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Epílogo [2]

El reloj de mi sistema marcaba la una menos cinco de la madrugada cuando descendí del taxi enfrente de la casa de pompas fúnebres. Debí pagar una buena suma de dinero de mi propio bolsillo, sin tener en cuenta que Matteo me habría alcanzado gratis. «Mala manera de comenzar mi trabajo nocturno» me repetía en mi cabeza esperando que, con el correr de los minutos, la situación diera un vuelco a mi favor. No obstante, volví a sorprenderme en cuanto me percaté de que el sitio que yo habría presumido inhóspito no lo estaba.

La casa de pompas fúnebres tenía la necesidad imperiosa de demostrar a sus clientes su gran poderío económico. Por el frente había una gran rampa que conducía a los vehículos a un aparcamiento privado, rodeado por un sinnúmero de setos que los ocultaban de la vista de los criminales. La fachada, toda vidriada, permitía a cualquier transeúnte echar un vistazo de pasada, maravillándose de aquellas inmensas lámparas de araña que colgaban de los techos y que iluminaban unas amplias salas para los familiares del difunto, cada una de ellas dispuestas una frente a la otra y rodeadas por un ramillete de flores artificiales que permitían que el sitio permaneciera intacto e inmune al paso del tiempo. Un sinnúmero de bancos sin respaldar que apuntaban hacia el interior se hallaban ocupados por familiares de la cantante, algunos de sus más fieles fanáticos a los que se les había permitido el ingreso, y un selecto grupo de reporteros, que no hacían más que remover con sus preguntas aquel enorme puñal que desangraba los corazones de los presentes. Era tratando de mantener a raya a estos últimos en donde se encontraba el jefe en aquel entonces.

—¡Cámaras fuera! ¡Y nada de preguntas impertinentes! Respeten el duelo, carajo —vociferaba Jasper Figueroa, el líder en materia de seguridad de la familia.

En medio de sus improperios, apenas pudo verme. Estimo yo que se percató de mi presencia en cuanto los padres de la difunta se voltearon hacia mí. No pude evitar deslizar un rictus disimulado al ver el parecido entre ambos y su hija, como si hubiera surgido de la superposición de los rasgos de sus sendos padres. Las grandes ojeras que se alzaban bajo sus ojos delataban sus escasas horas de sueño. Les dirigí un ósculo a ambos, añadiendo las protocolares condolencias para ambos, mientras me dirigía hacia mi jefe.

—Hola, Ivor. Te tomaste tu tiempo para llegar —me recriminó, aunque en un tono bastante amistoso, lo que me hizo dudar si sus intenciones eran o no de reprenderme.

—Tuve problemas con el coche. He tenido que coger el taxi —repliqué, sin dar demasiada información al respecto.

El jefe no le confirió a aquello la menor importancia, mientras continuaba luchando contra varios reporteros, los que ahora se habían puesto de pie y comenzaban a alzarle la voz. Le ayudé a contenerlos, al tiempo que un tercer joven se unía a nosotros. Jasper amenazó con desenfundar su arma si no respondían a sus órdenes. Ante la gravedad de la situación, los periodistas decidieron ceder y regresaron a sus respectivos banquillos, refunfuñando. El jefe lanzó un leve bufido. Había de haber tenido una noche bastante agitada. Sin embargo, jamás perdió su sonrisa natural al momento de encontrarse conmigo.

—¿Para qué me necesita, jefe? —le inquirí, ni bien él me había indicado que lo siguiera a un sitio más reparado.

—La familia ha optado por realizar una pequeña e íntima despedida a Kissa, a sabiendas de que el escándalo de esta mañana no será suficiente para ellos. Como verás, no pudimos hacer nada al respecto, y debimos ceder. Además, no esperábamos que hubiera tanta gente esta misma noche. Es necesario que tú traslades el cadáver —musitó, llevándose la mano a la boca para que nadie más leyera sus labios—. Debes ser muy sutil o despertarás la curiosidad de estos tipos, y ya he tenido suficiente por hoy.

—De acuerdo —aseveré, mientras hacía mi mayor esfuerzo por contener mi sonrisa de satisfacción.

Por ventura, el jefe no dio muestras de percatarse de mi desliz.

—Recién notarán tu ausencia cuando te vean salir por el frente. Créeme, les sacarás muchas cuadras de ventaja —me aseguró, aunque no le creí.

—Está bien —repliqué, mientras hacía el amague de abrir una puerta al azar.

—Es la habitación número ocho, al fondo del pasillo —susurró—. Intentaré despacharlos ahora mismo —fue lo último que me indicó.

Avancé por el pasillo que conectaba todas las habitaciones con sigilo, procurando que las cámaras de seguridad no captasen el filo de mi cuchillo bajo mi uniforme, que ya estaba lastimando mis muslos. Jasper hacía un esfuerzo inmenso para entretener a la prensa, colocándose en un sitio en donde desviaría las miradas de mí. Agradecí que así lo hiciera; después de todo, él tampoco podría observar lo que yo me traía entre manos. Fue una buena tregua, debo admitir, puesto que me permitió escabullirme en aquella habitación silenciosa e inhóspita, ocupada sólo por el imponente ataúd que tenía grabada la palabra Kissa en letras doradas. Aquel sarcófago debió valer sus buenos miles de dólares.

