❧ 13
Opté por quedarme allí el resto de la noche, barajando entre la excusa de no querer arriesgarme a que nadie me descubriera saliendo de los aposentos de Altair o la excusa de evitar perderme en los laberínticos pasillos hasta llegar al edificio donde se encontraban instalados la guardia del rey y el Círculo de Hierro.
Incapaz de poder conciliar el sueño, me aovillé bajo las cálidas mantas, escuchando la suave respiración de mi compañero, quien no tardó mucho tiempo en caer rendido en los acogedores brazos de la inconsciencia onírica. Brianna había creado una pequeña fisura en mi interior, sacando a flote viejos miedos; la aparición del joven lord en mi vida fue casi un regalo de los antiguos elementos. Una extraña coincidencia que hizo que dos personas tan opuestas se cruzaran el uno en el camino del otro.
Pero ¿cómo había sido para Altair?
¿Qué le había empujado realmente aquel día a acercarse a esa niña con prendas andrajosas y heredadas de otros huérfanos?
Ese tipo de pensamientos me mantuvo en vilo, impidiéndome conciliar el sueño... Además de ese apagado latido que apenas podía percibirse y que provenía de bajo el colchón. Ahora que todo estaba en calma, tuve que hacer un gran esfuerzo para ignorar aquella insistente llamada.
Las primeras luces del amanecer se colaron a través de la ventana, haciendo que Altair girara sobre su costado, deslizando su brazo a mi alrededor; me escabullí como un ratón, escurriéndome por la cama hasta que la punta de mis pies rozaron el frío suelo. Sabía que era una actitud muy cobarde, pero no estaba preparada para ese despertar junto a mi amigo.
No cuando mi mente era un completo caos y necesitaba con urgencia poner algo de orden en mis pensamientos.
Me incorporé con sumo cuidado, repasando con la mirada el amplio dormitorio del lord con el único propósito de encontrar mis viejas prendas. Mis ojos se entretuvieron unos instantes en aquel fastuoso vestido que lady Laeris me había prestado y que, al final de la noche, había terminado a los pies de la cama de Altair, arrugado.
—¿Verine...? —mi cuerpo se quedó congelado al oír la voz pastosa del susodicho a mi espalda—. ¿Qué estás haciendo?
Mordí mi labio inferior con indecisión.
Tras unos segundos de deliberación conmigo misma, ladeé la cabeza lo suficiente como para verle incorporado por los codos, observándome con la mirada nublada aún por el sueño; las mantas habían resbalado por su pecho hasta quedarse amontonadas a la altura de su cintura.
Sin embargo, esa imagen no era suficiente para convencerme de que diera media vuelta y regresara a su lado, quedándome allí. Reanudé mi frenética búsqueda, intentando dar con mis prendas de ropa.
—Tengo que irme, Altair —contesté.
Oí cómo su cuerpo impactaba en las almohadas y después un gemido ahogado.
—No creo que nadie nos moleste —masculló el lord—. Todo el mundo estará recuperándose de la mascarada.
Aquello no sirvió en absoluto para disuadirme de mis intenciones de abandonar aquella habitación lo más rápido posible.
—Yo no formo parte de esos privilegiados —le recordé con más dureza de la que pretendía en un principio—. No puedo quedarme aquí, disfrutando de la comodidad de un mullido colchón: aún debo continuar con nuestra instrucción, Altair. Apenas nos queda una semana para prepararnos antes de que nos marchemos.
El tiempo se nos estaba agotando y nuestro entrenamiento para alcanzar la experiencia de un soldado del Círculo de Hierro. El tío de Altair, aunque había consentido las elecciones de su sobrino, había dispuesto que algunos de sus propios hombres de confianza —y que también formaban parte de aquel grupo de élite— nos acompañaran para brindar una mayor seguridad al lord.
Oí a Altair removerse en la cama.
—Verine, relájate: tenemos lo que necesitábamos —protestó, haciendo referencia al arcano que estaba oculto bajo el somier—. Todo saldrá bien.
Sentí un ardiente latigazo al escuchar el optimismo que desprendía la voz de mi amigo. La noche anterior me había confesado no haber estado seguro de la existencia de aquel artefacto mágico que nos mencionó Orei antes de ser silenciada para siempre; el lord parecía haberme seguido el juego casi a regañadientes, convencido de que toda aquella historia de la fae no fue más que una invención.
