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012. edward questions cullen

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CAPÍTULO DOCE
▬  ❝ edward preguntitas cullen ❞  ▬






































—¿Y PORQUÉ TENEMOS QUE IR CON ÉL SI NOSOTRAS TENEMOS NUESTRA PROPIA CAMIONETA?

Junte en una fina línea mis labios al oír hablar a mi hermana, quien se cruzaba de brazos al oír que de nuevo iríamos a la escuela en el coche de Edward, quien ahora quería hacerme a mi las preguntas –o aquello me había dicho cuando íbamos de regreso a casa tras una clase aburrida de artes–.

—Por favor, Ly —murmure—. Dijiste que te medio agradaba anoche, ¿qué cambio?

—Nada, pero quiero irme en mi auto —musitó ella, como si aquello fuera obvio—. Además, ya nos trajo ayer y me regaló una bolsa de palomitas. ¿Qué quiere? ¿Ganarse a la cuñada?

Me atraganté con mi propia saliva al oírla. Esta niña está muy adelantada para su edad, ¡tiene doce, por Dios!

—Solo deja de hablar y vayamos saliendo de la casa —murmure, sintiendo mis mejillas calientes y mi garganta doliendo horrores—. Ve por tus cosas, vamos.

Hilary bufó—. Agradece que ese tal Cullen es conocido entre mis amigos, cosa que me dará de que hablar en clases.

Espere a que mi hermanita se perdiera escaleras arriba antes de echar un vistazo por la ventana. El coche plateado ya estaba ahí, en la entrada.

—¡Ly, vámonos!

La castaña salto los últimos dos escalones y refunfuño—. No me pagan lo suficiente.

—Ni siquiera te pago —masculle, frunciendo el ceño.

—Exacto.

Bajamos las escaleras del porche y salimos por la puerta delantera, no podía evitar preguntarme cuánto tiempo duraría esta extraña rutina. No quería que acabara jamás, pero luego pensaba en Hilary y me lo pensaba un poco más.

Nos aguardaba en el coche sin aparentar mirarme cuando cerré la puerta de la casa sin molestarme en echar el pestillo. Nos encaminamos hacia el coche, me detuve con timidez antes de abrir la puerta y entré, igual que Hilary lo hacía solo que en la parte trasera. Estaba sonriente, relajado y, como siempre, perfecto e insoportablemente guapo.

—Buenos días —me saludó con voz aterciopelada—. ¿Cómo están hoy?

Me recorrió el rostro con la vista, como si su pregunta fuera algo más que una mera cortesía.

—Bien, gracias.

Siempre estaba bien, mucho mejor que bien, cuando me hallaba cerca de él. Su mirada se detuvo en mis ojeras.

—Mientras tengas más palomitas dejaré que esto siga ocurriendo —canturreo Hilary.

Edward rió y de la guantera sacó una bolsa repleta de palomitas, se lo dio a mi hermana quien sonrió complacida.

—Toda tuya, Cullen —abrió la bolsa y se puso sus audífonos, que por lo que podía oír, iban hasta el tope de música.

—Pareces cansada.

—No pude dormir mucho —confesé, y de inmediato me removí la melena sobre el hombro preparando alguna medida para ganar tiempo.

—Yo tampoco —bromeó mientras encendía el motor.

Me estaba acostumbrando a ese silencioso ronroneo. Estaba convencida de que me asustaría el rugido del monovolumen, siempre que llegara a conducirlo de nuevo.

—Eso es cierto —me reí—. Supongo que he dormido un poquito más que tú.

—Apostaría a que sí.

—¿Qué hiciste la noche pasada?

—No te escapes —rió entre dientes—. Hoy me toca hacer las preguntas a mí.

—Ah, es cierto. ¿Qué quieres saber?

Torcí el gesto. No lograba imaginar que hubiera nada en mi vida que le pudiera resultar interesante.

