iv; bonita.
Tic, tac.
Cuando el hombre lleno de sangre murió en frente de mí, en verdad era lo último que me esperaba.
Pensé que podría intentar matarme. Pensé que podría intentar matarse a él mismo. Pero después de todo eso, me tomó desprevenido que le diera un ataque de lo que sea que hubiera sido en mis narices.
Estaba normal, silencioso. Tal vez ya me había contado lo que tenía que contar. O tal vez estaba esperando que yo le dijera algo. No lo sabía, y creo que tampoco lo quería saber.
Lo miré, y noté que estaba pálido, y con cara de que algo le dolía. O asustaba.
Antes de que yo pudiera preguntarle qué le pasaba, comenzó a hablar.
—Sé qué fue un error... sé que no debí haberlas matado. Pero yo tan solo fui la victima de ese desgraciado... él lo había planeado todo para que yo hiciera el trabajo sucio. Sacó ese lado psicópata que yo tanto había intentado ocultar por amor a su hija... para que yo la matara y nadie se enterara, sin incluir el plan que tiene para matar al presidente, el cual puede estar poniendo en práctica en este momento... mientras nosotros hablamos. —se calló de la silla, parecía que le costaba respirar. Grité que llamaran a una ambulancia. Todavía me pregunto si lo hicieron, o si ellos también eran parta del plan y tan solo observaron por un rato—. Le estoy contando algo grande, algo muy importante... Por favor, sé que es difícil creerle a alguien lleno de sangre, que confesó matar a la mujer que amaba y a la amante... y que está incriminando a una de las personas más importantes del país, sin si quiera saber su nombre, pero yo sé que usted no es de esos tipos que han pasado treinta años aquí y que dejan casos como este pasar solo porque no les da la gana de llegar a algo más profundo... ellos saben que están arriesgando su pellejo. Pero, por favor, créame.
Hablaba dificultoso, tosía. Parecía que sus pulmones suplicaban por una mísera de aire, pero que luego no lo podían absorber. Yo estaba desesperado, no sabía qué hacer. La impotencia invadía cada centímetro de mi mente.
Abrieron la puerta de golpe. Entraron hombres vestidos de blanco. Le pusieron una de esas máscaras de oxígeno en el rostro, y yo escuché sus últimas palabras.
«Créame».
Le cerré los ojos.
Sí te creo, Steven.
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