Un desesperado intento por su parte para ser perdonada y salvar su vida.
Me tragué la réplica que tenía preparada y me forcé a continuar con mi infructuosa búsqueda.
—¿Dónde está mi maldita ropa? —gruñí, frustrada.
Mi cuerpo sufrió un sobresalto involuntario cuando la mano de Altair se posó sobre mi hombro desnudo. Cuando le miré, su rostro estaba mortalmente serio; maldije para mis adentros: mi plan inicial había sido escabullirme de su dormitorio sin que se diera cuenta, pensando en la excusa que le daría en nuestro próximo encuentro.
—Es posible que Laeris se deshiciera de ella —me dijo, con cautela.
Abrí y cerré la boca varias veces, aturdida por la audacia de aquella mujer.
—¿Qué? —se me escapó como un graznido.
El nudo que había estado manteniendo a raya mis nervios se esfumó al descubrir que no tenía nada. Sacudí mi hombro para quitarme de encima la mano de Altair, rehuyendo su contacto; mi amigo me contempló en silencio, evaluándome con sus ojos azules. Mis pobres intentos de fingir que estaba bien estaban haciendo aguas en aquellos precisos segundos, y yo no estaba preparada para responder a las preguntas que vendrían.
Hundí los dedos entre mis cabellos, presionando las yemas contra mi cabeza.
—Verine —me llamó el lord.
Le ignoré deliberadamente.
—Verine —la mano de mi amigo me tomó por la parte superior del brazo, haciendo que quedáramos cara a cara. La preocupación y el desconcierto se entremezclaban en su mirada; Altair no era capaz de entender lo que estaba sucediéndome... y yo no estaba dispuesta a explicárselo. Aún no—. Habla conmigo. Dime qué es.
No pude detener la retahíla de crueles palabras que brotaron de mis labios.
—Eres afortunado, Altair, muy afortunado —la rabia no era un buen aliciente, no en aquella situación, pero no era capaz de parar—. Pero no todos contamos con esa misma buena suerte.
La expresión de mi amigo mudó a un gesto dolido que no fue suficiente para frenarme.
—Mientras que tú puedes permitirte quedarte en la cama, disfrutando de esas comodidades y siendo agasajado como si fueras el rey, yo tengo que volver a los barracones para seguir demostrando de que me merezco ese maldito hueco en el Círculo de Hierro —Altair apretó la mandíbula ante mi golpe bajo; su mano liberó mi brazo como si mi piel quemara—. Me temo que no nací con la vida solucionada como tú.
Un relámpago de sorpresa cruzó su rostro antes de que una máscara cubriera sus rasgos, adoptando un aire neutro. Retrocedió un paso, marcando las distancias entre los dos; la opción más viable sería largarme de allí, pero no podía hacerlo porque lady Laeris había considerado que mis viejas prendas debían desaparecer.
Altair también debió pensar lo mismo que yo, ya que señaló con la barbilla la puerta que conducía a su baño privado.
—Aséate —me dijo con un tono que no admitía réplica—. Yo me haré cargo del resto.
Agradecida por la salida que estaba brindándome, no protesté y me encaminé hacia aquella habitación anexa. Procuré cerrar la puerta con suavidad y apoyé mi espalda contra la madera; cerré los ojos unos instantes, abochornada por mi comportamiento... Por todas las cosas crueles que le había echado en cara, sabiendo lo injusta que estaba siendo con él.
A pesar de haber nacido en una familia privilegiada, Altair había tratado por todos los medios de demostrar que no necesitaba el poder que le confería su status para cumplir sus propios objetivos; contraviniendo los deseos de su madre —quien había esperado de su único hijo que se integrara en la corte—, había logrado ingresar como cadete en la orden militar.
Todo lo que había conseguido había sido por sus propios méritos y yo le había recordado lo que siempre trató de mantener en un segundo plano, lo que se le recordaba constantemente: ser el sobrino —y futuro heredero— del rey de Merahedd.
Altair nunca había buscado ese destino; se resignó a él.
El sabor del arrepentimiento inundó mi boca, haciéndome sentir más culpable aún. Cuando terminé de asearme —tal y como el lord me había exigido—, regresé al dormitorio, sin saber qué decir al respecto.
