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Los tres interpelados nos miramos sin entender a qué se debía esa llamada por parte del propio rey. Aquellos instantes de completo desconcierto provocaron que los soldados bufaran de exasperación; saliendo del estupor de su repentina llegada, logré ponerme en pie. Mis dos compañeros tardaron un par de segundos más en imitarme, todavía aturdidos por aquel anuncio.
—Debemos partir de inmediato —señaló el mismo soldado que había hablado antes.
Consciente de los ojos que se giraban hacia nosotros desde todos los rincones del comedor, dejé que mi rostro se cubriera por una máscara de cuidada indiferencia, a pesar de que mi mente bullía de actividad por los recientes sucesos. El secreto que había rodeado a los monarcas de los otros reinos al acudir hasta aquí; la extraña orden que habían traído consigo aquellos dos soldados, proveniente del mismísimo rey de Merahedd...
Salimos del comedor en silencio, sabiendo de la oleada de susurros que despertaríamos por todos los rincones por la compañía que nos conducía a través de los pasillos en dirección a las caballerizas con las que contábamos.
El corazón arrancó a latirme con violencia cuando salimos al exterior, sintiendo la suave bofetada del frío en mi rostro. A unos metros, un par de jóvenes mozos de cuadra salieron de la nada, con las riendas de varias monturas en las manos; los dos soldados tomaron sus propios caballos, apeándose con fluidos movimientos. Los mozos nos acercaron las otras tres monturas, bajando la mirada.
Greyjan y Alousius no dudaron un segundo en subirse a sus respectivas sillas, pero yo sostuve las riendas en mis manos, observando a mis compañeros y a los soldados, que no apartaban la mirada de nosotros, deseando partir de inmediato.
El tipo del cabello recogido dijo:
—¿Tenéis pensado retrasarnos mucho más?
Las mejillas me ardieron y me subí a mi montura, recolocándome sobre la silla.
Con una última mirada hacia nosotros, el soldado dio la señal para que saliéramos al galope, dejando atrás los barracones.
❧
El estómago se me agitó cuando alcanzamos las primeras calles de Merain y los recuerdos de aquel poco tiempo que había pasado allí. El orfanato donde había terminado después de que lo perdiera todo estaba situado a las afueras de la ciudad, y la señora Budwist, como así nos obligaba a referirnos a ella, apenas nos sacaba de aquel infernal edificio, con la única excepción de permitirnos correr por los prados que rodeaban al orfanato; al poco tiempo de llegar, e ignorando las advertencias de la condenada señora Budwist nos recordaba cada noche, me había escabullido de allí para conocer por mí misma aquella ciudad de la que solamente había escuchado historias, por medio de mi padre.
Fue en las calles de Merain donde me tropecé con Altair, quien tampoco había estado muy conforme con permanecer atrapado tras los muros del castillo. En nuestro primer encuentro lo confundí con un joven noble que había huido de la férrea vigilancia a la que sometían a los hijos de las familias más adineradas, para impedir que se metieran en problemas; no fue hasta tiempo después, cuando alcanzamos la suficiente confianza, para que él me confesara que era el sobrino del rey.
Aferré las riendas entre mis manos con más fuerza cuando empecé a reconocer las callejuelas que recorríamos, apartando aquellos viejos recuerdos de los inicios de mi amistad con Altair. Al fondo, la inconfundible —e imponente— silueta del castillo se alzaba sobre los tejados; aspiré una temblorosa de aire conforme la distancia disminuía y nos acercábamos a aquel lugar desconocido para mí.
Pero donde se encontraba Altair, recordé con un estremecimiento.
¿Y si había sucedido algo con el sobrino del rey? Mis dedos se pusieron tensos alrededor del cuero cuando pensé en aquella posibilidad. Apenas habían transcurrido unas horas desde que había visto a Altair deslizándose fuera de mi dormitorio, quejándose sobre el tener que atender las obligaciones que le esperaban en aquel lugar al que nos dirigíamos, cada vez más cerca.
