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❧ 5

—Que no os engañe ese aspecto —nos recomendó el rey, observando con aprensión a la prisionera—: debajo de esa ilusión se esconde una fae que sabe bien cómo usar sus garras.

Pero nada en ella parecía indicar que se trataba de una fae... o de que realmente fuera peligrosa. Escondida en los rincones de su celda, y con las extremidades rodeadas por férreas cadenas que limitaban sus movimientos, la desconocida se encogía entre las sombras, buscando ocultarse de nuestra mirada; su cuerpo maltratado temblaba incontrolablemente mientras sus tenues gemidos llenaban la celda y el pasillo donde nos encontrábamos detenidos, observándola como si se tratara de un animal.

El primero en eliminar la poca distancia que existía entre nuestro variopinto grupo y los barrotes fue el rey Eifion quien, movido por la curiosidad y el escepticismo, se acercó para poder contemplar más de cerca a la prisionera; sus ojos la estudiaron con detenimiento, tratando de hallar algo en ella que delatara su verdadera naturaleza.

—No veo más que a una prisionera humana —dictaminó, retrocediendo un paso y clavando sus ojos verdes en el tío de Altair, que permanecía inmutable.

El resto de monarcas cruzaron un par de rápidos susurros, mostrando su conformidad con las palabras de Eifion.

—Eso es lo que quiere haceros creer a todos —repuso el rey de Merahedd, mostrando una calma fría y calculada—. Pero puedo probaros que todo se trata de un embuste.

La mujer de la celda dejó escapar un grito ahogado cuando escuchó el sonido de los dedos del tío de Altair chasqueándose. Greyjan tuvo que apartarme del camino de un grupo de guardias, todos ellos con un círculo grabado en el peto de sus respectivas armaduras, que parecieron salir de la nada; entumecida como me encontraba, apenas pude dejar que mi amigo me sostuviera mientras contemplábamos, atónitos, cómo los recién llegados se adentraban en la celda, provocando que la prisionera perdiera la poca cordura que le quedaba: se debatió con uñas y dientes contra los dos hombres que trataron de acercársele para intentar tomarla por los brazos, siguiendo las silenciosas órdenes del rey de Merahedd.

Me estremecí ante la agonía que revestía los gritos y súplicas de la prisionera, sintiendo cómo se me clavaban en lo más hondo de mi cabeza. Ninguno de los monarcas —ni siquiera el propio Altair— mostró un ápice de desasosiego por semejante escena; todos permanecían impasibles, con sus ojos clavados en la desgarradora imagen de aquellos guardias reteniendo a duras penas a la mujer, que se retorcía con ahínco entre aquellos brazos recubiertos.

Los ojos desorbitados de la prisionera se desviaron hacia el pasillo, más allá de los barrotes. Sus pupilas estaban tan dilatadas que casi cubrían la totalidad de los iris; su tez, pálida por debajo de las contusiones que mostraba, producto de la brutalidad que debían haber mostrado con ella.

Un escalofrío descendió por mi espalda cuando nuestras miradas se cruzaron.

—Sujetadla bien —ordenó el rey de Merahedd.

Me obligué a cortar el contacto visual y busqué a Altair en su lugar. Permanecía cerca de su tío, completamente erguido y silencioso; no había horror ni sorpresa en su mirada y para mí, que le conocía demasiado bien tras aquellos años de amistad, fue señal suficiente de que no era la primera vez que ponía un pie en esa horrible mazmorra. Quizá hubiera estado allí antes, contemplando cómo la prisionera era torturada por los guardias de su tío.

Porque me negaba a creer que Altair hubiera sido capaz de dar una orden así.

Supliqué en silencio para que me devolviera la mirada, para que fuera capaz de leer en mis ojos lo que no era capaz de pronunciar en voz alta. «Detén esto —pedí interiormente, rezando a los antiguos elementos para que me oyeran e intercedieran de algún modo—. No dejes que continúen con este macabro espectáculo...»

Pero todas mis súplicas fueron en vano: Altair no apartó la mirada de la prisionera y tampoco hizo nada.

