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013. in the place of the flowers again

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CAPÍTULO TRECE
▬ ❝ en el lugar de las flores de nuevo ❞ ▬










































ESTABA DE BUEN HUMOR CUANDO EL GRIS PERLA DE LA MAÑANA ME DESPERTÓ. La tensa velada con Billy y Jacob ahora me parecía inofensiva y decidí olvidarla por completo. Me descubrí silbando mientras me recogía el pelo con un pasador. Luego, bajé las escaleras dando saltos. Hilary, que desayunaba sentada en la mesa ya que papá había salido temprano, se dio cuenta y comentó:

—Estás muy alegre esta mañana.

Me encogí de hombros.

—Es viernes, Ly.

Ella alzó una de sus cejas—. Aja, si. Seguro esto tiene que ver con Edward y lo que sea que tiene contigo.

Había preparado la mochila, me había calzado los zapatos y cepillado los dientes, pero Edward fue más rápido a pesar de que salí disparada por la puerta siendo seguida por Hilary, que parecía soportar más a Edward que hace dos días atrás. Nos esperaba en su flamante coche con las ventanillas bajadas y el motor apagado.

Esta vez mi hermana no necesito alguna palabra para subirse al asiento de atrás. Alce mis cejas bastante sorprendida y rápidamente me subí al asiento de copiloto. El chico me dedicó esa sonrisa traviesa y abierta que me hacía contener el aliento y me paralizaba el corazón, mientras le extendía otro paquete de palomitas a mi hermanita, quien solo le agradeció y se colocó los auriculares –parecía vivir pegada a ellos–.

—¿Cómo has dormido? —me preguntó. ¿Sabía lo atrayente que resultaba su voz?

—Bien. ¿Qué tal tu noche?

—Placentera.

Una sonrisa divertida curvó sus labios. Me pareció que me estaba perdiendo una broma privada.

—¿Puedo preguntarte qué hiciste?

—No —volvió a sonreír—, el día de hoy sigue siendo mío.

Quería saber cosas sobre la gente, sobre Helena, sus aficiones, qué hacíamos juntas en nuestro tiempo libre, y luego sobre mi madre, que hacíamos cuando era pequeña juntas y de ese tipo de cosas, también me preguntó acerca de mis pocos amigos del colegio y... me puse colorada cuando me preguntó por los chicos con los que había tenido citas.

Me aliviaba que en realidad nunca hubiera salido con ninguno, por lo que la conversación sobre ese tema en particular no fue demasiado larga. Pareció tan sorprendido como Jessica y Angela por mi escasa vida romántica.

—¿Nunca has conocido a nadie que te haya gustado? —me preguntó con un tono tan serio que me hizo preguntarme qué estaría pensando al respecto.

De mala gana, fui sincera:

—En Los Ángeles, no.

Frunció los labios con fuerza.

Para entonces, ya nos habíamos despedido de Hilary y nos hallábamos ya en la cafetería. El día había transcurrido rápidamente en medio de ese borrón que se estaba convirtiendo en rutina. Aproveché la breve pausa para dar un mordisco a mi rosquilla.

—Hoy debería haberte dejado que condujeras —anunció sin venir a cuento mientras masticaba.

—¿Por qué? —quise saber.

—Me voy a ir con Jasper después del almuerzo.

—Está bien, no está demasiado lejos para un paseo entre Ly y yo.

Me miró con impaciencia.

—No te voy a hacer ir a casa andando a ti y a tu hermana. Tomaremos tu coche y lo dejaremos aquí para ustedes.

—No llevo la llave encima —musité—. No nos importaría caminar, de verdad.

Negó con la cabeza.

—Tu camioneta estará aquí y la llave en el contacto, a menos que temas que alguien te lo pueda robar.

Se rió sólo de pensarlo.

—De acuerdo —acepté.

Estaba casi segura de que tenía la llave en el bolsillo de los vaqueros que
había llevado el miércoles, debajo de una pila de ropa en el lavadero. Jamás la encontraría, aunque irrumpiera en mi casa o cualquier otra cosa que estuviera planeando. Pareció percatarse del desafío implícito en mi aceptación, pero sonrió burlón, demasiado seguro de sí mismo.