Cerré la puerta y me aseguré de pasar el cerrojo, de modo que nadie más me molestara en mi trabajo. Me vi obligada también a desactivar la cámara que colgaba de una de las esquinas y que captaba todos mis movimientos. Opté por simular un apagón del sector eléctrico trasero, el que me libraría de toda sospecha. Me reconfortó ver cómo aquella pequeña lucecilla roja que antes tintineaba ahora no lo haría más, al tiempo que avanzaba hacia el féretro. Me coloqué los guantes que había traído para ocultar todas mis huellas, sintiendo el sonido del cuero chocando contra mi piel y deslicé mi mano hacia el interior de mi uniforme. De éste tomé la hoja afilada de un cuchillo recién comprado en el mercado negro, famoso por su capacidad de cortar cualquier cosa. Lo sujeté entre mis dientes para liberar mis dos brazos, al tiempo que jalaba de las trabas con gran sutileza, esperando encontrarme con mi víctima.

En efecto, allí yacía, con los brazos cruzados sobre el pecho y vistiendo un traje color rosa que había sido su favorito todo aquel tiempo, el cuerpo de Kissa, tan inmóvil como debería estar. Su cuerpo tenía la palidez de la muerte y sus ojos rasgados ahora estaban cubiertos por sus gruesos párpados, los que habían sido maquillados para la ocasión. Aparté sus extremidades del pecho, mientras saboreaba aquel hedor a ser inanimado que desprendía de ella. Y así, sin más cercana contemplaciones, rasgué su pecho izquierdo introduciendo la hoja de mi cuchillo en su interior. La carne estaba dura, por lo que debí batallar contra la misma, haciendo palanca pese al filo de mi arma. Unos segundos más tardes, su pequeño y ya helado corazón fue a parar a mis manos y, de allí, derecho a una pequeña bolsa que sería recogida luego por mis amigos. Cerré el féretro y abandoné la habitación, al tiempo que volvía a poner en funcionamiento las instalaciones eléctricas del lugar con éxito.

Una vez fuera, comuniqué a mi jefe que iba a necesitar ayuda, por lo que me envió al otro segurata que ya me había cruzado antes, un tal Cooper, el cual demostró tener una gran fuerza en los brazos, aligerándome de veras el peso sobre mis hombros. Ambos formamos un espectacular equipo y no tardamos más que unos minutos en disponer el ataúd sobre el coche respectivo sin levantar las sospechas de los reporteros aburridos que se negaban a abandonar el lugar sin llevarse una primicia exclusiva consigo. Cooper se excusó para ir al baño, mientras palpaba su bolsillo en búsqueda de las llaves, las que no hallaba. Aproveché su desliz para depositar el corazón de Kissa junto a una enorme maceta, de modo tal que pasaría desapercibido a los ojos de cualquiera que no estuviera buscándolo. Satisfecha con mi trabajo, ingresé dentro del vehículo y esperé a mi compañero. Cuando por fin se apareció, cargaba el llavero en su mano y jugueteaba con él. Arrancó y nos perdimos en la calle, ignorando los vehículos de los periodistas, los cuales fueron sutilmente interceptados por unos coches patrulla que les flaquearon el paso. Se los oía mascullar a la distancia, dando estrepitosos bocinazos para reflejar su descontento.

Al arribar al sitio, dispusimos el féretro en el sitio que se nos había indicado, y nos permitimos el lujo de darnos una buena siesta en un sitio especial dedicado a ello, reparado del escenario principal. Poe fortuna, nos dejaron dormir hasta tarde como premio a nuestro excelente trabajo, el cual prometía ser premiado con algo más que un gracias. Sin embargo, conseguí que el jefe me permitiera custodiar la retaguardia del sacerdote durante la misa.

Era aquella la razón por la que yo me encontraba delante de una de dos inconmensurables columnas de mármol cubiertas de tela rosa, que constituían una decoración un tanto minimalista, murmurando las respuestas acertadas en el momento preciso, a diferencia de un sinnúmero de protestantes, los que no estaban acostumbrados a que el servicio se ejecutara de tal forma y no comprendían cuándo debían callar y ponerse de pie, en un espectáculo que me resultó tragicómico. Para su fortuna, la misa transcurrió con gran premura, por lo que pronto nos encontrábamos a punto de bendecir el pan y el vino, en un ritual sagrado en el que, sólo los que sabían lo que debían hacer, algunos se postraron de rodillas, haciendo que el resto también lo hiciera.

La última advertencia de mi sistema me sirvió para percatarme de que algo andaba mal. El cartel era suficiente para comprender que algo grande se nos venía encima. «SE HA DETECTADO UNA PODEROSA FUENTE DE ENERGÍA EN LOS ALREDEDORES». Mascullé por lo bajo, consciente de que aquello significaría un peligro real para mi seguridad, mas que mi posición me obligaría a permanecer en mi sitio, hasta las últimas consecuencias. La cuenta regresiva de la bomba se dibujó en mi mente, al tiempo que mi sistema intentaba desactivar los comandos, sin éxito.