De manera inconsciente, y al comprobar que él no haría nada, di un paso hacia delante con el propósito de tratar de poner fin a todo aquel turbio asunto; los dedos de Greyjan se clavaron en mis hombros y sentí cómo tiraba de mí para impedir que siguiera adelante con mi idea.

Su aliento rozó mi oído antes de que lo hicieran sus palabras.

—No te arriesgues, Verine —me recomendó a media voz—. No lo eches todo a perder.

Una parte de mí, a regañadientes, no pudo evitar darle la razón. Si me interponía entre los guardias y la mujer, sería un acto de desobediencia hacia las órdenes de mi rey; quizá los otros monarcas creyeran que tenía algún tipo de vinculación con la prisionera, lo que me condenaría a mí también.

Me mandarían de cabeza a otra celda, con otros guardias... El mismo trato que la mujer había sufrido los días que llevaba allí encerrada.

—El hierro —ordenó entonces el rey Aloct.

Todos nos quedamos quietos, casi conteniendo la respiración. Uno de los guardias sacó entonces una de las dagas que guardaba en su respectiva funda; debido a la poca iluminación que reinaba en las mazmorras apenas pude ver qué tenía de especial aquella arma.

Los ojos de la prisionera se clavaron en ella y sus esfuerzos se redoblaron al ver cómo el guardia armado se acercaba hasta donde se encontraba retenida. El estómago se me retorció al contemplar, impotente, los intentos desesperados de la desconocida por liberarse... o alejarse de aquel hombre que sostenía en la mano la daga; los compañeros que retenían a la prisionera la obligaron a quedarse inmóvil mientras la mirada de ella se desencajaba al ver cada vez más cerca el arma.

Con un brusco movimiento, la mujer quedó arrodillada en el suelo de piedra. El guardia que estaba libre retiró con brusquedad la deshilachada manga que cubría su antebrazo izquierdo; un nuevo grito de horror brotó de la garganta de la prisionera mientras el hombre armado bajaba el filo hacia la tierna carne descubierta.

—La daga ha sido forjada con hierro —anunció el tío de Altair—. Al contrario de lo que podáis pensar, ella no va a ser cortada con su filo; simplemente la apoyaremos sobre su piel: si es humana, el contacto no hará nada en absoluto... Si nos ha mentido, quedará demostrado debido a la toxicidad que tiene este material con los suyos.

Todos contuvimos la respiración cuando el rey de Merahedd hizo un sencillo gesto con la cabeza, indicándole a su subalterno que procediera. El guardia bajó la daga con una agónica lentitud, haciendo caso omiso de las llorosas súplicas de la mujer, hasta que el canto del arma quedó apoyado por completo en la piel del antebrazo de ella; al principio no pasó nada, haciéndonos sospechar que todo se trataba de un terrible error... hasta que un grito de inconfundible agonía pareció sacudir las paredes de la celda.

El cuerpo de la prisionera comenzó a sacudirse entre las manos de sus captores, aullando con tanto sentimiento que pensé que sus cuerdas vocales iban a desgarrarse; un ligero aroma a carne quemada empezó a inundar el aire, procedente del interior de la mazmorra. Se me escapó un jadeo ahogado cuando vi que el rostro de la mujer parecía mudar... transformándose en algo distinto y grotesco: sus dientes se alargaron, afilándose en las puntas hasta darles un aspecto puntiagudo.

Lo mismo que el extremo de sus orejas.

Sus ojos resplandecían, delatando la magia que corría por sus venas. Sin embargo, el hierro que el soldado mantenía presionado contra su piel estaba debilitándola lo suficiente para impedir que pudiera emplearla contra nosotros.

El rey de Merahedd nos miró alternativamente, uno a uno.

—Espero que esta sea una prueba suficiente para Sus Majestades —dijo con un ligero timbre de deleite.

La fae se revolvió, provocando que la atención —teñida de miedo a que lograra liberarse, desatando el caos en el interior de aquella diminuta celda— se desviara hacia ella de nuevo. Nos mostró sus afilados dientes en un alarido mientras el hierro seguía quemando su piel, demostrando que aquellas criaturas eran débiles frente a ellas.

Que el hierro les resultaba tóxico... y mortal.

—¿Desde cuándo lleva sucediendo esto? —inquirió la reina de Caeas, tratando de ocultar su temor por la fae.

