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❧ 110

No fue hasta que mi madre me dejó a solas junto a la tumba de mi padre que la presa que había estado reteniendo el torrente de sentimientos que se retorcían en mi interior se rompió estruendosamente, haciéndome caer de rodillas frente a él.

Allí, frente a aquel sarcófago que contenía el cuerpo del rey, dejé que todo lo que había estado guardando en mi interior fuera liberado. Los sollozos sacudieron mi cuerpo al mismo tiempo que las lágrimas empapaban mis mejillas, cayendo sobre la falda de mi vestido.

El tiempo pareció perder todo el sentido mientras lo único que escuchaba en aquella cámara de piedra era el sonido roto de mi propia voz. En la soledad de aquellas cuatro paredes, me permití bajar todas mis barreras. Pensé en Rhydderch, en la última imagen que guardaba del príncipe fae, alejándose a lomos de Gwyar, dirigiéndose hacia la libertad. Regresando a la protección que le ofrecía Qangoth y su familia.

Mi corazón se estremeció al rememorar aquellos últimos instantes en el patio, cuando la reina me preguntó si no quería dedicarle unas palabras de despedida. En aquel momento me había parecido más seguro guardar silencio, pero las primeras semillas de la duda estaban empezando a germinar en mi interior. Aquello solamente era una despedida temporal; nuestros caminos no se habían separado de forma definitiva. Rhydderch había cumplido su promesa y yo... yo empezaba a arrepentirme de no haber hablado con el príncipe fae la noche anterior. De haberme sincerado, abriéndole mi corazón del mismo modo que él había hecho conmigo.

La idea de enviar a Faye con un mensaje pasó fugazmente por mi cabeza, pero pronto la descarté: quería hablar cara a cara con Rhydderch; quería mirarlo a los ojos cuando le dijera todo lo que me había obligado a callar por miedo a mis propios sentimientos.

No le mentí aquella noche en el lago, cuando le aseguré que mi intención no era hacerle daño a ninguno de los dos. Pero, de un modo u otro, Altair o Rhydderch terminarían con el corazón destrozado cuando llegara el momento de ser honesta, tanto con ellos... como conmigo misma.

A la noche siguiente, cuando el palacio dormía, regresé a la cámara mortuoria donde reposaba el rey. Sentada contra el duro suelo de piedra, pasaba horas contemplando el sarcófago tallado; en ocasiones, incluso, me descubrí a mí misma hablando a la nada, contándole pequeñas anécdotas de la vida que había llevado en Merain.

Tomé aquella costumbre de forma inconsciente, encontrando en aquellas visitas clandestinas una vía de escape a la que se estaba convirtiendo en mi nueva rutina como heredera. Con Rhydderch lejos de las garras de lord Ardbraccan, me permití bajar un poco mi guardia; acepté seguirle el juego y comportarme tal y como el consejero me había dejado caer durante nuestro último encuentro a solas. Con la inestimable ayuda de Elvariel, empecé a introducirme paso a paso dentro de la corte; mi vieja amiga se convirtió en una inesperada institutriz, mostrándome los entresijos de aquel mundo desconocido para mí.

Me volqué de lleno en aprender de Elvariel y en vigilar a la mano derecha de mi madre, utilizando aquellas distracciones para lidiar con la palpable ausencia de Rhydderch. Había terminado tan acostumbrada a su continua —y constante— presencia que, en ocasiones, me veía buscándolo con la mirada, esperando tropezarme con sus cálidos ojos ambarinos.

Pero lo único que me tenía para recordarlo era su fénix, con la que había empezado a limar asperezas y cuyo mayor logro había sido acariciarle las plumas sin que mis dedos sufrieran ningún picotazo.

Faye permanecía en mis aposentos, supuse que cumpliendo las órdenes de Rhydderch se mantenerse lo más cerca posible de mí, por lo que pudiera suceder. Por las noches, contemplaba los colores de su plumaje mientras el ave se esponjaba las alas, mostrándolas después en todo su esplendor.

Los días transcurrían en un lento goteo, haciendo que mis nervios comenzaran a crisparse por el poco éxito que estaba teniendo en mi búsqueda. Aprovechando mis visitas clandestinas a los niveles inferiores del palacio, algunas noches me atreví a aventurarme a otras zonas; repasé la planta que debió recorrer Rhydderch en su momento, llena de celdas vacías. Aquel era el lugar más lógico para mantener prisioneros a mis amigos, pues estaba segura que no habría otras celdas ocultas en alguna parte del edificio.

