Capítulo #1
Mamá solía contarnos historias. Historias de cómo era el mundo antes de todo esto. Historias de cómo podías ir a la escuela sin tener que preocuparte de lo que dirías. Historias de cómo podías ver televisión y cambiar cientos y cientos de canales sin que en uno esté sintonizando la maldita basura del NPP y sus estúpidos mensajes que llaman a la obediencia civil. Mamá nos contaba de cómo era la época de antes; la época dónde aún podías gritar ¡Vivan los Estados Unidos de Norteamérica! A todo pulmón y sin esperar un disparo por la espalda. La misma época de la que apenas si tengo recuerdos: dónde veía a papá levantando a Sara por los aires, con el precioso fondo del horizonte en Montana, o dónde David y yo solíamos construir fuertes con cajas de cartón en el patio e imaginar que éramos caballeros de la Edad Media, dónde nadie más podía entrar a nuestros dominios.
Cuando pienso en todo eso, se me hace muy distante. Como si estuviese viendo una película en blanco y negro, de aquellas dónde el sheriff del pueblo mata al bandido en un intenso duelo de revólveres. Me hacía falta ver una de esas películas; dónde el malo termina perdiendo y el bueno termina siendo ovacionado por todo el pueblo. Es más: necesitaba ver una de esas películas, necesitaba algo que me dijese que todo iba a salir bien, y que realmente todo se puede solucionar.
Sin embargo, este no es el caso. Hace más de dos años que perdí la noción del tiempo. A mis dieciocho años de vida, ya debería estar pensando en ir la universidad, preocupándome por mi carrera y por tener el futuro por delante. O, ¿quién sabe? Podría estar jugando baseball en algún equipo de las grandes ligas. Tenía todo el mundo por delante, y ellos simplemente me lo arrebataron. Se llevaron todo lo que tenía y todo lo que era, y me dejaron completamente seco. Seco y frustrado.
¿De qué diablos estoy hablando? No soy el único a quien esos imbéciles le quitaron algo. A Juliana, por ejemplo, se llevaron a su madre. La mejor doctora en todo el pueblo. Recuerdo cuando logró curar a Sara luego de una fuerte neumonía, después de haber caído en un lago congelado. Al menos ella sabe que su madre está bien, en cierto modo. Los sovs no serían tan estúpidos como para desperdiciar a una buena doctora. O eso es lo que le repito cuando ella duda al respecto.
-¡Buenos días, pueblo de Dantop! - me despertó el estúpido reloj. - ¡Hace un hermoso día! ¡Recuerden las cualidades de todo buen ciudadano fiel al Imperio Socialista Soviético!
Lealtad, orden y responsabilidad. Las repetí mentalmente mientras la radio las dictaba. Escucho esa estupidez al menos veinte veces en la escuela. Era imposible no aprendérselas de memoria. Segundos después, sintonizaron el Himno a la Madre Patria.
Me levanté de inmediato. Tengo la teoría, ya comprobada, que mientras más piensas en levantarte, o no, más difícil será. Los primeros diez segundos son los más importantes. Mi uniforme escolar estaba en la silla, justo a la par del escritorio. La corbata roja, junto con el suéter daba la impresión de no combinar en lo absoluto con el color caqui de mis pantalones; la camisa era blanca, con el símbolo de la hoz y el martillo como escudo en un bolsillo justo encima del corazón. Mis zapatos negros bien lustrados me esperaban a la par del mueble. Un buen estudiante ejemplo debe estar impecable, ante cualquier situación, era algo que la maestra repetía como si fuese una letanía. Tomé mis cosas y me metí a bañar; teníamos sólo siete minutos de agua potable, en un intervalo de media hora, para cada uno. Debía apresurarme, ya que no sabía si Sara o David ya habían usado su tiempo de ducha. Al principio fue difícil acostumbrarse, no lo puedo negar. Varias veces me han cortado el agua cuando aún tenía champú en la cabeza y jabón en el cuerpo; pero es cosa de acostumbrarse, supongo.
Cinco minutos con treinta segundos. Nada mal, considerando que me había bañado con algo de sueño aún pegado por toda la cara. Cuando bajé, vi que mamá arreglaba las pocas plantas que teníamos en casa. No entiendo porqué las sigue regando, si apenas tenemos agua para nosotros. Mucho menos tenemos para algunos nutrientes, ni siquiera tenemos para el abono.
