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❧ 54

Al percibir mi urgencia, Rhydderch supo que algo estaba pasando. Liberó a su hermano de un empellón y centró toda su atención en mí; el nerviosismo por aquella pieza casi olvidada que la conversación con Taranis había logrado rescatar hacía que mi pulso latiera desbocado.

—¿Fierecilla...?

Incluso el príncipe heredero parecía preocupado por mi estado. Por encima del hombro de Rhydderch nuestras miradas se cruzaron, haciendo que la culpa se retorciera en mi pecho al no sentir la suficiente confianza hacia él para compartir mis repentinas sospechas. El temor que había despertado en mi interior.

—Por favor —insistí.

Máel Taranis se aclaró la garganta.

—Deberíais volver —me secundó, para mi sorpresa.

Rhydderch separó los labios, pero no pronunció palabra. Observó a su hermano mayor con recelo antes de volver a desviar sus ojos ambarinos hacia mí; enarqué ambas cejas en un elocuente gesto.

Tras unos tensos segundos, el príncipe dio un esperanzador paso en dirección a la salida, invitándome con un movimiento de muñeca a que le siguiera. Sabiendo que la intercesión de Máel Taranis había sido un gesto motivado por mi extraño comportamiento. Una muestra más de lo equivocado que estaba su hermano menor al tener una imagen tan distorsionada a causa de la maldad de algunos miembros de la corte.

Acompañé a Rhydderch hacia la puerta, despidiéndome de Máel Taranis con un leve asentimiento de cabeza. Intentando que leyera la gratitud en mi mirada antes de que su hermano menor cerrara la puerta a nuestras espaldas y me aferrara por la muñeca con firmeza para arrastrarme a través del pasillo a un lugar mucho más privado.

—¿Qué ha sido todo eso de ahí dentro? —me preguntó sin andarse con rodeos.

El rincón donde nos había conducido Rhydderch era lo suficientemente discreto y alejado del despacho donde aún permanecía Máel Taranis. La mirada del príncipe fae no era capaz de ocultar la molestia que sentía.

—Te dije que no confiaras en mi hermano —agregó, cruzándose de brazos en actitud defensiva.

Me tragué mi dura réplica sobre lo injusto que era con él, pues había temas más urgentes que tratar. Abrí y cerré los puños, intentando poner algo de orden dentro de mis caóticos pensamientos.

—El mensaje que llegó desde Antalye... —abordé la situación con la mayor entereza que pude, dadas las circunstancias. Rhydderch enarcó una ceja, intrigado—. ¿Qué decía ese mensaje?

Sus ojos ambarinos me contemplaron unos segundos, quizá tratando de desentrañar a qué venía mi repentino interés por esa carta tan urgente que había llegado a los reyes de Qangoth.

—Mencionaba a tus amigos —me respondió, repitiendo el mismo contenido que había compartido el rey conmigo en la sala del trono, días atrás—. Hablaba de la amenaza que suponía para los Reinos Fae su presencia allí, en nuestros territorios... Advertía a mi padre de que cuidara sus fronteras... —su mirada se tornó cautelosa, dejando inconclusa la frase—. ¿Qué está pasando, Verine?

Un cosquilleo se extendió por toda mi piel al oír cómo se dirigía a mí por mi nombre, un hecho que no era muy usual... a excepción de que el asunto fuera muy serio y dejara a un lado su habitual aire bromista.

Mordí mi labio inferior, indecisa de repente. Rhydderch se había arriesgado por mí al dar un paso al frente, prometiéndome la ayuda que necesitara para encontrar a Altair y al resto de mi grupo después de que yo compartiera en la sala del trono, delante de sus padres, parte de mi historia.

Pero tenía miedo de su reacción cuando le desvelara que no había sido del todo sincera con ellos. Que me había guardado para mí algunos detalles.

—¿No mencionaba nada más? —quise asegurarme, notando una extraña punzada en las sienes—. ¿Estás seguro de ello?

Rhydderch frunció el ceño y pude percibir la tensión que emanaba de su cuerpo. El ambiente se enrareció entre los dos, volviéndose pesado e incómodo.

—¿Se puede saber por qué tanto interés por ello? —respondió a mi pregunta con otra, formulada con un leve timbre de molestia.

Abrí y cerré la boca varias veces, sin encontrar el valor suficiente para hablar.

—Hay... hay algo que no compartí con vosotros en la sala del trono —conseguí balbucear—. Algo que viajaba con mi compañía y que logramos que no cayera en las manos de Morag y los suyos.

Rhydderch entrecerró los ojos, a la espera de que siguiera hablando.

