❧ 65
Fue como si hubiéramos retrocedido varios pasos de golpe. La actitud de Rhydderch cambió radicalmente, casi adoptando la misma postura que cuando tuvimos nuestra primera discusión por su hermano: marcó las distancias pero, al menos, no llegó al punto de ignorar mi presencia. Su comportamiento se volvió dolorosamente educado, quizá para no levantar incisivas preguntas por parte del resto de su familia.
Sin embargo, a su hermano mayor no pareció pasársele por alto.
Como había sospechado, la alianza de Kell había llevado oculto un pequeño precio: que Máel Taranis estuviera al corriente de lo que planeábamos. El príncipe heredero siempre había tenido en consideración la promesa que me había hecho Rhydderch en la sala del trono, cuando fui presentada formalmente a sus padres y uno de sus consejeros de mayor confianza; sabía que su hermano estaba dispuesto a ayudarme a liberar a mis amigos.
Al parecer, había estado encantado en unirse al reducido grupo que conformábamos para idear un plan sin fallos. Rhydderch, al ver cómo aparecía en la sala que había decidido reclamar para nosotros, no se mostró tan entusiasmado. Lanzó una mirada cargada de traición hacia Kell mientras yo me mordía la lengua con fuerza, tragándome las ganas de recordarle lo seguro que se había mostrado al depositar su confianza en su primo, creyendo que no trataría de jugársela. De todos modos, poco habría podido hacer, ya que el príncipe fae se había mantenido curiosamente cerca de Calais, a quien había insistido yo en incluir por deferencia a la joven.
No obstante, mi petición había sido bien recibida por el resto de miembros, ya que, como hija del general, había desarrollado un instinto casi nato para la estrategia.
—Sigo creyendo que...
—Calais, por favor —la interrumpió Rhydderch con un tono cansado.
Todo en el príncipe lo parecía, en especial la palidez de su piel bronceada y las sombras que habían aparecido bajo sus ojos ambarinos. El tiempo corría en nuestra contra, quedando apenas un par de días de distancia antes de que lográramos partir; Kell había sugerido aprovechar hasta el último segundo, pero no era sencillo. Aquella extraña alianza a la que nos habíamos visto arrastrados debía permanecer en secreto, ninguno de nosotros podía permitirse llamar la atención de los reyes... o de cualquier persona cercana a ellos. Lo que estábamos planeando podía poner en riesgo la seguridad de Qangoth y cualquiera en su sano juicio querría detenernos.
Miré hacia la prometida del príncipe. Calais se retiró un bucle rubio con una expresión casi abatida; después de que decidiera incluirla en nuestros planes, la fae había terminado por claudicar. En especial cuando Rhydderch la condujo lejos de Kell y de mí para hablar con ella, comportándose del mismo modo que en la cueva, cuando también la había apartado del resto del grupo.
La vergüenza trepó de nuevo por mi rostro, recordándome el golpe bajo que le había lanzado a su prometido.
Taranis aprovechó ese momento para extender un amplio mapa, obra de Rhydderch, que mostraba casi al detalle el palacio de Alastar. Según pude saber gracias a Calais, el príncipe fae había recorrido cada rincón del edificio en compañía del auténtico heredero, Eoin.
—Tal y como ya comentó mi hermano —empezó, adoptando un aire serio que nos empujó a todos a prestar atención. Incluso Rhydderch, aunque a regañadientes—, las celdas del palacio de Gwelsiad están diseñadas para contener a los fae, para impedir que los prisioneros puedan usar su magia para escapar. Por lo que he podido averiguar, hay suficiente hierro para aplacarlos y debilitarlos, provocando que no puedan acceder a su poder.
Había sido testigo de los efectos de aquella sustancia en los fae. Aún recordaba el sonido estremecedor que había brotado de la garganta de Orei cuando uno de los soldados del tío de Altair había apoyado una daga de hierro sobre su piel, echando abajo el sortilegio que había protegido su verdadera naturaleza. Un escalofrío descendió por mi espalda al pensar que incluso ellos mismos eran capaces de utilizar el hierro contra sus iguales.