—¿Adonde vas a ir? —pregunté de la forma más natural que fui capaz.

—De caza —replicó secamente—. Si voy a estar a solas contigo mañana,
voy a tomar todas las precauciones posibles —su rostro se hizo más taciturno y suplicante—. Siempre lo puedes cancelar, ya sabes.

Me negué a dejarme convencer de que le temiera, sin importar lo real que pudiera ser el peligro.

—No —susurré mientras le miraba a la cara—. No puedo.

—Tal vez tengas razón —murmuró sombríamente.

El color de sus ojos parecía oscurecerse conforme lo miraba.

Cambié de tema.

—¿A qué hora te veré mañana? —quise saber.

—Eso depende... Es sábado. ¿No quieres dormir hasta tarde? —me ofreció.

—No —respondí a toda prisa. Contuvo una sonrisa.

—Entonces, a la misma hora de siempre —decidió—. ¿Estará Sam ahí?

—No, mañana se va a pescar y creo que llevará a Hilary con una de sus amigas.

Sonreí abiertamente ante el recuerdo de la forma tan conveniente con que se habían solucionado las cosas.

—¿Y qué pensará si no vuelves? —inquirió con la voz cortante.

—No tengo ni idea —repliqué con frialdad—. Sabe que tengo intención de hacer lavar ropa. Tal vez crea que me he caído dentro de la lavadora.

Me miró con el ceño enfurruñado y yo hice lo mismo. Su rabia fue mucho más impresionante que la mía.

—¿Qué vas a cazar esta noche? —le pregunté cuando estuve segura de haber perdido el concurso de ceños.

—Cualquier cosa que encontremos en el parque —parecía divertido por mi informal referencia a sus actividades secretas—. No vamos a ir lejos.

—¿Por qué vas con Jasper? —me extrañé.

—Jasper también necesita control para estar cerca de Alessia.

Frunció el ceño al hablar, como si aquello le frustrara de cierta forma.

—¿Y los otros? —pregunté con timidez—. ¿Cómo se lo toman?

Arrugó la frente durante unos momentos.

—La mayoría con incredulidad.

Miré a hurtadillas y con rapidez a su familia, percatándome que Rosalie se hacía a un lado para dejar que Alessia tomase asiento, antes de dirigirle una mirada fulminante a Bella que salía del lugar hecha una furia.

—Parece que Bella sigue en su etapa de odio a todos —supuse.

—No es eso —disintió, pero sus ojos eran demasiado inocentes para mentir —. No comprende por qué no te puedo dejar sola.

Sonreí de oreja a oreja.

—Yo tampoco, si vamos al caso.

Edward movió la cabeza lentamente y luego miró al techo antes de que
nuestras miradas volvieran a encontrarse.

—Te lo dije, no te ves a ti misma con ninguna claridad. No te pareces a nadie que haya conocido. Me fascinas.

Le dirigí una mirada de furia, segura de que hablaba en broma. Edward sonrió al descifrar mi expresión.

—Al tener las ventajas que tengo —murmuró mientras se tocaba la frente
con discreción—, disfruto de una superior comprensión de la naturaleza humana. Las personas son predecibles, pero tú nunca haces lo que espero. Siempre me encuentras desprevenido.

Desvié la mirada y mis ojos volvieron a vagar de vuelta a su familia, avergonzada y decepcionada. Sus palabras me hacían sentir como una cobaya. Quise reírme de mí misma por haber esperado otra cosa.

—Esa parte resulta bastante fácil de explicar —continuó. Aunque todavía no era capaz de mirarle, sentí sus ojos fijos en mi rostro—, pero hay más, y no es tan sencillo expresarlo con palabras...

Seguía mirando fijamente a los Cullen mientras él hablaba. De repente, Rosalie, su rubia e impresionante hermana, se volvió para echarme un vistazo. No me miraba con odio como lo había hecho con Isabella, solo que parecía algo tensa. Hasta que Edward se interrumpió a mitad de frase y emitió un bufido muy bajo. Fue casi un siseo. Rosalie giró la cabeza.

