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❧ 53

—No.

La respuesta, para mi aturdimiento, provino de un hosco Rhydderch.

El príncipe fae había adoptado un aire defensivo, con los brazos cruzados y expresión pétrea y su intensa mirada clavada en el inocente mensajero. Para su crédito, el hombre no pareció en absoluto amedrentado por la forma en la que estaba siendo observado por Rhydderch: toda su atención estaba centrada en mí.

—¿Milady? —insistió, ignorando la tajante negativa del príncipe.

Mi mente aún intentaba procesar la noticia de que el hermano mayor de Rhydderch había pedido a su mayordomo que viniera a buscarme para un encuentro. A solas. Mis ojos escanearon la multitud que todavía estaba en la enorme terraza, disfrutando de las últimas coloridas explosiones de los fuegos artificiales en el cielo nocturno, intentando encontrar al propio Máel Taranis.

Pero no había ni rastro del príncipe heredero.

Devolví mi vista hacia Syvan, como así se llamaba el fae que aguardaba frente a nosotros. La intuición parecía indicarme que rechazar la invitación resultaría desconsiderado... si no tenía mayores consecuencias.

Negarme no era una opción.

—Es un honor que Su Alteza quiera reunirse conmigo —respondí a media voz, recuperándome de la sorpresa inicial.

El mayordomo asintió, complacido al parecer con mi respuesta.

—Yo mismo os conduciré hasta su presencia, milady.

Con un galante gesto, me indicó que le acompañara. Sintiendo un nudo en la garganta por lo que podría depararme aquel extraño encuentro, traté de dar un paso hacia el fae, pero una mano me retuvo.

Rhydderch no parecía en absoluto conforme con mi decisión.

—No tienes por qué hacerlo —me aseguró, serio.

Pocas veces había visto al príncipe fae con esa expresión. Era consciente de la tensión que existía entre ambos hermanos, el resquemor con el que siempre Rhydderch solía hablar del heredero; me faltaban piezas para comprender qué había pasado para que su relación se hubiera fragmentado de ese modo.

Bajé la mirada hacia la mano que me había aferrado por el antebrazo, pensativa.

—No tienes por qué hacerlo —repitió el príncipe fae.

Su tono casi parecía invitarme a que me retractara de mi decisión, de que me echara hacia atrás. ¿Habría adivinado algo que yo no alcanzaba a ver en la invitación de su hermano mayor?

—Quiero hacerlo —le dije.

Una sombra de algo parecido a preocupación cruzó por sus ojos ambarinos. Sin embargo, no insistió al respecto: se limitó a dar un paso para ponerse a mi altura y, sin importarle que Syvan estuviera ahí, a unos metros de distancia, se inclinó hasta que sentí su cálido aliento acariciando la curva de mi cuello.

El ardor de la vergüenza empezó a extenderse por mis mejillas mientras me obligaba a mantener la vista clavada en el mayordomo.

—Ten cuidado con mi hermano, fierecilla —me susurró Rhydderch, provocándome un escalofrío—. Y lo más importante: no confíes en él.

La advertencia final de Rhydderch a modo de despedida no dejó de dar vueltas en mi mente. No fui capaz de mediar palabra cuando Syvan reanudó la marcha, guiándome entre la multitud hasta la salida, dejando atrás al príncipe fae.

Mi pulso se aceleró gradualmente cuando alcanzamos el pasillo. Con todo el mundo entretenido en el salón que acabábamos de abandonar, Syvan me condujo sin mayor problema a través del palacio vacío; contra todo pronóstico, el punto de encuentro con Máel Taranis no fue sus aposentos, tal y como había creído en un principio, sino un discreto despacho en el ala opuesta en el que se encontraban nuestros respectivos dormitorios.

Syvan me pidió con un gesto que me detuviera antes de golpear con los nudillos la puerta cerrada. El corazón me dio un vuelco al escuchar la voz ahogada del príncipe heredero al otro lado, dándonos paso desde el interior de la habitación; su mayordomo accionó el picaporte, anunciándome:

—Lady Verine, Alteza.

Con los nervios retorciéndose en mi estómago, di un tímido paso para traspasar el umbral. Mi idea inicial de que era un despacho se vio ligeramente trastocada al comprobar que la zona habilitada para esa función estaba situada en una discreta esquina... y que Máel Taranis me esperaba en el centro de la sala, iluminado levemente con las pocas velas repartidas por distintos puntos y la luz de la luna que incidía sobre su figura a través del ventanal que había a su espalda.

