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Acto 18 - Javier


Javier había decidido llegar antes de su turno para que no hubiese nadie presente cuando le entregara los papeles a su jefe. Como siempre, el lugar apestaba a tabaco. Javier siempre sentía claustrofobia cada vez que entraba, y no por lo reducido del espacio, sino por la decoración de cabezas de animales que a su jefe le encantaba mostrar.

Jorge pegó un puñetazo en la mesa del escritorio al leerlos.

—¿Estás seguro de esto, Javier?

—Renuncio —Fue su única respuesta.

Su jefe hizo una pelota con las hojas, luego la arrojó al basurero. Javier se encogió de hombros. Estaba decidido.

—Te arrepentirás de esto, muchacho.

Negó antes de salir. Buscaría otro empleo, donde fuera. Afuera llovía. Javier podía soportar la lluvia mientras no hubiera tormenta.

Al llegar al apartamento, se puso un short de deporte de color verde y un pullover del mismo color para salir a correr. Hacer ejercicio era parte de su rutina de recuperación y le ayudaba a despejar su mente.

Corrió por el parque hasta que la fatiga lo venció. Agotado, se detuvo a descansar en uno de los bancos del parque. El lugar estaba vacío, a excepción de dos chicas que hablaban sin parar de unos tenis. Una se tiraba fotos mientras los modelaba, y la otra, de cabello rojo fuego, le sonreía, animándola. La sonrisa no se reflejaba en sus ojos verdes. Javier conocía esa sonrisa, él se había vuelto un experto en ella.

Se levantó de nuevo y echó a correr, ignorando el dolor agudo en sus rodillas.

—Otra vez —se repitió a sí mismo mientras recuperaba el aire.

Un grupo de ciclista se detuvo al verlo.

—¿Estás bien, hermano? —preguntó uno de los ciclistas. Sus ojos se dirigieron a la cicatriz expuesta de su cuello, luego a las otras que le recorrían los brazos.

Javier levantó el pulgar en alto.

—¿Estás seguro? Podemos llevarte —Los demás asintieron en señal de confirmación.

—Gracias, pero necesito hacer esto.

El chico asintió, comprendiendo.

Javier continuó corriendo, lo haría hasta agotarse y luego repetiría el proceso. Cuando estuviera lo suficientemente cansado, volvería a casa. A las paredes blancas sin vida, al retrato sobre el escritorio que su madre colocó en un intento desesperado por volver a ser como eran antes del accidente.

Al llegar a su casa, tomó un largo baño. Salió vestido únicamente con unos pantalones sueltos. Era el único lugar donde podía exhibir las cicatrices sin miedo.

Se agachó para recoger la colección de fósiles que estaba debajo de la cama. Cada vez que encontraba uno, le tomaba fotos y las compartía en las redes sociales para que los científicos le ayudaran a identificarlos.

Poder viajar en el tiempo no tenía precio para él. Se imaginaba como la versión masculina de Mary Anning cuando hacía un nuevo descubrimiento en las canteras abandonadas fuera de la ciudad. La Paleontología era su profesión soñada.

Tomó un Crinoideo y lo levantó hacia el techo.

—Mira Titiritero, tal vez desciendas de ellos —se burló. 

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