Supe que algo no iba como debía cuando aparté esos pensamientos de mi mente y vi que todos los presentes me miraban fijamente. Máel Taranis enarcó una ceja al ver que no había estado prestando atención. Sin embargo, decidió echarme una mano, para mi sorpresa.
—Estaba comentando cómo podría afectarte a ti el hierro, dado que eres medio humana —no se me pasó por alto el cuidado que tuvo al elegir sus palabras, el tacto al referirse a que yo era una mestiza. Como tampoco cómo sus ojos se deslizaban hacia el borde de la mesa, que le ocultaban a la vista mis muñecas.
El príncipe heredero había sido el primero en señalar que las marcas que las rodeaban —y que se asemejaban a grilletes— podrían haber sido a causa de ese elemento. No había sido hasta que Rhydderch se introdujo en mi mente, rescatando de las profundidades de mi subconsciente aquellos recuerdos, cuando descubrí que el fae había estado en lo cierto.
Alcé los brazos y retiré con cuidado las mangas del vestido que llevaba aquella mañana. Después de que Rhydderch me rescatara, mis muñequeras habían desaparecido... y yo no había vuelto a pedir otras para ocultar las cicatrices. Se las mostré a Kell, quien era el único que todavía no las había visto.
—No soy inmune al hierro —les desvelé y mi mirada buscó inconscientemente a Rhydderch—. Vivía con mi padre en el Gran Bosque, apartada de cualquier aldea o pueblo. Una noche... una noche fuimos atacados —mi voz me tembló al dejar que esas imágenes, las reales y no las que había modificado mi propia mente para acecharme en mis pesadillas—. Mi padre era... era fae y yo no lo sabía, siempre ocultó su verdadera naturaleza bajo un sortilegio. Por algún motivo que todavía desconozco alguien debió descubrirlo y algunos miembros del Círculo de Hierro —una expresión de horror se abrió paso en el rostro de Calais. Ella conocía ese nombre, todo el mundo en los Reinos Fae había escuchado las atrocidades que habían cometido— nos emboscaron. Asesinaron a mi padre y a mí me arrastraron fuera de la cabaña en la que vivíamos. Usaron grilletes de hierro conmigo —de manera inconsciente froté la piel insensible de las cicatrices con el pulgar, resiguiendo la forma circular de los eslabones—. Y este fue el resultado.
Los fríos ojos azules de Kell perdieron parte de su frialdad cuando recorrieron mis muñecas. A pesar de la inquina que parecía sentir por mí, no parecía ser inmune a la visión de mi carne quemada, de la historia que se escondía tras ella.
Le vi tragar saliva con esfuerzo antes de que su mirada se cruzara con la mía.
—Fue contacto directo con el hierro —dijo a media voz, aún conmocionado.
Asentí.
—En las celdas de palacio el hierro se encuentra entremezclado con otros metales —señaló entonces Rhydderch, cruzándose de brazos y desviando la mirada de nuevo hacia los planos.
—Quizá su naturaleza humana la pueda hacer más resistente —comentó Máel Taranis. Su gesto era serio, al igual que su mirada. Había guardado silencio, sin desvelar la prueba inequívoca que había encontrado en mi ropa y que me delataba como un miembro más del Círculo de Hierro—. Lo suficiente para que pueda manipular las cerraduras.
Todos habíamos llegado a la conclusión de que la noche que buscáramos el arcano sería la mejor oportunidad que tendríamos para liberar a mis amigos. No había otro momento posible. Mientras estuviéramos en Antalye mantendríamos un perfil bajo, pasaríamos desapercibidos y usaríamos esa estrategia para tratar de localizar el objeto mágico; entonces, la noche anterior a nuestra partida, nos escabulliríamos para dar con el arcano y sacar a Altair y el resto de la celda en la que estuvieran atrapados.
