❧ 89
Rhydderch abandonó el dormitorio sin añadir nada más. Traté de seguirle a duras penas, reencontrándome con Ayrel al otro lado del umbral, con un gesto sombrío; supuse que la fae también habría escuchado el cántico de la fénix del príncipe, pues se hizo a un lado cuando Rhydderch cruzó la cabaña, abriendo con premura la puerta principal y desapareciendo en el exterior.
Miré a la Dama del Lago, confundida por la situación.
No tuve oportunidad de preguntar qué estaba sucediendo, ya que el regreso de Rhydderch en compañía de Faye, que extendía y encogía sus amplias alas sobre el hombro del fae, hizo que el tiempo pareciera detenerse. Tragué saliva al toparme con su expresión preocupada y la ligera palidez de su tez.
Alzó el brazo sin mediar palabra, mostrándonos un pergamino cuyo sello reconocí como un fénix con las alas abiertas.
—Es un mensaje de Taranis.
Supuse que el príncipe heredero tenía su propio sello personal... y que el mensaje era importante. La cera seguía sellada, lo que demostraba que Rhydderch había aguardado para desvelar el contenido de la misiva; di un tentativo paso en su dirección, teniendo una mala sensación sobre por qué Taranis habría enviado a Faye.
Ni Ayrel ni yo dijimos nada cuando el príncipe rompió el sello y se apresuró a desdoblar el papel. La sensación de malestar no hizo más que empeorar mientras veía cómo la vista del fae recorría las líneas manuscritas a una velocidad alarmante; su expresión fue mudando a un gesto de estupor y horror conforme iba avanzando en el contenido del mensaje.
—Mi hermano me pide que regrese a Qangoth de inmediato —la voz de Rhydderch salió ahogada, llena de esfuerzo—. Han sufrido una emboscada... Calais ha resultado herida... El resto...
No pudo continuar. Una poderosa oleada de náuseas me atenazó al escuchar que había habido una emboscada; la familiar voz de mi conciencia me hizo sentir responsable y culpable por lo sucedido, por haberme permitido bajar la guardia... por haber creído que habíamos conseguido una victoria al liberar a mis compañeros de las celdas, además conseguir el arcano, frente a Alastar.
No deberíamos habernos separado de Calais.
No tendríamos que haber buscado a la Dama del Lago para romper el sortilegio.
Nuestro lugar había estado junto a Calais y el resto, brindándoles nuestra ayuda cuando cayeron en la trampa.
Quizá Rhydderch y yo hubiéramos sido el punto decisivo en aquel enfrentamiento, los números que hubieran hecho que la balanza se hubiera inclinado a nuestro favor, permitiéndonos escapar.
Tuve que buscar apoyo en la pared, apretando los dientes para soportar la multitud de hirientes pensamientos que no dejaban de aguijonearme. Rhydderch parecía estar paralizado, con los ojos clavados en algún punto concreto de la carta; Ayrel también estaba conmocionada por la noticia.
—¿Qué hay de Altair y el resto de mis amigos? —me escuché preguntar de forma casi remota.
Había mencionado a su prometida, pero no había añadido nada sobre el estado de las otras personas que viajaban en la comitiva. No sabía siquiera si la emboscada sólo había alcanzado al grupo en el que supuestamente viajábamos nosotros... o si habría sido después de que Calais hubiera logrado reunirse con Kell y sus hombres.
Mi pregunta hizo reaccionar al príncipe fae. Despegó la mirada del papel que todavía tenía aferrado entre sus puños y la deslizó hacia mí con una dolorosa lentitud.
—Taranis no pone... nada más —respondió.
Mi estómago dio un vuelco desagradable al oír que no tenía más noticia que la emboscada y que Calais había resultado herida.
—Tenemos que regresar —dije, incapaz de ocultar mi urgencia.
Maldije a Cormac y a Eoin. No tendríamos que haber confiado en ninguno de ellos, especialmente en Cormac; el hijo de Alastar había descubierto nuestra mentira tras haberse introducido en la mente de Altair, siguiendo órdenes de su padre, descubriéndome entre los recuerdos de mi amigo. El joven príncipe había pretendido jugar conmigo, mostrando interés por mi persona. ¿Habría sido el propio Cormac quien nos habría delatado frente a Alastar? ¿O habría sido tras descubrir el regente que sus valiosos prisioneros y el arcano se habían desvanecido?
Las manos empezaron a temblarme ante las miles de posibilidades que se me pasaban por la cabeza, cada una peor que la anterior. Taranis debía haber sido bastante escueto a la hora de poner al corriente a su hermano menor de lo sucedido, lo que aumentó mi ansiedad.