-Hola, hijo - saludó mi mamá, quien se acercaba lentamente a darme un beso en la frente.
-Hola, mamá. ¿Dormiste bien?
-Más o menos. Las patrullas estuvieron rondando por todo el vecindario.
-¿Para qué diablos lo hacen? - pregunté molesto. - Hace años que no vemos a uno de...
Antes de que pudiera decir algo, mamá vino corriendo y me tapó la boca.
-¡No digas su nombre! - gritó mientras se llevaba los dedos a los labios. - ¡Ni siquiera se te ocurra!
-Bien, como sea. La cosa es que siguen jodiéndonos.
-¿Qué más quieres que hagan, Sammy? - mamá intentó sonreír. - Son la autoridad, son el gobierno.
-No. Nunca serán mi gobierno.
Me dirigí a la mesa a sentarme para comer algo del desayuno de todos los días. Siendo una familia de cuatro, tenemos derecho a dos huevos sintéticos, una rodaja de pan viejo y vitaminas en forma de un licuado con sabor a mierda. Nadie sabía de qué estaba hecho esto, y me preocupaba comer esto, pero sino lo hacíamos podríamos ser enviados a uno de los campos laborales, en el desierto de Nevada.
-¿Y David? - pregunté luego de tomarme un trago de la bebida con sabor a mierda.
-David ya se había ido cuando tú entraste a la ducha - dijo mamá. - Sólo comió la rebanada de pan y se fue a la escuela. Dijo que tenía examen, o algo así.
-¿Y Sara?
De pronto, apareció la figura de mi hermana recién bañada.
-Sí, ya dejen de hablar de mí - contestó Sara al sentarse en la mesa.
Mamá ya había desayunado, así que se despidió de nosotros y salió de la casa. Dijo que el turno de hoy comenzaba más temprano de lo normal, y me encargó que acompañara a mi hermana de quince años a la escuela.
-Apresúrate, las clases empiezan en media hora - le dije a mi hermana, quien comía lentamente sus dos huevos estrellados.
Sara y yo caminábamos en dirección a la única escuela del pueblo. Veíamos a decenas de estudiantes, algunos de nuestros amigos, con el uniforme rojo característico de nuestros huéspedes. El uniforme para las chicas, en este caso mi hermana, consistía en falda grisácea, con un suéter rojo y la camisa blanca; además de las medias igual de blancas.
-¡Buenos días, queridos Trawler! - gritó una figura detrás de mis espaldas.
Tanto Sara como yo volteamos a ver. Eran Gabriel, Thomas y Juliana. Mis tres mejores amigos, conozco a cada uno desde que fui por primera vez a la escuela.
-Hola - sonrió Sara levemente.
-¡Vaya, no recordaba que tuvieses tantos dientes! - bromeó Gabriel, quien la saludaba con un beso de mejillas.
-Aunque odie ir a ese lugar, ustedes lo vuelven más soportable - contó Sara.
-¡Uy, podrían arrestarte por ese comentario! - rió Gabriel.
-Es curioso que te juntes con mayores - dijo Thomas. - Por lo general, las chicas se juntan con gente de su edad.
Le hice una señal a Thomas para que le cortara. Sara no ha estado bien en estos días, bueno, desde que papá...
-No es que nos moleste, para nada - dijo Juliana ahora. - Es sólo que, ¿con quién te juntas en clase?
-Ah, olvídenlo - Sara colocaba los ojos en blanco. - No estoy lista para una de estas terapias.
Todos soltaron una carcajada. Vi a Gabriel, mi único amigo pelirrojo, resaltar de entre la mayoría. Curioso que alguien de 1.60 metros de alto pueda sobresalir de entre la multitud. Aunque, con su cabellera pelirroja, ojos verdes y algo de barba, es imposible no pasar desapercibido, menos si eres Gabriel Mitchell. Él siempre quería llamar la atención con sus estupideces.
Thomas Grace, en cambio, era completamente diferente. Inteligente, centrado y muy serio. Alto, casi de mi estatura, con el cabello negro y listo, unas cejas muy espesas y una nariz respingada. Thomas era un maldito genio. Lo he visto analizar ecuaciones diferenciales muy complejas, he visto cómo resuelve cada problema que se le presenta en la vida. Incluso, a veces he llegado a envidiarlo.