Azucé a mi montura de manera inconsciente hasta casi ponerme a la misma altura que Greyjan. Mi amigo ladeó la cabeza en mi dirección al escuchar el repiqueteo de los cascos sobre la calzada; los soldados que habían venido a buscarnos continuaban a una prudente distancia de nosotros, abriendo la marcha.
Dándome la oportunidad de que no me oyeran.
—¿Qué crees que ha sucedido? —pregunté, intentando hacerme oír por encima del viento.
Greyjan inclinó su cuerpo con cuidado de no caerse de su silla.
—Lo mismo que se te ha debido pasar a ti por la cabeza, Verine: Altair —respondió, y el nudo de mi garganta se estrechó.
La imponente figura del castillo se mostró ante nosotros cuando cruzamos la callejuela. No pude evitar que mis ojos recorrieran la poderosa fachada, a pesar de que se trataba de la parte trasera del edificio; me fijé en las ventanas levemente iluminadas... y mi mente no tuvo ningún problema en imaginar las lujosas y exclusivas fiestas que debían celebrarse al otro lado, los esplendorosos atuendos y las bellas jóvenes cuyo único propósito era conseguir un ventajoso matrimonio o disfrutar de la compañía de otros jóvenes de su mismo mundo.
Los soldados viraron hacia un lado de los gruesos muros que rodeaban el castillo. A pesar de la oscuridad pude distinguir un gran portón que se encontraba abierto; los caballos la cruzaron y nosotros tres no tuvimos otra opción que seguirlos al interior, al patio que había al otro lado.
Allí parecían esperarnos un par de mozos de cuadra que se apresuraron a correr hacia nosotros, con la intención de tomar las riendas y no hacernos perder más tiempo. Los dos soldados ya se encontraban en el suelo cuando nosotros nos empujamos de la silla para imitarlos; traté de controlar el desenfrenado latido de mi corazón mientras me unía a mis dos compañeros.
El tipo que parecía haberse convertido en portavoz, se giró hacia nosotros, quizá para comprobar que no estuviéramos retrasándolos de nuevo. Asintió a su compañero antes de ponerse en movimiento, dirigiendo sus apresurados pasos hacia un lateral del edificio.
Una entrada discreta al castillo que impediría que alguien pudiera vernos.
El temor no disminuyó mientras seguíamos a los dos soldados a través del umbral de aquella puerta, que no parecía conducir al castillo, como había creído unos instantes antes, sino a una zona mucho más... restringida. Privada.
Secreta.
El sonido de nuestros pasos resonó contra las paredes de piedra. Avanzábamos sumidos en un inquieto silencio, sin atrevernos a preguntar en voz alta qué estaba sucediendo; para qué se nos había llevado hasta allí, envueltos en aquel halo de misterio. El pasillo que recorríamos pronto se desvió hacia unas oscuras escaleras que parecían hundirse hacia lo más profundo de las entrañas del castillo; Greyjan, Alousius y yo nos pegamos los unos a los otros cuando vimos que aquellas escaleras eran nuestro destino.
Tuve que apoyar la mano sobre la pared de piedra para evitar tropezar, ya que en aquella zona no había antorchas que iluminaran nuestro camino. La quietud de los soldados, quienes no nos habían dado ni una sola pista más, incrementó la tensión que reinaba en el ambiente...
Hasta que alcanzamos el último escalón y nos llegó el inconfundible murmullo de voces sobreponiéndose las unas a las otras; voces que procedían de detrás de una puerta de hierro forjado que estaba custodiada por otros dos soldados. Alousius jadeó al reconocer a los hombres, seguramente guardias bajo las órdenes de su padre; lo que significaba que el capitán estaba allí... lo mismo que el propio rey.
Los músculos de todo mi cuerpo se agarrotaron cuando el sonido de los nudillos resonó contra la puerta, haciendo eco en las paredes de piedra. Segundos después, la puerta se deslizó sobre el suelo, mostrándonos la inconfundible silueta del padre de Alousius —a quien reconocía de las contadas ocasiones que había acudido a los barracones para visitar a su hijo— al otro lado; sus ojos repasaron a los soldados antes de pasar a nosotros tres, que estábamos a sus espaldas.