Volví a mirar a Edward, su rostro se tensó mientras se explicaba:

—Lo lamento. Ella no te odia, sólo está preocupada. Ya ves... Después de haber pasado tanto tiempo en público contigo y Jasper con Alessia no es sólo peligroso para Jasper y para mi... —bajó la vista.

—¿Si...?

—Si las cosas van mal.

Dejó caer la cabeza entre las manos, como aquella noche en Port Angeles.

Su angustia era evidente. Anhelaba confortarle, pero estaba muy perdida para saber cómo hacerlo. Extendí la mano hacia él involuntariamente, aunque rápidamente la dejé caer sobre la mesa, ante el temor de que mi caricia empeorase las cosas.

Lentamente comprendía que sus palabras deberían asustarme. Esperé a que el miedo llegara, pero todo lo que sentía era tristeza por su pesar.

No sabía cómo sacarlo a colación de nuevo. Seguía con la cabeza entre las manos. Intenté hablar con un tono de voz normal:

—¿Tienes que irte ahora?

—Sí —alzó el rostro, por un momento estuvo serio, pero luego cambió de estado de ánimo y sonrió—. Probablemente sea lo mejor. En Artes aún nos quedan por soportar quince minutos de esa espantosa película. No creo que lo aguante más.

Me llevé un susto. De repente, Jasper y Alice se encontraban en pie detrás del hombro de Edward. Él los saludó sin desviar la mirada de mí.

—Alice, Jasper.

—Edward —respondieron ambos con la voz aterciopelada tal y como la de su hermano.

—Alice, Jasper, les presento a Mara... Mara, ésta es Alice y él es Jasper —nos presentó haciendo un gesto informal con la mano y una seca sonrisa en el rostro—. Aunque asumo que ya habías hablado con ella, Alice.

—Efectivamente —afirmó Alice, muy sonriente—. Hola, Sami. Es bueno el hablar una vez más.

—Sam —saludó cortésmente el rubio, actitud que me recordó mucho al tipo de libros viejos que usualmente leía en mis noches de insomnio en Los Ángeles.

—Hola, chicos —musité con una sonrisa.

—¿Estás preparado? —le preguntó.

—Casi —replicó Edward con voz distante—. Me reuniré con ambos en el coche.

Alice y Jasper se alejaron sin decir nada más.

—Debería decir «que te diviertas», ¿o es el sentimiento equivocado? —le
pregunté volviéndome hacia él de forma divertida.

—No, «que te diviertas» es tan bueno como cualquier otro.

Esbozó una amplia sonrisa.

—En tal caso, que te diviertas.

—Lo intentaré —seguía sonriendo—. Y, por favor, tú intenta mantenerte a salvo.

—A salvo en Forks... —fingí pensarlo—. Suena como un reto.

—Para ti lo es —el rostro se endureció—. Prométemelo.

—Prometo que intentaré mantenerme ilesa —declamé—. Esta noche lavaré ropa... Una tarea que no debería entrañar demasiado peligro.

—No te caigas dentro de la lavadora —se mofó.

—Haré lo que pueda.

Se puso en pie y yo también me levanté para ir hacia Alessia, quien hacía señas extrañas para que me acercara.

—Te veré mañana —musité.

—Te parece mucho tiempo, ¿verdad? —murmuró.

Negué divertida—. Na, sobreviviré.

—Por la mañana, allí estaré —me prometió esbozando su sonrisa picara.

Extendió la mano a través de la mesa para acariciarme la cara, me rozó
levemente los pómulos y luego se dio la vuelta y se alejó.

Caminé hacia Alex quien, al parecer, tenía mucho que contarme. Me di cuenta que Rosalie, Emmett y Aston ya no estaban en esa mesa.

—Por favor, dime que por lo menos Jasper no te hace sentir que solo tú estás enamorada —musité, dejando caer mi rostro en la mesa.

Alessia rió—. ¡Tendré suerte si llega a admitirlo!

