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❧ 14


La desgarradora imagen de la muñeca rota de Theyton me acompañó mientras corría hacia la sala que actuaba de enfermería. El sonido que había emitido el hueso tras golpearle con mi vara de madera taponó mis oídos, impidiéndome oír otras cosa que no fuera eso.

No era la primera vez que me enfrentaba a una situación así, donde alguno de mis compañeros osaba hacer algún tipo de insinuación sobre mis habilidades o los métodos que empleé para llegar hasta donde me encontraba; tras la generosa ayuda de Altair para que se me permitiera unirme al ejército —en la guardia jamás me habrían aceptado, pues estaba reservado mayoritariamente para familias con recursos—, tuve que enfrentarme casi a diario a chicos como Theyton; tuve que ignorar los susurros, comentarios y bromas malintencionadas por parte de mis compañeros.

Tuve que pelear con uñas y dientes para demostrar que me había ganado mi propio lugar. Para conseguir que me vieran como a una más, obteniendo así su aceptación.

No obstante, jamás me dejé llevar por la furia como hasta ese momento, después de escuchar los lascivos y vejatorios comentarios que el joven había hecho sobre mí. Jamás había perdido el control de ese modo, llegando tan lejos con el único —y mezquino— propósito de callar su sucia boca y demostrarle lo equivocado que estaba respecto a mi persona.

Aceleré el paso y torcí por uno de los pasillos, divisando la puerta que conducía a la enfermería con la que contábamos. Apenas contábamos con tres sanadores para la gran cantidad de cadetes que aspiraban a entrar en la guardia del rey, por lo que elevé una silenciosa plegaria para tener suerte y encontrar, al menos, a uno de ellos en el interior de la habitación.

La fortuna pareció apiadarse de mí: el viejo sanador Ilevedin estaba comprobando las reservas medicinales con las que contaban, dándome la espalda cuando irrumpí dentro de la enfermería como si estuviéramos bajo asedio. El hombre se sobresaltó a causa del estrépito y se giró hacia mí con una expresión que oscilaba entre la molestia y el desasosiego.

—Sanador Ilevedin —dije atropelladamente—. Lord Riggs me ha enviado a buscaros porque necesita de vuestros servicios.

El sanador se apartó de las precarias baldas donde mantenían parte del material de trabajo, lanzándome una mirada sombría.

—Está en la nave donde solemos entrenar —añadí con la misma torpeza con la que había anunciado qué me trajo hasta la enfermería—. La muñeca de uno de los jóvenes...

No fui capaz de terminar, como tampoco de admitir que yo era responsable de lo sucedido. El comandante me había enviado hasta allí para avisar a alguno de los sanadores de que necesitaban su ayuda con la muñeca de Theyton; no obstante, luego me había dado expresas órdenes de que me reuniera con el maestro armero.

El sanador Ilevedin no pareció necesitar más información al respecto: tomó todo lo que creyó necesario de los estantes y los guardó con premura en una tosca bandolera de tela con la que solían moverse fuera de aquella habitación, en la que apenas cabían dos camastros maltrechos donde atender a los heridos que les llevaban.

Cuando el hombre, ya cargado con su bandolera, echó a caminar con rapidez hacia la puerta, me hice a un lado. Sin tan siquiera una palabra de agradecimiento o despedida, Ilevedin atravesó el umbral y tomó el mismo camino que yo misma había seguido para llegar hasta la enfermería; durante unos segundos me quedé allí, con la espalda presionando contra la pared y sin saber muy bien cómo sentirme al respecto ante la indiferencia manifiesta del sanador.

Aspiré una bocanada de aire, obligué a mis piernas a ponerse en movimiento y salí de la habitación, dejando cualquier pensamiento al respecto allí dentro, tras la puerta cerrada. Mi objetivo ahora era reunirme con el maestro armero, orden que no terminaba de entender; durante los pocos días que había estado bajo el mando de lord Riggs había procurado llamar la atención lo menos posible. Mi nuevo comandante era un desconocido, nada que ver con los hombres que me entrenaron desde que era niña.

¿Qué podía significar aquella orden que había recibido?

Una vocecilla susurró dentro de mi cabeza la palabra «castigo», pero pronto la deseché: el maestro armero no era el encargado de impartirlos... Aunque no dudaba en que, muy posiblemente, lord Riggs me enviara a Asgwrn, quien realmente era el que los llevaba a cabo.