—No lo sabemos con exactitud —respondió Altair, en lugar de su tío—. Sin embargo, y tal como le he propuesto al rey, creo que podemos encontrar respuesta a muchas de las preguntas que estamos haciéndonos respecto... a ellos.

Tivizio, cuya tez había empalidecido hasta adoptar un tono blanquecino, parecía estar haciendo un esfuerzo sobrehumano por mantenerse allí en vez de cruzar la distancia que le separaba de la fae; su mano temblaba, ansiando empuñar un arma con la que poder traspasar el pecho de la mujer. En su mirada se reflejaba el odio que sentía hacia aquellas criaturas que le habían arrebatado a su hija.

El rey de Merahedd miró a su homónimo de Agarne, como si hubiera adivinado el hilo de sus pensamientos. Casi parecía estar buscando su permiso, creyendo que aquella fae podría tener alguna información sobre el destino de la princesa Alera.

—Haced con ella lo que queráis —escupió entre dientes, con sus ardientes ojos fulminando a la captiva—. Pero quiero su cabeza, una vez terminemos.

Porque ninguno de los reyes se atrevería a sugerir que se perdonara su vida para poder emplearla como una rehén. Aquella fae sería duramente interrogada, exprimiéndola hasta que les brindara la última gota de información que tenía, y después sería ordenada ejecutar; no podían correrse riesgos y permitir que la mujer pudiera encontrar una oportunidad en la que emplear su magia.

Algo contra lo que no teníamos defensa alguna.

Altair dirigió su intensa mirada hacia su tío, a la espera de recibir su beneplácito para seguir adelante con los planes que reservaba para la fae.

—Reducidla con hierro —ordenó a sus guardias, los mismos que pertenecían al Círculo de Hierro— y preparadla para llevar a cabo la primera ronda del interrogatorio.

Tragué saliva con esfuerzo cuando el rey Aloct dio la espalda a la celda y los guardias sacaban de sus cinturones largas cadenas que no había visto hasta ese preciso instante. Su rostro no mostraba ápice alguno de arrepentimiento, o tan siquiera compasión; lo sucedido en el interior de aquel habitáculo de piedra no parecía haberle afectado lo más mínimo.

Como tampoco a Altair.

—Creo que es hora de que regresemos a los pisos superiores y disfrutemos de la fiesta que continua teniendo lugar en uno de los salones más majestuosos del palacio —propuso de manera comedida, casi casual, aunque el tono que empleó indicaba que no admitiría cualquier otra opción.

Los reyes de Celym y Bedre, además de la reina de Caeas, parecían complacidos —incluso diría que ansiosos— con la idea de salir de allí lo antes posible. El monarca de Agarne, por el contrario, no parecía muy partidario de abandonar las mazmorras; pese a su visible disconformidad, no se atrevió a contradecir al tío de Altair, sabiendo que se encontraba en desventaja y sin apoyo por sus compañeros.

Uno a uno, los monarcas de los Reinos Humanos fueron dando media vuelta para dirigirse hacia las escaleras, que los conducirían lejos de aquel lugar y les llevaría de regreso a la comodidad que les proporcionaba la fiesta, alejando de sus cabezas lo que había sucedido en aquella celda.

Cuando llegó nuestro turno, la voz del rey nos detuvo en seco.

—Vosotros no —nos dijo y un escalofrío descendió por mi espalda—. Como nuevos miembros del Círculo de Hierro, permaneceréis aquí y participaréis en el interrogatorio, junto a algunos de mis hombres más experimentados.

La negativa se enroscó en la punta de mi lengua, pero un ligero golpecito por parte de Greyjan me convenció de no abrir la boca... pero no me impidió que buscara con mi mirada a Altair, quien respaldaba a su tío en silencio.

Alousius fue el primero en reaccionar, inclinando la cabeza en dirección al rey.

—Os agradecemos la oportunidad que nos habéis brindado, Majestad —respondió con tono firme—. Prometemos no decepcionaros.

El rey Aloct cabeceó, la única señal de conformidad a las palabras de Alousius, y se dispuso a abandonar las mazmorras para unirse de nuevo a los invitados que todavía disfrutaban de la fiesta, quienes permanecían ajenos a lo que estaba sucediendo.

