148. Crisis de madurez
OTRO PAR DE MESES DESPUÉS, EN PLENO AGOSTO, TUVO LUGAR OTRO EVENTO INTERESANTE.
Leatherhead bajó a las alcantarillas a ver a Eko después de detener a unos cuantos traficantes de armas en los muelles. Lo cierto es que se llevó una sorpresa cuando llegó a la guarida y notó que ella no estaba confinada en su rinconcito, no, estaba yendo de un lado a otro sin parar.
Antes siquiera de doblar la esquina, la vio pasar a cuatro patas cargando con algo en la espalda. Parecían ramas secas y mantas, lo que le hizo fruncir el ceño con una mueca de incomprensión.
Para empezar, ya era raro que Eko saliese de la guarida. No es que no hubiera salido nunca, solían ir a la guaria de los Mutanimales a menudo, pero no era normal que saliera sola de aventura, por lo general, si quería algo, lo pedía y ya está. Así es como al final se empezó a hacer amiga de Michelangelo, él siempre estaba dispuesto a conseguirle lo que sea que quisiese.
—¿Eko? —se cuestionó asomándose por el pasillo.
—Hola —respondió ella habiéndole echado un rápido vistazo por encima del hombro, antes de volver a su pequeño y misterioso proyecto.
—¿Qué haces? —preguntó acercándose, teniendo que descender sobre sus cuatro patas ya que él no cogía en esa zona en la que la pared descendía hasta casi el suelo.
Era una zona en la que había tierra, y al parecer, el varano había excavado para acomodar lo que fuese que tramaba y que no quedase todo tan apretujado. Así había un poco más de espacio entre el techo y ese nuevo suelo que estaba haciendo.
—Un nido —respondió con total normalidad, sin dejar de colocar las ramas como mejor le parecía que quedaban.
—¿Cómo dices? —insistió él, creyendo no haberla entendido bien. Alcanzó a colocarse junto a ella para ver cómo le iba la pequeña obra que había ideado de un día para otro.
—Lo que has oído. Tengo que acabar este nido enseguida —dijo dándose la vuelta para ir a buscar más ramas—. ¿Puedes ir colocando estas mantas? —le pidió pasándoselas, antes de salir corriendo de nuevo.
Leatherhead se quedó mirando el nido anonadado. Había colocado las ramas alrededor de ese agujero, para poder colocar los huevos en el centro y que quedasen mejor protegidos del frío de las paredes.
Le llevó unos minutos hacerse a la idea, pero tampoco quería que Eko volviese para ver que no había hecho lo que le pidió. Seguía siendo bastante gruñona y, aunque en tamaño tenía una clara desventaja, Leatherhead sabía que podría salir muy mal parado de un enfrentamiento con ella.
Suspiró y acomodó esas mantas en el fondo de la superficie y cubriendo también las ramas, pensando cómo su relación había evolucionado tan de repente. Un día Eko se acurrucó con él porque tenía frío, y al otro...
Ninguno de sus conocidos se esperaría que resultasen ser algo más que compañeros de alcantarilla. Hasta hacía nada, a Eko seguían sin agradarle las visitas. Cualquiera la imaginaba haciendo un nido de la noche a la mañana.
Eko estuvo un par de días acurrucada junto a ese nido, sabiendo que acabaría poniendo esos huevos en cualquier momento. Ocurrió por la noche, Leatherhead se despertó escuchando algunos gimoteos de dolor contenido, y no tardó en querer acercarse a ella por si podía ayudarla en algo. Naturalmente no podía, pero a lo mejor la reconfortaba un poco con sostener su garra.
Cuando acabó, Eko estuvo a punto de quedarse dormida tal cual, pero Leatherhead la deslizó con cuidado para que no quedase sobre los huevos. Aún no sabían cuántos se supone que había puesto, y casi le da un pasmo al ver tantos.
—¿Cuántos son? —se cuestionó al ver esas pequeñas bolas blanquecinas, todavía sujetando a Eko para que pudiese salir del rincón.
—No lo sé, perdí la cuenta cuando llegué a diez —suspiró ella, adormilada. Se volvió con pereza y comenzó a contarlos con murmullos inaudibles—: ... quince, dieciséis... diecisiete —suspiró finalmente, cerrando los ojos y apoyando la cabeza sobre sus garras cruzadas.
Leatherhead la miró extrañado. Le resultaba ajeno que estuviese tan... ¿mansa, es la palabra? Puede que hubieran estado viviendo juntos ya un par de años, pero nunca sintió que hubiera bajado la guardia tanto como en ese momento en el que se tumbó delante de su nido.