Sentí un escalofrío deslizándose por mi espalda al imaginar el rostro sucio y maquiavélico del verdugo. Había tenido la mala suerte de ser testigo de cómo aquel cruel hombre aplicaba un doloroso castigo a dos jóvenes que no habían cumplido con el toque de queda establecido para todos los cadetes; nos habían reunido en uno de los patios más apartados de la mirada pública —de los nobles que vivían en el castillo— y nos obligaron a contemplar cómo eran azotados hasta la inconsciencia.

Mientras me dirigía hacia el taller donde me encontraría con el maestro armero recé, intentando apelar a la benevolencia de lord Riggs: sabía que si tenía que vérmelas con Asgwrn, no podría formar parte de la expedición de Altair.

Tras informar a uno de los jóvenes aprendices de mi presencia, me condujeron hacia donde Duval estaba trabajando. El maestro armero del rey era un hombre enorme, casi de la complexión de un oso, que golpeaba con seguridad algo que había colocado sobre el yunque; el chico que me había llevado hasta allí, hasta aquella habitación que se asemejaba más a un horno, se acercó a su maestro y le interrumpió. Desde mi separada posición les vi intercambiar un par de frases antes de que Duval se girara hacia donde estaba; sus ojos castaños de halcón me estudiaron de pies a cabeza durante unos segundos.

—Así que tú eres la chica —comentó al acercarse a mí, llevándose las manos al pesado delantal que colgaba de su cintura.

Sensible aún por todo lo sucedido, noté cómo me envaraba de manera inconsciente al oír las palabras que había escogido para referirse a mí.

—Me temo que no comprendo, señor —respondí con un tono punzante.

Duval continuó contemplándome con una chispa de interés en su mirada a la vez que se cruzó de brazos.

—La única joven que ha conseguido el privilegio de formar parte del Círculo de Hierro —aquel nombre hizo que mi estómago se agitara al recordar cómo habían tratado a Orei, lo que habían hecho con ella después—. Necesitas una armadura.

Pestañeé con una mezcla de incomprensión y vana esperanza. ¿Lord Riggs me había enviado hasta allí... por una armadura? Sabía que poseíamos una armería bien surtida. Miré al maestro armero en busca de una explicación.

Duval ladeó la cabeza con aire divertido.

—Tengo órdenes de fabricarte tu propia armadura, chica —respondió a mi pregunta no formulada—. Como miembro del Círculo de Hierro, tendrás la tuya propia —hizo una breve pausa—. Para eso mismo te han enviado aquí: para que pueda tomar tus medidas y empiece el trabajo lo antes posible; el tiempo no es nuestro amigo, precisamente.

Un cosquilleo de nerviosismo se extendió por todo mi cuerpo al comprender. La tensión que antes sentía en los músculos desapareció; Duval chasqueó los dedos y uno de sus aprendices con la cara bañada en sudor se le acercó a toda prisa, solícito.

—Armon —se dirigió al chico sin tan siquiera mirarlo—. Tráeme un par de piezas a medio terminar para que pueda empezar con...

Dejó la frase en el aire a propósito y enarcó ambas cejas.

—Verine —respondí.

Duval asintió, satisfecho, y su aprendiz no tardó ni un segundo en darnos la espalda para ir a buscar lo que su maestro le había pedido. En aquellos momentos de silencio, me permití sentir un ápice de emoción por lo que estaba a punto de suceder; no todos los soldados tenían la suerte de contar con su propia armadura. En especial con una que estuviera hecha a su medida.

Mientras mi rostro estaba congelado en una máscara de inexpugnable indiferencia, mis pensamientos comenzaban a descontrolarse. Lejos quedaba Theyton y su muñeca partida a causa de mi violencia; lo único en lo que podía pensar era en lo que significaba aquel momento: estaba ascendiendo, sí.

Y pronto me ganaría un lugar allí.

Que Altair me hubiera elegido, junto al resto de sus amigos, para que tuviera la oportunidad de convertirme en miembro de un cuerpo de élite como lo era el Círculo de Hierro; ése solamente era el primer paso. Si teníamos éxito y conseguíamos intercambiar el arcano por Gareth... Obtendría el suficiente reconocimiento para labrar mi propio camino.

El ruidoso regreso de Armon con los brazos repletos de diversas piezas sueltas de armadura hizo que saliera de mis ensoñaciones. Duval las tomó de su aprendiz y le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que volviera a su trabajo; después lo repitió conmigo, esta vez para que le siguiera.

Lo hice en silencio, permitiendo que el bullicio que parecía reinar en aquel taller me envolviera y la curiosidad me hiciera contemplarlo todo con una expresión que no era capaz de ocultar mi impresión por conocer aquel mundo reservado para unos pocos afortunados que contaban con el mecenazgo de alguien poderoso.