Con un nudo formándose en la boca de mi estómago, aspiré una temblorosa bocanada de aire antes de decir:

—Un arcano, príncipe. Teníamos en nuestro poder un arcano que íbamos a intercambiar por el auténtico heredero de Merahedd.

La expresión de Rhydderch mudó de la molestia a la incomprensión, para luego transformarse en desconcierto. Aquella reacción fue la confirmación que necesitaba para que mis sospechas quedaran aclaradas: el arcano no le resultaba ajeno. Sabía, como tantos otros fae, lo que era.

El poder que atesoraba en su interior.

Pero aquello no era lo único que tenía que compartir con Rhydderch. Mi conversación con su hermano mayor había sido clave para que intuyera que las cosas iban realmente mal... y que Antalye también parecía haberse guardado algunos puntos en su misiva a Qangoth.

—En Merain los hombres del rey atraparon a una fae —me apresuré a seguir con mi relato, sin apartar la mirada de los ojos ambarinos de mi único aliado en aquel lugar. Mi única esperanza de recuperar a Altair y los otros—. Ella confesó que era una buscadora y que su señor la había enviado a los Reinos Humanos con el único propósito de encontrar el arcano.

El rostro de Rhydderch se ensombreció, quizá entendiendo la dirección en la que estaba guiándole con todo aquello.

—¿Os desveló quién era su señor? —me preguntó, pese a que ya debía estar sospechando mi respuesta.

—El regente de Antalye —dije con la boca seca—. Había olvidado por completo esa conversación con la fae pero... pero ha sido gracias a tu hermano por lo que he podido recordarlo. Unir las piezas —masajeé mis sienes, intentando aliviar la presión que sentía en ellas—. Creo que Antalye tiene el arcano y ha decidido ocultároslo porque iba tras él.

Mi acusación rozaba la traición y, de haber compartido con cualquier otra persona, quizá mi final de la noche hubiera terminado de una forma muy distinta. Pero Rhydderch se limitó a quedarse en silencio unos instantes, asimilando todo lo que había confesado. Luego, para mi sorpresa, volvió a tomarme por la muñeca para guiarme hacia los antiguos elementos sabían dónde.

Tardé un par de giros en comprender que estaba conduciéndome de regreso al salón donde continuaba celebrándose el cumpleaños de su hermano mayor y mi pulso se aceleró ante la idea de volver allí.

—Si es cierto que Alastar tiene en su poder el arcano...

Miré a Rhydderch mientras intentaba mantener su mismo paso.

—He oído... he oído que es un objeto de inmenso poder —conseguí decir. Decidí reservarme el hecho de que yo misma había podido paladear aquel poder que atesoraba en su interior, haciendo cosas... cosas de las que no me arrepentía, pero de las que tampoco me sentía orgullosa.

—Lo eran... lo son —se corrigió el príncipe fae un segundo después, negando con la cabeza—. Por los antiguos elementos, pensé que eran un simple cuento para niños...

—Hay tres, ¿no es cierto? —continué rascando información de mis propios recuerdos, de lo que habíamos conseguido arañarle a Orei.

—Uno por cada reino —me confirmó Rhydderch, torciendo por un recodo y acelerando el paso de manera inconsciente—. Se decía que pertenecían a los Primeros Reyes y que desaparecieron... o fueron robados.

La fae había insinuado algo similar: nos había señalado a nosotros, los humanos, como los responsables tras aquel supuesto robo de los arcanos. ¿Y si había estado en lo cierto? No en vano habíamos encontrado uno de ellos en la cámara del tesoro real del palacio del rey de Merahedd. En los Reinos Humanos, escondido tras multitud de riqueza que atesoraba.

Redoblé mis esfuerzos en no quedarme atrás, sintiendo mi pulso desorbitado y los frenéticos aporreos de mi corazón contra las costillas. No estábamos lejos de nuestro destino y Rhydderch parecía impaciente por llegar.

—¿Qué piensas hacer? —pregunté entre jadeos. El cautiverio bajo las órdenes de Morag había hecho mella en mi condición física, lo mismo que los días que llevaba en Qangoth siendo tratada como si formara parte de la propia familia real.

Por no mencionar las faldas del vestido, que contribuían enormemente a entorpecer mis pasos para que el príncipe fae no me dejara atrás.

—Hablar con el rey —me respondió—. Que Antalye haya decidido ocultar la existencia del arcano no dice nada bueno sobre sus intenciones.

—Pensé que los Reinos Fae erais aliados.

Una sombra cruzó su expresión.

—Me temo que hace mucho tiempo que los Reinos Fae no estamos tan unidos como lo aparentamos.