Durante esa misma mañana, casi una semana después de que el príncipe fae se hubiera marchado, me encontraba paseando por el interior del palacio, dirigiéndome hacia el punto de encuentro que había acordado con Elvariel, cuando me tropecé con uno de las personas de las que me había cuidado de cruzarme.

Tal y como le prometí a Rhydderch, guardé las distancias con el consejero de mi madre, procurando evitarlo todo lo posible. No obstante, no tendría la buena fortuna de poder esquivarlo... y él también lo sabía, a juzgar por la expresión de su rostro.

—Vesperine —me saludó cuando nos detuvimos el uno frente al otro.

—Lord Ardbraccan —le devolví el saludo con frialdad.

Sus ojos plateados me estudiaron de pies a cabeza antes de curvar sus labios en una sinuosa sonrisa.

—Has resultado ser una criatura escurridiza —me dijo, jocoso—. Aunque también bastante avispada.

Me tensé ante su escrutinio. El eco de la promesa que le hice a Rhydderch se repitió en mis oídos, recordándome que aquel fae había sido el motivo por el que había tenido que obligar al príncipe a dejarme aquí, en Elphane.

Lord Ardbraccan ladeó la cabeza.

—Un movimiento inteligente el convencer al príncipe de Qangoth para que adelantara su regreso a Mettoloth —reconoció en tono apreciativo, como si estuviera haciéndome un cumplido—. Pero ¿realmente crees que eso podría detenerme...?

Alcé mi barbilla y traté de imprimir a mi voz un valor que no sentía del todo. La mano derecha de mi madre siempre me había hecho sentir como una niña que parecía estar aprendiendo a dar sus primeros pasos; había algo en él que me producía rechazo, pero también la sensación de estar enfrentándome a alguien que se encontraba a un nivel muy superior al mío.

Aquel hombre era un oponente que podía aplastarme sin esfuerzo.

—Ya no podéis usarlo como carnaza, lord Ardbraccan —le respondí con fiereza, casi mostrándole mis colmillos en un gesto de clara amenaza—. Rhydderch está de regreso en su hogar, lejos de vuestras garras —una sonrisa cruel se formó en mis labios—. Y no habéis podido hacer nada para impedirlo.

Su risotada me produjo un escalofrío, ya que no era la reacción que esperaba. Supuse que el consejero de la reina estaría furioso por haber perdido un activo tan importante como el príncipe fae, pues ya no contaba con Rhy para usarlo como un peón más. El poder que pudiera haber creído tener sobre nosotros se había desvanecido, alejándose sobre el lomo de Gwyar.

—¿Eso crees, Vesperine? —me preguntó en tono dulce. Todo mi cuerpo se quedó agarrotado cuando el hombre se cernió sobre mí, obligándome a echar hacia atrás la cabeza para poder mirarle a los ojos—. Conozco bien este palacio. Nada de lo que ocurre entre sus paredes puede escapárseme. Estaba al corriente de la partida del príncipe de Qangoth —se inclinó hacia mí y noté un regusto amargo en la boca, además de un molesto pitido en mis oídos—. ¿Crees que está a salvo tu príncipe...?

Una sensación de angustia y pavor se unió al pitido. Por unos segundos, lo único que podía escuchar era la voz del consejero, alternando con aquel molesto sonido que iba agudizándose cada vez más. La mirada de victoria del noble tampoco ayudó en absoluto a recuperar el control sobre mis emociones. Porque aquel maldito fae no podía estar insinuando que...

—Alteza. Lord Ardbraccan.

Aquella inesperada voz masculina hizo que diera un respingo y que el consejero de mi madre torciera los labios en una mueca de desdén, obligándose a retirarse un paso, brindándome una distancia que no sabía que necesitaba para tomar una discreta bocanada de aire.

Los ojos plateados de la mano derecha de la reina se apartaron con desgana de mí, desviándose hacia la persona que había osado interrumpirnos y que se encontraba a mi espalda.

—Cináed —dijo lord Ardbraccan con tono aburrido—. Qué agradable coincidencia.