Sobre la cama me esperaba una pulcra pila de prendas —de Altair— a modo de compensación por aquéllas que lady Laeris había hecho desaparecer.
Y mi amigo se había marchado.
❧
Me pasé el antebrazo por el rostro, usando la manga para secarme la humedad que cubría mis ojos. Lord Riggs, como así se llamaba el comandante que estaba al cargo de nuestra instrucción, nos había ordenado que corriéramos alrededor del terreno donde se encontraban los barracones en los que estábamos instalados; el hecho de que prácticamente estuviera diluviando y hubiera una generosa capa de niebla cubriéndolo todo casi había sido un aliciente para el hombre, quien nos había gritado que arrastráramos nuestros delicados traseros hasta allí.
Habían pasado dos días desde mi discusión con Altair y continuaba sin tener ni una sola noticia suya; el lord parecía haberse desvanecido, incluso para sus otros amigos. Nadie del grupo parecía saber nada de él, lo que había incrementado notablemente mi preocupación y remordimientos.
Greyjan masculló algo a mi izquierda, devolviéndome al maldito terreno y a las malditas vueltas que aún nos quedaban pendientes. El espeso velo blanco que nos rodeaba apenas me permitía percibir su difusa silueta corriendo a mi lado; el resto —Dex, Vako y Alousius— supuse que estarían a un par de metros de distancia, intentando darnos alcance.
Las prendas húmedas se me pegaban al cuerpo, haciéndome sentir mucho más pesada y obligándome a hacer un pequeño esfuerzo para mantener el ritmo. En algún punto de la niebla, lord Riggs estaría evaluándonos con su inquisitivo ojo verde; los rumores y las historias sobre cómo había perdido el ojo eran la delicia de los cadetes más veteranos, quienes disfrutaban compartiendo sus propias teorías con los novatos y recién llegados. La que más escuchaba era que aquel comandante había formado parte de la compañía que había logrado llegar hasta Elphane y que su pérdida ocular fue a causa de un enfrentamiento con los soldados fae que custodiaban el castillo... y a sus habitantes.
El agudo sonido del silbato anunciando el fin de aquella diabólica prueba física hizo que mis dientes chirriaran. Seguí a Greyjan a través de la capa blanquecina, buscando a nuestro instructor; lord Riggs aguardaba bajo la seguridad que le proporcionaba el alero del edificio donde solíamos practicar con las armas, de brazos cruzados y con una expresión que denotaba lo poco conforme que estaba con el resultado de aquella inhóspita carrera.
—Adentro —nos ladró.
Greyjan y yo bajamos la cabeza, obedeciendo en silencio mientras nuestro instructor aguardaba a que el resto de cadetes siguiera nuestra estela hacia el interior del edificio, donde algunos compañeros se beneficiaban de aquellos minutos de improvisado descanso y trataban de recuperar el aliento.
Nos quedamos detenidos cerca de un reducido grupo de jóvenes igual de empapados que nosotros. Greyjan empezó a maldecir a media voz a lord Riggs y su maquiavélica prueba, echando de vez en cuando algún vistazo a la puerta, a la espera de ver al resto de nuestros amigos atravesándola; a mi espalda escuché una risotada baja y un cruce de murmullos.
—Creo que ya soy capaz de entender por qué fue elegida.
Un coro de risitas secundó ese comentario. Enderecé mis hombros de manera inconsciente y agudicé mi oído, dispuesta a brindarles el beneficio de la duda a aquellos patanes antes de actuar.
—La cuestión es: ¿se la follará solamente lord Altair o la compartirá con el resto de sus amigos...?
Giré sobre la punta de mis pies y crucé los pocos pasos que me separaban de ellos, más que convencida de que merecían tragarse todas y cada una de sus insidiosas insinuaciones. El cabecilla —hijo de una familia pudiente que había resultado ser una apuesta prometedora, convirtiéndose en el protegido de otro de los comandantes— me sostuvo la mirada, sin aspecto de encontrarse arrepentido de sus palabras; sus amigos, por el contrario, se hicieron a un lado, quizá temiendo verse salpicados por el asunto. Todos conocíamos las reglas... y meternos en una pelea podría traernos graves consecuencias a ambos. Una voz racional despertó dentro de mi cabeza, pidiéndome que diera media vuelta y fingiera no haber escuchado nada; la ignoré por completo, con mi objetivo sólo a unos metros de distancia.