—Gracias, Syvan —dijo el príncipe heredero—. Puedes dejarnos a solas.

El mayordomo no dudó un segundo en inclinarse en una pronunciada reverencia antes de cumplir con la orden de su señor, cerrando la puerta tras de mí.

Por unos segundos me quedé paralizada, sin saber qué hacer. Era Máel Taranis, el príncipe heredero de Qangoth; nuestro único encuentro había sido en la sala del trono, después de haber sido llamada por los monarcas, cuando acusó a su hermano menor de haber conducido el enemigo —yo— a las puertas de su hogar.

Que hubiera decidido concertar un encuentro precisamente aquella noche conmigo era, cuanto menos, sospechoso.

Aún seguía sorprendiéndome el parecido que guardaba con Rhydderch, aquella mirada ambarina rodeada por aquel deslumbrante círculo dorado. Aquella noche, al igual que su hermano menor, Máel Taranis había optado por llevar los colores, supuse, que representaban a su familia. Un broche idéntico al que había visto en Rhydderch relucía en su pecho, con la conocida forma de un fénix.

Ahora sabía el significado de aquella criatura, el simbolismo que la rodeaba: era un guiño hacia los orígenes de la reina. Hacia su propia casa.

—Lady Verine —la voz de Máel Taranis me sacó de mi momentáneo ensimismamiento, provocándome un ramalazo de apuro—, os agradezco que hayáis aceptado mi invitación de reuniros conmigo... Aunque sospecho que Rhy os haya intentado convencer de lo contrario.

Me doblé con torpeza, ignorando lo certero que había sido con su observación sobre Rhydderch, y elevé una silenciosa plegaria para que los antiguos elementos me ayudaran en aquel momento.

—Alteza, permitidme que os desee un feliz... cumpleaños —balbuceé, aún con la vista clavada en la alfombra que había bajo mis pies.

Oí una risa baja, casi divertida.

—Dejemos las formalidades a un lado, ya he tenido suficiente por esta noche —sentí un molesto tirón en el cuello al alzar la cabeza hacia donde el príncipe aún aguardaba. En su rostro había aparecido una media sonrisa—. Siento curiosidad: no todos los días se te presenta la oportunidad de conocer a un humano... o a un mestizo.

Contuve a duras penas las ganas de retorcer de nuevo el vestido entre mis manos, limitándome a mantenerle la mirada a Máel Taranis. La advertencia de Rhydderch resonó en mis oídos. ¿Y si su hermano me había conducido a una trampa...?

—Lamento decepcionaros, Alteza, pero no encontraréis en mí nada de interés —le contradije.

—En eso guardo mis dudas al respecto —sonrió Máel Taranis y extendió uno de sus brazos, señalando los mullidos asientos situados cerca del ventanal de la habitación—. Toma asiento, por favor.

Con el cuerpo agarrotado, crucé la habitación hasta uno de los divanes mientras sentía la fija mirada del hermano de Rhydderch controlando cada uno de mis movimientos. Las dudas sobre mi decisión al aceptar aquella invitación estaban empezando a germinar, uniéndose a los nervios que continuaban atenazándome.

Me senté sobre el borde del asiento. Di un sobresalto al atisbar un fogonazo de color rojizo en la periferia de mi campo de visión; un fogonazo cuya forma me recordaba a...

—¿Faye?

Era un fénix, sí. Pero no se trataba de ella.

Aquella ave era más grande que la propia Faye, además del brillo de sus plumas parecía ser un tono más oscuro que el rojo fuego que caracterizaba a la compañera inseparable de Rhydderch.

Sufrí un segundo sobresalto cuando Máel Taranis optó por ocupar el diván que había frente al mío, situándose cara a cara. Emitió un suave silbido y el fénix desplegó sus alas —un poco más amplias que las de Faye— para sobrevolar desde el rincón donde había estado oculto y posarse en el respaldo tras su dueño.

El príncipe heredero alzó una mano para acariciar el pecho de la fastuosa criatura.

—Veo que has conocido a la fénix de Rhy —observó, sin perder la sonrisa—. Él es Fyrein, mi compañero.

Contemplé a la criatura con una mezcla de expectación y curiosidad. Resultaba de lo más idóneo que los fénix de los príncipes fueran una hembra y un macho y, a juzgar por el brillo en los ojos ambarinos de Máel Taranis, parecía intuir el hilo de mis pensamientos.

