❧ 47
Apenas fui capaz de mantener mi atención después de que Calais desvelara qué papel ocupaba dentro de la familia real, siendo la prometida de Rhydderch. Echó al príncipe de sus aposentos, alegando que yo necesitaba cierta privacidad para vestirme y el interpelado se limitó a lanzar una última mirada en mi dirección antes de obedecer, cediendo el paso a la solícita camarilla de doncellas de la fae.
Una vez el príncipe hubo desaparecido, Calais empezó a repartir órdenes a las recién llegadas. Una de las doncellas me ayudó a abandonar la bañera, cuya calidez se había evaporado, mientras otra me esperaba con un mullido albornoz; la fae me dedicó una resplandeciente sonrisa y me hizo un gesto con la mano, indicándome que me uniera a ella de nuevo en el dormitorio. Sentí un retortijón en el estómago al contemplar los vestidos que Calais había dispuesto sobre su monstruosa cama, haciendo que un déjà vu me sacudiera de pies a cabeza, como si hubiera retrocedido en el tiempo y la persona que estuviera delante de mí, ayudándome con aquel vestuario tan lujoso, no fuera otra que lady Laeris.
La fae rubia me dio un golpecito amistoso en el brazo, paseando sus ojos verdes por cada una de las prendas. El recuerdo de su voz anunciando alegremente su compromiso con Rhydderch se repitió en mis oídos, despertando una chispa de recelo ante los altruistas motivos que parecían haberla empujado a echarme una mano.
Calais ladeó la cabeza, pensativa y ajena a la pequeña distancia que puse entre nosotras.
—Tu presencia en palacio habrá corrido como la espuma, Verine —dijo mientras sus doncellas continuaban revoloteando por todas las habitaciones que conformaban sus aposentos privados—, lo que significa que debes causar una buena impresión en los reyes.
Un sabor amargo inundó mi boca al pensar en lo que el príncipe fae había insinuado, el hecho de que sus padres pudieran tener información que intercambiar. Había perdido por completo el paso del tiempo en el bosque en compañía de Rhydderch; no sabía si todo era un astuto movimiento por parte del chico para ablandarme... para que mostrara un poco de cooperación. Fuera cual fuese la verdad, debía enfrentarme a los reyes.
Y aquel encuentro quizá se encontraba más cerca de lo que deseaba.
❧
Llynora y Calais me observaron como un par de aves de presa, haciendo que todos mis músculos se pusieran en tensión. La enérgica lady había regresado a los aposentos de su señora mientras la fae me ayudaba probarme todos y cada uno de los vestidos que había escogido de su propio guardarropa para poder prestarme; nuestro incómodo primer encuentro casi parecía haber quedado olvidado, a juzgar por la actitud dicharachera y parlanchina de la joven dama.
Retorcí mis manos ante la atenta mirada de cada una de las fae, resistiendo el impulso de aferrarme de los finos trozos de tela que cubrían mis pechos, formando un sugerente escote en triángulo invertido que mostraba más piel de la que estaba acostumbrada. Tal y como había augurado Calais, ambas parecíamos compartir una talla similar... aunque yo apenas era capaz de llenar la zona del busto tan bien como ella.
Tras el regreso de Llynora, tanto ella como Calais me habían convertido en su proyecto personal, comentando entre susurros cuál de los vestidos crearía una mejor impresión en mis anfitriones; ahora que habían dado con el elegido, quedaba una sola cosa pendiente...
—Por favor, Verine, toma asiento —me indicó Calais, señalándome el tocador que había a su izquierda.
Obedecí de nuevo, sintiendo una bola de nervios agitándose en la boca del estómago. La tela del vestido siseó mientras me acercaba al asiento que había frente al espejo; las dos fae no tardaron en seguirme, situándose a mi espalda. Pude sentir sus miradas deslizándose sobre mí, evaluando mi aspecto.
—Sus Majestades estarán deseosos de conocerla —escuché que le decía Llynora a Calais—. Las noticias sobre su presencia aquí, en palacio, ya han empezado a circular por la corte.