No tuve tiempo de preguntarle a qué se refería, ya que en un pestañeo nos encontrábamos de nuevo frente a las puertas principales del salón. A pesar de las altas horas de la noche, ninguno de los invitados daba muestras de cansancio; una alegre algarabía de voces y copas entrechocando llenaba el ambiente, entremezclándose con el sonido de la música.

Rhydderch oteó a la multitud hasta que dio con su padre, al fondo de la sala. Con un asentimiento en mi dirección, fue el primero en dar un paso e internarse entre los fae; sin darme tiempo a dudar siquiera, traté de seguirle hasta que vi que frenaba en seco... interceptado por una familiar figura cuyos ojos verdes no eran capaces de ocultar su molestia.

—Calais —masculló Rhydderch.

La mirada de su prometida no se apartó ni un segundo del rostro del príncipe fae, pero intuía que no le había pasado desapercibida mi presencia a su espalda. Una oleada de nervios me atenazó ante cómo se sentiría Calais al descubrir el regreso de su prometido en compañía de una joven, con una actitud tan sospechosa como la nuestra. ¿Y si lo había malinterpretado todo...?

—Espero que tengas una excusa lo suficientemente convincente para explicarme por qué estabas desaparecido hasta ahora, obligándome a tener que fingir delante de todos ellos —le increpó y dio un paso hacia Rhydderch—. Conoces las reglas de nuestro acuerdo, Rhy...

A pesar de que esto último lo dijo en voz baja, intentando que escapara de mis oídos, pude escucharlo. Me pregunté qué acuerdo habría entre ambos antes de que el príncipe fae pusiera los ojos en blanco, sorprendiéndome.

—Tengo que tratar con mi padre de un asunto urgente, Calais —le explicó.

La molestia de su prometida se apagó como una llama, siendo sustituida por la preocupación. Sus ojos verdes alternaron entre Rhydderch y yo, haciendo que me retorciera sobre mi sitio, temiendo que mi incipiente amistad con ella pudiera verse empañada por un malentendido.

—Os acompaño —decidió la fae.

El príncipe fae no dijo una palabra al respecto y yo me limité a seguirles mientras terminábamos de atravesar la multitud, haciendo que la presencia de Calais y Rhydderch levantara una oleada de susurros a nuestro paso.

La alta figura del rey y su esposa aparecieron cuando la última línea de invitados se apartó, despejándonos el camino. Calais se retrasó hasta situarse a mi altura, dejando que su prometido llamara la atención de su padre; el rey inclinó la cabeza con interés hacia su hijo menor y su expresión fue oscureciéndose lentamente mientras la reina estaba atenta a su reacción.

Calais se removió a mi lado, llamando mi atención.

—He visto a Syvan escoltándote hace un rato —me dijo a media voz, sin apartar la mirada de Rhydderch y su padre—. Luego Rhy también ha desaparecido... y ahora volvéis los dos... así, con él tan agitado... —negó con la cabeza, haciendo que sus bucles dorados se sacudieran; había auténtica preocupación en sus ojos verdes mientras observaba a su prometido—. ¿Qué está pasando, Verine?

Las dudas me asaltaron al escuchar la pregunta de Calais. Al igual que Rhydderch, ella también había arriesgado mucho por mí; no había dudado un segundo en salir en mi defensa, en utilizar algo tan solemne como su palabra para proteger a una completa desconocida a la que había descubierto en compañía de su prometido. Calais no me había dado motivos para desconfiar de ella pero...

—Calais, tú y Verine debéis acompañarnos.

El príncipe fae nos observaba junto a sus padres, con la expresión igual de ensombrecida que la de los reyes. Con un simple gesto, Rhydderch nos indicó que les siguiéramos; con una última mirada hacia Calais, quien todavía parecía aguardar una respuesta por mi parte, di un paso hacia donde nos esperaban.

—Un arcano...

La reina tenía una expresión rígida en el rostro mientras su esposo contemplaba las vetas de la madera de la mesa en la que estaba apoyado. Tras abandonar el salón, nos dirigimos hacia una habitación mucho más privada; el rey hizo llamar a su hijo mayor, quien no tardó en aparecer, para desagrado de Rhydderch.

Una vez estuvimos todos, el rey me pidió con amabilidad que repitiera lo que había compartido con Rhydderch.

Así que lo hice, esquivando premeditadamente la mirada ambarina de Máel Taranis, sintiendo el burbujeo de la culpa agitándose en el fondo de mi estómago. Hablé de Orei, de cómo Altair y yo nos habíamos colado en el tesoro real y cómo algo había parecido llamarme desde las montañas de oro y riqueza.

