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TIERRA DE NADIE

1

Cuando el EV Crichton zarpó del astillero de Haines, Hank Walker encendió un cigarrillo y se recargó sobre el barandal. Observó con mirada pensativa y hasta distante cómo poco a poco se estaba alejando de tierra firme para adentrarse a lo que muchos de los locales llamaban la nada. Hacía dos semanas aún estaba en Nome trabajando como leñador, cuando un tipo de aspecto extranjero se le acercó al bar en el que se encontraba luego de haber terminado su jornada. El tipo, de mejillas rosadas y con la nariz muy probablemente llena de mocos congelados, le sonrió y luego le invitó una cerveza. Le dijo que había pasado todo el día buscándolo y que otro tipo se lo había recomendado como guía de turistas o una cosa por el estilo. Hank asintió. Era común que lo buscaran como guía, pero no para turistas estúpidos, sino más bien para expediciones científicas ya sea de clase geológica o climática. Hank Walker tenía toda una reputación a lo largo del estado. Se había consolidado como uno de los mejores exploradores de Alaska y sus servicios por supuesto, no eran baratos. Se sintió aliviado cuando se enteró de que quien lo buscaba no era un simple turista de Nueva York o de alguna de esas urbes llenas de gente delicada. El nombre del tipo de nariz fría era Jack Seward, a quien, hasta cierto punto, Hank admiraba.

El doctor Seward tenía un programa de documentales en la televisión, además de que también escribía constantemente artículos para la National Geographic abordando temas relacionados a la adaptación de especies domésticas en lugares inhóspitos. Se había hecho conocido precisamente por un libro en el que documentaba a detalle cómo una manada de perros de alguna forma había terminado en lo más lejano del Congo hacía un siglo. Pasadas ya varias décadas, la población había prosperado e incluso desarrollado mínimas modificaciones en su anatomía para adaptarse a la selva africana. En su momento, no había científico que no hablara de ello.

A Hank eso le gustaba y por eso mismo había aceptado guiar a Seward hasta la Isla Ostrov ubicada en el Mar de Bering.

El viaje sería largo, sin embargo, también provechoso. Ningún científico antes se había aventurado a ir tan lejos en busca de lo que los lugareños conocían como una isla maldita. Seward buscaba documentar una extraña población bovina que llevaba prosperando en el lugar desde finales del Siglo XIX. Nadie entendía cómo aquello era posible debido al intenso frío de la zona. Ostrov era un sitio completamente inhóspito. En el pasado varias colonias inglesas y holandesas habían intentado asentarse sin éxito alguno. En 1645 los primeros pobladores británicos establecieron un poblado en el lado noroeste y a los dos meses, más de la mitad de la población desapareció sin razón aparente. Los que lograron escapar de aquel sitio alegaron la presencia de un demonio de pelo blanco, sin embargo, las historias no fueron lo suficientemente aterradoras para los holandeses, quienes en 1776 establecieron una segunda colonia. Éstos tampoco tuvieron suerte. Las violentas aguas que circuncidan la Isla de Ostrov hundían constantemente los navíos pesqueros y mercantes, mientras que la gente del poblado era común que muriese congelada por la noche o en incendios cuando las fogatas que había dentro de las casas se salían de control.

Cierto magnate estadounidense intentó reclamar aquel lejano paraje hacía el verano de 1892, cuando el frío no era tan intenso. Construyó varios establos equipados con sistemas de calefacción a vapor y se dispuso a criar ganado. La suerte para dicho empresario no fue muy favorecedora. La carne de las reses se había vuelto dura y agria, y sin poder resolver el misterio de tal anomalía, decidió abandonar más de cincuenta cabezas de ganado, esperando a que murieran de frío en unos cuantos días. Esto por supuesto, no sucedió. La población animal creció de forma exponencial y al cabo de una década estaban esparcidas por toda la isla.