—Nuestro padre se embarcó en una dura búsqueda para conseguir encontrar a estas preciosas y esquivas criaturas —me explicó—. El fénix tiene un significado especial en mi familia y el rey quería que su descendencia creciera conociendo sus orígenes. Sus raíces.

No saqué a Máel Taranis de su error y fingí desconocer por completo qué papel jugaba el fénix en la familia real de Qangoth, sobre todo para su reina. Seguí contemplando a Fyrein, descubriendo lo diferente que resultaba de Faye.

—Algún día nuestros hijos también tendrán sus propios fénix —añadió el príncipe, acariciando las plumas de Fyrein—: él y Faye están emparejados.

Me retorcí en mi asiento, repentinamente incómoda. Las intenciones de Máel Taranis continuaban siendo un auténtico misterio; desde que había puesto un pie en aquella sala, lo único que había hecho conmigo era compartir conmigo una conversación banal. ¿Y si aquel era su propósito? ¿Entretenerme con aquella insustancial charla para enfurecer a su hermano menor?

—Alteza —empecé, retorciendo mis manos con nerviosismo sobre mi regazo—, ¿puedo preguntaros por qué... traerme aquí?

Por unos segundos creí haber ido demasiado lejos con mi pregunta cuando la sonrisa del príncipe se esfumó.

—Una chica directa —murmuró, casi para sí mismo, antes de añadir en voz alta—: En primer lugar, siento curiosidad por tus cicatrices —sus ojos se clavaron en mis muñecas y yo de forma inconsciente traté de ocultarlas de su vista—. En segundo lugar, estoy seguro de que tendrás mucho que decir respecto a esto —mi cuerpo sufrió un sobresalto cuando el príncipe heredero lanzó un trozo de tela al centro de la mesa baja que nos separaba al uno del otro. Tragué saliva al reconocer el símbolo tejido—. Y, por último, quiero que me cuentes todo lo que sepas sobre esos fae de los Reinos Humanos.

Era una trampa. Todo aquello era una trampa enmascarada de inocente invitación. Las sienes empezaron a latirme con fuerza mientras un molesto pitido se instalaba en mis oídos y un peso presionaba contra mi pecho, cortándome la respiración.

—Alteza, yo...

Máel Taranis se inclinó hacia mí, apoyando los codos sobre sus rodillas y haciendo que su mirada ambarina me hiciera desear desaparecer.

—¿Por qué no empezamos con el asunto de tus muñecas?

Tragué saliva con esfuerzo, bajando la mirada hacia las marcas que bordeaban mi piel. Una herida del pasado que me había esforzado por ocultar desde que era niña y los otros huérfanos del orfanato empezaron a burlarse de ellas, haciéndome sentir tan avergonzada que terminé por usar muñequeras. Las mismas que habían desaparecido cuando Rhydderch me salvó.

—No guardo recuerdo de cómo me las hice —reconocí a media voz, sin apartar la vista de las marcas similares a unas anillas—. Pero creo que fue... fue la noche en la que mi padre murió.

La noche del incendio continuaba siendo una ráfaga de imágenes inconexas que se retorcían en el rincón donde las había desterrado. Regresar al Gran Bosque había removido mi pasado, trayendo consigo detalles que mi mente parecía haber obviado; recordé la pesadilla que me había asolado una de las noches de nuestra travesía, lo nítida que había resultado.

El dolor que había sentido en las muñecas.

Los soldados del Círculo de Hierro que había creído ver.

—Reconozco las quemaduras —la voz del príncipe me sacó de mi ensimismamiento— y también la forma que tienen las tuyas. Son como...

—Grilletes —completé por él, pasando el pulgar por aquellos círculos unidos.

—Sólo hay una sustancia que podría herir de esa manera, Verine —la mirada de Máel Taranis era repentinamente seria cuando alcé la vista hacia la suya—: hierro.

Aquella simple palabra encajó dentro de mi cabeza, haciendo que mi estómago se sacudiera. ¿Y si aquella pesadilla en el Gran Bosque no había sido más que una manifestación de detalles de la noche en la que murió mi padre que mi subconsciente, debido al dolor por la pérdida, había decidido enterrar en lo más profundo de mi mente? ¿Realmente el Círculo de Hierro había estado allí esa noche? ¿Acaso ellos tenían algún tipo de responsabilidad...?

Traté de rescatar cada recuerdo de aquella fatídica noche, pero las sienes empezaron a punzarme, una sensación similar a la que había sentido cuando dejé que Rhydderch se introdujera en mi mente con el propósito de encontrar alguna pista sobre mi madre.