Mis pulmones parecieron llenarse con más aire cuando la inconfundible silueta del primo de la reina se detuvo junto a mí. El fae no había vuelto a buscarme, como tampoco a acercarse a mí, desde aquel último encuentro en el que insinuó las posibles intenciones que podía guardar su rival respecto a mi regreso y reconocimiento como heredera de Elphane. Y, aunque tampoco sabía si podía confiar del todo en él y en sus intenciones, le prefería por encima de lord Ardbraccan.

El aludido esbozó una sonrisa que más parecía una mueca amenazadora.

—¿Avasallando a la princesa, Ardbraccan? —le preguntó al consejero con un tono peligroso.

Un brillo de molestia apareció en los ojos plateados del lord.

—En absoluto —respondió con fingida amabilidad, antes de que su mirada se desviara hacia mí—. Estábamos tratando un asunto sin importancia.

Apreté los puños con rabia al ser testigo de la desfachatez del consejero de mi madre. A mi lado, Cináed enarcó una ceja en un gesto de visible duda.

—Para tratarse de un asunto sin importancia, prácticamente estabas encima de la princesa —observó el lord con tono casual—. De un modo que podría hacerla sentirse incómoda.

Los labios de lord Ardbraccan se fruncieron hasta formar una fina línea, entendiendo hacia dónde estaba encaminando Cináed la conversación. La insinuación que flotaba en el ambiente, entre los tres.

—Jamás se me ocurriría asaltarla de ese modo, Cináed.

Una sonrisa afilada apareció en el rostro del interpelado.

—Eres un hombre ocupado, Ardbraccan —dijo entonces mi inesperado aliado—. Si realmente se trata de un asunto sin importancia, como bien has dicho, no te molestará que me encargue de acompañar a la princesa mientras tú regresas a tus quehaceres y responsabilidades.

Por la expresión que puso el fae, supe que le importaba. Sin embargo, consciente de la mirada que estaba dirigiéndole Cináed, lord Ardbraccan bajó la cabeza en un fingido gesto lleno de un agradecimiento que no sentía en absoluto.

—Siempre tan atento y amable... —musitó, envolviendo aquel dardo envenenado en un cumplido.

La sonrisa que aún permanecía en la cara de Cináed se hizo más amplia y mucho más peligrosa.

—Solamente sirvo a la Corona, al igual que tú —extendió un brazo, haciéndome un galante gesto para que me pusiera en movimiento—. Detrás de vos, Alteza.

Decidí aceptar la vía de escape que estaba tendiéndome lord Cináed. Con una tensa reverencia, me despedí del consejero de mi madre y, sin mediar palabra, me apresuré a sortear su cuerpo mientras Cináed me guardaba las espaldas, siguiéndome de cerca.

Las sienes empezaron a martillearme conforme me alejaba de lord Ardbraccan y la duda que había logrado plantar dentro de mi cabeza sobre Rhydderch. Abrí y cerré los puños de manera inconsciente, buscando aliviar parte de la tensión que me acompañaba y dotaba de cierta rigidez a mis movimientos.

—¿Os ha hecho algo?

La repentina pregunta de Cináed hizo que mis pasos perdieran velocidad y que el lord aprovechara para situarse a mi lado, contemplándome con una expresión que no lograba esconder su preocupación.

—No —conseguí responder tras unos segundos en silencio—. Solamente intentó arrinconarme.

—Ese maldito hijo de puta... —siseó el fae y, un instante después, me dirigió una mirada avergonzada—. Disculpad mis modales, Alteza.

Abrí y cerré mis puños de nuevo.

—No os disculpéis —le pedí, lanzándole una mirada de soslayo—. Mis modales también dejan mucho que desear.

Una media sonrisa cargada de agradecimiento apareció en su expresión antes de que volviera su habitual rictus serio.

—Si me permitís el atrevimiento, me gustaría recordaros el consejo que os di respecto a lord Ardbraccan, Alteza —me dijo, modulando el tono de su voz—. Es un hombre ambicioso que está dispuesto a todo con tal de conseguir más poder.

Una idea atravesó mi mente cuando mencionó las intenciones que podría guardar la mano derecha de la reina.

—¿Siempre ha estado tan cerca de mi madre? —le pregunté, observándolo por el rabillo del ojo.

Si Cináed odiaba a lord Ardbraccan, quizá podría ser la oportunidad que había estado esperando para conocer más detalles sobre el lord y cómo había logrado alcanzar una posición tan alta dentro del Consejo de la reina. Quizá Cináed podría servirme para aprender más cosas sobre el fae.