—¿Cuál es tu color favorito? —preguntó con rostro grave. Puse los ojos en blanco.

—Depende del día.

—¿Cuál es tu color favorito hoy? —seguía muy solemne.

—El marrón, probablemente.

Solía vestirme en función de mi estado de ánimo. Edward resopló y abandonó su expresión seria.

—¿El marrón? —inquirió con escepticismo.

—Seguro. El marrón significa calor. Echo de menos el marrón. Aquí —me quejé—, una sustancia verde, blanda y mullida cubre todo lo que se suponía que debía ser marrón, los troncos de los árboles, las rocas, la tierra.

Mi pequeño delirio pareció fascinarle. Lo estuvo pensando un momento sin dejar de mirarme a los ojos.

—Tienes razón —decidió, serio de nuevo—. El marrón significa calor.

Rápidamente, aunque con cierta vacilación, extendió la mano y me apartó el pelo del hombro.

Para ese momento ya estábamos en el instituto.

—Los veo en la tarde —dijo Hilary yéndose de con nosotros, no sin antes besar mi mejilla y hacer un gesto en dirección a Edward como despedida.

Edward le sonrió y cuando ella se fue hacia sus amigas, quienes estaban un tanto boquiabiertas por ver que se despidió de Edward, se giró en mi dirección otra vez.

—¿Qué CD has puesto en tu equipo de música? —tenía el rostro tan sombrío
como si me exigiera una confesión de asesinato.

Esbozó una sonrisa traviesa y un brillo peculiar iluminó sus ojos cuando le dije el nombre del grupo. Tiró de un saliente hasta abrir el compartimiento de debajo del reproductor de CD del coche, extrajo uno de los treinta discos que guardaba apretujados en aquel pequeño espacio y me lo entregó.

—¿De Debussy a esto? —enarcó una ceja. Era el mismo CD. Examiné la familiar carátula con la mirada gacha.
El resto del día siguió de forma similar.

Me estuvo preguntando cada insignificante detalle de mi existencia mientras me acompañaba a Lengua, cuando nos reunimos después de Español, toda la hora del almuerzo. Las películas que me gustaban y las que aborrecía; los pocos lugares que había visitado; los muchos sitios que deseaba visitar; y libros, libros sin descanso.

No recordaba la última vez que había hablado tanto. La mayoría de las veces me sentía cohibida, con la certeza de resultarle aburrida, pero el completo ensimismamiento de su rostro y el interminable diluvio de preguntas me compelían a continuar. La mayoría eran fáciles, sólo unas pocas provocaron que me sonrojara, pero cuando esto ocurría, se iniciaba toda una nueva ronda de preguntas. Me había estado lanzando las preguntas con tanta rapidez que me sentía como si estuviera completando uno de esos test de Psiquiatría en los que tienes que contestar con la primera palabra que acude a tu mente. Estoy segura de que habría seguido con esa lista, cualquiera que fuera, que tenía en la cabeza de no ser porque se percató de mi repentino rubor.

Cuando me preguntó cuál era mi gema predilecta, sin pensar, me precipité a contestarle que el topacio. Enrojecí porque, hasta hacía poco, mi favorita era el granate. Era imposible olvidar la razón del cambio mientras sus ojos me devolvían la mirada y, naturalmente, no descansaría hasta que admitiera la razón de mi sonrojo.

—Dímelo —ordenó al final, una vez que la persuasión había fracasado, porque yo había hurtado los ojos a su mirada—. Y no salgas de nuevo con tu "que te importa", Mara.

—Es el color de tus ojos hoy —musité, rindiéndome y mirándome las manos mientras jugueteaba con un mechón de mi cabello—. Supongo que te diría el ónice si me lo preguntaras dentro de dos semanas.

Le había dado más información de la necesaria en mi involuntaria honestidad, y me preocupaba haber provocado esa extraña ira que estallaba cada vez que cedía y revelaba con demasiada claridad lo que pensaba.

