❧ 112
—¿Alteza?
Aquella voz masculina y desconocida resonó al otro lado, en mi dormitorio. Después de aquella tétrica escena, salí huyendo despavorida de aquel horrible escondite donde lord Ardbraccan ocultaba un lado muy oscuro de sí mismo; apenas recordaba el camino de regreso a mis aposentos, pero sí el modo en que había vaciado mi estómago una y otra vez, mareada al rememorar las truculentas imágenes que guardaba de los cuerpos que el consejero de mi madre tenía allí resguardados.
El intenso olor a vómito impregnaba el aire del baño, que no había abandonado el resto de la noche. Supuse que mi doncella se habría asustado al descubrirme en aquella estancia de mi dormitorio, prácticamente desmayada y con los ojos enrojecidos a causa de la virulencia de mis arcadas.
No fui capaz de pronunciar palabra mientras escuchaba al recién llegado en la otra habitación, alertado por mi doncella. Apenas habían transcurrido unos segundos cuando, por el rabillo del ojo, descubrí la sombra del sanador; el hombre se apresuró a cruzar la distancia que le separaba de donde me encontraba tendida. Presa de una súbita debilidad, con el eco de la voz del chico del ataúd de cristal resonando en mis oídos, permití que el sanador me ayudara a llegar a mi dormitorio, tendiéndome en la cama para poder examinarme.
—Avisaré a la reina de vuestro estado de salud —me explicó el sanador, cuyos ojos verdes me contemplaban con amabilidad—. También le retransmitiré la misma recomendación que os hago a vos: reposo absoluto.
Durante la exploración, me vi en la obligación de responder a algunas preguntas que me hacía el fae, intentando descubrir el motivo de mi malestar. Opté por las medias verdades y algunas mentiras, pues no podía confesarle que la causa de mi estado era el haber descubierto los cuerpos que escondía el consejero de mi madre; aquel joven humano atrapado en aquella extraña prisión, pidiéndome ayuda.
Cerré los ojos con fuerza, intentando alejar esas terribles imágenes de mi cabeza, mientras asentía. Sin embargo, el rostro de aquel humano no quería desvanecerse, como tampoco su voz.
❧
Me recluí en mis aposentos. Elvariel vino a visitarme poco después de que el sanador se marchara; supuse que la reina le habría advertido de mi delicado estado, enviándola para comprobar cómo me encontraba.
A pesar de los intentos de mi dama de compañía de tratar de distraerme, creyendo que eso me ayudaría con la prescripción del sanador, mi mente estaba atrapada. Mis pensamientos no dejaban de repetir los horrores de los que fui testigo la noche anterior; el oscuro secreto de lord Ardbraccan. Por muchas vueltas que hubiera dado a aquel turbio asunto, no era capaz de encontrarle un sentido. ¿Para qué necesitaba el consejero de mi madre aquellos cuerpos? ¿Por qué el chico del ataúd de cristal parecía ser... diferente, de algún modo?
Mientras Elvariel continuaba con su animada anécdota, llegué a la conclusión de que no podía desentenderme de ese retorcido descubrimiento. También supe que, en aquel asunto, estaba sola.
Completamente sola.
No confiaba en nadie lo suficiente para hacerle partícipe, para pedir su colaboración. Pese a la amabilidad que había mostrado lord Cináed, por no mencionar los lazos de sangre que nos unían, había una diminuta parte de mí que no terminaba de encontrarse cómoda con la idea de acercarme todavía más a él. Era posible que lord Ardbraccan hubiera resultado ser un mentiroso y un hábil manipulador, pero sospechaba que sus advertencias sobre los intereses que pudiera tener el lord no andaban muy desencaminadas.
Mi condición de princesa heredera me había convertido en un jugoso objetivo.
—He escuchado que la reina tiene intenciones de organizar un encuentro aquí, en Aramar, destinado a nuestros reinos vecinos.