Por otro lado, sí que habían sabido llevar su relación de manera discreta. Hacía algo menos de un año en el que podrían considerarse algo más que simples compañeros de guarida, aunque a lo mejor sus conocidos tendrían muchas preguntas una vez viesen los huevos o, mini caimanes o varanos correteando por el suelo.
Sí, los huevos eran bastante pequeños dado el tamaño de sus padres. No eran como el huevo de Godzilla, que era prácticamente del tamaño de su cabeza si no más. Éstos no superaban el tamaño de la palma de una mano humana —de uno en uno, tampoco es que fueran de juguete.
La cuestión es que Leatherhead podría ser la mamá caimán prototípica, esos diecisiete pequeñines le cabrían en la boca al nacer. Bueno, a lo mejor no todos, seguían siendo mutantes y diecisiete no es que fuesen pocos.
Suspiró resignado y descendió hasta quedar tumbado junto a Eko, colocando la cabeza sobre su espalda para quedar acurrucados.
*
Un par de días después, Michelangelo y Halley bajaron a la guarida para llevarles algunas mantas más. Sería verano, pero Leatherhead y Eko seguían teniendo la sangre fría, y los huevos habían acaparado todas las mantas para evitar que les pasase nada o que se quedasen fríos.
—¿Para qué necesitáis tantas mantas en verano? —se cuestionó Halley entrando a la guarida tras Leatherhead y Michelangelo, siendo la tortuga quien llevaba las mantas.
La parejita se detuvo al ver que Eko no estaba encajada en su esquina, sólo estaba dándoles la espalda con la cabeza reposando en una manta. Incluso les sorprendió que levantase la cabeza y la volviese para mirarlos sin fruncir el ceño ni lo más mínimo, era una mirada completamente neutral.
A ver, ya no les miraba de manera amenazante ni nada, pero sí es cierto que podían notar que no quería que se la acercasen más de la cuenta. Esta vez no sentían esas vibraciones tan negativas.
—Vale... —suspiró Michelangelo ligeramente incómodo, sin saber qué decir a ese nuevo nivel de tolerancia—. ¿Dónde os las dejo? —preguntó alzándolas.
Eko se levantó, esta vez molestándose en caminar sobre sus patas traseras y, sacándole un par de cabezas a Michelangelo. Tomó las mantas mirándole a los ojos con esa expresión tan serena con la que les había recibido. Mientras estuvo lejos de su rinconcito, Halley se fijó en el nido.
—Oh, Dios mío —exclamó señalándolo con una mano y llevándose la otra a la cara—. Chicos, ¿cómo...?
—¿Has puesto huevos? —se cuestionó Michelangelo en un grito incrédulo, haciendo que Eko pestañeara y diese un paso atrás, cogida por sorpresa. Miró a Leatherhead sin saber muy bien cómo tratar con ese tipo de emociones.
—Sí... —admitió el caimán juntando las puntas de sus garras de manera nerviosa—. Supongo que vamos a necesitar una guarida un poco más grande —dijo con una sonrisa ligeramente forzada.
Michelangelo y Halley se quedaron con ellos un rato dado que también habían llevado algo de comida. La tortuga estaba emocionada porque su amigo fuese a ser padre, aunque en cierto modo le generaba cierta envidia que todo su entorno estuviese convirtiéndose en padres y para él aún fuese pronto. Bueno, para él... para Halley.
Ya que Eko empezaba a ponerse nerviosa por tanta insistencia en el tema, Leatherhead preguntó a Halley por la búsqueda de apartamento. La rubita estaba deseando tener un lugar en el que poder asentarse sin tener que sentir que estaba gorroneando a sus amigos, ya había terminado su grado de Comunicación Audiovisual y, aunque no tuvo la suerte de conseguir un trabajo relacionado enseguida, seguía en la tetería con Naiara, y Michelangelo la había convencido ese verano para hacerse streamer.
Michelangelo la ayudaba un montón con esa pequeña profesión en alza, había estado pendiente de lo que Halley había estado cursando, así que había aprendido a editar videos un poco más interesantes y divertidos. Al final, era un trabajo en equipo con el que se divertían los dos. Por supuesto, él también solía jugar con ella, sólo que fuera de cámara y sin tener su propio canal, y a veces invitaban a sus amigos y todo.