Los ojos ambarinos de Rhydderch se apartaron del papel para buscarme.
—Tenemos que volver... pero no podemos exponerte —repuso con seriedad.
La afilada punta de uno de mis colmillos me rozó el labio inferior, como si necesitara recordar mi nuevo aspecto. Antes de la interrupción de Faye, el príncipe fae y yo habíamos estado hablando sobre la idea de que Rhydderch usara su propia magia para ocultarme bajo mi antigua apariencia. Sin embargo, no habíamos llegado a ningún acuerdo al respecto esa cuestión que le había planteado.
—Usa tu magia sobre mí —le pedí.
El príncipe había estado en lo cierto al señalar que intentar que yo realizara ese hechizo sobre mí estaba fuera de mis posibilidades. Sin embargo, Rhydderch podría tener éxito con ello. Además, no teníamos otra opción, pues el tiempo corría en nuestra contra: debíamos partir de inmediato hacia Qangoth.
Ayrel nos contempló a ambos, todavía sin decir nada.
—Conviérteme en mi... en mi imagen como humana —le insistí al príncipe al ver que no mediaba palabra a mi propuesta.
—Rhydderch puede hechizarte y hacer que puedas parecer a tu anterior... tú —señaló entonces la fae, con cautela—. Pero mantener el hechizo en su lugar dependerá de ti.
Tragué saliva ante aquel pequeño obstáculo que se nos planteaba. La Dama del Lago separó los labios de nuevo, como si quisiera añadir algo más, pero pareció cambiar de idea, ya que negó con la cabeza y luego se dirigió hacia las escaleras que conducían al pasillo donde se encontraba la habitación donde guardaba aquella poderosa Reliquia que protegía.
El príncipe y yo nos quedamos a solas.
—Ayrel tiene razón, fierecilla —me advirtió—: puedo intentar transformarte, pero el resto... el resto es cosa tuya.
Hice a un lado el nudo de nervios que estaba formándose en la boca de mi estómago, alzando la barbilla con decisión.
—Lo haré.
El regreso de Ayrel hizo que ambos desviáramos la atención hacia ella. Entrecerré los ojos al atisbar algo entre las manos de la mujer, una fina cadena dorada que la Dama del Lago llevaba enroscada entre los dedos; aquella misteriosa joya que parecía llevar escondida despertó mi curiosidad.
—Vesperine necesitará ayuda si quiere mantener el hechizo sobre sí misma —fueron sus primeras palabras al detenerse junto a nosotros de nuevo.
Fruncí el ceño cuando extendió la palma en mi dirección, mostrándome una piedra oval y lisa de un tono blanquecino. Llevaba una pequeña argolla dorada que convertía al objeto en un extraño dije. Rhydderch emitió un sonido que parecía salir del fondo de su garganta; su mirada también estaba clavada en la joya que me enseñaba Ayrel.
—Una piedra de energía —adivinó el príncipe, pero a mí no me resultó familiar aquel término.
Alterné mi atención entre Ayrel y Rhydderch, esperando que alguno de los dos me diera una pista sobre aquella misteriosa piedra de energía.
—Las piedras de energía no suelen ser muy habituales —meditó el príncipe fae, ladeando la cabeza con gesto meditabundo—. En Mettoloth existe un joyero que suele comerciar con ellas... Por su precio, no están al alcance de todo el mundo.
La Dama del Lago le lanzó una mirada de reprobación.
—Las piedras de energía sirven para impedir que tu propia reserva de magia pueda agotarse —me explicó la fae, haciendo que observara a la piedra oval con un brillo de interés—. Pensé que podría servirte de ayuda.
Me ofreció de nuevo la joya y yo la tomé con cuidado, sintiendo la frialdad de la piedra en la palma de mi mano. No noté nada más, ningún chispazo o señal que pudiera indicar que cumplía con el propósito que Ayrel había indicado.
—Gracias —susurré.
Me pasé la cadena por el cuello y me lo abroché, dejando que la piedra reposara sobre mi esternón. Los ojos dorados de la Dama del Lago pasaron entonces a contemplarnos tanto al príncipe como a mí.
—¿Estás preparado para ello? —le preguntó Ayrel a Rhydderch.
El joven fae asintió con determinación.
—¿Lo has hecho alguna vez? —pregunté yo.
—Tendrás que confiar en mí.
Pese a que parecía haber respondido de ese modo a propósito para aligerar un poco el ambiente, supe que las palabras de Rhydderch guardaban una pregunta implícita. ¿Confiaba o no en el príncipe fae?
—Confío en ti —respondí con aplomo.