Fae en los Reinos Humanos.

Si la información no se mantenía en secreto, el pánico cundiría y todo se saldría de control. No pude evitar cuestionarme si alguno de los ilustres invitados del rey Aloct, los mismos que debían estar bebiendo y comiendo en uno de los grandes salones del palacio, en realidad sería una de esas criaturas; ahora que Altair había demostrado que con su magia eran capaces de entremezclarse entre nosotros sin levantar sospechas —y siempre que estuvieran bien lejos del hierro—, se tendrían que tomar las medidas pertinentes para tratar de identificarlos antes de... ¿De qué exactamente? ¿Cuál era su objetivo, en realidad?

¿Para qué camuflarse entre los humanos?

No me atreví a exponer mis dudas en voz alta, no delante del rey. Aunque formáramos parte de aquel grupo de élite, el Círculo de Hierro, aún no me sentía como tal; todo había sido demasiado apresurado, apenas unas palabras rápidamente pronunciadas.

Un nuevo golpe en las costillas, cortesía del codo de Greyjan, hizo que reaccionara y me apartara del camino del rey; Altair le siguió hasta el pie de las escaleras, contemplé a ambos cómo cruzaban un par de susurros antes de que el monarca iniciara la subida a solas.

Una vez hubo desaparecido, lo mismo que el sonido de sus pasos, Altair nos miró a los tres y nos hizo un imperativo gesto con la mano para que nos acercáramos. Mientras obedecíamos en silencio, no pude evitar mirar por encima del hombro hacia el interior de la celda.

Los ojos de la fae se clavaron en los míos mientras lanzaba otro aullido desgarrador y los guardias rodeaban sus muñecas con las cadenas que antes había visto que sacaban de sus propios cinturones.

Cadenas fabricadas en hierro.

La brizna de enfado se transformó en una llamarada de furia cuando alcanzamos a Altair al pie de la escalera. Su rostro se contrajo en una mueca al percibir la ira en mi mirada y alzó una mano, como si estuviera rindiéndose.

—Os juro que tenía intenciones...

—¿Desde cuándo? —le interrumpí abruptamente.

Altair lo había sabido todo aquel tiempo, a expensas de encontrar una prueba fiable que pudiera cimentar lo que habían descubierto: que los fae no tenían miedo a cruzar el Gran Bosque para introducirse en nuestros reinos, usando su magia para no levantar sospechas.

Su mirada se tiñó de vergüenza e incomodidad, lo que me proporcionó un breve ápice de placer al comprobar que la máscara de indiferencia había caído y ya no parecía una estatua tallada en piedra. Alguien que no había mostrado ni un solo sentimiento al ser testigo de lo sucedido en la celda, con aquella mujer.

—Mi tío y yo llevamos algún tiempo buscando historias similares a la de la mujer que se quemó con tan solo apoyarse en una verja de hierro —nos confió y la fachada de lord orgulloso se evaporó, dejando en su lugar al muchacho que conocíamos—. Tardamos mucho en atrapar a una... a una de ellos.

Mis ojos quisieron voltearse de nuevo hacia atrás, hacia donde la mujer estaba siendo encadenada y reducida para que pudiésemos dar inicio con aquella primera parte del interrogatorio, pero no lo permití. En el extremo de mi campo de visión distinguí a Greyjan dando un paso hacia Altair; su ceño se encontraba fruncido y su expresión denotaba cierta vacilación.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó.

No estaba refiriéndose a las órdenes que habíamos recibido como parte del Círculo de Hierro, sino a qué pasaría ahora que había salido a la luz aquella amenaza que llevaba escondida entre nosotros los antiguos elementos sabían cuánto tiempo.

—El rey se reunirá de nuevo con los otros monarcas para abordar esa cuestión —respondió Altair con firmeza—. Pero nuestro deber, en estos momentos, es obtener la mayor información posible para saber a qué nos estamos enfrentando.