Calais me había informado de ello, apostillando la necesidad de que causara una impecable impresión en ellos. Era posible que la joven fae hubiera intercedido por mí, pero si alguno de los monarcas ordenaba que fuera arrestada... Ni siquiera la prometida del príncipe sería capaz de librarme de ese funesto destino.
Además, las respuestas que buscaba quizá estuvieran en sus manos.
Con ese pensamiento en mente, dejé que las doncellas hicieran conmigo lo que Calais les indicaba. Recogieron mi cabello en un desenfadado recogido a media altura, despejando la zona de mis orejas; para cubrir mis puntas redondeadas, colocaron una elegante pieza que simulaba las de los fae.
Una vez terminaron de aplicar una sutil capa de maquillaje en mi rostro, Calais despachó a toda la camarilla que estaba a su servicio, permitiendo que Llynora se quedara a mi lado, contemplando con ojo crítico el resultado final; su escrutinio me obligó a enfrentarme a mi propio reflejo, descubriendo casi a una desconocida devolviéndome la mirada del espejo.
Aquella Verine se parecía mucho a la versión que había creado lady Laeris para la noche que Altair y yo nos colamos en la cámara del tesoro real. Un espejismo que podría perfectamente encajar en ese mundo, que podría ser parte de él...
El firme aporreo en la puerta principal me distrajo por completo de mis pensamientos, regresando al presente.
Llynora se excusó con una apresurada reverencia antes de responder, dejándome a solas con Calais. La joven fae tenía el ceño fruncido, ya que las opciones que se nos planteaban sobre quién se encontraba esperando en el pasillo eran muy limitadas; al descubrir mi mirada, se forzó a suavizar su expresión, dedicándome un cómplice guiño de ojo con el que pretendía hacerme saber que todo estaba bien.
No obstante, el gesto tenso que traía consigo Llynora apagó parte de mi esperanza, haciéndome temer que mi situación en aquel palacio estaba en peligro. Que la protección de Calais no sería suficiente.
—Los reyes quieren... quieren conocerla —la voz de la dama de Calais tembló mientras me echaba un rápido vistazo, por si no hubiera quedado lo suficientemente claro—. De inmediato.
Calais asintió, de nuevo mostrando esa actitud digna de la realeza, antes de girarse hacia mí.
—Es la hora.
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La bola de nervios que había sentido mientras era acicalada pareció doblar su tamaño mientras seguía a Calais. Un fae nos esperaba en el pasillo, vestido con una librea que mostraba los colores de Qangoth, respaldado por un par de guardias; me tensé de manera inconsciente cuando crucé el umbral y la mirada de todos recayó sobre mi persona.
El mensajero se inclinó ante Calais en un gesto de solemne respeto.
—Lady Calais.
—Syvan —le devolvió el saludo la prometida del príncipe.
—Sus Majestades esperan en la sala del trono —le informó, con un elegante movimiento de brazo—. Máel Taranis me ha enviado personalmente para escoltaros tanto a vos como a nuestra... invitada.
Una sombra atravesó la afable expresión de Calais, opacándola durante un breve instante, antes de volver a su habitual sonrisa. Mi curiosidad se disparó ante esa fugaz reacción por parte de la prometida de Rhydderch; mis casi nulos conocimientos sobre la familia real de Qangoth —o del resto de Reinos Fae— me hicieron preguntarme quién sería el preocupado Máel Taranis.
—Qué considerado —dijo Calais en respuesta, con comedida educación.
El fae asintió antes de encabezar la marcha. Me pegué al costado de mi joven —e inesperada— aliada mientras los guardias se situaban a nuestra espalda, cerrando el grupo; ella parecía tranquila, con la barbilla en alto y una actitud digna de una reina. Las preguntas cosquillearon en la punta de mi lengua. No sabía qué esperar del encuentro con los reyes, no sabía qué podría encontrarme en la sala del trono; el mensajero había sido demasiado escueto, sin dar una sola pista al respecto.