Y Juliana Meyers. ¿Qué decir de Juliana? Es mi única y mejor amiga mujer. Sus ojos cafés, su cabello café negro y su linda sonrisa la hace única ante mis ojos. Tiene la nariz más respingada que he visto en toda mi puta vida. ¡Y ni hablar de cómo huele! ¡Diablos! ¡No entiendo cómo sigue encontrando el perfume a vainilla que tanto me gusta! Y eso que no menciono lo divertida, inteligente, organizada y cariñosa que es.
A medida que caminábamos hacia la escuela, vimos cómo decenas de estudiantes se nos unían. La mayoría de nosotros intentábamos verlo con el mejor ánimo del mundo, no es que tuviésemos muchas opciones que digamos. Banderas del Imperio Socialista Soviético ondeaban por todo el lugar. Haciendo que nuestra escuela se viese desde los cielos, como un curioso monumento a la llegada de los sovs. Los cazas parecen sentirse atraídos a la peculiar manera de decoración del Jefe de Estado, a quien tanto mis amigos como mi familia, desconocíamos por completo quién diablos era.
Luego de despedir a mi hermana en el pasillo de la escuela, me dirigí a mi casillero para sacar algunos cuadernos y libros. Juliana me siguió de cerca, mientras que Gabriel y Thomas se distanciaron unos cuantos centímetros.
-¿Lo haremos esta noche también? - preguntó Gabriel.
-¡Claro! Como todas las noches - contestó Juliana. - Aunque no sé qué tanto ayude a la gente de aquí.
-Nunca lo sabremos, pero es algo que nos ayuda, para no hacernos sentir tan miserables - dijo Thomas. - O bueno, al menos a mí sí me ayuda.
Sonreí levemente. Nos dirigimos rápidamente a la clase y nos sentamos en los asientos de siempre. Tercera fila a la izquierda. Juliana adelante mío, Thomas a mi izquierda y Gabriel delante de él. Nuestros demás compañeros se quedaron en sus pupitres.
-¿Le contarás a Sara? - me preguntó Gabriel.
-No lo sé. No sé qué tan bien se lo tome. Después de todo, hacer esto presenta un riesgo para nosotros.
-Un riesgo que todos aceptamos - interrumpió Juliana. - Creo que le hará bien saberlo.
Me quedé pensando durante unos segundos. Sara odia a los sovs; ellos, lo que hacen y lo que representan para nosotros. No es que yo los ame, porque no es así, es sólo que para ella ha sido mucho más difícil aceptar la triste realidad que nos toca vivir. Ni siquiera David, quien últimamente ha parecido acoplarse muy bien a toda esta mierda.
-¡Buenos días, chicos! - saludó el profesor Workbert, quien entraba con una sonrisa de oreja a oreja.
-¡Qué la Madre Patria lo bendiga, profesor! - saludaron el resto de mis compañeros, a excepción de mis amigos y yo.
-Y a ustedes, supongo - el profesor Workbert dejó su mochila en el escritorio y comenzó a escribir fórmulas en el pizarrón.
Al parecer hoy veríamos ecuaciones diferenciales de grado superior. El título, de por sí, ya se escuchaba completamente marciano. Es como si me estuviesen hablando en mandarín, o en japonés. ¡Ni siquiera pude escribirlo bien a la primera!
-Extraño tanto las clases de artes - se volteó Juliana. - Extraño tanto dibujar.
-Y yo extraño las clases de historia - suspiré.
-Nunca entendí cómo es que te encantaban las clases de historia.
-No sólo las extraño. Daría lo que fuera por volver a estar en esos tiempos - sonreí, luego de empezar a copiar lo que Workbert.
-Todos estamos así - confesó Juliana.
-¡Señorita Meyers! Ya que tiene tiempo de hablar con el señor Trawler, ¿por qué no nos dice cuál es la fórmula modelo para resolver las ecuaciones?
Juliana pegó un brinco. Workbert la había asustado por completo. Muy pronto, sentí las miradas juzgonas de todos mis compañeros de clase, incluyendo la de Thomas y Gabriel, encima de nosotros. Juliana no tenía idea de lo que estaba hablando Workbert, busqué ayuda en Thomas, pero él negó con la cabeza. Así que hice lo que cualquier persona sensata haría.