La mirada del capitán se entretuvo unos segundos más en Alousius antes de moverse para dejarnos entrar en aquel extraño lugar donde se nos había citado por parte del rey.
Tragué saliva, inquieta, antes de seguir a Greyjan por el pasillo y traspasar el umbral, conteniendo mi asombro al descubrir el tamaño imponente de la sala, presidida por una enorme mesa rectangular; reconocí al rey en la silla que se situaba a la cabecera y el corazón me dio un violento vuelco cuando vi a la persona que se encontraba a su lado, de pie.
Vestido como un auténtico príncipe, Altair se erguía junto a su tío con una máscara que rozaba la más absoluta indiferencia.
Apenas me percaté de los otros presentes, sentados a un lado y a otro de la mesa, no cuando toda mi atención estaba fija en Altair y en el pavor que me había embargado desde que los dos soldados hubieran irrumpido en el comedor para hacernos saber que el rey nos buscaba; las rodillas me temblaron cuando comprobé que todos mis temores respecto a Altair habían sido infundados, que estaba... bien. Mis ojos le recorrieron de pies a cabeza, a pesar de que él no me devolvió la mirada y no pareció ser consciente de mi presencia allí.
Me obligué a despegar la mirada de Altair, reparando en el resto de invitados —entre los que se encontraba una única mujer, cuyos ojos estaban iluminados por la curiosidad— que formaban parte de aquella inesperada reunión. En las discretas coronas que portaban sobre sus cabezas, que delataban su posición.
Los cuatro reyes de los Reinos Humanos clavaron sus miradas en nosotros, los recién llegados. Quise encogerme sobre mí misma al ser objeto de ellas, sabiendo que no estaba a la altura... que debía resultarles insignificante; alguien en quien ni siquiera habrían reparado de haberse dado otras circunstancias.
Los soldados que nos habían acompañado hasta aquel extraño lugar abandonaron la sala sin decir una sola palabra, como tampoco esperando algún agradecimiento por parte del rey. Alousius parecía inquieto, a juzgar por las rápidas miradas que lanzaba en dirección a su padre, que había vuelto a su posición pegado a la pared de piedra y mantenía una postura que delataba un poco de tensión.
Después de que la puerta de hierro se cerrara, dejándonos a nosotros en el interior de la habitación, en presencia de aquel ilustre público, el rey de Merahedd se levantó de su silla y nos dedicó una comedida sonrisa.
—Ah, habéis llegado deprisa —observó con inusitada amabilidad.
Mis compañeros y yo nos doblamos en una pronunciada reverencia, bajando la mirada al suelo en señal de respeto. El tío de Altair nos pidió con voz sosegada que nos irguiéramos mientras su sobrino seguía inmóvil junto a su silla, ahora vacía; los otros monarcas continuaban en sus asientos, sin mediar palabra. Quizá desconcertados por nuestra interrupción; quizá preguntándose quiénes éramos... y qué hacíamos allí.
Como si nos encontráramos frente al comandante, los tres corregimos nuestras posturas, entrelazando las manos a la espalda; irguiéndonos todo lo que nos permitieron nuestras espaldas.
Pese a mis intentos por mantenerme indiferente a la silenciosa presencia de Altair, mi mirada me traicionaba yendo una y otra vez hacia él. Hacia aquellas prendas, tan diferentes a las que siempre le había visto usar; hacia aquella parte del lord que no había tenido oportunidad de conocer.
Hacia aquella máscara de auténtica indiferencia y cómo su mirada nunca se había desviado hacia donde yo estaba desde que hubiésemos puesto un pie en aquella cámara secreta.
Uno de los reyes, de cabello y piel oscuros, dirigió sus profundos —y llamativos— ojos azules hacia el rey de Merahedd.
—Aloct —su voz era sedosa y me produjo un estremecimiento—. ¿Qué significa esta interrupción?
Sus acompañantes también mostraron su desconcierto en susurros, pero el tío de Altair alzó una mano, silenciándolos con aquel sencillo gesto.