Quizá el poder de Rhydderch podría serme de utilidad en aquella ocasión si conseguía su ayuda.

—Tu debilidad al hierro delata tu naturaleza mestiza —agregó el príncipe, con voz más suave—. Lo que me conduce a mi segunda pregunta... ¿Sabes a qué organización pertenece este símbolo? —dio un par de golpecitos con el índice al círculo bordado en aquel trozo de tela que debía haber pertenecido a mi destrozado uniforme—. ¿Sabes lo que significa? ¿Lo que hizo?

—El rey de Merahedd me concedió el honor de unirme al Círculo de Hierro para proteger a su sobrino —respondí con un hilo de voz y la garganta reseca—. Ya os lo dije, Alteza: la misión de mi compañía era salvaguardar la seguridad del futuro heredero mientras él intentaba encontrar a su primo perdido.

De nuevo decidí guardarme para mí el hecho de que viajábamos en posesión de una poderosa reliquia mágica que, gracias a los antiguos elementos, había pasado desapercibida para Morag y los suyos; una reliquia mágica cuyo paradero ahora era una incógnita.

—Pero olvidaste mencionar que vuestra compañía pertenecía al Círculo de Hierro —señaló Máel Taranis acertadamente—. Una de las ramas del ejército del rey de Merahedd que ayudó a las Ascuas de Oro a cruzar la frontera que separaba los dos grandes reinos para atacar Elphane y fueron los responsables de la muerte de su heredera.

—El cuerpo... el cuerpo ha cambiado, Alteza —tartamudeé. El Círculo de Hierro no había olvidado lo sucedido en Elphane y ninguno de los miembros que habían marchado junto a Agarne había vuelto a mencionar la historia. Nadie había querido repetirla por las atrocidades que cometieron. Entre ellas, asesinar a sangre fría a una simple niña—. Y estoy segura que hay arrepentimiento y el deseo de no volver a cometer ese mismo error.

Pero el príncipe me observaba como si no terminara de confiar en mis palabras, había un brillo de sospecha en sus ojos ambarinos.

—No me creéis —adiviné, entendiendo su recelo—. ¿Creéis que soy una espía...? Vuestro hermano lo dijo: me salvó la vida en aquella inundación mágica. En ningún momento planeé nada de esto. Es absurdo que penséis...

—Soy consciente de lo retorcido que resultaría pensar que la inundación fuera una cuidada estrategia, ya que no sabías que Rhy os seguía el rastro por algún extraño motivo que se me escapa —reconoció—. Pero vuestra tierna historia donde el futuro heredero de Merahedd decide actuar con tanta nobleza para encontrar a su primo perdido durante tantos años... Ésa sí que es una buena excusa para intentar enmascarar que podríais haber viajado hasta aquí con el propósito de espiarnos.

Lo miré de hito en hito.

—¿Espiaros? —repetí, estupefacta.

Máel Taranis asintió con gravedad.

—Quizá buscáis un modo de poner fin a esta... esta guerra fría que nos ha enfrentado durante tanto tiempo —dijo, sosteniéndome la mirada—. ¿Qué mejor que colaros en nuestros territorios para conocer nuestros puntos débiles y poder así atacarlos?

Un calor ascendió por mi cuello. Casi parecía estar volviendo a escuchar al consejero Madog intentando convencer al rey de que todo aquello se trataba de una cuidadosa trampa y que yo era una espía.

—¿Y qué hay de los vuestros, Alteza? Fueron una banda de fae la que me arrastró hasta aquí —le espeté, sin poderme contener.

Una sonrisa satisfecha se formó en los labios del príncipe.

—Ah, me alegra ver que no eres la cosita sumisa que mostraste ser en la sala del trono —ronroneó antes de que su tono volviera a bajar una octava, serio de repente—. Creo en tu palabra, Verine. Sé que no estás aquí para espiarnos... Pero necesito que me hables de aquellos fae. ¿Sabías qué buscaban? ¿Por qué se habían arriesgado a cruzar las fronteras? ¿Bajo qué órdenes trabajaban?

Un sudor frío descendió por mi espalda cuando mi mente recuperó un viejo rostro. El rostro de la primera fae que vi en mi vida... El rostro de aquella mujer que había sido arrastrado hacia las mazmorras del palacio y que había desatado una oleada de temor colectivo ante los monarcas cuando se confirmó que no era humana.

Orei.