Traté de relajar mi disparado pulso buscando cualquier distracción. Mi mirada se vio de nuevo atrapada por las pinturas que llenaban algunas paredes, las escenas que parecían representar; entrecerré los ojos hacia algunas que parecían más antiguas y desgastadas. En una de ellas se mostraba a tres figuras cubiertas por capas. Todas ellas portaban entre las manos una caja de manera labrada que agitó algo en el interior de mi memoria, como si me resultara vagamente familiar. Le di un discreto golpecito en el costado a Calais, llamando su atención. Sus ojos verdes se clavaron en los míos con un brillo curioso.
—¿Quiénes son? —le pregunté, señalando a las figuras encapuchadas que se repetía en otras imágenes de la misma serie de pinturas.
La fae ladeó la cabeza en actitud pensativa, contemplando las diferentes escenas.
—Fueron los primeros reyes fae —me contestó tras unos segundos, en voz baja—. Ellos unificaron a los fae salvajes que vivían en Mag Mell y formaron los tres Reinos Fae.
Volví a desviar mi atención hacia las pinturas, con la escena de los antiguos reyes fae sosteniendo tres cajas de madera fresca en mi mente. Una ligera sospecha se encendió en mi interior al forzar a mi memoria a retroceder en el tiempo... hacia la noche en que Altair me coló en el palacio bajo un pretexto falso.
Mis dedos cosquillearon al recordar el tacto de la labrada caja que parecía haberme llamado de entre todos los tesoros reales que se guardaban en aquella cámara subterránea del palacio. Recordé el símbolo que había visto grabado en la tapa... ¿Cuántos arcanos existían?
Corté en seco aquel hilo de mis pensamientos, temiendo que alguno de aquellos fae pudiera ser capaz de introducirse en mi mente. El secreto del arcano debía continuar en lo más profundo de mi cabeza, lejos de las garras de aquellas criaturas. Por el rabillo del ojo espié a Calais, intentando encontrar en su expresión alguna pista que pudiera delatar que había estado atenta a lo que acababa de pensar. Rhydderch había comentado la habilidad que tenían los suyos para colarse en cabezas ajenas, pero nunca fue más allá. ¿Habría estado indagando dentro de mi mente sin ser yo consciente...?
La mano de Calais me retuvo por el interior del codo, frenándome antes de que pudiera chocar contra la espalda del fae. Le dediqué una mirada agradecida y luego tragué saliva al observar mi alrededor: en mi ensimismamiento no había sido consciente que se nos había conducido hasta un amplio rellano. Una labrada y pesada puerta que casi alcanzaba la altura del techo se alzaba ante nosotros; me fijé en cada detalle de la madera, en cómo había distintas figuras, tanto animales como fae, cubriendo la base.
No obstante, lo que logró atrapar toda mi atención fue el escudo grabado en mitad de las dos hojas... pues era el mismo que había visto sobre el cofre de madera.
Aquellos tres círculos y los tres rayos.
Un escalofrío de familiaridad me recorrió el cuerpo, despertando un cosquilleo de anticipación.
—Es el símbolo de los Reinos Fae —la voz de Calais sonó demasiado cerca, haciendo que me sobresaltara. La joven también contemplaba con un brillo de solemnidad el escudo grabado en la puerta—. Representa a cada uno de los Primeros Reyes.
Observé de nuevo el escudo, desde aquella nueva perspectiva.
Sin embargo, mi momento de contemplación se vio interrumpido cuando las dos pesadas hojas de madera empezaron a abrirse con un sonoro chirrido. Enderecé la espalda de manera inconsciente, sabiendo que aquel momento tan crucial estaba próximo, mientras el resto del grupo parecía imitar mi gesto con solemnidad, incluso Calais.
El aire se me quedó atascado en mitad de la garganta cuando vi los impresionantes techos que esperaban al otro lado del umbral. El fae que encabezaba la marcha fue el primero que dio un paso, haciendo que el resto de nosotros no tardara en seguirle en un profundo silencio; el aliento que había estado atrapado brotó de mis labios en un sonoro suspiro.