—Ocupó el puesto de consejero por su derecho de sangre —contestó lord Cináed, con el ceño fruncido—. No sé si sabéis que el Consejo de la reina está formado por las mismas familias, heredándose el cargo. Ardbraccan sustituyó a su padre cuando Cymru dejó de estar en condiciones de seguir cumpliendo con su función; en aquel entonces era un miembro discreto dentro del consejo. Apenas llamaba la atención —rumió en tono pensativo—. O quizá estaba esperando su oportunidad, no lo sé bien, pero poco después de vuestra... desaparición empezó a acercarse más y más a Nicnevin. Ese acercamiento llamó la atención de la corte y los primeros rumores aparecieron tras la muerte de Malmin —me lanzó un vistazo preocupado; yo me limité a apretar los dientes, sin decir nada—. Algunos de ellos apuntaban a que su creciente ascenso era debido a ciertos servicios que proporcionaba a la reina.

—¿Vos creéis esos rumores? —quise saber.

Cináed no dudó un segundo cuando negó con la cabeza.

—Creo que Ardbraccan consiguió ascender gracias a aprovecharse de la desgracia y el dolor de Nicnevin —me respondió con aplomo y un leve timbre de tristeza—. Era una mujer rota por la pérdida de su hija y su esposo; un objetivo fácil y vulnerable. Se convirtió en lo que ella creía necesitar, cimentándose así su posición.

Tras unos segundos, escuché al lord añadir a media voz:

—Sé que no os he dado suficientes motivos para confiar en mí, princesa, pero lo único que intento es que no caigáis en la misma trampa en la que cayó vuestra madre y cometáis sus mismos errores.

Después de eso, ambos nos sumimos en un silencio meditativo. Cináed parecía estar atrapado en el pasado, en el tiempo en que lord Ardbraccan se acercó poco a poco a mi madre con el deseo de manipularla a su antojo, hundiendo sus garras en ella y convirtiéndose prácticamente en un parásito; por mi parte, no pude evitar repasar nuestra conversación, la información que me había proporcionado el primo de la reina sobre su mano derecha. No era mucho lo que había conseguido, pero me serviría como punto de salida para ir conociéndolo más. Además, sus últimas palabras no conseguían despegarse de mi mente, haciendo que las dudas que sentía hacia Cináed se tambalearan al creer atisbar un auténtico tono de preocupación en su voz.

Estaba sola dentro de la corte y un aliado como el lord podría equilibrar la balanza en mi silencioso enfrentamiento contra lord Ardbraccan.

—¡Vesperine!

Elvariel salió a nuestro encuentro, visiblemente preocupada por mi retraso. Su mirada se desvió hacia lord Cináed antes de regresar a mí, con un gesto interrogante; debía resultarle chocante verme aparecer en compañía del lord. No obstante, se tragó las preguntas que le había suscitado mi llegada y se limitó a saludar a Cináed con un recatado movimiento de cabeza; el fae nos dedicó una amable sonrisa antes de despedirse de ambas, alegando la ineludible responsabilidad que conllevaba su posición dentro del Consejo de la reina.

Elvariel y yo nos quedamos calladas, contemplando su marcha, antes de que mi dama de compañía mirara en mi dirección, con los ojos abiertos a causa de la sorpresa. Antes de que pudiera asaltarme a preguntas, decidí atajar el asunto:

—Nos hemos encontrado de camino y se ha ofrecido a acompañarme.

Una sonrisa conspiradora apareció en los labios de Elvariel.

—¿Allanándose el camino antes de presentarte a Gwaelod? —me preguntó con tono pícaro.

Gwaelod era el primogénito de Cináed. Había escuchado su nombre entre los susurros de la corte, en especial dentro de los círculos femeninos; a juzgar por lo mucho que era mencionado, supuse que era bastante popular entre el público, y no sólo entre las jóvenes a la espera de conseguir un matrimonio provechoso. Sin embargo, y para mi sorpresa, Gwaelod no parecía estar muy interesado en la vida dentro de la corte, pues su presencia era casi nula.

No respondí a la insinuación de Elvariel, notando un regusto amargo en la punta de la lengua al pensar en ese asunto en cuestión. Mi madre no me había comentado nada respecto del plan que le expuso Ardbraccan de ofrecerme a Rhydderch como cebo para atraparlo en Aramar, por medio de un compromiso; tampoco había mencionado mi responsabilidad para la Corona.