Fue en 1914 que Rusia llegó a tan infames dominios. Con la Primera Guerra Mundial, el gobierno ordenó la construcción de una gran cárcel para prisioneros de guerra y traidores. Aquel sitio abarcaba cerca de 2 mil metros cuadrados y estaba construido sin intenciones de tener personal alguno en su interior. El lugar solo sería habitado por los prisioneros y tampoco tendría vigilancia. La Isla de Ostrov se convirtió pronto en el verdugo de aquellas almas abandonadas, que a pesar de que lograban escapar del edificio, morían una vez que salían de la prisión debido al intenso frío.

La historia de aquel lugar la conocían todos en las cercanías a aquel infierno helado. Historias de gente desaparecida, de monstruos y fantasmas corrían en torno a Ostrov. Sin embargo, eso tenía al doctor Seward sin cuidado. Las supersticiones de los campesinos de Alaska no significaban nada para él, puesto que el verdadero misterio residía en los habitantes bovinos de la enorme elevación de tierra en forma de pata de ganso.

Hank por otro lado también era un hombre que prefería creer en los hechos y no en los cuentos. Sus experiencias así le habían enseñado. En sus casi cincuenta años de vida jamás había visto un monstruo o un fantasma. Lo único a lo que le temía era a otros hombres, quienes solían ser incluso más traicioneros que cualquier espectro de cuentos para asustar niños.

Eso sí. Le guardaba enorme respeto a la Isla Ostrov. Su fama, más allá de las leyendas, era conocida por los marinos principalmente por la letalidad de sus cercanías. Se sentía nervioso, pero intentaba no demostrarlo. Después de todo, él era el guía y las vidas de aquella pequeña tripulación estaban en sus manos.

No fue sino hasta un día y medio después de zarpar del Puerto de Haines que sus verdaderos miedos comenzaron a exponerse.



2

Bitácora de Frank Carpenter, Capitán del E.V. Crichton. 9 de septiembre de 1999

A eso de las 11: 55 de la tarde avistamos tierra por primera vez. Fue nuestro guía, el señor Hank Walker quien informó del acontecimiento.

Imponente, a casi diez kilómetros por delante de nosotros, se encontraba la Isla Ostrov, cubierta de neblina blanca casi en su totalidad. El cielo estaba despejado y a pesar de eso, un ligero viento soplaba haciendo que la onda gélida nos obligara a todos a ponernos otra capa de abrigos.

Las olas se volvían cada vez más violentas conforme más nos acercamos a Ostrov, lo que confirmaría varias de las historias de los lugareños con respecto a lo peligroso del lugar. El barco, a pesar de su gran magnitud, se tambaleaba bruscamente.

Tras maniobrar por casi una hora y media más, por fin logramos tocar puerto. Encontramos un viejo muelle de madera y concreto, posiblemente datado de principios del Siglo XX. Había enormes muros a manera de escollera rodeando la zona y un pequeño complejo de edificios que nos brindarían de la comodidad suficiente para desembarcar. El doctor Seward, líder de la expedición, acordó que solamente su equipo y el guía se adentraran a Ostrov.

Insistí en que dos de mis mejores hombres fueran con ellos: Mateo y Chuck.

Mi gente y yo permaneceremos en el Crichton hasta su regreso dentro de tres días.


3

Al día siguiente de la llegada del Crichton a la isla, el pequeño grupo se adentró al interior con apenas lo suficiente para poder sobrevivir. A eso de las 9:45 de la mañana el sol comenzaba a asomarse y el vehículo de nieve, ya lleno de provisiones y equipo de filmación, comenzaba su travesía a lo largo del blanco y frío campo abierto de la isla. Una pequeña cordillera de montañas se alzaba en el horizonte y un espeso bosque de abetos llenos de escarcha le daban a aquel sitio una apariencia mucho menos desoladora de lo que se esperaba. Jack Seward se sintió cómodo con eso. Pensó en que, si en la isla no había árboles o algún otro tipo de vegetación, en verdad se sentiría solo y aislado. Sin embargo, el hecho de ver montañas y pinos, le daba una falsa sensación de seguir en el continente.