El maestro armero me condujo hacia una pequeña sala, lejos de los enormes hornos y chimeneas. El cambio de temperatura me tomó por sorpresa, obligándome a rodearme con mis propios brazos mientras la lluvia continuaba cayendo al otro lado de la ventana abierta.

Duval se giró hacia mí con los brazos llenos de piezas de armadura.

—¿Pudorosa? —preguntó con brusquedad.

Enarqué una ceja y me interné aún más en aquella habitación anexa, lejos de las miradas de los aprendices y armeros que trabajaban en el taller.

—¿Temeroso de que vuestros jóvenes ayudantes se distraigan conmigo? —repliqué en el mismo tono.

Una media sonrisa se formó en el rostro del hombre y sacudió la cabeza. Se acercó a una de las mesas de madera y depositó sobre su superficie el cargamento que había traído consigo desde el propio taller; me incliné sobre la punta de mis botas de manera inconsciente, curiosa por descubrir el aspecto que presentaban estando separadas las piezas.

Un chaleco acolchado casi estuvo a punto de golpearme en el rostro de no haber sido por mis reflejos, que lograron aferrarlo a tiempo. Entrecerré los ojos en dirección al maestro armero, pero él estaba ocupado separando la pila de metal que había dejado sobre la mesa.

Me despojé de la pesada chaqueta que se nos obligaba a llevar, aunque me dejé puesta tanto la camisa como los ceñidos pantalones; luego me coloqué el chaleco acolchado y empecé a pelearme con los broches hasta que Duval se giró en mi dirección, quizá irritado por mi estúpida disputa con la prenda, y se encargó personalmente de ponerlo todo en su lugar.

Sus ojos me recorrieron con un brillo crítico. Era posible que, en otras circunstancias, aquel barrido con la mirada se hubiera granjeado un buen puñetazo por mi parte, pero sabía que el maestro armero estaba estudiándome de pies a cabeza mientras que en su mente ya estaba realizando los correspondientes cálculos para comenzar a tomar mis medidas.

—Estás delgada —observó con el ceño fruncido, tomando la primera pieza.

Mis años en el orfanato me dejaron mucho más escuálida debido a la alta cantidad de bocas a las que debían alimentar y cuyo número no parecía más que aumentar. Tras ingresar en la orden militar, conseguí recuperar algo de peso gracias a las tres comidas diarias que se nos brindaba; no obstante, y a pesar de mi apariencia de «junco» —como dijo en una ocasión Greyjan—, los años de instrucción habían permitido a mi cuerpo endurecerse en algunas zonas.

Me limité a abrir los brazos en cruz para que Duval colocara las piezas y tomara mis medidas.

El maestro armero me despachó poco tiempo después con la promesa de que tendría mi armadura lista a tiempo. Salí de los talleres con una extraña sensación en el pecho, lejos de la nube que me había rodeado al saber que Duval se encargaría de fabricarme una armadura a medida; la emoción de lo que suponía fue desvaneciéndose conforme dejaba atrás el ambiente casi asfixiante que creaban los hornos y chimeneas. Lo sucedido con Theyton volvió a ocupar mi mente, recordándome que algunos compañeros de viaje compartieran la misma opinión que el joven noble; el rey Aloct había dispuesto un generoso contingente de soldados del Círculo de Hierro para respaldar la —suicida— idea de su sobrino.

Quizá todos no fueran tan amables y considerados.

—Verine.

Mis pies se detuvieron instantáneamente al reconocer la voz que había pronunciado mi nombre a mis espaldas. Su propietario parecía haberse desvanecido de la noche a la mañana, haciendo que su grupo de amigos empezara a preocuparse por no saber qué había motivado aquella repentina desaparición; yo misma había tenido que lidiar con la culpabilidad que arrastraba por lo que dije a la mañana siguiente de nuestra fructífera excursión a la cámara del tesoro real.

Pero no había tenido oportunidad de disculparme.

Giré sobre la punta de mis botas hasta descubrir a Altair detenido a unos metros de distancia. No llevaba el uniforme, sino un lujoso jubón a conjunto con unos pantalones y botas de caña alta que le rozaban las rodillas; su noble aspecto parecía explicar por qué no le habíamos visto aparecer en los días que habían transcurrido por los entrenamientos.

La presencia de la realeza de Mag Mell, al menos de los Reinos Humanos, le había tenido demasiado ocupado.

—Altair —dije en el mismo tono—. ¿Cómo me has encontrado?