Algo se agitó en el fondo de la mirada de Rhydderch al escuchar mi contestación. Luego apartó la vista hacia Faye, que continuaba colgada de su hombro, para ordenarle que usara de percha el respaldo de una de las sillas; vi cómo sus ojos se desviaban apenas unos segundos hacia Ayrel, como si buscara en la fae un apoyo.
—Me aseguraré de que lo hagas correctamente —le prometió al príncipe—. Vesperine, necesitas estar más cerca de Rhydderch para que su magia pueda alcanzarte.
Me apresuré a obedecer, situándome a un par de pasos de distancia del fae. Sus ojos ambarinos me contemplaron de un modo que hizo que mi corazón se acelerara; Ayrel permaneció al margen, vigilante.
Había sido sincera al afirmar que confiaba en Rhydderch. Mi comportamiento hacia el príncipe había dejado mucho que desear; de haberle dado la oportunidad de hablar en el balcón de Gwelsiad, no habría salido despavorida en la orilla del río, conduciéndonos a ambos de cabeza a aquel nido de monstruos. Pero estaba dispuesta a compensar a Rhydderch por mis continuos errores, empezando por ese mismo instante.
La mirada de Rhydderch se volvió mortalmente seria mientras sostenía la mía.
—Necesito que me prometas algo, Vesperine —me dijo y yo asentí, turbada por escuchar cómo pronunciaba de nuevo mi nombre—: a la mínima señal de que las cosas no van bien... o no te sientes cómoda con el hechizo, quiero que me lo digas. No quiero que dudes al respecto.
Mi acelerado corazón pareció estremecerse dentro del pecho ante la preocupación de Rhydderch, de que llegara hasta tal punto con el propósito de asegurarme de que se detendría en cualquier momento. Incluso si cambiaba repentinamente de opinión.
—¿Estás lista, Vesperine? —la pregunta provino de Ayrel, quien no se perdía detalle de nosotros. Volví a asentir, pues dudaba de la firmeza de mi propia voz—. Tomaos de las manos y procura relajarte. Es posible que sentir magia ajena pueda hacer reaccionar la tuya a modo de respuesta ante una posible amenaza.
Humedecí mis labios y tendí mis palmas hacia el príncipe. Rhydderch aún continuaba observándome con aquella seriedad, concentrado en lo que debía hacer para que el hechizo funcionara; mi cuerpo sufrió un escalofrío al notar de nuevo el cálido contacto de sus palmas contra las mías. Procuré que mi traicionera mente no decidiera tenderme una emboscada, removiendo ciertos recuerdos... y sensaciones.
Tal y como había augurado la Dama del Lago, mi poder pareció despertar al percibir la magia que desprendía Rhydderch. Un cosquilleo se empezó a condensar en la punta de mis dedos, retorciéndose a través de mis venas hasta la altura de la muñeca; no pude evitar comparar aquel burbujeo a lo que había sentido en las ocasiones que tuve en mi poder el arcano.
Tomé una temblorosa bocanada de aire, intentando seguir el consejo de la fae respecto a relajarme. No quería desatar ningún episodio como la taza en llamas, por mucho que Rhydderch hubiera logrado controlarlas antes de que pudiésemos lamentar algún daño más grave.
—Cerrad los ojos. Ambos —escuché que nos instruía Ayrel, intentando disimular la tensión que se intuía en su voz.
Obedecí al mismo tiempo que el príncipe. El contacto con el príncipe me resultó mucho más abrumador ahora que no podía verle... ni él a mí; todo se redujo a mi sentido del oído, que parecía haberse agudizado todavía más para captar hasta el más mínimo sonido.
—Rhy, quiero que intentes formar en tu cabeza la imagen de Vesperine antes de que el sortilegio se rompiera —continuó la Dama del Lago, procurando mantener un tono estable para no aumentar el nerviosismo que ambos sentíamos.
Mi magia pareció palpitar en respuesta a la de Rhydderch. No sabía qué estaba haciendo el príncipe, solamente sentí cómo sus manos estrechaban las mías, como un gesto inconsciente por parte del fae.
—Ahora trata de trasladar esa imagen a la Vesperine real, la que tienes frente a ti —quise confiar en que íbamos por el buen camino. Mi pecho se hinchó en un suspiro silencioso, ayudando a calmar mi desbocado pulso—. Y tú, Vesperine, deja que la magia de Rhydderch te rodee... y te cubra por completo.
Una inesperada calidez empezó a extenderse por las palmas de mis manos, avanzando a través de mis muñecas y brazos hasta continuar expandiéndose por el resto de mi cuerpo; aquella sensación fue similar a ponerme una pesada capa que parecía cubrirme de pies a cabeza.