—Gethin, estos jóvenes han sido reclutados por mi sobrino, aquí presente —señaló a Altair, que se irguió frente la mirada cerúlea de aquel rey—, para formar parte de su compañía.
El rey de Bedre, recordé en aquel preciso instante gracias a las breves lecciones que había recibido en el orfanato, antes de abandonarlo para alistarme, frunció los labios en una mueca. Sospeché que la idea de Altair de ir a buscar a su primo había sido expuesta al resto de monarcas, quizá en aquella misma sala, y que no había terminado de convencer a todos, siendo uno de ellos el propio Gethin.
El rey que se sentaba a su lado, de piel bronceada, sin llegar a ser tan oscura como la de su compañero, tampoco parecía muy a favor de los planes que guardaba el sobrino del rey de Merahedd; sus ojos verdes eran demasiado expresivos y mostraban una brizna de desconfianza.
—Un plan arriesgado —intervino con tacto.
La única mujer presente en la reunión, a parte de mí, sacudió la cabeza, provocando que sus tirabuzones de color trigo se agitaran de un lado a otro. La historia de la reina Rhywelym era conocida en todos los Reinos Humanos por ser la primera mujer que consiguió ascender al trono... sola; se negó a tomar un rey consorte que pudiera ayudarle a dirigir su reino o hacerlo en su lugar, enfrentándose a la cámara del consejo de su propio padre.
Aquella negativa hizo que los rumores corrieran como la pólvora, haciendo que los más escépticos afirmaran que no sería capaz de hacer frente a todo lo que conllevaba tener la corona; pese a la poca confianza que habían puesto en ella, Rhywelym había logrado tomar las riendas y gobernar con rectitud, demostrando que no estaba tan incapacitada como muchos habían dicho.
Sin embargo, Rhywelym era la única excepción, pues el resto de monarcas eran todos hombres y no guardaban intenciones de permitir que una mujer se sentara en sus tronos cuando llegara el momento.
—Si las cosas salen mal —habló entonces la reina, desvelando un timbre meloso— nos arriesgamos a que los reyes fae lo tomen como una agresión y decidan unirse contra nosotros. Eifion está en lo cierto al recordarle a vuestro sobrino que no es una empresa fácil la que tiene en mente.
El único rey que no había hablado, de cabellos entrecanos y una cansada mirada de color del peltre, se aclaró la garganta y lanzó una intensa mirada al tío de Altair que no se me pasó por alto.
—Una alianza de los Reinos Fae sería nuestra perdición —declaró, poniéndose en pie y apoyando las palmas sobre la mesa—. Ellos cuentan con magia...
Tivizio. Aquel nombre —y la triste historia que escondía detrás de él— resonó en mi cabeza justo cuando Gethin imitaba a su homónimo de Agarne, abandonando su silla y dando un contundente golpe en la madera.
—¡Y nosotros con hierro! —exclamó con fervor.
Un material que Merahedd se encargaba de exportar a sus respectivos reinos gracias a las fructíferas minas que poseíamos a lo largo de nuestro territorio. Eifion y Rhywelym se mostraron de acuerdo con aquel apunte que había hecho el rey de Bedre, pero Tivizio y el tío de Altair volvieron a cruzar una mirada que delataba una silenciosa conexión y comprensión.
—Ninguno de vosotros pusisteis un solo pie en territorios fae —habló Tivizio con un tono grave; sus cansados ojos recorrieron los rostros de los otros dos monarcas, que guardaron silencio—. Ninguno de vosotros tuvo que enfrentarse a esas criaturas capaces de utilizar los elementos a su antojo, de llamar a la oscuridad... De internarse en vuestras mentes con una facilidad insultante.
Tragué saliva ante la fiereza que lucía en sus ojos grises, el ligero temblor que había sacudido ligeramente su testimonio sobre cómo de peligrosos llegaban a ser los fae frente a nosotros; el rey de Merahedd se removió en su asiento, con su mirada clavada en el rostro de su antiguo aliado.
