Debía de ser la primera vez que la tortuga la veía sonreír, estaba emocionada de llevarse a sus bebés y tenerlos con ella en un entorno seguro.

Cuando Eko llegó a la guarida, Leatherhead estaba terminando de colocar algunas almohadas en la zona posterior, más resguardada de las corrientes de aire subterráneas, para asegurar que no se enfriasen ni un poco. Eko se deslizó a cuatro patas pasando bajo el caimán casi de la misma manera que lo haría un gato, miró el nuevo nido y comenzó a deshacer los nudos de las mantas con cuidado.

―¿Ya has vuelto? ―se cuestionó apartándose un poco.

―No quería perder ni un segundo ―respondió ella cogiendo el primer huevo para colocarlo con dulzura, no sin antes llevárselo a la mejilla para comprobar el latido―. Bienvenidos a casa ―añadió con una sonrisa, acomodándolos a los tres y situando una de las mantas que traía a su alrededor.

Leatherhead se retiró un momento para coger otro par de almohadas y mantas. No eran para el nido, más bien para su compañera. Eko le miró de reojo al ver que lo colocaba al lado de los pequeños, sosteniendo la última manta, esperando que ella se acomodase primero.

―¿No te quedas? ―le preguntó respondiendo a su gesto amable, adorando la sensación de verse arropada.

―Prefiero el tanque de agua. Llámame si necesitas algo ―murmuró inclinándose para rozar el hocico sobre la frente de Eko con afecto. Luego se marchó.

Por un parte, le daba lástima no quedarse junto a Eko y los huevos, pero se sentía más útil en la piscina. Creía que ya habían perdido demasiado y, no estaba de más permanecer escondido para saber rápidamente si se aproximaba algún tipo de amenaza y reaccionar al momento.

A lo mejor intentaba compensar de alguna manera que no hubiera sido capaz de encontrar ningún otro huevo en varios días. Ninguno que permaneciese intacto. Odiaba haber tenido que darse por vencido, pero al menos aún tenía tres huevos en los que centrar toda su atención.

*

Un par de semanas después, Leatherhead se despertó escuchando un sonido que no había oído antes.

Frunció el ceño y miró de lado a lado, buscando algo fuera de lugar, pero no sabía qué podría ser. De repente, volvió a escucharlo. Era como un gimoteo, pero, parecía un efecto de sonido o, como él lo estaba entendiendo, una especie de llamada.

Dudó, pero, salió de la piscina y siguió el sonido sin siquiera darse cuenta de que había acabado junto a Eko y el nido.

―¿Leatherhead? ―se cuestionó ella en un murmullo, apenas siendo capaz de entreabrir los ojos, completamente somnolienta―. ¿Qué pasa? ―preguntó esforzándose por levantar la cabeza.

El caimán sacudió la cabeza saliendo de su trance y la miró, luego miró de nuevo al nido y, vio cómo un huevo se sacudió por un instante.

―Creo que me ha llamado ―suspiró señalándolo.

―¿Qué? ―se sorprendió ella levantándose de un salto, acercándose al nido―. ¿Y por qué lo has oído tú y no yo? ―preguntó de nuevo.

―No lo sé. Pero supongo que vayan a eclosionar enseguida. Mira ―dijo insistiendo para que Eko volviese a ver ese nuevo contoneo del huevo. Y casi como si lo hubiese animado, otro huevo se movió también.

Al cabo de unas pocas horas, Eko no había movido ni un músculo. Se había quedado junto al nido como el mismo día en el que puso los huevos, como si necesitase olerlos en todo momento. Desde que pudo ver cómo esos dos primeros vibraban, sentía que no podía respirar de la emoción.

También estaba el pequeño, ese no se había movido aún. No podía meterle prisa, quizás le llevaba más tiempo que a los demás, pero por otro lado... sí que preocupaba a sus padres.

Leatherhead había tenido problemas para dormir últimamente, parte porque las cáscaras rotas le perseguían en sueños, y otra, porque de repente dudaba que fuera a ser buen padre. Simplemente se dio cuenta de que no había tenido mucho contacto con los niños de sus conocidos más allá de cuidar de Spike una tarde, no sabía cómo sería tener que tener tres, veinticuatro horas al día.

Se sentó tras Eko con las garras sobre las rodillas, pudiendo ver bien los huevos desde la altura. Así todo, no podría prometer estar despierto en todo momento, de vez en cuando agachaba la cabeza con cansancio y daba un respingo, incómodo.

―¿Estás bien? ―preguntó ella volviendo la cabeza. Esta última vez le había oído resoplar, y ver que tenía una garra sobre la frente y sacudía la cabeza con los ojos cerrados, sólo le pareció más sospechoso.

―Sólo estoy nervioso ―admitió.

―¿Que tú estás nervioso? ―se cuestionó ella asintiendo con ironía, arqueando una ceja para desacreditarle―. Antes de los huevos, eras tú el maternal.

―Ya, ya lo sé. Es sólo que nunca he estado realmente con niños, no sé cómo va a salir esto. Ni siquiera pude encontrar a sus hermanos ―murmuró mirando al suelo.

―No fue culpa tuya ―le dijo encogiéndose de hombros―. Lo que ocurrió fue horrible, pero no podíamos haberlo evitado. Y de no ser por ti, sólo tendríamos un huevo.

Al ver que el caimán parecía no querer reaccionar, Eko caminó hasta él para quedar sentada a su lado y abrazarse a su enorme garra izquierda. Mantuvo la cabeza en alto hasta que la miró con una pequeña sonrisa, entonces ladeó la cabeza para reposarla en su brazo y poder ver los dos el nido.

Ya no podía faltar mucho, pero era importante dejar que se deshiciesen de las cáscaras ellos solos. Lo que les hizo ilusión de verdad fue ver que el huevo pequeño comenzaba a moverse.