La voz de Elvariel hizo que mis pensamientos quedaran en suspenso.
—¿Quiere abrir las fronteras? —pregunté.
Mi amiga asintió con visible emoción mientras mi estómago daba un vuelco de la impresión.
—Quiere retomar las relaciones tanto con Antalye y Qangoth —continuó explicándome Elvariel, con los ojos brillantes ante la expectativa de que Elphane saliera de una vez por todas de su encierro autoimpuesto.
Para cualquier otra persona, aquella noticia le haría sentir como a mi dama de compañía. La decisión de la reina de cerrar las fronteras de Elphane seguramente no habría sido recibida por todos sus súbditos con el mismo entusiasmo; que mi madre decidiera abrir sus puertas podría ser tomada por un paso hacia delante.
Pero yo no confiaba del todo en eso.
—Al parecer, está planeando enviar una misiva extendiendo una invitación a Antalye en primer lugar —concluyó Elvariel, ajena a mi propia agitación.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo al escuchar que su primer objetivo a la hora de retomar el contacto fuera el regente, Alastar. Mis sospechas empezaron a confirmarse gracias a los rumores de mi dama de compañía: aquel movimiento por parte de Nicnevin había sido un calculado intento de acercarse aún más a su aliado, de allanar aún más su camino y tener una comunicación aún más directa que antes. El actual gobernante de Antalye, hasta que su sobrino estuviera preparado para convertirse en rey, había estado ayudando a Elphane; aunque no tuviera pruebas, estaba segura que había sido Alastar quien había enviado un mensaje de ayuda a Elphane cuando liberamos a Altair y a mis amigos, llevándonos además el arcano con nosotros.
Quizá debía advertir a Rhydderch sobre los planes de la reina, para que Qangoth estuviera en sobre aviso.
Porque estaba segura que mi madre estaba planeando algo.
❧
Sin la presencia de lord Ardbraccan, me costó encontrar el camino hacia su cámara secreta. La recomendación del sanador de que guardara reposo me salvó de tener que reunirme con mi madre y su consejero para compartir otra tensa comida privada, por lo que decidí no posponer más tiempo mi búsqueda.
Aguardé hasta que llegó la medianoche para abandonar mis aposentos con el mismo sigilo que un ladrón. Tras mis previas visitas a la sala donde reposaba el cuerpo de mi padre, había aprendido que el servicio solía retirarse en ese momento del día, dando por concluida su jornada; con una capa cubriendo mi vestido, me deslicé como una sombra por los pasillos, alcanzando en apenas unos minutos los niveles inferiores del palacio.
Mi mano tembló cuando aferré el picaporte, notando el acelerado latido de mi corazón en los oídos. Ni siquiera había planeado mi próximo movimiento; el rostro de aquel humano y su llamada de auxilio era lo único que había estado dando vueltas dentro de mi cabeza.
No sabía quién era, por qué el consejero de mi madre lo mantenía prisionero... Pero tenía que liberarlo.
El crujido de la puerta me obligó a concentrarme de nuevo. El interior estaba oscuro, indicativo de que lord Ardbraccan no estaba allí, al menos por el momento; me colé en la antesala y algunas velas se iluminaron al detectar mi presencia. El estómago volvió a darme un vuelco al encontrarme de nuevo con aquel retrato en el que aparecía una versión más joven de la Ayrel que yo conocía.
Dirigí mis pasos con premura hacia la sala anexa en la que estaba el ataúd de cristal y procuré no apartar la mirada de mi objetivo durante el tiempo que tardé en atravesar la distancia que me separaba de él.
Tragué saliva para aliviar la repentina sequedad de mi garganta cuando me topé con la familiar expresión del chico atrapado. Al igual que la noche anterior, su rostro se mantenía en un imperturbable gesto de supuesta paz; sin embargo, yo había sido testigo de lo que verdaderamente escondía debajo.