—Gladar quiere que nos veamos —dijo entonces mi dama de compañía, intentando reconducir la conversación hacia temas menos peligrosos—. He pensado que, quizá, querrías acompañarnos —una sonrisa blanda se formó en sus labios—. A Gladar no le importará en absoluto.

Me sentí cohibida al oír que Elvariel estaba incluyéndome en sus planes de verse con su prometido. Un ramalazo de incomodidad me sacudió de pies a cabeza, haciendo que la culpa burbujeara en mi interior; Elvariel solía pasar todo el tiempo posible conmigo, ahora incluso más después de la partida de Rhydderch, por lo que apenas tenía oportunidad de ver a Gladar. No pude evitar recriminarme para mis adentros lo egoísta que estaba siendo con mi amiga; ella jamás me lo diría por la lealtad que parecía guardarme y eso me hizo sentir aún peor.

—¿Estás segura? —quise cerciorarme, con un titubeo.

No me parecía justo que, teniendo la oportunidad de encontrarse con su prometido, Elvariel se viera en la necesidad de llevarme consigo porque no deseaba dejarme sola. Pero mi círculo de amistades prácticamente era inexistente, de no ser por la propia Elvariel.

Ella me sonrió con seguridad.

—Por supuesto que sí —me contestó—. Además, hace tiempo que quiero presentarte a Gladar de manera formal.

Me arrepentí de haber aceptado la amable invitación de mi amiga y su prometido. Gladar no se mostró en absoluto contrariado por mi presencia, sino que hizo lo imposible por intentar hacerme sentir cómoda e integrada con ellos; el joven fae era apuesto, sin lugar a dudas, con ese cabello rubio ondulado y una sonrisa que parecía iluminar todo su rostro, haciendo resaltar sus ojos verdes. Creía entender qué era lo que había atrapado a Elvariel, pues su atractivo aumentaba aún más al descubrir su amable y atenta personalidad.

Por no mencionar lo visiblemente enamorado que estaba de su prometida.

Relegada a un segundo plano, pude ser testigo de cómo su mirada no dejaba de buscar la de Elvariel o cómo centraba toda su atención en ella cuando hablaba. Pese a que procuraba guardar las distancias con mi dama de compañía, les había descubierto compartiendo algún roce que pretendían aparentar que era accidental. Una bola de celos se retorcía en mi estómago cada vez que los observaba y me hacían preguntarme si alguna vez tendría la oportunidad de experimentar algo así.

La añoranza que sentía hacia el príncipe fae me golpeó con virulencia al ver la pareja que hacían Gladar y Elvariel.

Echaba de menos a Rhydderch.

Y solamente podía conformarme con hacerlo en silencio, ya que no podía hablar abiertamente con nadie de ello. Como tampoco pedir consejo.

Pero pensar en el príncipe fae hizo que un fragmento de la conversación que había mantenido con lord Ardbraccan regresara a mi mente, haciendo que sintiera mi boca resecarse.

«¿Eso crees, Vesperine? —volví a escuchar su voz, el timbre condescendiente que había envuelto a su pregunta—. ¿Crees que está a salvo tu príncipe...?»

Lord Ardbraccan había intentado amilanarme, eso era todo. Consciente de haber perdido su única ventaja frente a mí, había querido plantar algunas dudas con el propósito de confundirme. Rhydderch se había marchado y estaba protegido en Qangoth, junto a su familia.

Elphane no se arriesgaría a atravesar las fronteras del reino vecino con el propósito de secuestrar al príncipe fae.

¿Verdad?

Un molesto zumbido se instaló en mis oídos mientras apartaba a toda prisa esos pensamientos, aferrándome a la certeza que llevaba acompañándome desde aquella mañana que había visto partir a Rhydderch: él estaba a salvo.

Él estaba lejos de las garras de lord Ardbraccan.

Aquello solamente era una despedida temporal.

Rhydderch volvería a por mí una vez encontrara a Altair y al resto de mis amigos.

* * *

Necesito que alguien coseche a ese lorecillo con urgencia

Btw, un gentil (y amable) recordatorio de que solo quedan 7 capítulos y el epílogo para ponerle punto final a Thorns jijijijijijijijijij

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