Uno de mis mayores temores había cobrado forma y tenía nombre propio. Sus hirientes comentarios no hicieron más que espolearme y avivar la llama que se había prendido en mi interior; aquel imbécil me había recordado por qué había decidido mantener en secreto mis encuentros con Altair, por qué ni siquiera sus mejores amigos estaban al tanto de lo nuestro. Era la única mujer que había logrado prosperar en aquel duro mundo y sabía que mis éxitos siempre quedarían empañados por insinuaciones como las que acababa de soltar esa sanguijuela sonriente.
Eso significaba tener que demostrarle personalmente que mis méritos eran míos.
Aunque eso supusiera romper un par de reglas.
Le aferré por el cuello de la túnica y tiré para acercar su rostro al mío. El coro de sus amigos dejó escapar una generalizada risa nerviosa, pero aquel tipo se limitó a guiñarme un ojo de manera cómplice.
—¿No crees que deberíamos buscar un rincón mucho más privado si quieres continuar con esto? —alzó la voz lo suficiente para que todos nos oyeran.
Estrujé la tela en mi puño. Los ojos del joven se desviaron hacia algo —o alguien— que había a mi espalda; lo que fuera que hubiera visto le formó una divertida sonrisa en los labios.
—¿Celoso, novato? —la pregunta no iba dirigida a mí—. Supongo que no debe ser sencillo esperar a que te llegue el turno...
—¿Qué está sucediendo aquí?
La llegada de lord Riggs me obligó a que soltara al muchacho y diera un paso hacia atrás, topándome con Greyjan. Mi amigo tenía un gesto tenso en la cara y fulminaba con la mirada al otro; no obstante, ninguno de los dos decidió cumplir sus más profundos anhelos de hundir nuestro puño en el rostro del otro cadete.
—He dicho que qué estaba pasando —repitió el comandante, con menos amabilidad.
—Nada, señor —contesté, procurando no mirarle fijamente y descubriendo al resto de mis amigos contemplándonos con una expresión preocupada por lo que pudiera suceder.
Por suerte para nosotros, lord Riggs no quiso seguir indagando más: empezó a repartir órdenes de nuevo, obligándonos a dispersarnos. Fui una estúpida al creer que nuestro superior dejaría el asunto olvidado: tras un par de ejercicios de calentamiento, me encontré cara a cara con el tipo de las insinuaciones, Theyton. El susodicho me dedicó una mueca socarrona y elevó sus espadas cortas, mostrándomelas.
En aquella ocasión también me había decantado por un largo bastón que sostenía entre mis manos con firmeza, percibiendo bajo mis palmas las pequeñas muescas de la madera por años de uso. Coloqué mis pies en posición y me preparé, sin perder de vista a mi oponente.
—Recordad —la irritada voz de lord Riggs se extendió por el interior de la nave—: sólo quiero que tratéis de desarmar a vuestro rival.
Por la expresión de Theyton, sospeché que el joven parecía bastante seguro de su victoria. Mantuve un gesto neutro, dispuesta a volver a mi favor aquella certeza que se reflejaba en la postura del muchacho; un ambiente de tensión empezó a desplegarse entre las parejas, que esperábamos a la orden del comandante.
La señal de lord Riggs se retrasó unos segundos, provocando que el edificio se convirtiera en un torbellino de caos y armas entrechocando. Theyton no perdió la oportunidad y se lanzó hacia delante, cruzando sus espadas; alcé de manera mecánica mi bastón, deteniendo en seco el golpe.
Mis dientes castañearon por la fuerza con la que contaba mi rival, pero no me permití retroceder ni un solo paso. Las instrucciones de lord Riggs habían sido vagas, pues su única indicación fue que teníamos que desarmar —o intentarlo, al menos— a nuestro oponente; aquella vaguedad me brindaba un amplio abanico de formas de actuar.
Con nuestras miradas conectadas, aproveché que sus ojos estaban clavados en los míos para mover uno de mis pies, impidiendo que Theyton fuera consciente de mis intenciones hasta que no fue demasiado tarde: entrelacé mi empeine con su tobillo y retrotraje mi pierna, llevándome conmigo la suya.