SENTÍ LA ENORME TENTACIÓN DE HACER NOVILLOS EL RESTO DEL DÍA, faltar al menos a clase de Educación física, pero mi instinto me detuvo. Sabía que Mike y los demás darían por supuesto que estaba con Edward si desaparecía ahora, y a él le preocupaba el tiempo que pasábamos juntos en público por si las cosas no salían bien. Me negué a entretenerme con ese último pensamiento y en vez de eso, concentré mi atención en hacer que las cosas fueran más seguras para él.

Intuitivamente, sabía –y me daba cuenta de que él también lo creía así– que mañana iba a ser un momento crucial. Nuestra relación no podía continuar en el filo de la navaja. Caeríamos a uno u otro lado, dependiendo por completo de su elección o de sus instintos. Había tomado mi decisión, lo había hecho incluso antes de haber sido consciente de la misma.

Resignada, me dirigí a clase. Para ser sincera, no sé qué sucedió en Artes, estaba demasiado preocupada con los pensamientos de lo que sucedería al día siguiente y sobre lo mal que me tenía el estúpido baboso de Edward Cullen. En la clase de gimnasia, Mike volvía a dirigirme la palabra otra vez.

—¿Vas a ir al baile con Cullen? —preguntó, repentinamente mohíno.

—No, no voy a ir con nadie.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? —inquirió con demasiado interés.

Mi reacción instintiva fue decirle que dejara de entrometerse, pero en lugar
de eso le mentí alegremente.

—Ir a Los Ángeles y convivir con mi tía y su prometido: quizás les ayude con algo de la boda.

—¿Cullen les ayudará también?

—Edward —enfaticé— no me va a ayudar con eso. Se va a no sé
dónde durante ese fin de semana.

Noté con sorpresa que las mentiras me salían con mayor naturalidad que de costumbre.

—Ah —se animó—. Ya sabes, de todos modos, puedes venir al baile con
nuestro grupo. Estaría bien. Todos bailaríamos contigo —prometió.

La imagen mental del rostro de Jessica hizo que el tono de mi voz fuera más cortante de lo necesario.

—Mike, no voy a ir al baile, ¿de acuerdo? No estaré aquí para el.

—Bien —se enfurruñó otra vez—. Sólo era una oferta.

Cuando al fin terminaron las clases, me dirigí al aparcamiento sin entusiasmo.

No me apetecía especialmente ir a casa a pie, pero no veía la forma de recuperar la camioneta. Entonces, comencé a creer una vez más que no había nada imposible para él. Este último instinto demostró ser correcto: mi coche estaba en la misma plaza en la que él había aparcado el Volvo por la mañana junto a Hilary, quien tenía las cejas alzadas y estaba sentada en el asiento de copiloto dentro de este.

Incrédula, sacudí la cabeza mientras abría la puerta –no estaba echado el pestillo– y vi las llaves en el bombín de la puesta en marcha.

—Hay un papel ahí —dijo Ly, señalando el pedazo de papel blanco doblado sobre mi asiento—. Asumo que tu Cullen lo trajo junto con estas.

Movió las palomitas en sus manos con una sonrisa mientras metía un puñado de estas a su boca.

Lo tomé y cerré la puerta antes de desdoblarlo. Había escrito dos palabras con su elegante letra:

Sé prudente

Sonreí irónica y el sonido del motor al arrancar me asustó. Me reí de mí
misma al igual que Hilary se reía de mí en todo el trayecto hasta casa.

El pomo de la puerta estaba cerrado y el pestillo sin echar, tal y como se había quedado por la mañana. Una vez dentro, me fui directa al lavadero mientras que Hilary iba directa al patio trasero. Parecía que todo seguía igual.

Hurgué entre la ropa en busca de mis vaqueros y revisé los bolsillos una vez que los hube encontrado. Vacíos. Quizás las hubiera dejado colgando dentro del coche, pensé sacudiendo la cabeza.

Papá estuvo distraído durante la cena, supuse que le preocupaba algo relacionado con el trabajo, o tal vez con el partido de baseball, o puede que le hubiera gustado de verdad la lasaña. Con papá, era difícil saberlo.

—¿Sabes, papá? —comencé, interrumpiendo su meditación.