—Bien —escuché que Ayrel animaba a Rhydderch—. Muy bien, Rhy.
La pesadez del sortilegio terminó de acomodarse en mi cuerpo y el príncipe soltó mis manos muy lentamente, como si quisiera alargar el contacto entre los dos unos segundos más. Tardaría un poco en acostumbrarme a la agobiante sensación que provocaba el sortilegio sobre mí, pero creía poder mantenerlo por mí misma, gracias a la piedra de energía que Ayrel me había prestado.
Abrí los ojos, siendo el rostro de Rhydderch lo primero que vi. No fui capaz de leer su expresión, lo que hizo que el nudo de nervios emergiera de nuevo en la boca de mi estómago.
—¿Ha... ha funcionado? —la voz me tembló.
No sabía si la pegajosa sensación que recorría mi cuerpo era indicativo de que el hechizo había funcionado y el silencio del príncipe fae tampoco ayudaba mucho, dadas las circunstancias.
—Lo ha hecho —respondió Rhydderch tras unos segundos más de incertidumbre.
Las piernas me temblaron ante la confirmación de que había conseguido hacer que mi apariencia volviera a ser la de una humana. Noté una extraña sensación de calor en el esternón y bajé la mirada hacia el punto exacto, contemplando cómo la piedra de energía se iluminaba levemente.
—La piedra está ayudando a que el sortilegio se mantenga en su sitio —me explicó Ayrel—. Para no correr ningún riesgo, os recomendaría que lo deshicieras una vez estéis seguros de que nadie puede verla.
Rhydderch asintió, haciéndole saber a la Dama del Lago que tendría presente su consejo respecto al hechizo. Luego desvió su atención de regreso a mí.
—Coge las alforjas y cámbiate —me pidió y en sus ojos ambarinos pude ver la urgencia que había intentado mantener a raya—. Partimos de inmediato.
❧
Terminé de ajustar la daga que me había regalado Taranis en la caña de la bota cuando alguien llamó con suavidad a la puerta. Después de que Rhydderch me indicara que viajaríamos de regreso a Qangoth nada más estuviera preparada, había cogido mi alforja de encima de la mesa y me había marchado hacia el dormitorio del príncipe fae para ponerme mis propias prendas.
Acaricié de manera inconsciente el tejido del vestido por el que había sustituido la larga túnica de Ayrel. No era la opción más cómoda, pero la familiaridad que trajo consigo volvérmelo a poner hizo que consiguiera alejar aquella oscura nube de pensamientos que no dejaba de acechar dentro de mi cabeza y tuviera la infantil sensación de haber retrocedido en el tiempo. De ser sólo Verine.
—Adelante —dije en voz audible, dándole paso a la persona que esperaba al otro lado.
Tuve que tragarme un gesto de decepción cuando Ayrel apareció en el umbral, observándome con seriedad. Supuse que Rhydderch ya estaría fuera de la cabaña, poniendo a punto la montura que la fae había conseguido salvar de la orilla del río, donde había quedado abandonada debido a nuestra negligencia.
Volví a alisarme la falda del vestido, pellizcando el tejido de forma inconsciente. Un ramalazo de nostalgia me sacudió al pensar en Llynora y en cómo la dama de compañía de Calais no habría dudado un segundo en golpearme con suavidad en el dorso de la mano, amonestándome por aquella molesta manía que me asaltaba cuando estaba nerviosa.
—Vesperine —me tanteó con cautela, evaluando mi rostro—. Esperaba poder hablar brevemente contigo antes de que Rhy y tú os marchéis...
Tomé la alforja y la túnica blanca doblada, cruzando la distancia que me separaba de la mujer para ponerme a su altura. Con el cúmulo de noticias y sospechas que nos habían asolado en las últimas horas, el resentimiento de saber que se había metido dentro de mi cabeza para modificar mis recuerdos había quedado relegado a un segundo plano; no obstante, ahora que estábamos a solas...
—Mi intención nunca ha sido presionarte, Vesperine, y me disculpo si mis palabras pueden haberte hecho creer que sí —me dijo, pillándome desprevenida—. De igual modo que lamento... que lamento lo que te hice siendo niña —inspiró hondo y sus ojos dorados parecieron resplandecer—. También quiero que sepas que este refugio siempre estará abierto para ti y aquí encontrarás una mano amiga, cuando lo necesites.
Un burbujeo de incomodidad hizo que me removiera sobre mis pies, sintiendo la culpa arremolinándose en mi interior.
—Yo... lo agradezco —fue lo único que pude responder, con esfuerzo.