Al volante del camión para nieve se encontraba Hank, que conducía a toda velocidad. Había explicado anteriormente a sus compañeros que debían darse prisa o de lo contrario la noche los iba a atrapar, puesto que aquella región solo contaba con apenas cinco horas de luz de día. El doctor Seward convino en que era tiempo suficiente para llegar a la vieja prisión e instalarse, sin embargo, Hank no estaba tan convencido de aquello. Él por experiencia sabía que en ambientes tan hostiles la probabilidad de sobrevivir era poca y el tiempo con el que contaban era oro. Había escuchado historias de otros exploradores que morían congelados a medio camino o que caían en algún bache que los hacía perder tiempo y eso los llevaba a su final. En el peor de los casos, las expediciones perdían la orientación y se extraviaban por mucho tiempo, teniendo incluso que recurrir al canibalismo para sobrevivir.

—Vamos a estar bien, Hank—intentó tranquilizarlo el documentalista—. Este bicho tiene la más alta tecnología que te puedas imaginar—comentó refiriéndose al vehículo de nieve. Y Seward no estaba equivocado. Aquel camión de exploración era lo último en tecnología y había sido desarrollado con el apoyo del gobierno de los Estados Unidos. Contaba con GPS, una enorme base de datos con coordenadas de todo el mundo y también mapas a detalle de las regiones dónde se encontraba. En ninguna de sus misiones había sufrido de inconveniente alguno y al igual que el Crichton, el Challenger, como era apodado el vehículo, gozaba de una excelente reputación.

Faltando apenas cerca de hora y media para el anochecer, el pequeño grupo llegó a su destino.



4

Bítacora de Frank Carpenter, Capitán del E.V. Crichton. 10 de septiembre de 1999.

Nunca me ha gustado ser parte de las expediciones en zonas árticas, pero trabajo es trabajo. Lo peor de todo no es el frío, sino más bien, el hecho de que anochece temprano. Es la segunda noche y apenas son las 5:50 de la tarde. Lo único que se escucha es el rumor del viento y el violento océano golpeando contra el rompeolas. Incluso decir que hace frío es quedarse corto.

A bordo del barco quedamos veinte personas. Los que no están durmiendo, están jugando cartas en la cocina, reunidos en torno a una vieja radio que transmite canciones de Elvis. Nada parece importarles. Yo, sin embargo, por alguna razón tengo miedo. Siento que estamos siendo observados.


5

El campamento se organizó a cincuenta metros de la prisión, sobre una colina. Mateo y Chuck armaron una torre de observación metálica mientras que Hank alistó una casa de campaña grande en la que dormirían todos juntos para conservar calor. En el interior disponían también de una estufa que emanaba calor y de algunos aparatos dispuestos en una esquina: mapas, GPS, una computadora y también algunas alarmas que se activaban con los sensores de movimiento que previamente había instalado el doctor Seward en la zona.

—Va a ser una noche larga—comentó uno de los hombres cuando se fueron a dormir. Hank, sin embargo, permaneció despierto. Algo lo inquietaba. Quizá era el hecho de estar tan cerca del edificio abandonado. Solo Dios sabía la cantidad de cadáveres que había en su interior.

A eso de la media noche, cuando apenas comenzaba a quedarse dormido, algo lo alertó. Tomó entonces su rifle y salió de la casa de campaña para ir a ver de qué se trataba. El horror lo invadió cuando por fin lo vio. Marchando a lo largo del campo y en medio de la ventisca, un grupo de diez o doce esqueletos se dirigían hacían el bosque.


6

Bítacora de Frank Carpenter, Capitán del E.V. Crichton. 11 de septiembre de 1999.

A eso de las dos de la madrugada, cuando por fin comenzaba a conciliar el sueño, algo me alteró. El alarido de un extraño ser proveniente del exterior hizo que se me erizara la piel. Con rapidez me abrigué y salí a la cubierta del barco a ver qué ocurría, pero fue inútil siquiera poder divisar algo. Una espesa tormenta de nieve azotaba la zona apenas permitiendo la visibilidad a más de veinte metros.

