❧ 10
Apenas presté atención a una sola de las conmovedoras historias con las que lady Laeris pretendió amenizar lo que quedaba de tiempo. Sin embargo, la anécdota que estaba contando en aquel instante hizo que las alarmas saltaran dentro de mi cabeza al escuchar:
—Elleyre y yo siempre fuimos amigas, casi desde la cuna —habíamos pasado del baño al dormitorio de nuevo, donde Laeris estaba tratando de aplicarme algunos cosméticos frente a un espejo de pie, antes del vestido—. Cuando nacieron Altair y Brianna, nos ilusionamos pensando que, en el futuro, podrían llegar a casarse...
Todo mi cuerpo se tensó ante la mención de aquella desconocida, Brianna, de quien Altair nunca me había hablado. Lady Laeris, ajena a mi creciente malestar, continuó peinando mi cabello húmedo mientras aplicaba un aceite; por el espejo pude ver que, a pesar de sus movimientos sobre mis mechones, tenía la mirada desenfocada. Como si haber traído a colación el nombre de Brianna hubiera desencadenado algún recuerdo.
Quizá los planes de lady Elleyre y lady Laeris sobre unir sus familias mediante el matrimonio de sus hijos no salieron como lo planearon desde el principio. Eso tendría sentido, pues supuestamente Altair iba a colarme en aquella exclusiva fiesta con la farsa de que yo me convertiría en su prometida.
—¿Estará Brianna esta noche en la mascarada? —pregunté, intentando sonar con tacto.
Ahora que había desvelado que tenía una hija de edad similar a la de Altair, al parecer preparada para ocupar su lado como potencial esposa, ¿me odiaría por haberle arrebatado la oportunidad? Maldije a mi amigo por haber tenido que recurrir a esa maldita mentira para que nuestros planes pudieran seguir adelante.
El peine se detuvo en seco sobre mis cabellos y, al dirigir mi mirada hacia el reflejo del espejo, descubrí que los ojos de lady Laeris se habían oscurecido; toda su cándida expresión se había transformado en una máscara de piedra. Tuve la inquietante impresión de haber cometido algún tipo de error, pero ¿cuál?
—Me temo que ella no podrá asistir —la voz de la mujer había adoptado un tono plano y sin emoción—. Lleva desaparecida mucho tiempo.
Un ramalazo de vergüenza calentó mis mejillas al obtener mi respuesta sobre la sensación que me había embargado al hacer mi inocente pregunta. Entreabrí los labios para decir algo, cualquier cosa, pero de ellos no logró salir ni una sola palabra; mi sonrojo no hizo más que empeorar al no saber cómo capear aquella incómoda situación. Al final opté por cerrar la boca y no empeorarlo todo aún más.
Lady Laeris tardó unos instantes en reponerse de la tristeza que debía desgarrarla por dentro al recordar a su ausente hija antes de retomar su tarea con mi pelo de nuevo. Bajé la mirada hacia mis manos y la dejé hacer a su antojo, notando cómo el nudo de la vergüenza de mi estupidez continuara apretándose alrededor de mi garganta.
Cuando la mujer se situó frente a mí, con un par de productos que había traído consigo en las manos, me tensé de manera inconsciente. Nunca los había usado, pero los reconocía vagamente: eran cosméticos; en mis escasas visitas a algunas tabernas de la ciudad había visto a mujeres y jóvenes empleándolos para embellecer sus rasgos y hacerlos mucho más atrayentes a la mirada de los hombres... o de otras mujeres.
Lady Laeris parecía haber encerrado de nuevo en su interior todos los turbulentos sentimientos que rodeaban a la desaparición de su hija y volvía a mostrarse casi como antes; sus labios estaban curvados en una pequeña sonrisa mientras sostenía aquellos tarritos con el propósito de emplearlos en mí.
—Debo confesar que me resulta extraño —comentó en tono casual, depositando con cuidado la hilera de productos—. He visto a Altair con muchas jóvenes, y ahora...
Dejó la frase en el aire intencionalmente, mirándome fijamente. Era evidente que resultaba muy sospechoso que, de la noche a la mañana, después de haber estado paseándose con distintas chicas cada velada, hubiera decidido asentar la cabeza con una completa desconocida.
—Mi situación es... complicada —logré balbucir.
Los ojos de lady Laeris se clavaron en mi cuerpo, en las zonas donde había podido ver los moratones. Ninguna de las dos dijo nada más al respecto y el tema pareció quedar zanjado.
Retorcí las faldas de aquel vestido prestado y no moví ni un músculo cuando la mujer desenroscó el primero de ellos, hundiendo después una pequeña y fina varilla de madera en el líquido negro que contenía; no pude evitar lanzarle una mirada de temor a lady Laeris al mismo tiempo que ella sacaba aquel extraño instrumento cuya punta estaba recubierta de la sustancia del tarro.