Ayrel asintió con un gesto comprensivo.
—No te entretengo más —dijo a modo de despedida, haciéndose a un lado y despejándome el camino hacia la salida—. Rhydderch está esperándote fuera.
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Me ajusté a duras penas la alforja y aceleré el paso cuando crucé la puerta principal de la cabaña, saliendo al exterior. Como había dicho Ayrel, el príncipe fae y Faye estaban esperándome junto al caballo de Glyvar; el animal parecía encontrarse en buen estado... e impaciente por partir, a juzgar por el modo en que hundía la pezuña izquierda en el suelo.
La mirada de Rhydderch pasó sobre mi hombro, hasta un punto específico que estaba a mi espalda. Supe, sin necesidad de girarme para comprobarlo, que se trataba de la Dama del Lago, quien no me había seguido después de aquella corta conversación donde se había disculpado, aligerando un poco el peso de mis hombros respecto a mi futuro.
Vi al príncipe fae hacer un gesto de asentimiento antes de que sus ojos dorados regresaran a mí.
—¿Estás lista? —me preguntó, serio.
Asentí como única respuesta y contemplé cómo se subía a la montura con un movimiento fluido. Una vez acomodado sobre la silla del caballo, me tendió una mano que me apresuré a aceptar, siendo alzada por el príncipe para que ocupara el espacio que había entre el pomo de cuero y su cuerpo; tuve que arremolinarme con cuidado las faldas del vestido hasta encontrar una postura que no entorpeciera a Rhydderch a la hora de maniobrar con las riendas. Faye ya se encontraba en el aire, dando vueltas sobre nuestras cabezas.
Lancé una última mirada en dirección a la cabaña, confirmando que Ayrel se encontraba apoyada en el umbral, contemplándonos desde la distancia con una expresión que no conseguía enmascarar su preocupación. Con un chasquido de lengua y una ligera sacudida en las riendas, Rhydderch hizo que la montura empezara a moverse hacia el bosque que rodeaba los terrenos donde estaba la construcción; me tensé contra sus brazos cuando la sensación que me había golpeado la primera vez lo hizo de nuevo, permitiéndome saborear de nuevo aquella magia antigua que parecía rodearnos.
—Tenemos que alejarnos y abandonar la barrera que protege la cabaña para poder usar mi magia —me explicó el príncipe a media voz, distrayéndome lo suficiente para que mi mente no se sumergiera de nuevo en aquel caos de pensamientos que oscilaban entre la emboscada, el paradero de mis amigos... y Elphane—. Ahora serás más susceptible al cambio, fierecilla.
Y estaba en lo cierto. Pude sentir a la perfección el momento exacto en que atravesamos la barrera que rodeaba la cabaña, aquella red dorada que había creído atisbar al tratar de contemplar el cielo nocturno; mi cuerpo se puso rígido ante la palpable ausencia de esa energía que flotaba en el ambiente y giré el cuello para ver si podría ver en aquella ocasión de nuevo las protecciones.
Mi corazón se detuvo un instante cuando descubrí que la cabaña y el lago se habían desvanecido de golpe, dejando en su lugar los frondosos y gruesos troncos de los árboles que poblaban el bosque. Quise preguntarle por ello a Rhydderch, pero su voz interrumpió mis pensamientos al decir:
—Prepárate.
Del mismo modo que había sucedido al conducirnos hasta el Gran Bosque, una cortina de sombras nos engulló y mi estómago pareció hundirse mientras la magia de Rhydderch hacía que nos trasladáramos a nuestro destino en apenas un parpadeo, ahorrándonos los días de viaje que supondrían.
La oscuridad se disipó apenas un instante después, escupiéndonos al familiar patio que me había recibido la primera vez, cuando Calais y sus dos acompañantes nos transportaron a ese mismo lugar al príncipe fae y a mí. En aquella ocasión, no obstante, no nos aguardaba una sustanciosa multitud que se sorprendió con nuestra llegada... sino una única silueta que se recortaba en la noche.
Su mirada ambarina —tan similar a la de Rhydderch que hizo que mi estómago se retorciera— nos contemplaba con una dureza que también se transmitía a su expresión. Nunca había visto a Máel Taranis de ese modo tan... contenido; sus brazos cruzados parecían presionarle el pecho, como si estuviera reteniéndose a sí mismo. No hubo ni una sola sonrisa o guiño de picardía como recibimiento, tampoco ningún comentario burlón con el que aligerar el ambiente.
En aquellos momentos fui consciente de que estábamos frente al heredero de la corona y, posiblemente, metidos en un buen aprieto.
* * *
Upsi... Esto no pinta nada bonito, verdad?
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