Sin embargo, si algo en verdad me alteró, además de aquel extraño sonido parecido al de una mujer en agonía, fue la misteriosa sombra que me observaba oculta entre uno de los edificios del muelle. No sé si era el hostil ambiente de aquel lugar el que me estaba jugando una broma, pero juraría que un hombre robusto y desnudo parecía estar vigilándonos. Pero eso no era lo peor. Quitando el hecho de que no trajera ropa en medio de una tormenta de nieve, lo realmente aterrador es que aquel hombre parecía tener cabeza de toro.


7

Hank corrió asustado de regreso a la tienda. Sentía como sus pies se hundían en la nieve, como si de repente alguien le hubiese amarrado pesados bloques de plomo en las piernas. Aquellas cosas, fueran lo que fueran, ni siquiera lo habían visto, pero él tenía la sensación de que venían detrás suyo.

Al adentrarse a la improvisada base, el doctor Seward lo recibió.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó. Notó entonces que su porte se había alterado. Lo que antes parecía ser un hombre recio y que a nada le temía, ahora estaba muerto del susto. Hank apenas y podía respirar—. Hay algo allá afuera—contestó alterado.

El rostro de Seward se iluminó.

—Deben ser las vacas de la isla—dijo emocionado—¿Cómo eran?

Hank negó con la cabeza.

—No eran vacas—respondió—. En la prisión—decía tartamudeando—, en la prisión y en el campo hay algo.

Seward era de los hombres que preferían ver las cosas por sí mismo. Rápido tomó una cámara digital y una linterna y se abrigó para salir al exterior. Apenas y tuvo tiempo de discutir con el guía sobre lo que había visto. No tenía tiempo para ambigüedades.

—Vamos—indicó el documentalista—. Y trae un arma.

No tardaron mucho en llegar a la vieja prisión. No tenía puertas y la oscuridad reinaba en su interior. Estalactitas de hielo colgaban en el umbral y nieve se amontonaba en la entrada. Dispersos a lo largo de los pasillos había cadáveres congelados, algunos con los ojos cerrados y paz en sus rostros, y otros con expresiones de auténtico miedo. Hank no reparó en ello. Estaba acostumbrado a ver cuerpos de gente congelada. Pero aquel sitio era distinto. A lo que le temía era a los esqueletos que había visto antes. Pero ¿En serio los había visto?

—Qué lugar tan terrible—comentó Seward mientras caminaba al lado del explorador por el pasillo principal. Al fondo de una de las habitaciones un sonido llamó la atención del científico. Se escuchaban las pisadas de un animal. Era una vaca.


8

Mateo despertó luego de escuchar un grito. Encendió su lámpara y pronto se dio cuenta de que estaba completamente solo con Chuck. Ni el doctor Seward ni el señor Walker estaba con ellos. Confundido e intentando no despertar a su compañero, se puso de pie y caminó hacia el exterior de la casa de campaña. Una fuerte ventisca soplaba y nieve caía por montones.

Entonces lo oyó de nuevo.

Era el grito de un hombre agonizante.

—¡Mierda! —exclamó metiéndose de nuevo a la casa y buscando entre las cajas un arma. Seguido de ello, despertó a Chuck—. ¿Qué pasa? —preguntó el hombre apenas despierto—. Escucha—contestó Chuck.

En medio del rumor del viento volvieron a oír el grito.

—¿Dónde están los otros? —preguntó. Mateo negó con la cabeza—. No lo sé. Desperté y ya no estaban. Debieron ver algo y salieron.

—Entonces serán ellos los que gritan.

Cuando salieron al exterior solo llevaban consigo una linterna y un rifle cada quién. A espaldas de la casa de campaña se abría un bosque y al frente la gigantesca prisión. Chuck se encaminó al primero y Mateo al segundo, aunque después de un rato de caminata el sonido dejó de oírse y la tormenta cesó. Para cuando llegó al bosque de abetos, Chuck perdió por completo el sentido de la orientación y poco a poco la ventisca comenzó a calmarse.