Dudé unos segundos antes de apoyar de nuevo la palma sobre la superficie de cristal, ignorando la fría mordida sobre mi piel y el pellizco que me produjo el sortilegio que parecía rodear el ataúd. Volví a tragar saliva, esperando a que el prisionero volviera a despertar.
El tiempo siguió su curso mientras contenía el aliento... y el humano continuaba sumido en aquel extraño estado, sin reaccionar a mi presencia al otro lado de la fina pared de vidrio que nos separaba. La desesperación hundió sus garras en mi interior al contemplar su rostro impasible, sus ojos cerrados; por unos instantes me pregunté si lo sucedido la noche anterior no habría sido producto de mi imaginación. Si aquella petición desesperada de ayuda nunca habría tenido lugar, más que en mi mente.
Un crujido en la sala principal hizo que reaccionara con brusquedad, apartando la mano y dejando que mi mirada recorriera la habitación, buscando un escondite donde poder refugiarme. Apenas tuve tiempo de hacerlo antes de que la sombra del recién llegado llenara el umbral.
Observé a lord Ardbraccan entrar en la habitación con gesto de recelo. Sus ojos recorrieron el interior de la estancia, obligándome a ocultarme aún más en la esquina a la que me había escabullido al oír su repentina llegada. Con el corazón en un puño, vi al consejero acercarse hasta el ataúd de cristal; el fae recorrió con la punta del dedo la tapa, pero el prisionero no hizo ningún movimiento.
—Quizá debas cumplir con tu propósito antes de lo planeado —escuché que murmuraba en tono pensativo, pero lord Ardbraccan parecía estar hablando más consigo mismo que con el humano dormido.
Presioné mi cuerpo contra la pared cuando el hombre se alejó de la frágil prisión, vigilando cada uno de sus pasos. Mi pulso se aceleró al comprobar que la habitación contaba con otra sala anexa, como un pequeño laberinto de estancias conectadas por medio de discretas puertas apenas perceptibles a simple vista.
No me atreví a seguirle en aquella ocasión. Refugiada entre las sombras, vi a lord Ardbraccan desaparecer en la otra habitación; tras lo que parecieron ser unos segundos, un grito de dolor atravesó el espacio, haciendo que mi cuerpo sufriera un sobresalto a causa de la impresión.
Me quedé congelada en mi escondite, aturdida por lo que pudiera estar sucediendo al otro lado. Mis dientes empezaron a castañear cuando una nueva oleada de sonidos parecía sacudir las paredes de piedra.
Durante lo que fueron horas, aquella horrible sinfonía hizo que mi estómago se encogiera de la angustia y sintiera náuseas. Con la garganta reseca y los ojos llorosos, atisbé a lord Ardbraccan salir de la habitación con expresión tensa; me fijé en que su ropa estaba impecable, sin rastro de ningún tipo de mancha que pudiera delatar lo que había sucedido en aquella estancia.
No moví ni un solo músculo hasta que no escuché el sonido ahogado de la puerta principal cerrándose. Con las piernas temblorosas y el eco de los gritos todavía resonando en mis oídos, salí tambaleándome del rincón en el que había logrado esconderme de lord Ardbraccan hasta que mi cadera chocó contra una de las esquinas del ataúd de cristal.
Mis ojos se desviaron de forma inmediata hacia la puerta en la que había visto desaparecer al consejero de mi madre, la fuente de la que habían procedido ese escalofriante coro de sonidos llenos de angustia y terror. La imperiosa necesidad de descubrir qué escondía el lord allí hizo que mis pasos me condujeran hacia el oscuro umbral de la entrada.
Lancé un rápido vistazo hacia el humano durmiente, pero el chico continuaba sumido en aquel estado de letargo. Luego, con el frenético ritmo de mi corazón resonando en mis oídos, di un paso hacia el otro lado, temiendo lo que pudiera encontrarme en aquella estancia.
❧
Una sala de tortura.
O una versión más reducida de lo que debía ser una sala de tortura.
