
❧ 41
—¿Vas a comportarte civilizadamente conmigo? —me preguntó Rhydderch.
Tras mi patético intento de huida, el joven fae había recuperado la daga de mi mano y la había vuelto a guardar en su vaina para después acompañarme de regreso al fondo de la cueva, al nido de mantas donde había despertado. Faye se había quedado encaramada sobre una de las rocas más cercanas a la salida, acechándome con sus ojos dorados.
Ante su inquisitiva pregunta apreté los labios con frustración, ahogándome en mi propio fracaso. Rhydderch se había apiadado de mí en el bosque, salvándome por algún extraño motivo que no terminaba de entender.
—¿Vas a darme las respuestas que necesito? —repliqué con acidez.
Necesitaba rellenar con urgencia algunos vacíos en mi memoria y él era el único que podría ayudarme con ello. Rhydderch ladeó la cabeza con el mismo brillo de diversión que iluminaba sus ojos color ámbar.
—¿Estás ofreciéndome un trato, fierecilla? —ronroneó con deleite.
Un escalofrío de temor descendió por mi espalda. Los fae eran criaturas astutas que podían jugar con las palabras, enredarlas de un intrínseco modo que fueran ellos los que salieran ganando con ese tipo de intercambios; por no mencionar en que los fae empleaban la magia para sellar sus acuerdos.
—No —me apresuré a responder.
Una traviesa media sonrisa se formó en su comisura izquierda, como si hubiera sido capaz de leer mis pensamientos.
—Veo que los humanos sabéis mucho de nosotros, a pesar del tiempo que ha pasado —observó, inclinándose hacia mí—. Una respuesta tuya por una respuesta mía. Sin magia de por medio.
Fruncí el ceño ante su generosa oferta, ante el hecho que hubiera especificado que no apelaría. Durante unos segundos valoré la sospecha de que estaba lanzándome un jugoso cebo para atraparme; había aprendido a la fuerza lo sibilinas que eran esas criaturas, el modo en que intentaban seducirte con dulces y cuidadas palabras.
No podía confiar en nada de lo que Rhydderch dijera.
—¿Cómo sé que vas a decirme la verdad, sin tergiversarla? —inquirí, alzando la barbilla en un movimiento desafiante.
La mirada del fae pareció relucir de ¿aprobación? ante mi descarada pregunta sobre sus posibles triquiñuelas.
—Qué directa, fierecilla —me ericé como un gato ante ese estúpido apodo con el que se refería continuamente a mí. Rhydderch dejó escapar una risa baja al percibir mi molestia—. Seré honesto contigo, pero podré reservarme ciertas preguntas si considero que son demasiado intrusivas.
Una sombra de duda me atravesó ante su interesante respuesta. ¿Qué podría ocultar el fae? ¿A qué preguntas temería? Evalué al muchacho con ojo crítico, buscando algún indicio o pista de aquel extraño aire reservado que había mostrado, la advertencia de negarse a responder. De ser selectivo con mis preguntas.
Decidí jugar esa misma carta.
—Yo también podré negarme, en tal caso —esgrimí con voz afilada.
—Hablas como uno de nosotros —un brillo sospechoso cruzó su mirada y un escalofrío de temor me recorrió de pies a cabeza, haciendo que el miedo que se agazapaba en lo más profundo de mí se agitara, ansioso por liberarse—. Las damas primero.
Un vergonzoso calor estalló en mi rostro ante su caballeroso gesto, a pesar de que sus palabras no habían sonado con burla. Me obligué a concentrarme, en aprovechar la oportunidad que me había brindado al cederme el primer turno para empezar con aquel intercambio de preguntas. Miles de ellas aparecieron en mi mente, entremezclándose en un abarrotado caos.
—¿Tienes a más de los tuyos contigo en estos momentos? —la pregunta salió disparada de mis labios como una flecha—. ¿Dónde están mis amigos?
—Ah, ah, ah, ah —canturreó Rhydderch, levantando un admonitorio dedo en mi dirección—. Una respuesta por otra respuesta.
Me encogí sobre la pila de pesadas pieles en las que había recuperado la consciencia y me habían mantenido caliente, a salvo. Tenía la urgente necesidad de saber si Altair y el resto habían logrado escapar de las garras de los fae que nos habían tendido aquella emboscada... que habían intentado acabar con nosotros gracias a ella. La idea de que el arcano hubiera podido caer en sus manos me revolvió el estómago, haciendo que la culpa que arrastraba por haber incitado a mi amigo a tomar ese camino, ofrecer aquel objeto de incalculable valor por cualquier indicio de que su primo aún seguía con vida, cautivo de los fae.
—Lamento decepcionarte, pero viajo solo —respondió entonces Rhydderch, sacándome de mis turbulentos pensamientos. Hizo una breve pausa que provocó que la tensión se extendiera por mi cuerpo, expectante—. Y desconozco el paradero de tus amigos.
Me sorprendió que no pareciera en absoluto desconcertado al responder mi segunda pregunta, el saber que viajaba en compañía, al contrario que él. Recordé la difusa presencia que había sentido en el Gran Bosque desde el mismo instante en que puse un pie en su interior, la sombra rojiza que había estado ahí.