Porque el tío de Altair también conocía de primera mano la dolorosa experiencia de enfrentarse a la mortífera magia con la que contaban los fae: el rey de Merahedd formó parte, junto a una pequeña fuerza de sus propios ejércitos, del asalto que llevó a cabo Tivizio hace años, cuando trató de recuperar a su hija de las garras de sus peligrosos captores.
Las historias decían que habían llegado hasta Elphane, hacia el corazón de su ciudad, donde se alzaba el castillo de su reina, y que el enfrentamiento que le siguió fue uno de los más sanguinarios que se habían registrado hasta la fecha; también decían que durante aquel enfrentamiento, uno de los reyes —algunos rumores apuntaban al tío de Altair, otros al rey de Agarne— tomó a la pequeña princesa de su habitación y la asesinó, eliminando a la única heredera de Elphane.
Años después de aquel ataque por parte de dos reinos humanos a uno fae, el heredero de Merahedd, el único primo de Altair, se desvaneció de su propio dormitorio sin que nadie supiera qué había sucedido con el príncipe. Sin embargo, su padre lo supo: no tuvo ni una sola duda sobre la misteriosa desaparición de su hijo.
Y ahora Altair estaba dispuesto a arriesgar su vida —y la de otros— por devolvérselo para evitar la corona que, sin su primo, prácticamente era suya.
—Tivizio tiene razón —intervino entonces el tío de Altair y su rostro se había ensombrecido—: los fae cuentan con magia. Por mucho hierro que tengamos, necesitamos saber cómo emplearlo contra ellos —hizo una señal hacia la pared de piedra, hacia lo que había más allá de ella—. Mis ciudades y algunas aldeas están fortificadas con este material —me encogí al recordar las grandes verjas terminadas en punta, la ingente cantidad de hierro que recubría todos y cada uno de los edificios y las murallas—, pero no estoy seguro de que eso pudiera detenerlos, al menos no del todo. Mi reino está justo frente al Gran Bosque, la barrera natural que separa nuestros territorios.
Rhywelym entrecerró los ojos y clavó su mirada en Altair, quien continuaba mudo junto a la silla de su rey.
—Parece que nos estás dando la razón, Aloct —dijo con voz suave—: es demasiado peligrosa la idea de tu muchacho.
Aquello pareció arrancar una pequeña reacción en el cuerpo de Altair. Vi un ligero sonrojo coloreando sus mejillas cuando la reina se dirigió directamente a su tío, y no a él.
—Majestad —intervino con una voz llena de autoridad—, nosotros no seríamos los primeros que nos arriesgamos a desestabilizar esta guerra fría...
Rhywelym enarcó ambas cejas. Gethin y Tivizio volvieron a sus asientos, repentinamente interesados por la insinuación que Altair había dejado en el aire; en el rostro de su tío vi una efímera sombra de orgullo al contemplar cómo su sobrino —y heredero— se imponía a los que un día serían sus iguales.
Los ojos verdes de Eifion examinaron con genuina sorpresa a Altair, como si fuera la primera vez que lo veía realmente, no como el sobrino del rey de Merahedd, sino como su sucesor. El futuro rey.
—Los fae cuentan con magia —reiteró Altair, consciente de que tenía la atención de todos los presentes—. Pero ¿conocemos el alcance de esa magia? Mi tío y vos, Tivizio, luchasteis juntos en aquel ataque contra Elphane para recuperar a vuestra hija y os enfrentasteis a ella...
—¿A dónde queréis ir, lord Altair? —le interrumpió Rhywelym con impaciencia, demostrando que era una mujer a la que no le gustaban los rodeos.
Altair se irguió y levantó la barbilla en un gesto de inconfundible orgullo.
—Hay fae entre nosotros —declaró con seguridad.
Aquellas palabras me golpearon como puños y me vi, como mis compañeros, estudiando a todos y cada uno de los presentes. Los monarcas estallaron en un cúmulo de exclamaciones ahogadas, gritos y acusaciones; Altair y su tío se limitaron a permanecer en silencio, observando cómo los otros tres reyes se enzarzaban en una calurosa confrontación a la luz del asunto que habían sacado a relucir.