La sonrisa de la mujer se tornó casi maternal al intuir mis dudas respecto a esos productos.
—No os preocupéis —me dijo con voz suave, acercando la varilla a mi rostro—. Esto solamente es para delinear vuestros ojos —frunció el ceño—. Qué color de iris más curioso... Negro, tan negro que puede confundirse con vuestra pupila.
Aquella no era la primera vez que recibía un comentario de ese tipo respecto a mi mirada. Muchos jóvenes con los que había coincidido en las tabernas de la ciudad habían tratado de halagarme mencionando mis iris; había recibido distintos tipos de piropos con el único propósito de pasar una velada mucho más interesante en cualquier otro rincón más íntimo.
Mis párpados se cerraron en un gesto reflejo cuando vi la punta manchada de negro acercándose a mi rabillo del ojo. Lady Laeris me indicó que los mantuviera así mientras procedía a delinear con aquella sustancia mis ojos; noté la madera presionando con suavidad contra mi piel, dejando tras de sí un rastro pegajoso. El corazón se me aceleró ligeramente al pensar, por primera vez, en mi aspecto después de que la inesperada aliada de Altair terminara de aplicar todos aquellos cosméticos sobre mi rostro; nunca se me había pasado por la mente hacerme con algunos de ellos para mi propio disfrute, ya que la vida en los barracones donde nos instruíamos no me brindaba muchas oportunidades para usarlos.
Dejé que lady Laeris continuara con su tarea, golpeando mis mejillas con algo esponjoso, que desprendía algún tipo de polvillo que me hizo casi estornudar, y luego frotando otro de sus productos sobre mis labios; tan concentradas estábamos en aquella transformación completa de mi persona en alguien que consiguiera hacerse pasar por una joven noble que no escuchamos la llegada de mi acompañante.
Tanto lady Laeris como yo nos sobresaltamos cuando Altair se aclaró la garganta desde el umbral. Mis ojos se desviaron hacia él inmediatamente, abriéndose de par en par al descubrir su regio aspecto: había sustituido sus humildes prendas por un traje compuesto por una casaca de color negro y detalles bordados en hilos de oro, una almidonada camisa cerrada hasta el cuello y unos ajustados calzones del mismo color que la casaca. Su cabello castaño estaba pulcramente peinado y sus rizos perfectamente domados, haciendo que los echara en falta.
Noté mis mejillas arder cuando fui sometida a un intenso escrutinio por parte de mi amigo, cuyos ojos azules parecían arder con un familiar fuego mientras me recorrían desde el dobladillo del vestido hasta mi cabello recogido; volví a sentir el conocido cosquilleo en todo mi estómago, pero mi necesidad de cruzar la distancia que me separaba de Altair para hundir mis dedos en sus rizos y atraerle hacia mí no podrían cumplirse con lady Laeris allí.
Tuve que conformarme con dedicarle una pequeña sonrisa.
—Sin lugar a dudas lady Verine posee una belleza sin par —dijo con tono ronco, empeorando mi sonrojo y el aleteo de deseo que agitaba mi estómago—. Pero ahora mismo la encuentro arrebatadora.
La artífice de aquel sorprendente cambio dejó escapar una risita mientras se acercaba a Altair para golpearle juguetonamente en el pecho con el dorso de su mano. Pude ver que, a pesar de la sonrisa comedida que curvaba los labios de lady Laeris, estaba más que satisfecha y orgullosa con el resultado.
—¿Has traído la máscara? —preguntó la mujer, cambiando ligeramente de tema.
Altair sacó las manos de detrás de su espalda, mostrándonos una caja rectangular de madera. Lady Laeris se la arrebató con un gorjeo y la abrió con sumo cuidado; sus ojos se iluminaron al contemplar su contenido. Luego vino hacia mí, inclinándola lo suficiente para que pudiera verlo yo también sin correr el riesgo de volcar el objeto que había dentro.
El corazón se me detuvo unos segundos cuando contemplé la pieza que reposaba sobre un lecho de satén: era una máscara, tal y como había preguntado lady Laeris instantes antes. Las oquedades de los ojos eran lo suficientemente anchas para permitir que el resto pudiera contemplar mi mirada perfilada; incluso se alargaba en los extremos, dándole un aspecto majestuoso. Su diseño era sencillo, pero elegante: filigranas de color plateado se curvaban en los bordes, salpicadas con pequeñas joyas del mismo color —quizá hematita, piritas o diminutos fragmentos de perlas plateadas— como si fueran frutos y los hilos formaran las ramas de algún árbol. Cuando la saqué de la caja vi cómo caían un par de cintas de satén de color negro que antes se habían confundido con el lecho de tela en el que estaba colocada.