—¡Doctor Seward! —gritaba—¡Señor Hank!

Nada.

De un momento para otro el silencio se apoderó de la isla. El hombre sintió escalofríos. Se dispuso a dar la vuelta para volver, pero para cuando se dio cuenta, ya estaba completamente perdido.


9

El doctor Seward alumbró hacía el fondo del pasillo con la esperanza de encontrar uno de los bovinos que había ido a buscar. La sorpresa fue enorme cuando se dio cuenta de que lo que tenía frente a sus ojos era un toro de dimensiones colosales, casi simiescas. Con incomodidad, sonrió con una mezcla de incomodidad y miedo.

—Pero que belleza—dijo acercándose lentamente a la criatura que, caminando en sus cuatro patas, también se aproximó al doctor Seward. Cuando estuvieron cerca el uno del otro, el documentalista acarició su hocico y le alcanzó la cámara a Hank—. Graba esto. ¡Esto es increíble!

Hank se apresuró a tomar a filmar, pero antes de concluir su tarea se detuvo de golpe. El doctor Seward se vio levantado por los aires cuando el animal se puso en posición bípeda y con ambas manos lo alzó, sosteniéndolo por en medio del torso. El guía dio tumbos hacía atrás y luego se echó a correr. En cuestión de un par de segundos, el documentalista fue partido a la mitad con ayuda de los musculosos brazos de aquella criatura humanoide que, abriendo su hocico, bramó como si fuera un toro cualquiera. El eco de aquel alarido inundó el abandonado edificio. La sangre del documentalista pronto se vio esparcida por las paredes y las tripas de este quedaron regadas por el suelo como si fueran cuerdas. Súbitamente, Hank se echó a correr, brincando por encima de los cadáveres congelados con la esperanza de escapar de aquel infierno.

Cuando llegó al exterior ni siquiera se dio cuenta de que la tormenta había cesado. Simplemente huyó con esfuerzos, intentando no quedarse atascado en las gruesas pilas de nieve que había en el suelo. A sus espaldas podía sentir la pesada mirada de aquella criatura que aún seguía emitiendo aquel espantoso sonido.


10

A mitad del camino Mateo divisó una silueta que corría asustada. Cuando estuvo cerca de esta persona se dio cuenta de que era el guía: el señor Walker. Estaba pálido y la expresión en su rostro delataba terror. Mateo no dudó en detenerlo, puesto que Hank apenas y le prestó atención. Lo único que quería era salir de aquel sitio.

—¡Tranquilo! —dijo tomándolo por los hombros—¿Qué pasa? ¿Dónde está el doctor Seward?

Hank temblaba de solo oír su nombre.

—¡Vámonos! —exclamó—¡Vámonos de esta isla!

El hombre frunció el entrecejo. Hank era un tipo rudo y no tenía la pinta de ser de los que se espantaban fácilmente. Lo que sea que hubiera visto en realidad lo había perturbado.

—¡Vámonos o va a atraparnos! —insistió el guía.

Mateo seguía sin entender nada.

—¿Pero ¿quién? —preguntó.

—El hombre toro—contestó Hank.


11

Chuck avanzaba en medio del bosque. Ademas de su linterna, lo otro que iluminaba el camino eran las estrellas en lo alto del cielo y la luna, que se alzaba como si fuera un enorme foco. Constantemente volteaba. A sus espaldas escuchaba como si alguien lo siguiera. "¿Dónde estoy?" se preguntaba constantemente y, lejos de caer en la desesperación, guardaba la calma con la esperanza de encontrar el campamento. Sabía que si caía en el pánico no solo desperdiciaría energías, sino que también empeoraría su situación.

Así pues, siguió en línea recta por la ruta que había caminado, suponiendo también que aquel era el mismo camino por dónde había venido. Al poco tiempo algo llamó su atención. Era un misterioso resplandor púrpura detrás de una colina, casi al borde del bosque. No estaba seguro de qué se trataba, pero imaginando que no había rastro alguno de civilización en aquella isla, pensó que podrían ser sus colegas. Rápidamente emprendió la marcha hacía la luz, dando largas zancadas. La sorpresa que se llevó cuando llegó dónde el resplandor fue que ni siquiera era producto de alguna lámpara...o eso parecía.