El primer huevo ya tenía un agujero bastante grande, pero parecía estar haciéndose de rogar porque, sólo había asomado el hocico una vez. Sus padres se apresuraron a acercarse para verlo bien, fue cuando una pequeña varano, se animó a sacar la cabeza.

Tenía el hocico algo más alargado y anguloso de lo que lo tenía Eko, por lo que intuyeron que, efectivamente, habían sacado rasgos de cada uno. Sus escamas combinaban en un patrón no de su madre, pero sí propio de su especie, más bien tratándose de algunas rayas horizontales que cruzaban su lomo para no hacerlo tan oscuro, con los tonos de su vientre, puede que algo más amarillentos. En cuanto a los colores, usaba los de Leatherhead, o más bien esos verdes tan brillantes que lució años atrás.

Esa sería Cora.

Del segundo huevo, emergió otra varano con la misma morfología, aunque sus escamas sí que venían a presentar un patrón y colores muy similares a los de su madre. Si acaso, en vez de tener el lomo y las líneas de color negro, era un verde oscuro que se le podía aproximar. Además, tenía una distintiva marca turquesa y blanquecina a ambos lados de la cabeza, yendo desde el rabillo del ojo hasta el final del cuello.

Su nombre sería Delta.

Cuando salieron del huevo, no tardaron en olisquearse con su diminuta lengua viperina y saludarse entre ellas con tímidos movimientos de cabeza, con esos sonidos tan adorables que casi recordaban a pistola láser. Luego quisieron salir de ese montón de mantas, reconociendo que aquellos que las miraban debían de ser sus padres.

Primero fueron a olisquear a su madre, que se había tumbado de nuevo delante del nido. Eko casi se derrite al ver lo pequeñas y adorables que eran sus niñas, hasta tenían sus ojos ―la córnea grisácea y el iris de un dorado brillante―, podría sujetarlas a cada una entre dos dedos. No alcanzarían los veinte centímetros del hocico a la cola, eso seguro.

Delta continuaba rozando el hocico con el de su madre, pero Cora ya buscaba subirse a su espalda para alcanzar a ver a Leatherhead, de vez en cuando sacando la lengua para asegurarse de que sus ojos no la engañaban. Estaba claro, tan pronto como la vieron, supieron que se parecía a él.

Leatherhead sonrió y se inclinó para descender hasta la altura de Eko, o para acabar tumbado sobre su vientre. Entonces las niñas buscaron la manera de trepar a su cabeza, buscando un contacto visual que no tenía para nada en cuenta el espacio personal.

―¿Ves? Te sale natural ―sonrió Eko tras vez que Cora ponía las garritas sobre la ceja de su padre para asomarse boca abajo a su ojo. Delta en cambio, parecía haberse abrazado a la primera escama vertical de la frente de su padre.

El caimán sonrió también, preocupándose de que la pequeña no se caía al mover él la ceja. Luego se fijó en el otro huevo.

―¿Y qué hay de ese? ―se cuestionó señalándolo con el hocico.

Eko ladeó la cabeza indecisa, pero la tensión se apoderaba de ella. Tuvo que acercarse y darle un pequeño toque. No podía ser que de un momento para otro decidiese no querer salir del huevo, ya habían visto que el pequeño había salido en adelante hasta el mismo día de la eclosión, no iban a darle por perdido.

Eko tampoco quería empezar a toquetearle de manera nerviosa, al final le haría más mal que bien, así que sólo lo estrechó entre las garras y lo intentó mecer un poco. Mantuvo la calma unos instantes, o al menos lo intentó, poco antes de agobiarse de verdad, se hizo un agujero en la cáscara con un pequeño hocico asomando.

―Ay, menos mal ―celebró ella al verlo. Volvió atrás para que Leatherhead pudiese verlo también.

A ese último huevo le llevó cerca de cinco minutos salir de su zona de confort.

Era un caimán tal como Leatherhead, porque se veía que su cuerpo era ―o vendría a ser― más robusto que el de sus hermanas. Claro, sin olvidar que su huevo era ligeramente más pequeño. Sus escamas eran verdes, bastante parecidas a las de Cora, pero en vez de algunas rayas claras, tenía parte del patrón negro de su madre cubriendo el centro de su espalda para adornar el contorno de esas escamas rugosas que algún día se parecerían más a un cuerno que a otra cosa.

Este chiquitín se llamaría Keith.

Se agazapó en las manos de Eko tras mirarla de reojo con esos enormes ojos verdes de pupila vertical. Sacó un poco la lengua; también era viperina, pero no parecía que le fuese a servir a él de la misma manera que a sus hermanas, seguía pareciendo más bien la lengua de un caimán ―más ancha y pegada a la base de la boca― que no la de un lagarto ―larga y fina.

El pequeño miró a Leatherhead y sus hermanas también, pero no parecía tan curioso como ellas. Se asomó al suelo, siguiendo con la mirada dónde su madre dejaba la cáscara de su huevo, tiritó.

―Vaya, parece que alguien tiene frío ―murmuró Eko apartando las otras dos cáscaras del nido de mantas y retirando la que se había manchado, poniendo al pequeño Keith entre las otras.

Leatherhead inclinó la cabeza para que Eko acostase también a las pequeñas en lo que él iba a buscar lo que se suponía que debían tomar unos reptiles recién nacidos como ellos. Una pena que, para cuando volvió, esos tres ya estaban dormiditos, acurrucados entre ellos.

Eko tampoco tardó mucho más en volver a dormirse a su lado.

Leatherhead suspiró profundamente y dejó el cuenco a un lado. Cogió la manta y almohada de Eko y se tumbó a su lado, arropándolos a ambos.

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