Alousius, Greyjan y yo nos erguimos de manera inconsciente ante sus significativas palabras. El rey había permitido que formáramos parte de aquella fuerza de élite, el Círculo de Hierro, gracias a la intervención de Altair; nuestro amigo había depositado su confianza en que estaríamos a la altura de las circunstancias, y ninguno de nosotros quería decepcionarle de ningún modo.

—¡Eh, vosotros! —nos llegó el grito desde el lado opuesto del pasillo—. Es la hora.

Las viejas historias de terror que nos contaban en el orfanato para que nos fuésemos a dormir apenas podían hacer justicia a la realidad. Ver de cerca a un fae me impresionó más de lo que admitiría jamás; desde aquella poca distancia pude comprobar lo afilados que resultaban sus colmillos y lo grotesco que encontraba aquellos extremos puntiagudos en sus orejas.

Los guardias del Círculo de Hierro habían logrado retenerla contra la pared, encadenando sus muñecas con hierro y obligándola a que mantuviera los brazos en alto. La carne que se encontraba en contacto con la cadena había adoptado un tono irritado y enrojecido, aunque aún no mostraba el mismo aspecto que la zona donde el filo de la daga había sido apoyado: los bordes de la herida estaban ennegrecidos y su interior era de un vívido color carne, como si algunas capas de piel se hubieran desprendido, mostrando las más internas.

Aquella visión hizo que tuviera que tragar saliva varias veces y, finalmente, apartara la mirada hacia aquel fiero rostro que nos mostraba los dientes en una expresión casi desafiante. Toda su fachada de joven llorosa y desesperada se había evaporado cuando su mentira quedó al descubierto.

Altair se paseaba de una punta a otra de la celda mientras Greyjan, Alousius y yo permanecíamos en un discreto rincón, obedeciendo las órdenes del rey y procurando no entorpecer la labor que estaba llevando a cabo nuestro amigo con el respaldo de aquellos guardias.

No estaba teniendo mucho éxito a la hora de obtener respuestas.

—¿A qué reino le debes tu lealtad? —preguntó por tercera vez.

La fae había ignorado a Altair, ganándose un par de golpes por parte de los guardias que no lograron disuadirla de cambiar de actitud. El lord había optado por indagar sobre su procedencia y estaba dispuesto a presionar hasta arrancarle una respuesta, por mínima que fuera.

En aquella ocasión se limitó a seguir con la mirada sus erráticos movimientos, manteniendo los labios sellados. Altair aguardó unos segundos, brindándole esa pequeña deferencia por cortesía; al ver que no iba a tener suerte, cruzó en un par de zancadas la celda hasta situarse frente a la fae, dándonos la espalda a nosotros.

Su mano voló hacia el rostro de la mujer, golpeándola con el dorso. El sonido de la bofetada resonó contra las paredes de la celda, lo mismo que el gemido ahogado que dejó escapar a causa de la impresión; me mordí el labio inferior cuando Altair se apartó, permitiéndome ver la marca que había dejado sobre el rostro de la fae.

—A qué reino perteneces —no fue una pregunta, sino una orden.

La mujer le sostuvo la mirada con un brillo desafiante en sus ojos castaños, cuyo resplandor sobrenatural delataba su naturaleza no humana. El vello se me erizó cuando la fae pareció intuir mis ojos clavados en ella y ladeó su cuello, haciendo que los suyos se encontraran con los míos.

—Responde —exigió Altair al ver que había perdido la atención de la prisionera.

Los labios de la fae continuaron sellados, disminuyendo la poca paciencia que mi amigo tenía y que había ido perdiendo a lo largo de aquel interrogatorio que estaba resultando tan infructuoso.

—Quiero que incrementéis el hierro durante toda esta noche —ordenó a los guardias—. Ya veremos si mañana se muestra un poco más comunicativa.

* * *

HAPPY HALLOWEEN/SAMHAIN PARA TODOS

Con motivo de esta maravillosa fiesta a mi cerebro se le ha encendido una bombillita y ha dicho: why not? ¿Por qué no hacer una subida masiva en estas fiestas tan solemnes?

Así que he decidido distribuir de este modo las actualizaciones: hoy habrá 3 capítulos (Daughter of Ruins, Vástago de Hielo y Thorns). Mañana viernes, también habrá actualización...

¡Pasad una terrorífica noche, pajarillos!

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