En medio del llano había una extraña entrada de roca color negra. Parecía el marco de una puerta, solo que esta no conducía a ningún lado. Chuck la examinó, extrañado. Había grabados en bajo relieve alrededor de la piedra y saliendo de las hendiduras provenía el misterioso brillo púrpura. La única explicación que encontró el hombre para la estructura fue que era obra de alguna tribu inuit cercana a la zona. Lo único a lo que no le encontraba explicación era a la luz. Pensó que su mente le estaba jugando una broma, pero aquello le recordaba más bien a un portal.


12

Mateo intentó tranquilizar a Hank. Lo tomó por los hombros y lo sacudió con fuerza, hablándole fuerte, queriendo que reaccionara.

—¿Dónde está el doctor Seward? —preguntó—¿Qué pasó?

Hank no respondió. Su mirada estaba perdida. ¿Qué era aquel infierno en el que se encontraba varado? La existencia de aquel paraje parecía no tener sentido alguno o más bien, los horrores que en su interior se desataban. Lo único que deseaba era salir, abordar el barco y llegar a tierra lo antes posible.

Pronto un sonido lo hizo reaccionar: el bramido de una vaca en la fría lejanía. Hank se alteró y pronto se zafó de los brazos de Mateo, corriendo desesperado, tropezando de vez en cuando debido a la nieve.

—¡Es él! —gritó desesperado—¡Corre!

Mateo no comprendía nada. Intrigado, lo único que pudo hacer es mirar con extrañeza la figura imponente que se abría a sus espaldas: la prisión.

13

Chuck cruzó el portal, pero nada ocurrió. Todo seguía exactamente igual. Por un momento el miedo que sentía lo abandonó y en su lugar la fascinación se apoderó de él. Observó entonces los relieves de la estructura y se dio cuenta de que varios de los dibujos parecían contar alguna clase de historia. En ellos se observaba a una tribu danzando alrededor de un fuego y a una persona atada en medio de una roca. A lo lejos aparecía un hombre que más tarde se transformaba en un animal.

La criatura salía del agua partiendo el grueso hielo del océano y se erguía caminando hacía la hoguera. La mitad baja de su cuerpo era la de un delgado y alto hombre, mientras que la mitad superior parecía ser más bien la de una nutria. La misma historia se repetía una y otra vez, sin embargo, en cada interpretación, la criatura tomaba una forma animal distinta: perros, alces, vacas...

Uno de los dibujos mostraba a la criatura atormentando a un grupo de hombres que llegaban en un barco de vela. El monstruo se apoderaba del ganado y destrozaba a los colonos: se los comía o directamente los partía a la mitad. La fascinación pronto se convirtió en miedo. La sangre se le heló cuando vio el último dibujo. Un grupo de hombres llegaba a bordo de un buque con un coche para nieve. Uno de estos hombres estaba mirando el portal y a sus espaldas se encontraba la criatura.

Chuck se dio media vuelta y entonces la nieve se vio salpicada por su sangre.


14

Bítacora de Frank Carpenter, Capitán del E.V. Crichton. 11 de septiembre de 1999. Última entrada.

No he podido pegar un ojo en toda la noche. Mi reloj marca que son las cinco de la mañana. La oscuridad absoluta reina en toda la zona. Luego de que la tormenta se disipó me dispuse a salir a cubierta. Una gruesa capa de hielo circuncidaba el barco, pero eso no sería impedimento para zarpar. El Crichton se las arregla bastante bien y ya antes lo he capitaneado en las gélidas aguas de la Antártida. El Polo Norte ciertamente no es impedimento para un hombre como yo.