Pero su pausa fue muy corta y lanzó la siguiente pregunta:

—¿Cuáles son tus flores favoritas?

Suspiré aliviada y proseguí con el psicoanálisis.

—Los girasoles, sin pensarlo.

Artes volvió a ser un engorro.

Edward había continuado con su cuestionario hasta que la maestra entró en el aula arrastrando otra vez el equipo audiovisual. Cuando la profesora se aproximó al interruptor, me percaté de que Edward alejaba levemente su silla de la mía. No sirvió de nada. Saltó la misma chispa eléctrica y el mismo e incesante anhelo de tocarlo, como el día anterior, en cuanto la habitación se quedó a oscuras.

Me recliné en la mesa y apoyé el mentón sobre los brazos doblados. Los dedos ocultos aferraban el borde de la mesa mientras luchaba por ignorar el estúpido deseo que me desquiciaba.

No le miraba, temerosa de que fuera mucho más difícil mantener el autocontrol si él me miraba. Intenté seguir la película con todas mis fuerzas, pero al final de la hora no tenía ni idea de lo que acababa de ver. Suspiré aliviada cuando la profesora encendió las luces y por fin miré a Edward, que me estaba contemplando con unos ojos que no supe interpretar.

Se levantó en silencio y se detuvo, esperándome. Caminamos hacia el gimnasio sin decir palabra, como el día anterior, y también me acarició, esta vez con la palma de su gélida mano, desde la sien a la mandíbula sin despegar los labios... antes de darse la vuelta y alejarse.

La clase de Educación física pasó rápidamente mientras contemplaba junto a Alessia el espectáculo del equipo unipersonal de bádminton de Mike, que hoy no me dirigía la palabra, ya fuera como reacción a mi expresión ausente o porque aún seguía enfadado por nuestra disputa del día anterior. Me sentí mal por ello en algún rincón de la mente, pero no me podía ocupar de él en ese momento.

Después, me apresuré a cambiarme, incómoda, sabiendo que cuanto más rápido me moviera, más pronto estaría con Edward –preguntitas– Cullen. La precipitación me volvió más torpe de lo habitual, pero al fin salí por la puerta lo más rápido que pude al notar que era seguida por Mike; sentí el mismo alivio al verle esperándome ahí y una amplia sonrisa de alivio se extendió por mi rostro al notar que  Mike detuvo su andar al verme cerca de Einstein. Edward respondió con otra antes de lanzarse a nuevas preguntas.

Ahora eran diferentes, aunque no tan fáciles de responder. Quería saber qué echaba de menos de Los Ángeles, insistiendo en las descripciones de cualquier cosa que desconociera.

—Espero mi dosis de palomitas mañana, Cullen —objeto mi hermana antes de entrar a la casa y, disimuladamente, guiñarme un ojo, provocando que mis mejillas se tiñesen de un rojo vivo.

Nos sentamos frente a mi casa durante horas mientras el cielo oscurecía y nos cayó a plomo un repentino aguacero.

Intenté describir cosas imposibles como el aroma de la creosota –amargo, ligeramente resinoso, pero aun así agradable–, el canto fuerte y lastimero de las cigarras en julio, la liviana desnudez de los árboles, las propias dimensiones del cielo, cuyo azul se extendía de uno a otro confín en el horizonte sin otras interrupciones que las montañas bajas cubiertas de purpúreas rocas volcánicas.

Lo más arduo de explicar fue por qué me resultaba tan hermoso aquel lugar y también justificar una belleza que no dependía de la vegetación espinosa y dispersa, que a menudo parecía muerta, sino que tenía más que ver con la silueta de la tierra, las cuencas poco profundas de los valles entre colinas escarpadas y la forma en que conservaban la luz del sol. Me encontré gesticulando con las manos mientras se lo intentaba describir.