En aquella ocasión no me guardé ningún detalle, no cuando mi instinto me decía que el silencio de Antalye respecto del arcano no era un buen presagio. ¿Y si nuestras sospechas sobre una posible invasión desde los Reinos Fae no había sido desencaminada? Rhydderch había mencionado la pequeña fisura que existía entre los tres territorios... ¿Y si era Antalye quien buscaba más?

—Si ha aparecido uno de ellos —dijo entonces la reina, tomando el hilo que su esposo había dejado momentos antes en el aire—, quiere decir que, en alguna parte, deben estar los otros dos.

El monarca se masajeó las sienes.

—Desde niño crecí con esas historias —murmuró, casi hablando para sí mismo—. Pero siempre creí que eran simples mitos... como las fábulas que contaban de los Primeros Reyes.

—Hemos podido comprobar que son más que simples cuentos de hadas —una sonrisa traviesa atravesó el rostro de Máel Taranis ante el juego de palabras antes de que su expresión se volviera seria—. Quizá los antiguos elementos quieran decirnos algo...

—¿El qué, hermano? —le preguntó Rhydderch con hosquedad.

—Rhy —le llamó la atención Calais con desaprobación—. Los arcanos son objetos de gran poder y que uno de ellos haya salido de nuevo a la luz... precisamente ahora, después de tanto tiempo...

—No puede significar nada bueno —terció Rhydderch, que se encontraba en una esquina de la habitación, apoyado contra la pared de piedra y con los brazos cruzados—. Lo mismo que el aparente interés y conocimiento que tenía Alastar sobre ellos.

Tragué saliva al escuchar el nombre del fae que tenía prisioneros a Altair y al resto de mis amigos.

—Alastar siempre fue un apasionado de la Historia Antigua —meditó el padre de Rhydderch, con la mirada perdida en algún punto—. Desde joven sintió fascinación por nuestro pasado, por nuestros orígenes...

—¿Crees que ha sido esa admiración lo que le empujó a buscar los arcanos? —le preguntó la reina, colocando una mano sobre el brazo de su esposo—. ¿O puede que haya tenido otro tipo de... interés?

El rey cerró los ojos, abatido.

—Sean cuales sean sus motivos, no podemos permitir que el arcano siga en sus manos —sentenció con voz cansada—. Ni en las de nadie más...

Toda la habitación contuvo el aliento cuando el monarca se incorporó y su mirada nos contempló con una seguridad aplastante.

—El arcano debe de ser destruido.

Salí de la habitación escoltada por un sombrío Rhydderch con un nudo en la garganta, aún asimilando el hecho de que ninguno de ellos había puesto en duda mi palabra respecto al arcano... y mis sospechas sobre quién podía tenerlo.

El rey nos había despachado poco después de dictaminar que aquel objeto de incalculable valor debía desaparecer de la faz de la tierra, una decisión pensaba en proteger a toda costa a Mag Mell. La reina y su primogénito se habían marchado en primer lugar, de regreso a la celebración para no levantar sospechas, siendo seguidos minutos después por una silenciosa Calais; la prometida de Rhydderch había recibido la misión de entregar a su padre, el general Artaith, un mensaje del propio rey donde la exponía la situación de una forma muy vaga, pidiéndole que se reunieran lo antes posible.

Y, aunque para mí había llegado a su fin mi exposición a la nobleza fae, la noche aún no lo había hecho.

Durante el trayecto de regreso a mis aposentos, mis dedos se movieron de manera inconsciente sobre las cicatrices de la carne que rodeaba mis muñecas. La reveladora conversación con Máel Taranis había despertado una extraña necesidad en mi interior; pese a que siempre había renegado de ellas, la acertada observación del príncipe heredero había provocado que una idea germinara en mi mente.

Una idea en la que la colaboración de Rhydderch sería el punto angular para que saliera bien.

El príncipe fae caminaba a mi lado, sumido en aquel pesado silencio que nos había acompañado desde que habíamos dejado atrás a su familia. Sospechaba que su mente estaba perdida en el arcano y en la posible traición cometida por Antalye, por su regente.

Decidí usar a mi favor que tuviera la vista clavada al frente, pues dudaba de tener el valor suficiente de hablar si tenía sus ojos ambarinos fijos en mí.

—Necesito que te introduzcas en mi mente de nuevo —le solté sin rodeos.

Rhydderch se detuvo en seco al escuchar mi arriesgada petición y yo le imité, haciendo que los dos quedáramos frente a frente.

—Fierecilla...

—Necesito que me ayudes a descubrir lo que sucedió la noche del incendio en la que murió mi padre —le interrumpí, mirándolo de manera suplicante.

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