De todas formas, esa no es la razón por la cual escribí esta entrada. Una vez más divisé a aquella criatura que antes documenté en esta libreta. Digo criatura porque aquello que vi ciertamente no era un hombre. Me observaba fijamente con sus brillosos ojos y rodeándolo había todo un rebaño de vacas. Calculo que lo habría estado viendo por cerca de cinco minutos hasta que no lo soporté y busqué refugio en mi camarote. Aquello era tan extraño que...simplemente no puedo pensar en nada lógico.

¿A dónde diablos nos ha traído el doctor Seward?


15

Cuando regresaron al campamento descubrieron que todo estaba destruido. La casa de campaña había sido pisoteada y el equipo se encontraba despedazado y regado por el suelo. No había rastro de Chuck. Mateo pensó que posiblemente se había perdido. La cuestión ahora era ¿Qué hacer con Hank? Nadie imaginaría que un hombre alto y fornido como él le tuviera miedo a nada. Tenía la apariencia de ser un macho indestructible...y, sin embargo, ahí se encontraba, con el rostro pálido y la mirada perdida.

—Será mejor que usted suba al vehículo—indicó el hombre a su compañero. Walker hizo caso de la orden y se acurrucó en uno de los asientos. Mateo por otro lado, inspeccionó la escena. Frunció el entrecejo al notar que las pisadas de quién había destruido el campamento eran humanas. Había cientos de ellas, solo que más bien, tenían la apariencia de ser huesos.

La idea absurda de que un ejército de esqueletos había hecho aquello se le cruzó por la cabeza.

"Imposible", pensó.

Con rapidez subió al vehículo de nieve y lo arrancó, y siguiendo la dirección que había tomado Chuck, se encaminó de regreso al barco, esperando encontrar a su compañero en el camino.

16

A eso de las cuatro y media de la mañana la gasolina se terminó.

Mateo había estado conduciendo lento y deteniéndose constantemente para llamar a su compañero extraviado, incluso dando vueltas alrededor de las colinas y adentrándose al espeso bosque. Después de un rato de búsqueda y de asumir lo peor, el hombre decidió volver al barco. Pero era inútil. Lo siguiente era simplemente caminar.

Al cabo de unas horas la pareja llegó a un claro ya reconocible para ambos. No había ni un solo árbol a la vista y a lo lejos podían verse estructuras y un barco atracado en el muelle. Habían llegado. Ni siquiera tenían idea de la hora que era. Simplemente anhelaban llegar y escapar de aquel sitio. Podían incluso decir que tenían suerte, puesto que la tormenta no se había reanudado desde la última vez.

De todas formas, algo los alertó. Cerca de los muelles un fuerte resplandor naranja iluminaba los edificios. Pero eso no era lo más sorprendente: marchando frente a ellos y en una formación militar, un grupo de esqueletos se abría paso entre la nieve.


17

Mateo sintió cómo se le heló la sangre. Sin poder creerlo, retrocedió un par de pasos. Hank, sin embargo, permaneció quieto. Parecía estar cansado y también algo catatónico. Con temor, el hombre tomó a su compañero del brazo y se arrojó al suelo, intentando no hacer ruido. Observó simplemente con tranquilidad aquel macabro e inexplicable espectáculo. Los esqueletos caminaban hacia el norte con la mirada fija al frente, similar a una patrulla que realiza su jornada. Al caminar, el sonido de los huesos se oía con nitidez.

Mateo entonces recordó las palabras que alguna vez le contó su abuela: cuando las personas mueren de forma repentina a veces ni se dan cuenta que han fallecido y simplemente siguen haciendo lo que acostumbraban en vida. Lo que pensó al instante al divisar aquello fue que quizá se trataba de alguna patrulla que habría sufrido de algún accidente mientras construían las instalaciones de la cárcel en la época de la Unión Soviética. De otra forma ¿Por qué sus almas seguirían trabajando después de tantos años?

En lo que su mente divagó, apenas y se dio cuenta de que se había orinado encima y una vez que los esqueletos salieron de su campo de vista, se puso de pie y jaló a su compañero del brazo, corriendo en dirección a los muelles.