Sus preguntas discretas y perspicaces me dejaron explay arme a gusto y olvidar a la lúgubre luz de la tormenta la vergüenza por monopolizar la conversación. Al final, cuando hube acabado de detallar mi desordenada habitación en Los Ángeles, hizo una pausa en lugar de responder con otra cuestión.

—¿Has terminado? —pregunté con alivio.

—Ni por asomo, pero tu padre estará pronto en casa.

—¡Papá! —de repente, recordé su existencia y suspiré. Estudié el cielo
oscurecido por la lluvia, pero no me reveló nada—. ¿Es muy tarde? —me pregunté en voz alta al tiempo que miraba el reloj. La hora me había pillado por sorpresa. Mi padre ya debería de estar conduciendo de vuelta a casa.

—Es la hora del crepúsculo —murmuró Edward al mirar el horizonte de poniente, oscurecido como estaba por las nubes.

Habló de forma pensativa, como si su mente estuviera en otro lugar lejano. Le contemplé mientras miraba fijamente a través del parabrisas. Seguía observándole cuando de repente sus ojos se volvieron hacia los míos.

—Es la hora más segura para nosotros —me explicó en respuesta a la pregunta no formulada de mi mirada—. El momento más fácil, pero también el más triste, en cierto modo... el fin de otro día, el regreso de la noche —sonrió con añoranza—. La oscuridad es demasiado predecible, ¿no crees?

—Me gusta la noche. Jamás veríamos las estrellas sin la oscuridad —fruncí el entrecejo—. No es que aquí se vean mucho.

Se rió, y repentinamente su estado de ánimo mejoró.

—Sam estará aquí en cuestión de minutos, por lo que a menos que quieras decirle que vas a pasar conmigo el sábado...

Enarcó una ceja.

—Gracias, pero no —reuní mis libros mientras me daba cuenta de que me había quedado entumecida al permanecer sentada y quieta durante tanto tiempo—. Entonces, ¿mañana me toca a mí?

—¡Desde luego que no! —exclamó con fingida indignación—. No te he dicho que haya terminado, ¿verdad?

—¿Qué más queda?

—Lo averiguarás mañana.

Extendió una mano para abrirme la puerta y su súbita cercanía hizo palpitar alocadamente mi corazón.

Pero su mano se paralizó en la manija.

—Mal asunto —murmuró.

—¿Qué ocurre?

Me sorprendió verle con la mandíbula apretada y los ojos turbados. Me miró por un instante y me dijo con desánimo:

—Otra complicación.

Abrió la puerta de golpe con un rápido movimiento y, casi encogido, se apartó de mí con igual velocidad.

El destello de los faros a través de la lluvia atrajo mi atención mientras a escasos metros un coche negro subía el bordillo, dirigiéndose hacia nosotros.

—Sam ha doblado la esquina —me avisó mientras vigilaba atentamente al otro vehículo a través del aguacero.

A pesar de la confusión y la curiosidad, bajé de un salto. El estrépito de la lluvia era mayor al rebotarme sobre la cazadora.

Quise identificar las figuras del asiento delantero del otro vehículo, pero estaba demasiado oscuro. Pude ver a Edward a la luz de los faros del otro coche. Aún miraba al frente, con la vista fija en algo o en alguien a quien y o no podía ver. Su expresión era una extraña mezcla de frustración y desafío.

Aceleró el motor en punto muerto y los neumáticos chirriaron sobre el húmedo pavimento. El Volvo desapareció de la vista en cuestión de segundos.

—Hola, Sam —llamó una ronca voz familiar desde el asiento del conductor del pequeño coche negro.

—¿Jacob? —pregunté, parpadeando bajo la lluvia.

Sólo entonces dobló la esquina el coche patrulla de mi padre y las luces del mismo alumbraron a los ocupantes del coche que tenía enfrente de mí.

Jacob ya había bajado. Su amplia sonrisa era visible incluso en la oscuridad. En el asiento del copiloto se sentaba su padre, Billy Black.