Entonces Rhydderch, junto con Calais, usarían su poder para transportar a mis amigos al otro lado de las murallas del palacio, en el punto donde los esperarían Kell y sus hombres, que acamparían allí hasta que llegara el momento. Cuando el regente se diera cuenta de lo sucedido, de la huida y la desaparición del arcano, nosotros seríamos los primeros en encabezar la lista de sospechosos, pero no encontraría ni una sola prueba porque nuestro séquito sería el mismo que había acogido a nuestra llegada.
Aprovechando la conmoción que se extendería por la ciudad, Kell y sus hombres protegerían a mis amigos y se dirigirían hacia Mettoloth, encontrándose en el camino con la partida que encabezaría el propio Máel Taranis para conducirlos a la capital de Qangoth y garantizar su seguridad.
—Enviaré a Faye como señal —repitió Rhydderch.
—Y nosotros estaremos preparados para partir de inmediato —prosiguió Kell, repasando cada uno de los pasos y resiguiendo los intrínsecos trazos de los planos. Habíamos llegado a la conclusión de que mis amigos estarían ocultos en lo más profundo de las mazmorras, lejos de ojos curiosos.
Máel Taranis apoyó las palmas sobre la mesa, frunciendo el ceño. Cuando declaró estar comprometido con echarnos una mano, la desconfianza que Rhydderch había hecho crecer en mí hizo acto de presencia de nuevo; sin embargo, y por el momento, había demostrado haber sido sincero.
—Y Kell enviará a Fyrein para que mis hombres y yo salgamos a su encuentro —finalizó entonces el príncipe heredero, quien había ofrecido a su propio fénix como mensajero. Por lo que había aprendido mientras perfilábamos los últimos esbozos de nuestro plan, los fénix eran veloces... y nuestra mejor opción para comunicarnos.
Calais dejó escapar un suspiro. No había intentado intervenir de nuevo desde que Rhydderch la interrumpió; ella había sido esencial para guiarnos en la dirección correcta, demostrando una faceta suya que había desconocido hasta el momento.
Porque Calais había resultado ser una gran estratega y, después del encontronazo que había tenido con Rhydderch, donde había intentado comprender por qué la joven fae no parecía molesta por los rumores que corrían en la corte respecto a los tres, ahora no sabía si toda aquella fachada no sería una estrategia más.
❧
—¿Nerviosa?
Miré de reojo para descubrir que era Máel Taranis quien se había deslizado silenciosamente a mi lado. El patio burbujeaba de actividad aquella fría mañana; los mozos corrían de una dirección a otra, comprobando que todo estuviera preparado y todos listos para partir.
El corazón me dio un vuelco al divisar a los soldados que nos acompañarían. Todos ellos vestían armaduras con el blasón de la casa real de Qangoth grabado en el centro de los petos. Me fijé en símbolo de balanza cuyos platos parecían formar un infinito. Calais me había hablado del papel que había representado Qangoth en la historia, de cómo se había denominado el Reino del Nexo.
En el pasado, había sido un punto de conexión con los otros dos, el encargado de que todo se mantuviera en equilibrio.
Me arrebujé bajo la capucha de mi pesada capa de viaje. Gwynna se había encargado de dejar mi cabello suelto, cubriendo convenientemente mis orejas redondeadas, ocultas bajo los ornamentos que utilizaba desde que Calais me había acogido bajo su protección.
—No —mentí descaradamente.
El príncipe heredero soltó una risa baja, divertido a causa de mi flagrante mentira. Había decidido bajar al patio para despedirnos, al igual que sus padres; los reyes estaban a unos metros de distancia, con Rhydderch. Aquel era su primer viaje como emisario de Qangoth y, por el brillo de innegable orgullo que pude advertir en los ojos ambarinos de la reina, supe que era un momento importante.