Al llegar no tuvo más que detenerse. El resplandor que había visto antes era fuego y lo que se estaba quemando eran pedazos de carne animal y también humana.


18

Mateo advirtió restos de vacas tirados por todas partes. El suelo estaba lleno de sangre y vísceras encendidas posiblemente por gasolina. Por otro lado, no se le ocurría cómo habían estallado. Ni siquiera pensó en la dinamita. No creería que una expedición científica viajara con dinamita ¿O sí?

Al instante, Hank Walker recuperó la conciencia. Su pie se posó encima de una oreja humana y a unos metros de él observó a uno de los hombres de la tripulación partido a la mitad y con los intestinos formando un largo camino hasta el otro extremo de su torso. Walker comenzó a sudar. Dio vueltas entre los restos, apenas pudiendo comprender que ya todos estaban muertos. Extrañado también observó cómo entre los cadáveres había también carne bovina. Apurado, buscó con la mirada a Mateo.

Nada.

Había desaparecido.

Mateo, sin embargo, se encontraba allí. Había caminado y subido al barco, asustado. La cubierta estaba repleta de sangre y restos humanos por doquier. Sobre el timón la mano del capitán colgaba laxa y a unos metros se encontraba el resto del cuerpo, seguido por un camino de color carmesí. Había sido arrastrado. Los motores estaban encendidos y todo estaba listo para zarpar. Rápidamente salió del puente y corrió en busca del guía. Se asomó por la barandilla y lo miró, asustado y parado en medio de la extraña carnicería, iluminado apenas por el resplandor del vívido fuego.

—¡Hank! —lo llamo—¡Vámonos!

Hank se apresuró a correr en dirección al Crichton, dando saltos y pisando también pedazos de carne y sangre, esforzándose por no resbalar. A sus espaldas, un fuerte alarido lo hizo voltear.

La sangre se les heló a ambos hombres cuando se dieron cuenta de que quién rugía era la misteriosa bestia que custodiaba la isla. La muerte misma, pensó cada quién.

Mateo corrió hacía la cabina y se apresuró a accionar las máquinas para poder zarpar. Quitó la mano laxa que estaba sostenida al timón e intentó maniobrar, desesperado. Poco a poco, el barco se comenzó a mover. El crujir del hielo rompiéndose mientras avanzaba le hizo llenarse de esperanza.

Por fin vamos a escapar!"

Entonces la bestia apareció de entre los viejos edificios del muelle. Salió de la oscuridad y el fuego iluminó su musculoso cuerpo masculino. Estaba cubierto de pelo de color blanco y sus manos estaban provistas de unas largas garras de color negro. Sus piernas remataban en un casco muy parecido al de las vacas y sobre sus hombros, una robusta cabeza de toro se alzaba coronada por dos filosos cuernos.

La bestia gruñó de nuevo y comenzó a correr. Hank hizo lo posible por acelerar la marcha. Llegó entonces al barco y con esfuerzo trepó a cubierta. Pero el animal lo siguió y se colgó al barandal. El par de hombres retrocedió al tiempo que el barco se alejaba del muelle haciendo añicos el hielo.

Mateo entonces regresó al puente, dejando solo a Hank. Éste, atónito, observó como la bestia subía al barco y lo miraba con esos intensos ojos inyectados en sangre.

"Moriré", pensó.

Cuando el monstruo estuvo a punto de empalarlo con sus cuernos, dos fuertes estruendos se escucharon. Hank se llevó ambas manos a los oídos y cerró los ojos. Para cuándo los abrió, presenció a la criatura dando tumbos hacia atrás. En su pecho había dos profundos huecos y de estos salía sangre a borbotones. Finalmente tropezó y el sonido del agua apaciguó sus nervios. Al darse la vuelta, el que antes había sido un fuerte y valiente guía, observó a su compañero. En sus manos cansadas y temblorosas sostenía una escopeta.

Por detrás de las montañas de la que ahora era una lejana y fría isla, el sol comenzaba a asomarse.

FIN

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