Me miraba fijamente, escrutando mi cara, por lo que le sonreí con timidez. Tenía los ojos desorbitados por la sorpresa o el pánico y resoplaba por la ancha nariz.

Mi sonrisa se desvaneció.

«Otra complicación» , había dicho Edward.

Billy seguía mirándome con intensa ansiedad. Gemí en mi fuero interno.
¿Había reconocido Billy a Edward con tanta facilidad? ¿Creía en las leyendas inverosímiles de las que se había mofado su hijo?

La respuesta estaba clara en los ojos de Billy. Sí, así era.

—¡BILLY! —LE LLAMÓ MI PADRE TAN PRONTO COMO SE BAJÓ DEL COCHE.

Me volví hacia la casa y, una vez me hube guarecido debajo del porche, hice señales a Jacob para que entrase. Oí a papá saludarlos efusivamente a mis espaldas.

—Jake, voy a hacer como que no te he visto al volante —dijo con desaprobación.

—En la reserva conseguimos muy pronto los permisos de conducir —replicó Jacob mientras yo abría la puerta y encendía la luz del porche.

—Seguro que sí —se rió papá.

—De alguna manera he de dar una vuelta —habló Billy.

Entré en la casa, dejando abierta la puerta detrás de mí, y fui encendiendo las luces antes de colgar mi cazadora. Luego, permanecí en la puerta, contemplando con ansiedad cómo Charlie y Jacob ayudaban a Billy a salir del coche y a sentarse en la silla de ruedas.

Me aparté del camino mientras entraban a toda prisa sacudiéndose la lluvia.

—Que gran sorpresa —estaba diciendo papá.

—Hace ya mucho tiempo que no nos vemos. Confío en que no sea un mal
momento —respondió Billy, cuyos inescrutables ojos oscuros volvieron a fijarse en mí.

—No, es magnífico. Espero se pueden quedar para el partido.

Jacob mostró una gran sonrisa.

—Creo que ése es el plan... Nuestra televisión se estropeó la semana pasada.

Billy le dirigió una mueca a su hijo y añadió:

—Y, por supuesto, Jacob deseaba volver a ver a Sami.

Jacob frunció el ceño y agachó la cabeza mientras yo reprimía una oleada de remordimiento. Tal vez había sido demasiado convincente en la playa según Bella.

—¿Tienen hambre? —pregunté mientras me dirigía hacia la cocina, deseosa de escaparme de la inquisitiva mirada de Billy.

—No, cenamos antes de venir —respondió Jacob.

—¿Y tú, papá? —le pregunté de refilón al tiempo que doblaba la esquina a toda prisa para escabullirme.

—Claro —replicó. Su voz se desplazó hacia la habitación de enfrente, hacia el televisor. Oí cómo le seguía la silla de Billy.

Los sandwiches de queso se estaban tostando en la sartén mientras cortaba en rodajas un tomate cuando sentí que había alguien a mis espaldas.

—Bueno, ¿cómo te va todo? —inquirió Jacob.

—Bastante bien —sonreí. Era difícil resistirse a su entusiasmo—. ¿Y a ti? ¿Terminaste el coche?

—No —arrugó la frente—. Aún necesito piezas. Hemos pedido prestado ése —comentó mientras señalaba con el pulgar en dirección al patio delantero.

—Lo siento, pero no he visto ninguna pieza. ¿Qué es lo que están buscando?

—Un cilindro maestro —sonrió de oreja a oreja y de repente añadió—: ¿Hay algo que no funcione en el monovolumen?

—No.

—Ah. Me lo preguntaba al ver que no lo conducías.

Mantuve la vista fija en la sartén mientras levantaba el extremo de un sándwich para comprobar la parte inferior.

—Di un paseo con un amigo.

—Un buen coche —comentó con admiración—, aunque no reconocí al conductor. Creía conocer a la mayoría de los chicos de por aquí.