Un potente y desagradable olor inundaba la instancia, obligándome a cubrirme la nariz para combatirlo. No entendía cómo era posible que no se hubiera colado en la estancia anexa.
Una exclamación ahogada brotó del fondo de mi garganta al descubrir un bulto al fondo de la habitación. Un par de pasos en su dirección fueron suficientes para descubrir que se trataba de un cuerpo, de un cadáver... De un hombre que había conocido, tanto en mi vida pasada como en la vida que había construido después.
Lord Ephoras.
Un molesto escozor en los ojos me acompañó mientras eliminaba la distancia que me separaba del cuerpo del hombre. Me fijé en que no parecía haber heridas que pudieran haber sido la causa de su muerte, pero fue su expresión de absoluto terror lo que hizo que mis rodillas temblaran.
Los ojos de lord Ephoras estaban vidriosos, apuntando al techo de piedra.
Y, con su muerte, se había llevado consigo algunas de las respuestas que buscaba.
Él había sido el soldado que eligió Ayrel, perdonándole la vida, para sacarme del Gran Bosque tras el asesinato de mi protector. Él había sido quien me condujo hacia ese orfanato de Merain, desvaneciéndose hasta que nuestros caminos volvieron a cruzarse, pese a que yo no le recordaba.
Ahora no podría descubrir si le había resultado familiar. Si, a pesar del tiempo que había transcurrido, reconocía en mis rasgos a aquella niña a la que había salvado. Si aquel hilo que nos conectaba había sido el motivo por el que parecía haberme odiado tanto, intentando poner a Altair en mi contra.
—No os acerquéis a él.
El gruñido bajo y cargado de esfuerzo hizo que me detuviera en seco. La voz procedía de algún punto a mi espalda, entre las sombras; con cautela, giré el cuello lo suficiente para divisar a la persona que me había lanzado aquella advertencia.
A unos metros de distancia, al fondo de la estancia, unos familiares ojos azules me devolvieron la mirada, sin un atisbo de reconocimiento en ellos. Un intenso torbellino de emociones me asoló cuando nos observamos el uno al otro; a través de las sombras atisbé su rostro demacrado, las ojeras que se extendían hasta casi sus pómulos.
Su aspecto era mucho peor que cuando nos reencontramos en las celdas de Antalye y su mirada... Su mirada estaba tan llena de odio que experimenté una profunda inquietud, junto con un poso de temor.
Por unos segundos, no supe qué decir.
Qué hacer.
—Alejaos de él.
Obedecí con mansedumbre, procurando no alterar al prisionero. El sonido de los grilletes que llevaba en las muñecas y tobillos arañó la distancia que nos separaba, haciendo que mis ojos se desviaran hacia ellos.
El peso del odio que atisbaba tanto en su mirada como en su voz se había instalado en mi interior, robándome el aliento. Durante mucho tiempo había estado tratando de imaginar cómo se produciría aquel encuentro, cómo sería reencontrarme con él y con el resto de mis amigos... y jamás había alcanzado a pensar en que pudiera resultar así.
—Decidle a vuestro amo que no tengo más información —me espetó entonces, con rabia contenida—. No sé nada más.
Con un sabor amargo en la punta de la lengua, me incorporé y di un paso hacia él. Sus ojos azules me siguieron con manifiesta desconfianza y pude notar cómo su cuerpo se tensaba, preparándose para la amenaza que yo representaba.
Una antorcha se prendió cerca de nosotros, iluminando levemente la penumbra de la sala. Un relámpago de confusión atravesó su mirada cuando pudo contemplarme a la débil luz que ardía a unos metros; mi piel pareció arder bajo su escrutinio y sentí que mi corazón se iba a partir en dos en el instante en que se detuvo en mis orejas... en mis propios —y tan diferentes— ojos.
El chico encadenado que me observaba a unos pasos de distancia abrió la boca, pero no fue capaz de hablar.
Así que lo hice yo por él.
—Altair, soy yo.
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