—¿Fae entre nosotros? —escuché que repetía Alousius en un susurro, conmocionado.
—Eso es imposible —fue la tajante respuesta por parte de Greyjan—. El hierro de las ciudades... los fae no son indiferentes a él: no serían capaces de sobrevivir en este ambiente, rodeados por tanto hierro.
Eso era lo que nos habían enseñado toda nuestra vida, desde niños: el hierro era mortal para los fae. Por eso mismo los Reinos Humanos empezaron a construir defensas de aquel material, para protegerse de la posible amenaza que vendría de más allá del Gran Bosque.
—¿Qué clase de disparate es éste? —la voz de Eifion se alzó sobre el barullo de sus compañeros.
Altair no se mostró alterado por el tono que empleó el rey de Celym.
Dejó que su tío pusiera orden dentro de la cámara y que pidiera a sus aliados que tomaran asiento, además de prestar atención a lo que estaban a punto de desvelar y que podía suponer un importante cambio.
—No es ningún disparate, Majestad —respondió Altair cuando el silencio reinó en el interior de la sala—. La desaparición —«Secuestro», escuché mascullar al rey Gethin entre dientes— de mi primo trajo consigo multitud de incógnitas sin respuesta y que nos hizo sospechar sobre la identidad de sus artífices.
Rhywelym agitó la cabeza, compungida por aquel triste capítulo en la historia de la familia real de Merahedd.
—Todos tenemos una ligera idea de quiénes fueron, lord Altair —repuso, lanzando una rápida mirada al rey.
—La cuestión es... ¿cómo lo consiguieron? —prosiguió Altair—. ¿Acaso la magia permite transportarse a largas distancias, aun sin saber el destino, o existió otro modo mucho más sencillo...?
Los ojos azules de Altair recorrieron los rostros confundidos de los tres monarcas, que escuchaban atentamente su discurso. Incluso su tío tenía puesta toda su atención en cómo se desenvolvía en aquel asunto que, sospeché, había sido investigado por el propio rey, y no por Altair.
—Hemos llegado a la conclusión de que la magia les permite camuflar su verdadero aspecto —desveló Altair y mi estómago dio un vuelco al ser consciente de la amenaza que suponían los fae si realmente la información que tenían era cierta— y eso les ayuda a pasar inadvertidos, pudiendo entremezclarse con nosotros y espiarnos.
El rey de Agarne miró al tío de Altair con una expresión de incredulidad: ellos eran los únicos testigos con los que contábamos sobre el poder que atesoraban, el modo en que empleaban su magia.
—Necesitaríamos pruebas si queréis que os creamos, milord —sentenció.
El rey de Merahedd sonrió y se puso en pie.
—Cuando mi hijo, mi único hijo, fue apartado de mi lado —empezó con firmeza, aunque su mirada se tiñó de dolor por aquella herida aún abierta—, creé una pequeña fuerza de élite que me ayudara a investigar y descubrir qué había sucedido. Años después mi Círculo de Hierro, como así decidí llamarlos, trajeron a mi presencia a una mujer —tomó una bocanada de aire y sus ojos pasaron de un rostro a otro— acusada de haberse quemado con hierro en la palma de su mano.
Gethin se mostró escéptico en ese punto del relato.
—Hierro candente —apuntó y hubo un murmullo de asentimiento.
La sonrisa del tío de Altair se retorció, mostrando todos los dientes en una expresión que hizo que un escalofrío se deslizara por mi espalda.
—Los testigos afirmaron que, en mitad de una reyerta, la acusada fue empujada sin querer y que, al tratar de no caer, se apoyó sobre una verja de hierro que la hizo «gritar de dolor, como si estuviera siendo torturada y presa de una gran agonía», en palabras de los que estaban allí.
—Eso sigue sin significar nada —protestó el rey de Agarne.
Pero sí que lo hacía, me dije a mí misma. ¿Qué clase de persona normal habría reaccionado de ese modo al tocar hierro? Por las expresiones que vi en algunos rostros, comprendí que no había sido la única que había pensando en ello. Rhywelym frunció el ceño mientras que Eifion y Gethin compartían miradas sombrías; el rey de Merahedd no pareció en absoluto molesto por la interrupción de su antiguo aliado.
