5.
Retrocedamos unos meses. Ahí estabas tú, al final del salón, observándolo en silencio. Ese ojo rojo te tenía cautivada desde hacía tiempo, aunque ni siquiera tú sabías por qué. Tu mejor amiga no entendía qué habías visto en él, y para ser sincera, tampoco tenías una respuesta clara. Todas sus red flags brillaban como un enorme cartel sobre su cabeza, pero elegiste ignorarlas.
Lo mirabas de lejos, suspirando como una niña de kínder enamorada por primera vez. Eras demasiado tímida para acercarte directamente, así que comenzaste con pequeños gestos: dejabas sus golosinas favoritas en su silla, lo saludabas de vez en cuando, solo para que notara tu existencia. Pero para él, esos actos eran molestos. Sus amigos se burlaban de ti a sus espaldas, lo que lo irritaba aún más.
Aun así, con el paso de los meses, su actitud se suavizó un poco. Un día, a la salida de la escuela, te esperó. No lo esperabas, pero ahí estaba, con las manos en los bolsillos y su expresión dura e impenetrable.
—¿Quieres ser mi novia? —su voz sonó seca, casi indiferente—. Claro, no estás obligada si no quieres.
Lo miraste sorprendida, el corazón latiéndote en los oídos. No era la declaración que habías soñado, pero no dudaste en aceptar. Con una sonrisa temblorosa, te lanzaste a abrazarlo.
No correspondió.
En su lugar, te dio un suave golpe en la cabeza, como si fueras una niña que hacía algo tonto. Tal vez esa fue la primera red flag que elegiste ignorar.
Desde el principio, su afecto era escaso. Nunca te abrazaba, ni en público ni en privado. Si intentabas entrelazar sus dedos con los tuyos, él encontraba una excusa para soltarte.
—No me gusta el contacto físico —decía, sin mirarte a los ojos.
Pero lo habías visto bromear con sus amigos, abrazarlos sin problema. Eso no era todo. Cuando hablaban, sus respuestas eran cortas, frías, como si estuviera cumpliendo con una obligación. Si le enviabas mensajes, tardaba horas en responder, y cuando lo hacía, eran monosílabos: "ok", "bien", "como sea".
Pero tú insistías. Te repetías que él solo necesitaba tiempo, que poco a poco se abriría a ti.
Una tarde, cuando estabas emocionada por contarle algo importante, él simplemente suspiró y dijo:
—Hablas demasiado.
Tu sonrisa se congeló, pero reíste nerviosa.
—Lo siento…
—Solo trata de no ser tan intensa.
No sabías por qué, pero sentiste un nudo en el estómago. ¿Estabas exagerando? ¿Era tu culpa?
Con cada pequeño rechazo, con cada desplante, ibas moldeándote para encajar en lo que él quería. O en lo que creías que él podría llegar a amar.
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