No me atreví a acariciarla por temor a soltar alguna piedra de su lugar, así que me limité a sostenerla en las manos sin saber muy bien qué hacer con ella. Lady Laeris pronto acudió en mi ayuda, quitándomela con suavidad para poder ayudarme a colocármela; la percibí a mi espalda mientras lidiaba con el recogido y las cintas, procurando no echar a perder ninguna de las dos.
—Ah —escuché que decía tras de mí—. Ya está.
Contemplé el resultado final en el espejo. Tal y como había supuesto, aquella máscara permitía mostrar más de mis ojos, en especial aquella línea que lady Laeris había pintado con sus instrumentos; el diseño que se asemejaba a las ramas de un árbol encajaba con los colores de mi vestido. Todo parecía estar en consonancia.
Y yo realmente parecía ser la persona que Altair había fingido que era.
Cuando miré en su dirección, tras lograr apartar la mirada de mi propio reflejo, descubrí a mi amigo con su propia máscara ya colocada. Era una copia exacta de la mía, pero sin las joyas que salpicaban los hilos de color plateado; me dedicó una discreta sonrisa cuando nuestras miradas se encontraron.
—No queremos robarte más tiempo, Laeris —dijo, sin apartar la mirada de la mía—: también tienes que prepararte para la mascarada.
Ella se mostró algo reacia a abandonar el dormitorio, dejándonos a solas. Altair se mostró más encantador aún, asegurándole que no tardaríamos mucho en bajar hacia el salón donde se celebraría aquel misterioso encuentro donde todo el mundo usaría máscaras para cubrir su identidad; apenas pude distinguir qué fue lo que le advirtió a mi amigo en voz baja antes de marcharse.
El rostro sonriente de Altair se esfumó tras el sonido de la puerta cerrándose.
Ahora que lady Laeris estaba lo suficientemente lejos para no escuchar nuestra conversación o controlar nuestros movimientos —seguramente vigilando mi inexistente virtud—, me puse en pie y crucé el dormitorio hacia donde mi amigo esperaba. Ahora con una expresión circunspecta en su cara.
Traté de aligerar un poco el ambiente, sabiendo que no debía ser fácil para él aquella noche; nos jugábamos mucho y si fallábamos, las consecuencias serían desastrosas para ambos.
—¿Puedo saber qué te ha dicho antes de irse? —pregunté, ladeando la cabeza en un gesto coqueto.
Sólo conseguí arrancarle una media sonrisa que no logró alcanzar sus ojos.
—Que no tardara en hablar con mi madre —contestó.
Porque lady Laeris creía erróneamente que Altair tenía intenciones de comprometerse conmigo, fingiendo que yo pertenecía a una desventurada familia noble que no me trataba del modo que correspondía. Aquello me hizo recordar a la hija perdida de la mujer, la amiga de la infancia de Altair de la que no había tenido noticia alguna en aquellos años que compartíamos de amistad.
—Nunca me hablaste de Brianna —se me escapó.
La mirada de Altair se tiñó de dolor y añoranza al escuchar ese nombre. Ignoré el retortijón del estómago al comprobar que lo sucedido con la hija de lady Laeris todavía seguía afectándole; por respeto a la mujer había dejado el tema aparcado, pero no pude evitar preguntarme cuánto tiempo llevaba ausente. Qué era lo que había sucedido.
¿Acaso había muerto...?
—Tenemos que ponernos en marcha —fue la única respuesta que recibí por parte de Altair.
Procuré que mi rostro no reflejara la decepción y el dolor que sentí al verme privada de una sencilla contestación respecto a esa chica misteriosa de su pasado. Lady Laeris había bromeado diciendo que ella como la madre de Altair habían pensado en que sus hijos terminarían juntos; quizá yo había estado equivocada y mi amigo había albergado algún tipo de sentimiento hacia Brianna.
Dejé la conversación en punto muerto y me limité a seguir a Altair hacia la puerta de su dormitorio. El pasillo estaba vacío, pero no podíamos confiarnos; si aquella zona pertenecía a la familia real, alguien del servicio no tardaría en aparecer por allí para ayudar a sus señores a prepararse para la mascarada.
Mientras caminaba unos pasos por detrás de mi amigo, con mis ojos clavados en su espalda, no pude evitar darle vueltas al asunto. A la desaparecida Brianna y el lugar que había ocupado en la vida —en el corazón— de Altair; cuando le había mencionado su nombre, mi amigo había guardado silencio antes de cambiar tajantemente de dirección nuestra conversación.
Me había hecho la promesa a mí misma de apartarme del lado de Altair, de dejar lo que había entre nosotros —aquella extraña amistad en la que ciertos límites parecían desdibujarse—, cuando se comprometiera o encontrara a la chica a la que quisiera entregarle su corazón. ¿Y si...?
La pregunta ardió en la punta de mi lengua, ansiando ser liberada.
«¿La amabas?»
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