Me sentí estúpida por haberla relegado a un segundo plano tan rápido. Ella había sido la que nos había puesto en la pista del arcano, quien nos había dado las pistas necesarias al confesar que estaba allí con el propósito de descubrir si estaba en el hogar de Altair, escondido.

Orei se había denominado a sí misma buscadora.

Dijo que había sido reclutada por un poderoso señor que la había enviado a cruzar el Gran Bosque para que diera con el arcano, desvelando que ese misterioso benefactor estaba al corriente de su existencia. Rememoré la pregunta que le realicé cuando la fae se mofó de nuestra imprecisión al llevar a cabo su interrogatorio.

«El regente de Antalye —la voz de la fae resonó en mis oídos, haciendo que mi estómago se retorciera—: nuestro benévolo señor Alastar.»

Di gracias de encontrarme sentada pues, de lo contrario, no estaba segura de que mis piernas hubieran podido sostenerme. Ahora entendía ese pellizco de familiaridad que había sentido al escuchar su nombre en los labios del rey de Qangoth, desvelándome el funesto destino de mis amigos.

Pues era la misma persona.

Quizá estaba extralimitándome en mis creencias. Quizá el arcano había terminado perdido pero... pero una parte de mí lo dudaba. ¿El regente habría mencionado en la misiva que había hecho llegar al padre de Rhydderch lo que había encontrado entre las pertenencias de sus prisioneros? ¿Habría compartido la noticia de que había dado con un objeto mágico de valor incalculable?

—Morag estaba en un asentamiento en el que nos detuvimos una noche, bajo la apariencia de una... de una prostituta —dije atropelladamente. Necesitaba hablar con urgencia con Rhydderch; aquel asunto no podía esperar porque el príncipe fae era el único que estaba en posición de ayudarme—. Se deshizo de uno de mis compañeros y ocupó su lugar gracias a un sortilegio. No... no sé si trabajaba para alguien pero... pero creo que todos ellos eran mercenarios —un nudo se me instaló en la garganta ante la urgencia—. Cuando fuimos sus prisioneros, a menudo hablaban sobre a qué reino querrían vendernos. Cuál de ellos les daría más oro por nosotros.

Máel Taranis ladeó la cabeza en actitud pensativa mientras Fyrein desplegaba una de sus majestuosas alas, provocando que un par de chispas saltaran de ella, para empezar a atusársela.

—Agradezco tu sinceridad, Verine —dijo el fae al final y sonó sincero, haciendo que el temor de que me hubiera arrastrado hacia una trampa disminuyera un ápice—. Y te aseguro que haré todo lo que esté en mi mano para descubrir quiénes eran esos fae y qué buscaban en los Reinos Humanos.

Pestañeé por la incredulidad que me produjo su promesa. Aquel Máel Taranis que estaba sentado frente a mí y cuya mirada era dolorosamente idéntica a la de Rhydderch no se parecía en absoluto a la imagen que su hermano menor había creado y alimentado con sus tétricas advertencias.

«No confíes en él.»

—¿Por qué Rhydderch parece veros como un enemigo? —la pregunta brotó de mis labios de forma inconsciente. No lograba ver lo que parecía incitar al príncipe fae para tratar a su hermano mayor de ese modo. Con esa inquina y rencor.

Un gesto de cansancio se abrió paso entre las alegres facciones de Máel Taranis, como si hubiera dejado caer una máscara. El brillo que antes había atisbado en su mirada se apagó y el príncipe heredero se reclinó, bajando sus ojos ambarinos hacia el regazo con aire abatido.

—Supongo que la rivalidad que la corte siempre alimentó ha hecho mella en mi hermano —me confió y, de nuevo, sonaba demasiado sincero. O Rhydderch estaba equivocado... o Máel Taranis era un consumado actor. Le vi tragar saliva con esfuerzo, con duda—. La reina tuvo un segundo embarazo un tanto complicado. Cuando Rhy nació... el sanador dijo que era demasiado pequeño, demasiado débil; no dio muchas esperanzas y aquello corrió por la corte como la pólvora. Mi madre... la reina... no fue sencillo para ella su vida aquí, en Qangoth. Y todo el asunto de la delicada salud de Rhy... La corte decidió usarlo a su favor, señalando que era la sangre de mi madre la que se había manifestado en el bebé, demostrando que no era digna esposa de mi padre.