—¿Qué pasa, Sami?

—Al final me quedaré mañana en casa, no me apetece salir.

—Ah —dijo sorprendido—. De acuerdo. Bueno, ¿quieres que me quede en casa?

Mire hacia donde estaba Hilary, profundamente dormida en el sofá.

—No, papá, no cambies de planes. Tengo un millón de cosas que hacer: los deberes, limpiar, necesito ir a la biblioteca y al supermercado. Estaré entrando y saliendo todo el día. Ve, llévate a Ly y diviértanse.

—¿Estás segura?

—Totalmente, papá. Además, el nivel de pescado del congelador está bajando peligrosamente... Hemos descendido hasta tener reservas sólo para dos o tres años.

Me sonrió.

Me sentí culpable por hacerle creer aquello, y estuve a punto de seguir el consejo de Edward y decirle dónde iba a estar. A punto.

Después de la cena, doblé la ropa y puse otro par de prendas en la secadora. Por desgracia, era la clase de trabajo que sólo mantiene ocupadas las manos y mi mente tuvo demasiado tiempo libre, sin duda, y debido a eso perdí el control. Fluctuaba entre una ilusión tan intensa que se acercaba al dolor y un miedo insidioso que minaba mi resolución. Tuve que seguir recordándome que y a había elegido y que no había vuelta atrás. Saqué del bolsillo la nota de Edward dedicando mucho más esfuerzo del necesario para embeberme con las dos simples palabras que había escrito. Él quería que estuviera a salvo. Sólo podía aferrarme a la confianza de que al fin ese deseo prevaleciera sobre los demás. ¿Qué otra alternativa tenía? ¿Apartarle de mi vida? Intolerable. Además, en realidad, parecía que toda mi vida girase en torno a él desde que volví a Forks.

Una vocecita preocupada en el fondo de mi mente se preguntaba cuánto dolería en el caso de que las cosas terminaran mal.

Me sentí aliviada cuando se hizo lo bastante tarde para acostarme. Sabía de sobra que estaba demasiado estresada para dormir, por lo que hice algo que nunca había hecho antes: tomar sin necesidad y de forma consciente una medicina para el resfriado, de esas que me dejaban grogui durante unas ocho horas. Normalmente no hubiera justificado esa clase de comportamiento en mí misma, pero el día siguiente ya iba a ser bastante complicado como para añadirle que estuviera atolondrada por no haber pegado ojo. Me sequé el pelo hasta que estuvo totalmente liso y me ocupé de la ropa que llevaría al día siguiente mientras aguardaba a que hiciera efecto el fármaco.

Una vez que lo tuve todo listo para el día siguiente, me tendí al fin en la cama.

Estaba agitada, sin poder parar de dar vueltas. Me levanté y revolví la caja de zapatos con los CD hasta encontrar una recopilación de los nocturnos de Chopin. Lo puse a un volumen muy bajo y volví a tumbarme, concentrándome en ir relajando cada parte de mi cuerpo. En algún momento de ese ejercicio, hicieron efecto las pastillas contra el resfriado y, por suerte, me quedé dormida.

Me desperté a primera hora después de haber dormido a pierna suelta y sin pesadillas gracias al innecesario uso de los fármacos. Aun así, salté de la cama con el mismo frenesí de la noche anterior. Me vestí rápidamente, me ajusté el cuello alrededor de la garganta y seguí forcejeando con el suéter de color canela hasta colocarlo por encima de los vaqueros. Con disimulo, eché un rápido vistazo por la ventana para verificar que papá y Ly se habían marchado ya.

Una fina y algodonosa capa de nubes cubría el cielo, pero no parecía que fuera a durar mucho.

Desayuné y me apresuré a fregar los platos en cuanto hube terminado. Volví a echar un vistazo por la ventana, pero no se había producido cambio alguno. Apenas había terminado de cepillarme los dientes y me disponía a bajar las escaleras cuando una sigilosa llamada de nudillos provocó un sordo golpeteo de mi corazón contra las costillas.

Fui corriendo hacia la entrada. Tuve un pequeño problema con el pestillo, pero al fin conseguí abrir la puerta de un tirón y allí estaba él. Se desvaneció toda la agitación y recuperé la calma en cuanto vi su rostro.