—Mantente cerca de Rhydderch y Calais y no habrá nada que temer —me aconsejó Máel Taranis y, al espiarle por el rabillo del ojo, vi que el príncipe parecía tener su atención clavada en algún punto del patio.
No me costó mucho adivinar hacia dónde apuntaba su mirada: Calais también estaba despidiéndose del único miembro de su familia que había acudido allí. Reconocí a su primo, Darlath hablando con ella; el fae había mantenido las distancias conmigo después de que su prima hubiera intercedido por mí, insinuando que las palabras de Darlath podían ser consideradas traición.
Un nuevo escalofrío me sacudió de pies a cabeza al observarlos juntos, recordando aquella faceta estratega que había mostrado mientras planeábamos todo. Luego quise abofetearme a mí misma por ello, por las dudas que todo aquel asunto del compromiso y los rumores habían despertado en mi interior.
Había terminado por rendirme a encontrarle algún sentido a todo aquello. Aquel maldito rompecabezas que conformaban Calais, Rhydderch y el propio Taranis estaba incompleto, me faltaban piezas y Rhydderch se había negado a proporcionármelas. ¿Acaso era la única que se había dado cuenta del interés que mostraba Máel Taranis hacia Calais? ¿Y el modo en que la prometida de Rhydderch se comportaba en ocasiones en presencia del príncipe heredero?
—Verine...
Devolví mi atención a Máel Taranis, que había apartado la mirada de la prometida de su hermano, y ahora sus ojos ambarinos me apuntaban directamente a mí. Cuando me mostró lo que llevaba en la mano, mi corazón dio un vuelco al contemplar la daga enfundada que sostenía.
—Me gustaría que la llevaras encima —me confió, tendiéndomela—. Por precaución.
Alterné la mirada entre el arma y el rostro del príncipe. Desde mi llegada había sido apartada de cualquier objeto que pudiera considerarse una amenaza de caer en mis manos; Calais me había entretenido dentro del palacio, introduciéndome poco a poco en aquella lujosa vida suya y yo había terminado por caer en ella.
La mano me tembló cuando alargué mi brazo para cogerla. Durante unos segundos nos mantuvimos así, sosteniendo entre los dos la daga, hasta que el príncipe heredero la deslizó en mi palma con seguridad.
—Espero que no te veas en la obligación de utilizarla —me deseó y sonó sincero. De nuevo me vi atrapada entre la imagen que Rhydderch había pintado de mí de ese joven y la que parecía haberme mostrado en aquellas semanas que había pasado allí—. Pero, si tienes que hacerlo, ya sabes dónde apuntar.
Un silencio denso se instaló entre nosotros. Los caballos piafaban en el patio mientras sus jinetes empezaban a colocarse en formación, rodeando el enorme carruaje donde viajaríamos; descubrí a Kell pululando entre las sombras, acechando sin que nadie pareciera percatarse de su presencia. Tanto él como sus hombres nos darían algo de ventaja antes de seguirnos; había podido ver en las caballerizas a algunos mozos retirando con discreción de algunas monturas los escudos que pertenecían a las Tierras Salvajes —una corona en llamas— para no llamar la atención.
Retorcí las manos alrededor de la daga que Taranis me había dado. Mis sentimientos hacia el príncipe heredero eran... confusos; tras aquel arrebato de sinceridad de su hermano menor, no sabía qué pensar del fae. ¿Todo lo que estaba haciendo era un burdo engaño? ¿Realmente era sincero?
—Rhydderch me habló de su infancia —mi voz más afilada de lo que pretendía, pero mi mente no era capaz de eliminar la imagen de Rhydderch confesándome la pesadilla en la que habían convertido su niñez. La desprotección que sintió por parte de su hermano mayor, quien no hizo nada—. De cómo fue. De lo que le hicieron siendo tan pequeño, incluso su propia sangre.
A mi lado escuché a Máel Taranis aspirar el aire con fuerza.