A modo de respuesta, el chico lanzó un mandoble en mi dirección mientras trataba de recuperar el equilibrio. Valiéndome de esos segundos de ventaja, empleé el extremo izquierdo de mi largo bastón para golpearle con toda la energía que fui capaz de reunir en una de sus muñecas; la madera impactó con el hueso, arrancándole un aullido de dolor y provocando que la espada que sostenía en esa mano cayera al suelo.
Herido —tanto en su orgullo, como físicamente— Theyton movió la única arma con la que contaba, tratando de alcanzarme en el costado. Me aparté de su trayectoria con premura, esquivando el filo y retrocediendo para ganar unos metros de distancia; me fijé en su muñeca herida, que colgaba flácida junto a su costado.
Hice girar el bastón entre mis manos y aguardé a que fuera mi rival quien hiciera el siguiente movimiento.
Theyton pareció pensárselo en aquella ocasión, dejando transcurrir unos segundos antes de dirigirse hacia mí. Mantuve mis pies clavados en el suelo, esperando al momento idóneo para apartarme y utilizar mi arma para golpearle de nuevo en la otra muñeca, arrebatándole la victoria de las manos y humillándolo de ese modo delante de todos nuestros compañeros; observé cómo alzaba la espada, pero el hecho de que fintara en el último instante hizo que perdiera el control de la situación.
Vi el filo de su arma acercándose a toda velocidad desde aquel ángulo muerto. Trastabillé como un recién nacido dando sus primeros pasos mientras giraba por la cintura para interponer mi bastón entre la espada y mi cuerpo; la madera reverberó entre mis manos y estuvo a punto de resbalárseme de entre las palmas.
Era consciente de la capa de sudor que había empezado a cubrir mi piel a causa del esfuerzo. Era posible que mi rival fuera un fanfarrón y un engreído, pero era evidente por qué había sido escogido para convertirse en parte del Círculo de Hierro; comencé a sentir un dolor extendiéndose a lo largo de mis brazos por la fuerza que estaba empleando para mantener a una buena distancia de mí la espada.
Haciendo acopio de fuerzas, traté de empujar lo más lejos posible a Theyton. El chico me dedicó una sonrisa torcida y lanzó otro mandoble que me obligó a ponerme de nuevo en su punto de mira; me limité a esquivar los consecutivos golpes, consciente de cómo estaba perdiendo terreno cada vez más rápido.
El tiempo seguía corriendo en mi contra, acercando a Theyton a la victoria.
No podía seguir alargando mucho más nuestro enfrentamiento. Los primeros signos de fatiga no tardarían en aparecer y mi rival, a simple vista, parecía encontrarse en mejores condiciones que yo; si quería demostrarle lo equivocado que estaba respecto a sus insinuaciones tenía que poner fin a esto de inmediato.
Fingí que perdía pie, tropezando y permitiendo que Theyton se me acercara, creyendo estar a punto de dar su estocada final; aun manteniendo mi fachada de estar al borde de mis fuerzas, arrastré los pies por la piedra, buscando una buena posición donde poder contraatacar sin que él se lo esperase.
El chico dejó escapar una risa baja y alzó el brazo en el que sostenía la espada; en sus ojos pude ver el inconfundible brillo de la victoria cuando trazó un arco descendente con el que pretendía partir mi bastón. Esperé hasta el último segundo, saltando hacia un lado e imitando su movimiento circular, logrando acertarle en la otra muñeca; el crujido que sonó en aquella ocasión hizo que comprendiera que había cometido un terrible error.
La espada cayó al suelo, pero Theyton también.
El alarido de dolor que dejó escapar presionó contra mis tímpanos, haciéndome temer que pudieran estallar. El estómago se me revolvió cuando descubrí el bulto que sobresalía de su carne, que yo le había provocado con mi golpe; no había calculado mi propia fuerza y me había dejado llevar, cegada por mi deseo de hacerle morder el polvo.
Lord Riggs no tardó en aparecer en escena, inclinándose hacia el malherido muchacho que observaba su muñeca con una expresión de pánico y agonía. El comandante tomó el antebrazo de Theyton con cautela y lo alzó para poder comprobar los daños; por la forma en que frunció los labios, supe que las cosas pintaban mal.
Esa sensación no hizo más que confirmarse cuando el único ojo del hombre se clavó en mí con un brillo insondable.
—Avise a un maldito sanador y vaya a ver al maestro armero —me ordenó—. De inmediato.
* * *
Ay, Verine, Verine...
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