-¿Sí, señor Trawler? - dijo Workbert al ver que levanté la mano. - ¿Tiene la respuesta para salvar a la señorita Meyers?
-No, profesor. Sólo quería decir que no fue culpa de Juliana. Yo fui el que le preguntó algo del clima, y ella fue tan amable de responderme que no tenía idea si llovería.
Risitas tímidas se escucharon en todo el salón. Workbert, en cambio, esbozó una ligera sonrisa. Ligera, muy ligera. Casi desapercibida para la mayoría.
-Entonces, si se callan comenzaré la clase de una vez - exclamó Workbert, levantándose de su escritorio mientras se acercaba lentamente al pizarrón.
Juliana me volteó a ver y soltó una risita tímida. Por su parte, Thomas lanzó un suspiro, mientras que Gabriel resoplaba. Nos quedaba todo el horario por delante, y el día no había hecho más que empezar.
-¡Oh, señor Workbert! Lamento ser un idiota en su clase, por favor no se coma a Juliana - Gabriel me molestaba todo el camino.
-¿Qué fue lo que pasó? - preguntó Sara.
-Tu hermano, intentando ser un héroe - dijo Thomas.
-¿Y funcionó? - preguntó David, mi hermano más pequeño.
-Al parecer sí. Evitó que mancharan el perfecto récord de Juliana - dijo Gabriel. - Tuviste suerte esta vez, Trawler.
-Al menos no dijo nada de anotarlo en el expediente. No creo que lo haga, ¿o sí? - preguntó Juliana.
-No, no te preocupes. Nos hubiera enviado con el subdirector - intenté mantenerme positivo.
Una de las reglas de mamá es siempre caminar los tres, juntos. Sin importar que llueve o relampaguee. Dice que es muy inseguro para que David o Sara regresen solos, así que me pide a mí que los acompañe, adonde quiera que fuesen. Curiosamente, no teme por delincuencia. Los sovs se encargaron de ello, hace desde hace varios años. La preocupación de la mayoría de padres, desde la imposición del ISS en nuestro país, fueron los soldados. Los bastardos de hombreras rojas y cascos amarillos. Tenían la fama de sobrepasarse con los más indefensos de nuestro país.
Los seis caminábamos de camino a casa, habíamos tomado por el camino principal del pueblo. Soldados soviéticos patrullaban por el lugar, al igual que varios tanques caza. Papá dijo que nunca vio nada como esas cosas, que atacaban con tal rapidez y fuerza. Era como si los rusos hubiesen creado su propia definición de la famosa Blitzkrieg. Nuestros huéspedes cerraron la mayoría de negocios. Restaurantes, bares, tiendas de ropa, de mascotas. Todo lo que parecía ser parte del capitalismo se vino abajo. En su lugar, los mismos soldados nos impartían todos los domingos, por la mañana, las raciones semanales que nos correspondían. La ropa es algo mucho más complejo: por lo general, se tiene que enviar una carta hacia el Jefe de Estado explicando muy detalladamente las razones por las cuales necesitábamos ropa nueva. Por lo general, no contestaban, pero no era mayor problema ya que mamá siempre logra conseguirnos algo de ropa. A veces tiendo a subestimar a los contactos de mi madre.
Justo íbamos pasando por el parque más grande del pueblo, cuando vimos una inusual concentración de personas. Thomas me hizo una señal para que nos acercásemos. Pude ver a un grupo de sovs que llevaban atado a un hombre. No sé si utilizaron esposas, o alguna cuerda. El punto es que lo guiaron a través de la multitud y lo obligaron a que subiese una plataforma de madera. Allí se encontraba un oficial de alto rango con una serie de papeles.
-¡Atención, habitantes de Dantop! - gritó para que todos lo escuchásemos. - ¡Este hombre es acusado de robar una importante ración de comida a uno de nuestros convoyes! ¿Cómo se declara el culpable?
-¡Soy inocente, maldita sea! - gritó el sujeto que estaba esposado. - ¡Mis hijos! ¡Se mueren de hambre porque ustedes no nos dan suficiente!