Al principio no estaba sonriente, sino sombrío, pero su expresión se alegró en cuanto se fijó en mí, y se rió entre dientes.

—Buenos días.

—¿Qué ocurre?

Eché un vistazo hacia abajo para asegurarme de que no me había olvidado de ponerme nada importante, como los zapatos o los pantalones.

—Vamos a juego.

Se volvió a reír. Me di cuenta de que él llevaba un gran suéter ligero del
mismo color que el mío, cuyo cuello a la caja dejaba al descubierto el de la camisa blanca que llevaba debajo, y unos vaqueros azules. Me uní a sus risas.

¿Por qué tenía él que parecer un modelo de pasarela?

Cerré la puerta al salir mientras él se dirigía a la camioneta. Aguardó junto a la puerta del copiloto con una expresión resignada y perfectamente comprensible.

—Hicimos un trato —le recordé con aire de suficiencia mientras me encaramaba al asiento del conductor y me estiraba para abrirle la puerta—. ¿Adonde? —le pregunté.

—Ponte el cinturón... Ya estoy nervioso.

Le dirigí una mirada fulminante mientras le obedecía.

—¿Adonde? —repetí suspirando.

—Toma la 101 hacia el norte —ordenó.

Era sorprendentemente difícil concentrarse en la carretera al mismo tiempo que sentía sus ojos clavados en mi rostro. Lo compensé conduciendo con más cuidado del habitual mientras cruzaba las calles del pueblo, aún dormido.

—¿Tienes intención de salir de Forks antes del anochecer?

—Un poco de respeto —le recriminé—, este auto tiene los suficientes años para ser el abuelo de tu coche.

A pesar de su comentario recriminatorio, pronto atisbamos los límites del pueblo. Una maleza espesa y una ringlera de troncos verdes reemplazaron las casas y el césped.

—Gira a la derecha para tomar la 101 —me indicó cuando estaba a punto de preguntárselo. Obedecía en silencio.

—Ahora, avanzaremos hasta que se acabe el asfalto.

Detecté cierta sorna en su voz, pero tenía demasiado miedo a salirme de la carretera como para mirarle y asegurarme de que estaba en lo cierto.

—¿Qué hay allí, donde se acaba el asfalto?

—Una senda.

—¿Vamos de caminata? —pregunté preocupada. Gracias a Dios, me había
puesto mis convers.

—¿Supone algún problema?

Lo dijo como si esperara que fuera así.

—No.

Intenté que la mentira pareciera convincente, pero si pensaba que mi auto era lento, tenía que esperar a verme a mí...

—No te preocupes, sólo son unos ocho kilómetros y no iremos deprisa.

¡Ocho kilómetros! No le respondí para que no notara cómo el pánico
quebraba mi voz. Ocho kilómetros de raíces traicioneras y piedras sueltas que intentarían torcerme el tobillo o incapacitarme de alguna otra manera. Aquello iba a resultar humillante.

Avanzamos en silencio durante un buen rato mientras yo sentía que ya había estado por ahí, tenía esa corazonada.

—¿En qué piensas? —preguntó con impaciencia.

—Sólo me preguntaba adonde nos dirigimos —volví a mentirle.

—Es un lugar al que me gusta mucho ir cuando hace buen tiempo, además, me recuerda mucho a alguien.

Luego, ambos nos pusimos a mirar por las ventanillas a las nubes, que
comenzaban a diluirse en el firmamento.

—Papá dijo que hoy haría buen tiempo.

—¿Le dijiste lo que te proponías?

—No.

—Pero Jessica cree que vamos a salir juntos a algún lado... —la idea parecía de su agrado—. ¿No?

—No, le dije que habías suspendido el viaje... cosa que es cierta.

—¿Nadie sabe que estás conmigo? —inquirió, ahora con enfado.

—Eso depende... ¿He de suponer que se lo has contado a Alice y a Jasper y que Jasper se lo pudo contar a Alessia?

—Eso es de mucha ayuda, Mara —dijo bruscamente.