—La bajamos a las mazmorras para que fuera interrogada —reanudó el tío de Altair su relato—. Allí fue cuando todo quedó al descubierto: al encontrarse rodeada de tanta cantidad de hierro, la magia que parecía impregnarla se quebró y desveló su verdadera identidad. Su verdadero aspecto.
»Desde entonces, mi Círculo de Hierro ha estado buscando sucesos similares, confirmando mis sospechas sobre que hay fae viviendo entre nosotros, empleando la magia que poseen para adoptar un aspecto humano, ocultando el suyo verdadero.
Aquella revelación hizo que el pánico se extendiera entre los monarcas como si fuera una enfermedad mortal. Aunque no se lanzaron los unos a los otros con gritos ahogados, como habían hecho momentos atrás, las miradas que compartieron fueron más que esclarecedoras: ¿qué se suponía que debían hacer? ¿Cuánto tiempo llevaban los fae allí, fingiendo ser quienes no eran? ¿Cómo los encontrarían...?
—Ahora mismo tenemos a una de ellas bajo este mismo techo —anunció el rey de Merahedd, haciendo que el silencio se instalara como una losa de piedra en el interior de la cámara—. Una prueba que permita que las dudas que puedan subsistir todavía queden despejadas por completo.
La mirada del rey se desvió entonces hacia nosotros, como si hubiera recordado en aquel preciso instante que seguíamos allí.
—Vosotros vais a formar parte del Círculo de Hierro —aquel fue su segundo anuncio, que nos pilló con la guardia baja a los tres—. Es hora de saber a qué os enfrentáis de cara al futuro.
Con un imperioso giro de muñeca por su parte, hizo que el capitán de la guardia abandonara su puesto contra la pared para dirigirse a la puerta, abriéndola de par en par para nosotros; Greyjan, Alousius y yo nos hicimos de manera inconsciente a un lado, cediéndoles el paso primero a los monarcas.
Los tres abandonaron la cámara en primer lugar, precedidos por el rey de Merahedd. Cuando llegó el turno de Altair, no pude evitar abandonar mi posición para aferrarle por la manga de su lujosa casaca que llevaba para la ocasión; mis dedos se cerraron con firmeza alrededor de la tela, obligándole a detenerse y a reparar por primera vez en nuestra presencia, en la mía.
—Altair —pronuncié su nombre casi como una silenciosa súplica.
No reaccionó y su rostro se mantuvo imperturbable, como si hubiera sido esculpido en hielo.
—Nos debes una explicación —lo intenté de nuevo.
El rostro de Altair pareció ablandarse unos segundos... hasta que su mirada se desvió hacia alguien que aguardaba en el pasillo y que, en aquellos instantes, parecía estar sumamente interesado en lo que sucedía. El rey de Merahedd nos observó con atención, provocando que su sobrino se tensara y su expresión volviera a ser la de antes, haciendo que la oportunidad que había creído tener.
La mano de Greyjan en mi hombro me hizo soltar la manga de Altair. Después, los tres nos limitamos a seguirlo a una distancia respetuosa, tal y como correspondía a alguien de su posición; abandonamos la cámara sumidos en un tenso silencio, recorriendo el pasillo hacia el otro extremo. Hacia las escaleras que descendían otro nivel.
Los vellos de todo mi cuerpo se me erizaron cuando empezamos a bajar hacia la negrura. No fue hasta que alcanzamos el último escalón al comprender a qué se debía aquella sensación que me había acompañado durante todo el descenso: hierro, por todas partes.
Las pocas celdas que había en aquella ala de las mazmorras se encontraban vacías, a primera vista. Una afirmación que tuve que precisar cuando la comitiva se detuvo frente a una de las celdas que estaban casi al fondo del corredor; tragué saliva de manera inconsciente cuando me topé con la sobrecogedora imagen que nos esperaba al otro lado de las rejas.
Una mujer encadenada y visiblemente herida.
* * *
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