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XI - La familia del señor Diggorn

       Gork abrió un cajón de su escritorio y sacó de allí dos broches dorados, señal de que tenían el salvo conducto del gobernador mismo, así que ningún guardia podría detenerlos en su investigación. Aikanaro y Nume se pusieron los broches en sus ropas y se dirigieron hasta la puerta con el señor Diggorn a sus espaldas. Habiéndose despedido, Aikanaro fue el primero en salir por la puerta para encontrarse con una sorpresa. Evander había dado vuelta un par de cuadros y estaba jugando con un jarrón de aspecto bastante lujoso. El alto hombre se asustó y partió corriendo hacia él para ordenarle que dejara de jugar, debido a que esas cosas no eran suyas y estaban en un lugar importante.

Evander se levantó gruñendo y se dirigió hacia la puerta junto con su compañero de viajes. Nume, quien iba detrás, tenía otros motivos para reír, pero tomando en consideración la seriedad del asunto, prefirió suspirar y aguantarse la humorada.

En su intento por calmar a Aikanaro, Gork le comentó que no había ningún problema. Su portero podía ordenar otra vez, además, los tres viajeros tenían una exclusividad dentro de la ciudad. Ellos se estarían encargando de resolver el misterio de la extraña maldición que cayó sobre Shurlle.

El señor Diggorn fue el último en salir de la gobernación y se puso delante del grupo para dirigirlos hasta su casa, lugar que sería el refugio de los viajeros enviados por el rey Gule. No les tomó mucho tiempo el llegar, se trataba de una casa de dos pisos, muy bonita y bien cuidada. Había maceteros con plantas junto a sus muros de piedra, las ventanas permanecían limpias y cubiertas con cortinas desde el interior.

Una vez adentro, el ambiente hogareño hizo que tanto Aikanaro como Nume se sintieran de lo más cómodos. El problema fue darle espacio a Evander para que se echara en el salón. Así que entre los tres se dedicaron a mover muebles y asientos para que el gran oso pudiera resguardarse de la noche y el frío que se avecinaban.

Como era de esperarse, del segundo piso bajaron dos niños pequeños con rostros muy curiosos. El señor Diggorn esperaba que se asustaran al ver al animal que tenían en el salón, pero la emoción de los infantes fue tan grande, que corrieron raudos para contemplarlo más de cerca.

Esperando que el oso les gruñera de mala manera, Evander agachó su cabeza para dejar que los niños lo acariciaran y rascaran.

—Por un momento pensé que los rechazaría —dijo el señor Diggorn.

—Evander reconoce las almas puras, los niños no cargan las impurezas de los hombres —comentó Aikanaro.

De la cocina apareció una mujer, quien se presentó sonriente ante las visitas como Motka, la esposa del señor Diggorn. Luego vio a sus dos hijos y se sintió complacida de saber que, entre tanta calamidad y miseria, hubiera un poco de amor para ellos.

La tarde avanzó y el grupo se dispuso a comer lo que había preparado Motka, una sopa caliente con trozos de pollo. Evander olfateaba desde el salón mientras le lanzaba quejidos a Aikanaro, con tal de que este le fuera a dejar un poco de carne.

La mujer le dijo que no había problema en que compartiera la comida con el animal, de todos modos, él también había venido a ayudar para resolver el misterio de las desapariciones, por lo tanto, también se merecía un poco de comida.

Bien llegada la noche, todos se quedaron en el salón alrededor de Evander. El señor Diggorn prendió fuego en la chimenea y se quedaron durante un buen rato hasta que ya era la hora de que los pequeños se fueran a dormir. Nume notó el miedo que había en el rostro que Motka intentaba disimular con una sonrisa, los niños desaparecían y esa podía ser la última noche que los vería.

Pensó en lo penoso que era vivir de esa manera, con el terrible temor de saber que, en cualquier momento, sus hijos podían desaparecer sin dejar rastro alguno. No había forma de saber en qué día y en qué hogar ocurriría. Los raptos eran aleatorios y nadie hallaba la manera de explicar los terribles sucesos.

Los dos pequeños aprovecharon de despedirse de Evander, cada uno abrazando la gran cabeza del animal. Fue un momento bastante sentimental, pero el señor Diggorn les ordenó que ya debían irse a dormir porque la noche había caído muy encima.

Los llevó hasta su cama en el segundo piso y al cabo de unos minutos volvió a bajar para sentarse junto a su esposa, quien se veía demasiado preocupada.

—Tranquilos, ellos estarán bien —dijo Nume con una sonrisa.

—Eso espero —dijo Motka al instante—, si algo les llegara a pasar, no sé qué sería de mi vida.

Aikanaro prefirió guardar silencio, aquel no era un momento para prometer cosas, ni mucho menos a ellos. La maldición podía caer sobre cualquier casa con niños en su interior, no podían asegurar a ciencia cierta si ellos pasasen de esa noche o no.

El fuego era bastante agradable y Evander cayó dormido, apoyando su cuerpo en el muro que daba hacia la calle. Nume también estaba bastante somnoliento, así que se recostó en el suelo a unos pocos centímetros del oso. Aikanaro, por su parte, se había quedado viendo las llamas del fuego, los trocitos de leña que saltaban por las pequeñas explosiones que emitía la fogata.

Se había hecho bastante tarde y el matrimonio se había ido a acostar con sus hijos con tal de acompañarlos durante la noche. Poco a poco, los minutos pasaban y el alto hombre empezó a sentir mucho sueño, a tal punto de que sus ojos se estaban cerrando por si solos, obligando al hombre a descansar.

Intentando no rendirse ante lo que le exigía su cuerpo, Aikanaro abrió sus ojos del todo, se puso de pie y se asomó por la ventana para vigilar. Había un silencio tan preciso, que no se lograba oír nada ni a nadie deambulando por las calles. Parecía como si todos estuvieran escondidos en sus casas, aguardando a que la maldición no cayera sobre ellos.

De vez en cuando, Aikanaro subía para cerciorarse de que los niños aún estuvieran con sus padres. El alto hombre tenía vigiladas todas las entradas, era imposible que alguien entrara o saliera sin que él no se diera cuenta. La noche se tornaba cada vez más oscura, indicando que pronto saldría el sol para iniciar un nuevo día, pero aun así, Aikanaro no percibió nada en las cercanías.

Las horas pasaron tan lento, que luego de tanta espera se pudo ver a la ciudad iluminándose otra vez. Las calles ya se vislumbraban de mejor manera y las nubes grises se notaban mucho más que durante la noche de vigilia. Era muy temprano por la mañana y el hombre vigilante decidió subir nuevamente para ver si los niños seguían ahí.

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