Las altas columnas flaqueaban todo el camino hasta el fondo de la sala. Esplendorosos frescos que parecían reflejar un floreado manto vegetal llenaban cada palmo sobre nuestras cabezas; la luz entraba a raudales por las ventanas, haciendo que la sala pareciera mucho más diáfana. El sonido de nuestros pasos resonaba contra las paredes, rompiendo la quietud que reinaba en aquel lugar prácticamente vacío.
Al fondo de la habitación se alzaba un imponente estrado. Dos pesados tronos dorados resplandecían sobre la madera, mientras que el escudo —o eso supuse— de Qangoth se extendía tras ellos: una imponente balanza cuyos platos parecían formar un infinito. Todas las líneas parecían estar unidas, dando la sensación de... unión.
No obstante, fueron las cinco figuras que esperaban al borde del alto estrado las que empujaron a mi corazón a latir un poco más rápido: junto a Rhydderch se encontraba una majestuosa fae cuyos lazos sanguíneos era imposible poner en duda. Llevaba el cabello blanco apartado del rostro, con algunos mechones entrelazados con la discreta coronada dorada que portaba sobre la cabeza, y mostrando con orgullo los extremos puntiagudos de sus orejas; sus ojos ambarinos —idénticos a los de su hijo— no perdían detalle de nuestro lento acercamiento.
Junto a ella había un fae alto y corpulento. Su cabello rubio resplandecía bajo la luz del sol, al igual que su piel ligeramente tostada; al igual que su compañera, portaba una corona gemela sobre la cabeza. Sus ojos, cuyos iris eran de un sorprendente gris y verde, también se mostraba interesados.
El chico que estaba a su izquierda era igual de alto que él, aunque su cabello se asemejaba más al de Rhydderch: una rica mezcla de distintos rubios que caían en cuidados bucles hasta la altura de los lóbulos de sus orejas. No me costó mucho adivinar quién era: sus ojos ambarinos y las líneas de su rostro hacían que pareciera una versión mucho más madura que el príncipe fae.
El fae restante permanecía a una distancia prudencial de la familia real. También era rubio, de un tono más oscuro que el rey; su tono de piel era tan tostado como la del monarca y sus dos hijos. Su mirada era de un prístino color azul...
Pero todos ellos, a excepción de la reina, parecían compartir un rasgo común: aquel anillo dorado que tanto había llamado mi atención desde que mi camino se cruzó con el de Rhydderch.
—Lady Calais y su... protegida —anunció el fae que nos había conducido hasta allí, doblándose en una profunda reverencia al detenerse frente al estrado.
—Gracias, Syvan —la voz del rey sonó amable, demasiado amable—. Podéis abandonar la sala.
Syvan, como así se llamaba el mayordomo, se inclinó por segunda vez antes de dar media vuelta y deshacer el camino, esquivándome en su marcha. Los guardias no tardaron en seguirle, dejándonos a Calais y a mí solas frente a los fae que gobernaban Qangoth.
Mi compañera no dudó un segundo en hincar la rodilla con gracia, haciendo que las faldas de su vestido se extendieran a su alrededor como un resplandeciente charco de tela. Tras unos segundos de estupor, mi cuerpo pareció reaccionar por sí solo, imitándola.
—Majestades —Calais empleó un tono dulce, como si la miel de su voz pudiera allanarnos el difícil obstáculo que teníamos ante nosotras: convencer a los reyes que no era ninguna amenaza.
—Calais, por favor, las formalidades no son necesarias —respondió la reina y me sorprendió descubrir un timbre de auténtico cariño, delatando lo consolidada que era su posición como prometida de Rhydderch dentro de la familia.
—Sois muy amable, Majestad —agradeció la fae, incorporándose de nuevo.
El chico que estaba junto al rey dio un paso, acercándose al filo del estrado. Sus ojos ambarinos se clavaron en mí, provocándome un escalofrío al ser el objeto de su atención.
—¿Quién iba a decir que Rhy iba a conducir al enemigo hasta el corazón de nuestro hogar? —preguntó, cruzándose de brazos.
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