Para qué mentir, convencer a Casey y Arlet sabiendo que ambos se empezaban a hacer famosos —uno más que otro, sin duda, no se podía comparar un jugador de hockey sobre hielo a la locutora de un podcast en la radio—, era una jugada magistral para recibir visitas.
La cosa es que todavía no se habían decidido entre los apartamentos que habían visto hasta el momento, pero al menos sabían que iban a poder permitírselo. Además, la abuela de Halley había fallecido ese verano, y vaya si le iba a venir bien la última aportación económica de su querida yaya.
En principio les había llamado la atención un loft por el espacio abierto que tenía en la planta inferior, pero estaría bien si tuviese al menos una habitación más...
Tampoco querían aburrir a los enormes reptiles, así que Halley pretendió acordarse de algo porque, lo cierto es que seguía pillada por sorpresa con toda la situación de los huevos. Michelangelo la siguió el rollo, y se despidieron con una gran sonrisa, deseándoles suerte por esa cantidad de pequeñines.
Eko se volvió un instante para ver el nido una vez la parejita se marchó.
—¿Es más normal tenerlos de uno en uno? —se cuestionó mirando a Leatherhead—. ¿Cómo va a prosperar una especie así?
▼
Pasaron un par de semanas, y Halley empezaba a ponerse de los nervios porque sus padres la seguían presionando para que fuese a la universidad. Estaba claro que no quería, y le había gustado demasiado la manera en la que ella y Mikey se apañaban con los streams y más tarde los videos. Además, ya era septiembre, de haber querido empezar a estudiar algo, ya era tarde.
Al menos ya habían comprado el loft que les había gustado, y estaba amueblado casi por completo. Halley no tenía intención de volver a casa más que para una comida familiar los domingos —o para tomar un café por la tarde y decirles que ya tenía apartamento propio.
Michelangelo le dijo que igual era el momento de decirles lo de su novio el mutante, y razón no le faltaba. Llevaban saliendo tres años sin que los padres de ella tuvieran la más mínima idea. Aunque su madre sospechaba que no podía gustarle la ciudad tanto si no había alguien de por medio, y no, no le hacía ninguna gracia.
Halley cedió, y permitió que Michelangelo la acompañase a esa tarde improvisada con sus padres pese a saber que no iba a acabar bien.
Desde luego que acabó mal, pero no pensó que fuese a salir tan sumamente mal.
Michelangelo podría esperarse que a los padres de Halley no les pareciese bien que saliese con un mutante, pero casi se viene abajo al darse cuenta de que estaba viviendo una de sus peores pesadillas.
Paul, el hermano mayor de Halley, actuaba con total indiferencia, como si ni le sorprendiese ni le importase. David, el mediano, miraba a la tortuga con sorpresa, sin poder creérselo, aunque tampoco parecía que le repugnase ni nada. Los padres... uff... Avery gritaba con impotencia y lloraba por la decepción que le suponía todo el asunto —una relación tan larga, a escondidas, la diferencia de edad, con un monstruo...—, y Howard sujetaba a su mujer consolándola y dándole la razón.
Halley no debía de haberse enfadado así nunca. Casi sentía que las venas del cuello le fuesen a reventar, el calor de sus mejillas resultaba abrasador. Se puso a gritar, acusándoles de su mente tan sumamente cerrada, no molestándose en conocerle... Al final cogió la mano de su novio y se le llevó al piso de arriba para que la ayudase a recoger algunas cosas, porque de verdad que no quería volver a poner un pie en esa casa.
Vale que Halley estuviera recogiendo con rabia, maldiciendo a sus padres y lo horribles que habían sido esa noche, pero Michelangelo estaba a punto de echarse a llorar, lamentándose por su ingenuidad. La rubita se acabó sentando en la cama con él para abrazarle y consolarle.
—Tenías razón —murmuró él cabizbajo, sin sentirse capaz siquiera de devolver el abrazo.
—Lo siento. Sabía que no se lo tomarían bien, pero no me imaginaba eso —susurró ella con la mejilla en su hombro.
—Nunca te había visto tan enfadada —respondió la tortuga con una pequeña sonrisa incrédula—. He estado a punto de llamarte Raph—. Halley sonrió también, conteniendo una risilla porque no quería dejar de lado su enfado.
—Mikey... ¿y si nos casamos?
*
—Mamá, mamá, ¿me has visto? —insistió Gino volviéndose para asegurarse de que su madre prestaba atención a su entrenamiento. Arlet estaba sentada delante del árbol echándole un ojo a Romanella, que no acababa de quedarse dormida en ese pequeño nido para siestas.