Fingí no haberle oído, pero volvió a la carga y preguntó:

—¿Te deprime tanto Forks que estás preparando tu suicidio?

—Dijiste que un exceso de publicidad sobre nosotros podría ocasionarte
problemas —le recordé.

—¿Y a ti te preocupan mis posibles problemas? —el tono de su voz era de
enfado y amargo sarcasmo—. ¿Y si no regresas?

Negué con la cabeza sin apartar la vista de la carretera. Murmuró algo en voz baja, pero habló tan deprisa que no le comprendí.

Nos mantuvimos en silencio el resto del tray ecto en el coche. Noté que en su interior se alzaban oleadas de rabiosa desaprobación, pero no se me ocurría nada que decir.

Entonces se terminó la carretera, que se redujo hasta convertirse en una senda de menos de medio metro de ancho jalonada de pequeños indicadores de madera. Aparqué sobre el estrecho arcén y salí sin atreverme a fijar mi vista en él puesto que se había enfadado conmigo, y tampoco tenía ninguna excusa para mirarle. Hacía calor, mucho más del que había hecho en Forks desde el día de mi llegada, ya causa de las nubes hacía casi bochorno. Me quité el suéter y lo anudé en torno a mi cintura, contenta de haberme puesto una camiseta liviana y sin mangas, sobre todo si me esperaban ocho kilómetros a pie.

Le oí dar un portazo y pude comprobar que también él se había desprendido del suéter. Permanecía cerca del coche, de espaldas a mí, encarándose con el bosque primigenio.

—Por aquí —indicó, girando la cabeza y con expresión aún molesta.

Comenzó a adentrarse en el sombrío bosque.

—¿Y la senda?

El pánico se manifestó en mi voz mientras rodeaba el vehículo para darle alcance.

—Dije que al final de la carretera había un sendero, no que lo fuéramos a seguir.

—¡¿No iremos por la senda?! —pregunté con desesperación.

—No voy a dejar que te pierdas.

Se dio la vuelta al hablar, sonriendo con mofa, y contuve un gemido.

Llevaba desabotonada la camiseta blanca sin mangas, por lo que la suave superficie de su piel se veía desde el cuello hasta los marmóreos contornos de su pecho, sin que su perfecta musculatura quedara oculta debajo de la ropa. La desesperación me hirió en lo más hondo al comprender que era demasiado perfecto. No había manera de que aquella criatura celestial estuviera hecha para mí.

Desconcertado por mi expresión torturada, Edward me miró fijamente.

—¿Quieres volver a casa? —dijo con un hilo de voz. Un dolor de diferente naturaleza al mío impregnaba su voz.

Me adelanté hasta llegar a su altura, ansiosa por no desperdiciar ni un segundo del tiempo que pudiera estar en su compañía.

—¿Qué va mal? —preguntó con amabilidad.

—No soy una buena senderista —le expliqué con desánimo—. Tendrás que tener paciencia conmigo.

—Puedo ser paciente si hago un gran esfuerzo.

Me sonrió y sostuvo mi mirada en un intento de levantarme el ánimo, súbita e inexplicablemente alicaído. Intenté devolverle la sonrisa, pero no fue convincente. Estudió mi rostro.

—Te llevaré de vuelta a casa —prometió.

No supe determinar si la promesa se refería al final de la jornada o a una marcha inmediata. Sabía que él creía que era el miedo lo que me turbaba, y de nuevo agradecí ser yo la única persona a la que no le pudiera leer el pensamiento.

—Si quieres que recorra ocho kilómetros a través de la selva antes del atardecer, será mejor que empieces a indicarme el camino —le repliqué con acritud.

Torció el gesto mientras se esforzaba por comprender mi tono y la expresión de mis facciones. Después de unos momentos, se rindió y encabezó la marcha hacia el bosque.