La sensación de sentirme observaba.
Una ardiente rabia se extendió desde mi pecho al empezar a unir las piezas: Rhydderch podría haber sido la silenciosa sombra que había sentido, usando a Faye como advertencia. El joven fae quizá nos había estado siguiendo los pasos prácticamente desde el principio, incluso cuando Morag desveló su auténtica naturaleza.
—Mi turno —anunció Rhydderch, entrecerrando los ojos al estudiarme con minuciosidad—. ¿Quién eres?
Abrí los labios para dar mi respuesta, pero la voz del fae me cortó al añadir:
—Me refiero a quién eres en realidad.
Todo en mi interior se quedó en silencio ante la apreciación final de Rhydderch. Entonces mi corazón arrancó a latir con fuerza, tanta que resultó dolorosa; un molesto zumbido se instaló en mis oídos al comprender el sentido de su pregunta, despertando una desagradable sensación al darme cuenta de sus verdaderas intenciones.
De cómo había jugado conmigo para hacerme caer en su trampa.
—Soy Verine —respondí como venganza.
Una nueva risa sacudió sus hombros.
—Puedo oler la magia en ti —desveló entonces, haciendo que la ardiente ira se convirtiera en un pedazo de hielo que cayó a plomo en mi estómago—. Pero es imposible que mantengas un sortilegio escondiendo tu verdadera identidad tanto tiempo. Así que te lo preguntaré una vez más: ¿quién eres en realidad, Verine?
Recordé la conversación con Morag, los sutiles intentos de la fae de ablandarme para que confiara en ella y le desvelara una verdad que había desconocido hasta que la propia mujer me la había mostrado. Rhydderch había podido sentir la magia que supuestamente latía en mi interior con la misma facilidad que Morag o cualquier otro fae. Sin embargo, la respuesta a la que conducía aquel hecho era impensable.
¿Una mestiza producto de la prohibida unión de un humano y un fae? Nuestros mundos estaban separados, nuestras gentes en aquella silenciosa guerra que se remontaba años atrás. Era inconcebible, no como la idea de que fuera una fae sangre pura que estuviera empleando todo su poder para adoptar una apariencia humana. Como Morag.
Le mostré los dientes en una mueca feroz mientras apoyaba mis manos atadas en el suelo, inclinándome en su dirección.
—Soy humana —gruñí.
No obstante, el miedo se agazapó en mi pecho. Morag me había insinuado que jamás sería aceptada de nuevo entre mis amigos si desvelaba mi secreto pero ¿qué sucedería si compartía con ese fae mi secreto, si le confesaba que era una mestiza que había vivido en la ignorancia gran parte de su vida? La mujer no había sido capaz de darme una respuesta sobre si habría más personas como yo, mestizos, en los Reinos Fae.
No podía arriesgarme a dar un paso en falso, debía proteger mis verdaderos orígenes a toda costa. Que Rhydderch creyera que era una fae envuelta en un poderoso sortilegio, quizá enviada a los Reinos Humanos con un propósito.
Eso me aseguraba un mínimo de protección, una baza que podría intentar usar a mi favor mientras encontraba el modo de huir de él y su arisca fénix. Ahora que sabía que existía una mínima esperanza de que Altair y el resto del grupo hubieran conseguido ponerse a salvo, saldría en su búsqueda.
Mi respuesta no pareció satisfacer a Rhydderch. Su aire divertido y deliberadamente juguetón se ensombreció y la línea de su mandíbula pareció endurecerse mientras su mirada ambarina me escaneaba de nuevo, indagando. Como si hubiera percibido el tono defensivo en mi voz.
—Muy bien, Verine —apostilló, haciendo hincapié en mi nombre—, ya veremos si dices la verdad.
Retrocedí de manera inconsciente, aterrizando sobre mi trasero, cuando el joven fae se incorporó para observarme desde arriba. ¿Acaso estaba... amenazándome? Faye, que hasta ese instante había permanecido muda en su rincón, emitió un airado gorjeo, agitando sus poderosas alas.
Un temblor me sacudió, recordándome mi propia vulnerabilidad contra las armas con las que contaba Rhydderch. El poder con el que conseguiría arrancarme las respuestas que parecía buscar.
—Vas a venir conmigo —dijo entonces, como si no hubiese sido una opción hasta ese preciso instante.
Procuré que el miedo no se filtrara en mi voz cuando pregunté:
—¿Dónde?
Aún recordaba el temor reverencial de los fae que acompañaban a Morag cuando hablaban sobre cierto reino fae, sobre cierta monarca... Rhydderch había jugado conmigo para intentar conseguir una confesión y yo había empleado su preciado cebo, sin molestarme en descubrir quién era aquel fae en realidad.
La mirada de Rhydderch era fría cuando sus ojos se clavaron de nuevo en mí.
—Los prisioneros no hacen preguntas.
* * *
Deja el capítulo y vuelve sigilosamente a las sombras...
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