Gregor Samsa

Las días siguientes no fueron mejores al ayer. La desolación apaciguó su fuerza, sin embargo, no se desvaneció. Permaneció como un helada garúa.

Estar en casa no fue lo mejor del mundo. Cinco días intentando ignorar la vocecita maligna que todo el tiempo amenazaba a mi inestable equilibrio.

Al sexto día tuve que volver a la cárcel que no llamamos cárcel. Fue incómodo y me sentí como un bicho, Gregor he de entenderte. Evitabas mirarme a los ojos, ni siquiera hace falta decir sobre intercambiar una palabra (cosa que agradezco y aborrezco), decidí tratar de actuar con normalidad. Acá es donde mi habitual cara malhumorada me salva como no tenés idea.

Y, nuevamente estamos en el hoy. Hoy, la verdad, te perdí el hilo otra vez. No sé en que momento, pero por un segundo fue como si nada hubiese pasado. Como si no supieses lo que yo dije, como si no hubiese pasado ese fatídico hecho.

Ahora que lo pienso, creo que la que debería dejar de mirarte a los ojos soy yo, porque cada vez que los observó me doy cuenta de que no importa que tan idiota seas, o que tanto me lastimes (a conciencia o no), siempre vuelvo a caer al abismo.