El lord dio un par de pasos, pero mantuvo las distancias.

—He oído lo ocurrido con Theyton —fue la respuesta que recibí, esquiva.

La mención del joven al que me había enfrentado hizo que todo mi cuerpo se tensara; Altair lo percibió y me dedicó una mirada preocupada.

—Verine, fue un accidente —esgrimió, pensando que esas palabras podrían consolarme.

—No, no lo fue —repliqué con voz ahogada.

El rostro de mi amigo se llenó de confusión ante mi repentina respuesta.

Consciente de las miradas que podrían toparse con nosotros detenidos en mitad de aquel pasillo fuera del taller de los armeros, crucé la distancia que nos separaba y le tomé por la manga de la camisa, empujándonos a ambos hacia un rincón lo suficientemente oscuro para protegernos de cualquiera que pasara por allí.

La confusión de mi amigo no hizo más que aumentar lo que acababa de hacer, haciendo que los dos estuviéramos apretujados el uno contra el otro.

—No fue ningún accidente —repetí, atragantándome con mis propias palabras.

Pero tampoco pensé que mi fuerza pudiera provocar eso, aquella muñeca rota cuya imagen se formó dentro de mi cabeza. A través de las sombras de aquel recóndito hueco donde estábamos escondidos pude ver a Altair frunciendo el ceño, entendiendo lo que estaba diciendo realmente.

—¿Verine...? —empezó, dubitativo.

Mis dedos, que todavía tenían atrapados la manga del lord, se aferraron aún más a la tela.

—Theyton dijo... —el aire se me atascó en la garganta al recordar las vulgaridades que habían salido de sus labios; unas insinuaciones que debían ser compartidas por otros, aunque nadie hubiera reunido el valor suficiente como para decirlo tan claro como el propio Theyton—. Dio a entender que no era más que tu vulgar ramera.

Debido a la cercanía de nuestros rostros pude ver cómo el del Altair se contrajo en una mueca de pesar y rabia contenida por lo sucedido con Theyton, lo que me había empujado a actuar de ese modo.

—Verine...

El noble había hecho resurgir mis viejos miedos, el viejo enfrentamiento al que había tenido que plantar cara cuando conseguí que la orden militar me abriera sus puertas con la ayuda de Altair. Esos años no los recordaba con cariño y no quería volver a pasar por lo mismo; no podía responder del mismo modo, destrozando muñecas a cualquiera que se atreviera a hacer ese tipo de insinuaciones.

No cuando, en aquella ocasión, parte de los comentarios no mentían: mi extraña relación con el lord podía hacerme perderlo todo con un simple chasquido de dedos. Arriesgarme a continuar con ello, sabiendo lo que nos deparaba el futuro...

El aire se me quedó atascado en mitad de la garganta al comprender lo que tenía que hacer, la única salida posible con la que contaba.

—Deberíamos marcar unos límites, Altair —me sorprendió la firmeza con la que sonó mi voz—. Deberíamos dejar esto que hay entre nosotros.

El lord entreabrió los labios, visiblemente conmocionado por mis palabras.

—Estamos a punto de embarcarnos a una misión en la que ponemos en juego el futuro de todo Merahedd —conforme hablaba, más segura me sentía de mi decisión—. No podemos permitirnos ni una sola distracción.

El rostro de Altair se torció al escuchar cómo catalogaba nuestra relación en aquellos últimos años. Tomé una bocanada de aire al mismo tiempo que soltaba su manga, dejándole libre... en varios sentidos.

Debía centrarme en nuestro futuro, en la aventura que estábamos a punto de emprender. Nuestra máxima preocupación en aquellos momentos debía ser recuperar a Gareth, utilizando el arcano que habíamos conseguido como medio de trueque; no sabíamos cuánto tardaríamos en regresar allí, a Merain, o si podríamos regresar.

La travesía a la que teníamos que enfrentarnos en el Gran Bosque era un viaje quizá sin retorno. No podíamos permitirnos un solo error, tampoco distracciones; necesitaba acallar esas voces y demostrar que ese lugar me era bien merecido.

Vi pena, dolor y decepción en Altair hasta que colocó sobre su rostro una máscara neutra, la misma que le había visto emplear con los otros reyes de los Reinos Humanos o la noche de la mascarada.

Nos sostuvimos la mirada el uno al otro, en silencio.

—No vas a perderme como amiga, Altair —le aseguré a media voz—. Siempre voy a estar a tu lado.

* * *

Reacción de todo el mundo al conocer la decisión de Verine:

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