No resultó tan duro como me había temido. El camino era plano la mayor parte del tiempo y estuvo a mi lado para sostenerme al pasar por los húmedos helechos y los mosaicos de musgo que cada vez se volvían más familiares que antes. Cuando teníamos que sortear árboles caídos o pedruscos, me ayudaba, levantándome por la cintura y soltándome en cuanto la senda se despejaba. El toque gélido de su piel sobre la mía hacía palpitar mi corazón invariablemente. Las dos veces en que esto sucedió miré de reojo su rostro, estaba segura de que, no sabía cómo, él oía mis latidos.

Intenté mantener los ojos lejos de su cuerpo perfecto tanto como me fue posible, pero a menudo no podía resistir la tentación de mirarle.

Recorrimos en silencio la mayor parte del trayecto. De vez en cuando, Edward formulaba una pregunta al azar, una de las que no me había hecho en los dos días anteriores de interrogatorio. Me interrogó sobre mis cumpleaños, los profesores en la escuela primaria y las mascotas de mi infancia... Tuve que admitir que había renunciado a ellas después de que se murieran tres peces de forma seguida. Rompió a reír al oírlo con más fuerza de lo que me tenía acostumbrada... De los bosques desiertos se levantó un eco similar al tañido de las campanas.

La caminata me llevó la mayor parte de la mañana, pero él no mostró signo alguno de impaciencia. El bosque se extendía a nuestro alrededor en un interminable laberinto de viejos árboles, y la idea de que no encontráramos la salida comenzó a ponerme nerviosa. Edward se encontraba muy a gusto y cómodo en aquel dédalo de color verde, y nunca pareció dudar sobre qué dirección tomar.

Después de varias horas, la luz pasó de un tenebroso tono oliváceo a otro jade más brillante al filtrarse a través del dosel de ramas. El día se había vuelto soleado, tal y como él había predicho.

Comencé a sentir un estremecimiento de entusiasmo por primera vez desde que entré en el bosque, sensación que rápidamente se convirtió en impaciencia.

—¿Aún no hemos llegado? —hable, fingiendo fruncir el ceño.

—Casi —sonrió ante el cambio de mi estado de ánimo—. ¿Ves ese fulgor de ahí delante?

—Humm —miré atentamente a través del denso follaje del bosque—. ¿Debería verlo?

Esbozó una sonrisa burlona.

—Puede que sea un poco pronto para tus ojos.

—Tendré que pedir hora para visitar al oculista —murmuré.

Su sonrisa de mofa se hizo más pronunciada.

Pero entonces, después de recorrer otros cien metros, pude ver sin ningún
género de duda una luminosidad en los árboles que se hallaban delante de mí, un brillo que era amarillo en lugar de verde. Apreté el paso, mi avidez crecía conforme avanzaba. Edward me dejó que yo fuera delante y me siguió en silencio.

Alcancé el borde de aquel remanso de luz y atravesé la última franja de helecho para entrar en el lugar más maravilloso que había visto en mi vida, recordándolo con claridad.

La pradera era un pequeño círculo perfecto lleno de flores silvestres que había visto a mis cinco años, donde lo había conocido: violetas, amarillas y de tenue blanco. Podía oír el burbujeo musical de un arroyo que fluía en algún lugar cercano. El sol estaba directamente en lo alto, colmando el redondel de una blanquecina calima luminosa.

—No creí volver aquí...

Pasmada, caminé sobre la mullida hierba en medio de las flores, balanceándose al cálido aire dorado. Me di media vuelta para compartir con él todo aquello, pero Edward no estaba detrás de mí, como creía.

Repentinamente alarmada, giré a mí alrededor en su busca. Finalmente, lo localicé, inmóvil debajo de la densa sombra del dosel de ramas, en el mismo borde del claro, mientras me contemplaba con ojos cautelosos y una pequeña sonrisa. Sólo entonces recordé lo que la belleza del prado me había hecho olvidar: el enigma de Edward y el sol, lo que me había prometido mostrarme hoy.

Di un paso hacia él, con los ojos relucientes de curiosidad. Los suyos en cambio se mostraban recelosos. Le sonreí para infundirle valor y le hice señas para que se reuniera conmigo, acercándome un poco más. Alzó una mano en señal de aviso y yo vacilé, y retrocedí un paso.

Edward pareció inspirar hondo y entonces salió al brillante resplandor del mediodía.

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