-¡Así que te admites haber robado!
-¡Lo hice para mantener a mis hijos! - volvió a gritar el sujeto, intentando forcejear con los soldados que lo apresaban. - ¡Y de ser necesario, lo volvería a hacer!
-Se condenó él mismo - me susurró Sara, quien tomaba de mi brazo ligeramente. La notaba tensa por toda la situación. ¡Y cómo no estarlo!
-¡Dicho eso, se le sentencia a la muerte! - el oficial sacó su pistola y apuntó a la cabeza.
¡BAM! La explosión hizo que la mayoría de personas lanzasen una exclamación de terror. Sara se cubrió los ojos con mi brazo, mientras yo le cubría la cara a David. Vi cómo el cuerpo del pobre diablo se desplomaba a tierra, aún con sus manos detrás de la espalda. El oficial guardó su arma y lanzó una risita sarcástica.
-¡Que eso les sirva de lección a todos! ¡No toleraremos más el robo ni el asesinato! ¡Mucho menos la desobediencia civil! - gritó fuertemente.
Volteé a ver a mis amigos, y todos tenían la misma cara. Estaban estupefactos. Los saqué del trance del que parecían ser víctimas al sacudir ligeramente sus hombros. Esto está mal, y lo sabemos, pero ¿quién puede interponérseles? ¿Los soldados? ¡Hace años que no sabemos absolutamente nada de los marines, de la Fuerza Aérea, o siquiera de los guardacostas! Somos como su ganado; nos matan a su antojo.
Sentí que la escena alteró a Sara. Hay días en los que simplemente bajas la guardia, días en los que esperas que nada de esta mierda pase. Y, ¡mierda! Hoy fue uno de esos días para mi hermana. David parecía tan tranquilo, tan normal. Es como si ya se hubiese acostumbrado a ver una escena similar todos los días. ¿Y por qué hablo sólo de mis hermanos? ¿Acaso no me había afectado? Digo, ¡asesinaron a un hombre en frente de mí! ¡A sangre fría! ¡Como si fuese un animal, o algo peor!
-Llegamos hasta aquí - se detuvo Juliana en un cruce dónde nuestros caminos se separaban.
Mis hermanos se habían adelantado. No podrían escuchar nuestra conversación. Aún no quería que fuesen parte de eso; mientras menos personas lo sepan, mejor para nosotros.
-¿Creen que es buena idea hacerlo hoy? - preguntó Juliana. Se había ajustado la mochila a la espalda. - Digo, después de lo que pasó.
-No hemos fallado un solo día desde que empezamos - dijo Thomas. - Y eso fue hace semanas.
-Además no quiero estar en casa. Detesto cuando papá nos cuenta a mamá y a mí su "duro día en la comisaría soportando al grupo de soviéticos idiotas" - confesó Gabriel. - Y si digo que estaré con ustedes, me habré salvado de escucharlo.
-Yo estoy dentro. Ni siquiera lo duden - levanté el pulgar. - ¿Los veo en la Ratonera?
Todos asintieron, y fue así como nos despedimos. No tardé en alcanzar a mis hermanos, quienes me habían esperado en la esquina de la calle, justo unas cuadras después.
-¿Crees que la familia de ese hombre estará bien? - preguntó David.
-No lo sé, amigo. Espero que sí - intenté sonreír.
-No quisiera estar presente cuando los sovs les cuenten - dijo Sara. - Digo, ¡sólo buscaba algo de comer!
Había poca gente a los alrededores, pero aún así no era buena idea quejarse con tantas oídos en algunas casas. Sabía lo alterada que estaba Sara, pero debía aguantarse unos cuantos metros más. Incluso era mala idea quejarse de ellos cuando estábamos en casa.
-¿Crees que mamá me deje ir con Christine más tarde? - me preguntó Sara.
-¿Tarea? ¿Exámenes?
-Quisiera sólo... desconectarme unas horas de todo esto. Estaba dudosa en ir, pero con lo que pasó...
-Intentaré hablar con ella. Aunque no me has pedido permiso a mí.
-¿Por qué tendría que tener tu permiso? - rió Sara.
-Porque soy tu hermano mayor.
Sara se quedó callada. En cambio, cruzó los brazos y levantó la ceja.
-Vamos, déjame sentirme importante.
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