—Apenas era un niño —su respuesta fue apenas un susurro, ni siquiera era capaz de mirarme fijamente. Parecía realmente afectado—. Un niño que se enorgullecía cuando le halagaban, que se sentía especial cuando le felicitaban y le decían que se convertiría algún día en un buen rey. No era consciente de lo que estaba sucediendo hasta que fue demasiado tarde —desvió sus ojos ambarinos hacia mí y vi en ellos una tristeza demoledora—. ¿Crees que no me arrepiento de ello? Cada día. Cada maldito día me arrepiento de no haber hecho algo... cualquier cosa. Y eso siempre me perseguirá, Verine. Rhy era mi responsabilidad y yo le fallé. Debería haberle protegido y no lo hice —tragó saliva con esfuerzo—. No lo hice hasta que fue demasiado tarde.
Sentí un molesto escozor en los ojos al escuchar el dolor colarse en la última frase que pronunció. Ahora podía entender esa actitud tan pasiva de Taranis cuando Rhydderch le escogía como objetivo: los remordimientos por haberle fallado en el pasado, por no haber estado ahí cuando Rhydderch lo había necesitado, eran los que frenaban al príncipe heredero, como si así pudiese compensar sus errores. ¿Quizá por eso había mantenido las distancias con Calais, porque se sentía en deuda con su hermano menor?
Dejando a un lado los posibles motivos del príncipe heredero, sentía que el comportamiento de Rhydderch hacia su hermano mayor era un tanto injusto: Taranis era apenas un niño cuando sucedió. Podía llegar a comprender lo que había significado para el príncipe heredero que las personas a las que ciegamente idolatraba le hicieran sentir, de algún modo, valorado. Y, cuando fue consciente de ello, Rhydderch se había alejado de su lado, haciendo que un enorme muro de piedra los separara.
Máel Taranis se aclaró la garganta y adoptó una postura defensiva cruzándose de brazos.
—Será mejor que te marches —me dijo, dando por zanjada nuestra conversación—. Puedo sentir la incendiaria mirada de Rhy sobre mí.
Me incliné lo suficiente para comprobar que, efectivamente, el príncipe fae no apartaba la vista de nuestro rincón. Una forzada media sonrisa aleteó sobre la comisura izquierda de Máel Taranis.
—Tened mucho cuidado.
❧
El espacio del carruaje pareció disminuir por arte de magia cuando Rhydderch cerró la portezuela, dejándonos a los tres encerrados en su interior. Las cortinas estaban echadas, por lo que había podido quitarme la pesada capa que me cubría de pies a cabeza; Calais me había obligado a viajar en el interior de aquel vehículo y no en el que esperaba tras nosotros, donde se encontraban las doncellas que se encargarían de atender a la prometida de Rhydderch y Gwynna.
Me pregunté si habría sido una buena idea cuando el príncipe fae se acomodó en el hueco del asiento que quedaba frente a mí, junto a su prometida. Apenas me había dirigido una palabra tras observar cómo me despedía de su hermano mayor y ocultaba la daga que me había regalado entre los pliegues de mi falda, cruzando el patio hacia el carruaje.
Calais, por el contrario, no dudó un segundo en apoyar parte de su peso en el costado del príncipe. Verlos así, en esa actitud tan propia de dos personas enamoradas, hizo que me empezara a sentir claustrofóbica; el eco de nuestra última conversación, de mi acusación final antes de que Rhydderch huyera de mis aposentos, hizo que me removiera sobre mi asiento.
La situación a todas luces era incómoda, por no mencionar los nervios que se retorcían en mi estómago. El momento había llegado y no había vuelta atrás; una vez abandonáramos los confines de Mettoloth, me encontraría un paso más cerca de mis amigos. De Altair.
Y no sabía qué esperar de ese encuentro.
* * *
Nos leemos en comentarios porque aquí tenemos material con el que trabajar
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