Fue entonces cuando lo vi.

Estaba parado entre la multitud con las manos en sus bolsillos y una mirada desafiante. Mi visión biónica me permitía escrutarle el rostro con mayor claridad que el resto. Le dediqué una perodata de improperios a sabiendas de que no podría hacer otra cosa.

Justo cuando me prometí que andaría con cuidado, la bomba estalló por los aires, provocando una onda inmensa que se cargó miles de vidas consigo. La multitud comenzó a correr en diversos sentidos, derribándose los unos a los otros, en un eterno efecto dominó que convirtió a muchos de ellos en tapices que no cesaban de ser pisoteados por sus pares. Los que se detenían a ayudar a los otros, acababan tan sepultados como los demás. El terror se apoderaba del salón.

La onda tardó en alcanzar mi sitio, por lo que tuve tiempo de ponerme al resguardo detrás del escenario. Sin embargo, quiso el destino que el vértice de la columna que se encontraba junto a mí, impulsada por aquella demoledora fuerza, acabara dando de lleno contra mi sien, en un certero golpe que no tardaría en dejarme fuera de combate.

Luché con todas mis fuerzas aquellas escasas milésimas de segundo que aún me quedaban, mas no pude evitar que mi sistema se detuviera por completo, no sin antes enviar un sinnúmero de advertencias a las que no pude hacer más que ignorar. En seguida, mi cuerpo desfallecía, sometiéndome en un pesado letargo del que prometía no despertar.


Es paradójico pensar que la vida y la muerte se puedan trenzar en una pelea. La primera razón es muy simple: la muerte necesitaría estar viva para luchar, y aquello le sería imposible. Nos encontraríamos pues en un combate peculiar, en donde la vencedora estaría resignando su suerte a convertirse en lo que más detesta en el mundo; además, la vida no podría triunfar, porque necesitaría darle muerte a la muerte, y aquello le sería paradójico, puesto a que la vida jamás se dignaría por quitarle su propio don a otro. La muerte, por el contrario, podría llevar las veces de ganar, aunque al derrotar a la vida acabaría viva, puesto que se habría convertido en aquello a lo que juró destruir. Y aquel sería el colmo más grande de todos.

Abrí los ojos tras haber dormido una eternidad. Me encontré con los siempre encantadores rostros de mis amigos mirándome de lleno, rodeándome en una especie de círculo improvisado, como si no hubieran tenido tiempo para organizarse mejor. Me percaté de que me hallaba sobre la cama del mismo hotel en el que antes habíamos estado, lo que confirmaba mi teoría de que continuábamos en Washington DC. También noté el pesado vendaje que cubría mi cabeza, de seguro dispuesto por Mónica, tras seguir un instructivo a través de Internet.

—¿Qué hora es? —les inquirí, incapaces de obtener una respuesta interna que me satisficiese.

Ninguno de ellos se sorprendió ante mi pregunta, como si estuvieran esperándolo. Comprobé, con gran temor, que todas mis constantes vitales habían desaparecido de mi rostro. No había ningún cartel de advertencia ni mucho menos las tarjetas identificadoras de mis amigos, lo que también me extrañó.

Sin poder hacer algo más al respecto, comencé a sollozar. Las lágrimas eran saladas y pesadas, lo que pude comprobar ni bien una de ellas se posó en mis labios. Thiago me impregnó de su propia saliva al propiciarme un beso que ya no podía ser cronometrado ni grabado. Todos mis amigos se compadecían de mí, aunque pocos comprendían lo que aquella pérdida significaba para mí. Mónica sujetó un pequeño chip, el mismo que el doctor Helling había incrustado en mi cerebro ni bien me había creado.

—No tuve otra opción —se justificó, fundiéndose por su accionar.

—De todos modos tampoco es tan malo. Sigues con vida y eso es lo importante —aseveró Thiago, recibiendo la aprobación de los demás en el proceso.

Sólo que ninguno de ellos caía en la cuenta de lo que aquello significaba para mí.

Ahora, sin mi visión biónica ni nocturna.

Sin mi computadora ni mis avatares varios y personalizados.

Sin los carteles de advertencia, los mismos que yo había ignorado, afanándome de no necesitarlos.

Sin la posibilidad de manejar toda la tecnología que estuviera a mi alcance.

Sin aquel sinnúmero de ceros y unos que desfilaban por mi cabeza.

Sin aquella grabadora mental, que me imposibilitaba atesorar nuevos momentos en mi ser.

Sin que nada ni nadie más que yo misma influyera en mis decisiones a partir de ahora.

Comprendí que me había transformado en una humana. Y aquello no me habría alarmado si no hubiera recordado una última cosa:

Me había convertido en aquello mismo a lo que había jurado destruir.




 
Gracias por seguir la historia desde su comienzo hasta este final. Les agradezco de todo corazón el cariño que me han brindado.

Con cariño,

Gonzalo❤❤.

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