»Todo el mundo empezó a compararnos. Decían que yo sería un digno sucesor de Máel Cador, que los antiguos elementos habían decidido que no heredara la debilidad de la sangre de mi madre; sin embargo, Rhydderch... Desde niño se ha visto envuelto en continuos cuchicheos, en odiosas comparaciones, en circunstancias que únicamente tenían como propósito crear rivalidad entre nosotros, demostrar que yo tenía que ser el mejor —observé cómo el príncipe heredero se retorcía las manos, un gesto nervioso que delataba el esfuerzo que estaba haciendo al hablar conmigo de la complicada relación que tenía con su hermano menor—. Quiero a Rhy. Daría mi vida por él. He sacrificado... he sacrificado parte de mi felicidad para que él lo fuera. Y no es suficiente. Hay demasiado dolor y rabia y resentimiento en Rhy que no es capaz de verme como lo que realmente soy: su aliado. Su amigo. Su hermano.

Un extraño escozor se acumuló en las comisuras de mis ojos al escuchar en la voz de Máel Taranis un ligero quiebro. Una pequeña ruptura que hizo que las dudas que Rhydderch había tratado hacer crecer en mí se derrumbaran como un frágil castillo de arena.

Mi corazón se constriñó de dolor y pena por ambos hermanos. Luego el sabor amargo de la culpabilidad acarició la punta de mi lengua. ¿Era ese el motivo que se ocultaba tras las continuas huidas de Rhydderch de palacio? ¿Escapar de aquellos comentarios maliciosos, de aquellas odiosas comparaciones...?

Recordé mis burlas, mi incomprensión por creer que se trataba de algún capricho de niño mimado. Qué equivocada había estado.

Qué injusta había sido.

Miré fijamente a Máel Taranis, preguntándome qué tipo de sacrificios había tenido que hacer por su hermano. Pero el príncipe heredero se puso en pie con un lánguido movimiento y supe que nuestra reunión había tocado a su fin.

Se aclaró la garganta, escondiéndose de nuevo tras esa máscara de forzosa diversión.

—Quizá sería un buen momento para regresar a la fiesta y fingir que hemos estado disfrutando de ella.

Dejé que me acompañara hacia la salida, pero ambos nos quedamos paralizados cuando el príncipe heredero abrió la puerta y una sombra traspasó el umbral como un rayo, arrinconando a Máel Taranis contra la madera de la hoja.

—¿Rhydderch?

La mirada ambarina del príncipe fae me recorrió de pies a cabeza, como si quisiera cerciorarse de algo. Su mano estaba enredada en la pechera del jubón de su hermano mayor, haciendo que el fénix de Máel Taranis batiera las alas y soltara un agudo chillido de advertencia.

—¿Estás bien, fierecilla? —me preguntó, muy serio.

Una sonrisa burlona asomó en los labios de su hermano mayor.

—¿En tan baja estima me tienes que creías que había solicitado un encuentro a solas con ella para forzarla?

Rhydderch gruñó algo entre dientes, mostrándoselos a Máel Taranis en una mueca feroz. Alterné la mirada de un príncipe a otro, sintiendo un escalofrío al percibir el aura de poder que parecía rodearles a los dos.

Sin embargo, eso no me detuvo cuando mis pies se pusieron en movimiento y me detuve junto a Rhydderch, enroscando mis dedos sobre la muñeca con la que mantenía a su hermano aferrado.

—Rhydderch, basta —le pedí. Era la primera vez que me dirigía a él por su nombre; un detalle que no pareció pasar por alto—. No ha intentado forzarme. No ha pasado nada.

Lentamente, el príncipe fae fue liberando a su hermano mayor. Ahora que conocía el origen de todo aquel resquemor de Rhydderch hacia Máel Taranis no podía evitar sentir un ramalazo de compasión por lo injusto de la situación.

—Por favor, Rhydderch —insistí, deseando poder hablar con mayor libertad—. Regresemos a la fiesta. Por favor.

«Vayamos a un sitio seguro —quise decirle con la mirada—. Hay algo que necesitas saber...»

* * *

Decidme por favor que no soy la única que anda un poco destrozada por descubrir qué sucedió para que Rhy y su hermano mayor no se lleven bien... pero Taranis esté dispuesto a hacer todo por él...

Tal y como dije, se venían cositas en los próximos capis y en este ha tocado, tachán tachán, descubrir un pequeño detalle de allá por los primeros capítulos que ahora empieza a cobrar sentido totalmente...

Veremos qué nos depara el próximo (nada bueno, seguro) y en los siguientes

Alguien tiene alguna teoría?

Que ta pasanda?

Comentarios sobre este triste y doloroso capítulo?

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