—Sí... —suspiró con la vista puesta en la niña—. Muy bien, petardito —añadió.
Gino se volvió hacia Raphael, que estaba a su lado asegurándose de que realizaba los movimientos correctamente. Le frunció el ceño con un puchero disconforme, y su padre tuvo que sonreír negando con la cabeza.
—Luego le dejamos la niña a papá y jugamos a algo tú y yo —dijo Arlet dirigiéndose a su hijo.
—Vale —murmuró medianamente convencido.
También es verdad que sabía que con su madre se divertía mucho a nada que jugaban juntos, ella enseguida le dejaba jugar a videojuegos, aunque aún fuese quizás pequeño para ciertas cosas —claro que, estaba con ella, no era lo mismo que jugar él solo sin supervisión.
Tras retomar el entrenamiento un rato y ducharse antes de que llegasen los demás para cenar todos juntos, Raphael estaba sentado en el sofá con la pequeña en brazos, vigilando que continuase dormida. De vez en cuando daba un pequeño respingo y apretaba el puño sobresaltada al haber escuchado un grito de su hermano jugando con su madre al Gran Theft Auto San Andreas dado que en la guarida no tenían las consolas más nuevas.
—Que no te tires del coche, mamá —se quejaba el pequeño al no poder avanzar porque no se lo permitía la distancia entre los jugadores. Le daba rabia que su madre se riese cuando estaban en mitad de una persecución policial, así que no podía evitar alzar la voz.
—Pero gira, que te pillan —se reía ella.
—No puedo, acércate. ¡No! —gritó al ver que le habían detenido.
—¿Te parece un juego apropiado? —preguntó Leonardo apareciendo junto a Donatello y sus respectivas familias.
—¿Te parece realista pensar que tu hija pueda meditar contigo durante tres horas? —respondió Raphael arqueando una ceja, con una sonrisilla burlona—. Que aún no ha hecho los dos años, intrépido.
—Ahí te ha pillado —dijo Naiara ladeando la cabeza con una sonrisilla al notar que Leonardo quizá buscaba apoyo en ella—. ¿No vienen Mikey y Halley? —se cuestionó ayudando a su hija a descender por los sofás.
—¡Aquí estamos! —exclamó Michelangelo apareciendo detrás de ellos, con Halley de la mano—. Y tenemos noticias —añadió con orgullo. También es verdad que se lo podían imaginar, habían aparecido con boas de colores fosforescentes, sombreros vistosos y gafas de luces led, parecía que viniesen de una fiesta en un sótano.
—¡Nos vamos a casar! —gritó Halley con emoción, dando brincos de la mano de su novio.
—¡Eh! —se quejó Raphael una vez Romanella empezó a gimotear, ahora ya despierta de verdad.
—¡Y queremos tener un bebé! —añadió Michelangelo.
—No, aún no —respondió Halley reaccionando rápidamente, poniendo una mano en su pecho para que se calmase.
—Aún no —rectificó la tortuga, creyó que a lo mejor podía colar, así que por intentarlo no perdía nada. Le tocaba ser paciente.
—Vale... ¿y cuándo decís que os vais a casar? —preguntó Donatello después de compartir una mirada con los demás.
—Esa es la mejor parte —sonrió la tortuga de naranja, alcanzando la otra mano de Halley y quedando cara a cara—. Halley, yo quiero y prometo, amarte y respetarte en la salud y en la enfermedad y para siempre. ¿Quieres ser mi mujer?
—Sí quiero —respondió ella convencida, asintiendo una vez.
—¿Puedo besar a la novia? —preguntó con una sonrisilla.
—Sí —sonrió ella con ilusión, y Michelangelo se inclinó para besarla, acariciando su mejilla.
Cuando se separaron, no dudaron en buscar en los bolsillos —o en el caso de la tortuga, una riñonera a juego con su bandana— confeti para celebrar su breve y precipitado enlace, acompañándolo con más gritos entusiastas y saltos de felicidad, abrazándose.
Ni que decir tiene que los demás no sabían muy bien qué decir. Ya sólo por las pintas que llevaban, pensaban que a lo mejor les había atacado una especie de crisis de madurez.
—Y nosotros celebrando bodas... —suspiró Arlet negando con la cabeza—. Si es que somos tontos.
Luego ya durante la cena, explicaron a su familia lo que había pasado en casa de los padres de Halley y su decisión de romper con ellos.
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