Asentí sin comprometerme ni alzar los ojos mientras daba la vuelta a los sandwiches.

—Papá parecía conocerle de alguna parte.

—Jacob, ¿me puedes pasar algunos platos? Están en el armario de encima del fregadero.

—Claro.

Tomó los platos en silencio. Esperaba que dejara el asunto.

—¿Quién es? —preguntó mientras situaba dos platos sobre la encimera, cerca de mí. Suspiré derrotada.

—Edward Cullen.

Para mi sorpresa, rompió a reír. Alcé la vista hacia él, que parecía un poco
avergonzado.

—Entonces, supongo que eso lo explica todo —comentó—. Me preguntaba por qué papá se comportaba de un modo tan extraño.

—Es cierto —simulé una expresión inocente—. No le gustan los Cullen.

—Viejo supersticioso —murmuró en un susurro.

—No crees que se lo vaya a decir a mi padre, ¿verdad? —no pude evitar el
preguntárselo. Las palabras, pronunciadas en voz baja, salieron precipitadamente de mis labios.

—Lo dudo —respondió finalmente—. Creo que Sam le soltó una buena reprimenda la última vez, y desde entonces no han hablado mucho. Me parece que esta noche es una especie de reencuentro, por lo que no creo que papá lo vuelva a mencionar.

—Ah —dije, intentando parecer indiferente.

Me quedé en el cuarto de estar después de llevarle a papá y a Hilary la cena, fingiendo ver el partido mientras Jacob charlaba conmigo; pero, en realidad, estaba escuchando la conversación de los dos hombres, atenta a cualquier indicio de algo sospechoso y buscando la forma de detener a Billy llegado el momento.

Fue una larga noche. Tenía muchos deberes sin hacer, pero temía dejar a Billy a solas con mi padre. Finalmente, el partido terminó.

—¿Van a regresar pronto tus amigos y tú a la playa? —preguntó Jacob mientras empujaba la silla de su padre fuera del umbral.

—No estoy segura —contesté con evasivas.

—Ha sido divertido, Sam —dijo Billy.

—Acércate a ver el próximo partido —le animó mi padre—. La próxima podríamos verlo con Charlie.

—Seguro, seguro —dijo Billy —. Aquí estaremos. Que pasen una buena
noche —sus ojos me enfocaron y su sonrisa desapareció al agregar con gesto serio—: Cuídate, Sami.

—Gracias —musité desviando la mirada.

Me dirigí hacia las escaleras mientras papá se despedía con la mano desde la entrada.

—Aguarda, cariño —me pidió.

Me encogí. ¿Le había dicho Billy algo antes de que me reuniera con ellos en el cuarto de estar? Pero papá aún seguía relajado y sonriente a causa de la inesperada visita.

—No he tenido ocasión de hablar contigo ni con Ly esta noche. ¿Qué tal te ha ido en el día?

—Bien —vacilé, con un pie en el primer escalón, en busca de detalles que pudiera compartir con él sin comprometerme—. Mi equipo de voley ganó los cuatro partidos.

—¡Vaya! Hace tiempo que no te veo jugando voleibol.

—Bueno, cuando quiera podríamos jugar en el patio —sonreí.

—Entonces, ¿te irás el sábado? Había planeado ir de pesca con los chicos de la comisaría. Parece que va a hacer calor de verdad, pero me puedo quedar en casa si quieres posponer tu viaje hasta que alguien te pueda acompañar. Sé que te dejo aquí sola mucho tiempo con tu hermana.

—Papá, lo estás haciendo fenomenal —le sonreí con la esperanza de ocultar mi alivio—. Nunca me ha preocupado estar sola, en eso me parezco mucho a ti.

Le guiñé un ojo, y al sonreírme le salieron arrugas alrededor de los ojos.

Esa noche dormí mejor porque me encontraba demasiado cansada para soñar de nuevo.

Una larga semana me esperaba.

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